El caballero alzó la cabeza, apretó la mano contra la empuñadura de la espada.
—¡Exactamente así y no de otro modo! —dijo en voz alta—. Os apenan los niños, y vos mismo sois como niño en este mundo, señor mío. La tregua con Nilfgaard es cosa quebradiza como cáscara de huevo, si no hoy, mañana puede comenzar de nuevo la guerra, y en la guerra puede suceder de todo. Si nos vencieran, ¿qué pensáis que nos puede pasar? Yo os lo diré: saldrán de los bosques entonces los comandos de los elfos, saldrán en número y fuerza, y estos leales se les unirán al punto. Esos vuestros leales enanos, vuestros medianos amigables, ¿hablarán, pensáis, de paz, de reconciliación? No, señor. Ellos habrán de sacarnos las tripas, mano a mano con Nilfgaard, nos ajustarán las cuentas. Y nos ahogarán en el mar, como prometen. ¡No hay una tercera vía!
Las puertas de la barraca chirriaron, apareció un soldado con un delantal sanguinolento.
—Perdonar que os moleste. —Carraspeó—. ¿Cuál de vuesas mercedes trajo acá la hembra enferma?
—Yo —dijo el brujo—. ¿Qué ha pasado?
—Venir, por favor.
Salieron al aire libre.
—Mal, señor, le va —dijo el soldado apuntando a Triss—. Dile orujo con pimienta y salitre, pero no ayudó. No mucho...
Geralt no comentó porque no había qué comentar. La hechicera, doblada y encogida, atestiguaba palpablemente que el orujo con pimienta y salitre no era lo que su estómago podía soportar.
—Puede ser algún contagio. —El soldado frunció el ceño—. O, cómo se dice... sentería. Si eso se les pegara a las gentes...
—Es un hechicera —protestó el brujo—. Las hechiceras no enferman...
—Pues mejor todavía —introdujo con cinismo el caballero, que se les había acercado—. La vuestra, por lo que veo, está que rebosa de salud. Don Geralt, escuchadme. A la mujer le es necesaria ayuda y nosotros no podemos prestársela. Tampoco puedo, habréis de comprender, arriesgarme a una epidemia entre mis soldados.
—Entiendo. Parto de inmediato. No tengo elección, tengo que volver en dirección a Daevon o Ard Carraigh.
—No iréis muy lejos. Las partidas tienen órdenes de detener a todos. Aparte de ello es peligroso. Los Scoia'tael huyeron precisamente en aquesta dirección.
—Me las apañaré.
—Por lo que he oído acerca de vos —el caballero frunció la boca— no dudo que os las apañaríais. Pero prestar atención, no estáis sólo. Lleváis al cuello a una enferma y a esa mocosa...
Ciri, que estaba intentando en ese preciso instante limpiar en un peldaño de la escalera la bota embadurnada de estiércol, levantó la cabeza. El caballero carraspeó y bajó la vista. Geralt sonrió levemente. Durante los últimos dos años Ciri casi había olvidado su origen y casi se había deshecho por completo de las maneras y afectaciones propias de una princesa, pero su mirada, cuando quería, recordaba mucho a la mirada de su abuela. Tanto, que la reina Calanthe seguramente hubiera estado orgullosa de su nieta.
—Sííí, de qué estaba yo... —tartamudeó el caballero, mientras se agarraba el cinturón a causa de su azoramiento—. Don Geralt, sé lo que debéis hacer. Cabalgar al otro lado del río, hacia el sur. Alcanzar podéis la caravana que sigue la ruta alante. Una noche de marcha, la caravana a buen seguro se detiene a pastar, la alcanzaréis antes del alba.
—¿Qué es esa caravana?
—No sé. —El caballero encogió los hombros—. Pero no son mercaderes ni reata común y corriente. Demasiado ordenadito todo, los carros todos iguales, tapados... Tampoco, creo, alguaciles reales. Les permití pasar por el puente, porque siguen el camino del sur, seguro que hasta los esguazos del Lixela.
—Humm —reflexionó el brujo, mirando a Triss—. Ésta es mi dirección. Pero, ¿encontraré allí ayuda?
—Puede que sí —dijo con frialdad el caballero—. Y puede que no. Pero aquí no la vais a encontrar con toda seguridad.
No lo escucharon ni lo percibieron cuando se acercó cabalgando, sumidos en la conversación, sentados junto al fuego, el cual iluminaba con una luz amarillenta y cadavérica las lonas de los carros puestos en círculo. Geralt hizo encabritarse ligeramente a la yegua y la obligó a relinchar sonoramente. Quería advertir al vivac de la caravana, quería moderar la sorpresa y adelantarse a movimientos nerviosos. Por propia experiencia sabía que al mecanismo de las ballestas no le gustaban los movimientos nerviosos.
Los acampados se incorporaron, pese a la advertencia realizaron numerosos movimientos nerviosos. La mayoría, observó instantáneamente, eran enanos. Esto le intranquilizó un tanto: los enanos, aunque irascibles sin medida, tenían por costumbre en tales situaciones preguntar primero y sólo después disparar las ballestas.
—¿Quién? —gritó con voz ronca uno de los enanos, sopesando con un rápido y enérgico movimiento el hacha que había sacado de un tocón que yacía junto al fuego—. ¿Quién va?
—Un amigo. —El brujo bajó del caballo.
—Ya veremos de quién —aulló el enano—. Acércate. Ten las manos de forma que podamos verlas.
Geralt se acercó, manteniendo las manos de forma que las pudiera ver perfectamente incluso alguien afectado de conjuntivitis o de hemeralopia.
—Más cerca.
Obedeció. El enano bajó el hacha, inclinó ligeramente la cabeza.
—O me engaña la vista —dijo— o este es el brujo llamado Geralt de Rivia. O alguien que se parece un huevo a Geralt.
El fuego disparó de pronto chispas, crepitó con claridad dorada, extrajo de las sombras rostros y figuras.
—Yarpen Zigrin —afirmó Geralt, sorprendido—. ¡No otro que el propio y barbado Yarpen Zigrin!
—¡Ja! —El enano arrojó el hacha como si fuera una varita de mimbre. La hoja silbó en el aire y se clavó en el tocón con un sordo golpe—. ¡Falsa alarma! ¡Es cierto que es un amigo!
El resto se relajó visiblemente, a Geralt le pareció que se escuchaba un profundo suspiro de completo alivio. El enano se acercó, le tendió la mano. Su apretón podía competir sin esfuerzo contra unas tenazas de hierro.
—Hola, so agrio —le dijo—. Bienvenido, de donde quiera que vengas y a donde quiera que vayas. ¡Muchachos! ¡Venid todos! ¿Recuerdas a mis muchachos, brujo? Éste es Yannick Brass, éste es Xavier Moran, y estos son Paulie Dahlberg y su hermano Regan.
Geralt no recordaba a ninguno: todos, al fin y al cabo, tenían el mismo aspecto, barbados, recios, casi cuadrados en sus gruesos jubones calados.
—Erais seis. —Apretó una tras otra las diestras nudosas y duras que se le tendían—. Si no recuerdo mal.
—Tienes buena memoria —se rió Yarpen Zigrin—. Éramos seis, claro que sí. Pero Lucas Corto se casó, se asentó en Mahakam y se salió de la compañía, el muy patán. Como que no encontramos a nadie suficientemente bueno para su puesto, hasta ahora. Y una pena, porque seis es la cifra justa, ni pocos, ni muchos. Si toca comerse un ternero como si toca trasegar un barrilillo, no hay nada como ser seis...
—Por lo que veo —Geralt, con un movimiento de la cabeza, señaló al resto del grupo que estaba de pie indeciso junto a los carros—, hay aquí suficientes como para dar cuenta de tres terneros, por no hablar de cosas más pequeñas. ¿Qué es esta compaña que comandas, Yarpen?
—No soy yo el que la comanda. Permíteme que te presente. Perdonad, señor Wenck, que no lo hiciera enseguida, pero yo y mis muchachos conocemos a Geralt de Rivia desde hace algún tiempo, tenemos unos cuantos recuerdos comunes. Geralt, éste es el señor comisario Vilfrid Wenck, al servicio del rey Henselt de Ard Carraigh, piadoso gobernante y señor de Kaedwen.
Vilfrid Wenck era alto, más alto que Geralt, y dos veces más que el enano. Estaba vestido con un sencillo traje, común para los adalides, alguaciles y enlaces montados, pero en sus movimientos había una severidad, rigidez y seguridad que el brujo conocía y sabía reconocer sin error, incluso de noche, incluso a la escasa luz de las hogueras. Así se movían personas acostumbradas a la loriga y al peso del talabarte con las armas. Wenck era un soldado profesional, Geralt estaba dispuesto a apostar lo que fuera. Apretó la mano que se le ofrecía, se inclinó ligeramente.
—Sentémonos. —Yarpen Zigrin indicó el tronco en el que seguía clavada su potente hacha—. Di, ¿qué es lo que te trae por estos andurriales, Geralt?
—Busco ayuda. Viajo por cuenta propia, con una hembra y una mozalla. La hembra va mala. De gravedad. Os alcancé para pediros ayuda.
—Maldita sea, médico no llevamos. —El enano escupió a un leño ardiente—. ¿Dónde las dejaste?
—A media legua de aquí, junto al camino
—Muéstranos el camino. ¡Eh, vosotros! ¡Tres a los caballos, ensillad los de refresco! Geralt, ¿tu hembra se tiene en la silla?
—No mucho. Precisamente por esto tuve que dejarla.
—¡Tomad una capellina, un lienzo y dos pértigas de carro! ¡Vivo!
Vilfrid Wenck cruzó las manos sobre el pecho, carraspeó con fuerza.
—Estamos en el camino —dijo en voz alta Yarpen Zigrin sin mirarle—. En el camino no se le niega ayuda a nadie.
—Joder. —Yarpen retiró la mano de la cabeza de Triss—. Quema como un horno. No me gusta esto. ¿Y si fuera el tifus o la disentería?
—Esto no puede ser ni el tifus ni la disentería —mintió Geralt con convicción, cubriendo a la enferma con una frazada—. Los hechiceros son inmunes a estas enfermedades. Esto es una intoxicación alimenticia, nada contagioso.
—Humm... Bueno, está bien. Voy a jarbar en los petates. No sé dónde tenía un buen medicamento contra la cagalera, puede que me quedara algo.
—Ciri —murmuró el brujo, dándole a la muchacha la zamarra—. Vete a dormir, estás que te caes. No, no en el carro. En el carro vamos a poner a Triss. Tú acuéstate junto al fuego.
—No —protestó en voz baja, mirando al enano que se alejaba—. Me tumbaré junto a ella. Si ven que me separas de ella no te creerán. Pensarán que es contagioso y nos echarán como esos guardias.
—¿Geralt? —gimió de pronto la hechicera—. ¿Dónde... estamos?
—Entre amigos.
—Estoy aquí —dijo Ciri, acariciándole los cabellos castaños—. Estoy junto a ti. No tengas miedo. ¿No notas qué calorcito hay aquí? El fuego arde, y el enano te traerá ahora un medicamento para... la tripa.
—Geralt —sollozó Triss, intentando liberarse de las mantas—. Ningún... ningún elixir mágico, recuerda...
—Recuerdo. Tiéndete tranquila.
—Tengo que... Ooooh...
El brujo se agachó sin decir palabra, alzó a la hechicera junto con el capullo de gualdrapas que la cubrían y marchó hacia el bosque, hacia las tinieblas. Ciri suspiró.
Se volvió al escuchar unos pesados pasos. De por detrás del carro apareció el enano, apretando bajo las axilas un envuelto bastante grande. El fuego de la hoguera relucía en la hoja del hacha que llevaba en el cinturón, brillaban también los clavos de su pesado jubón de cuero.
—¿Dónde está la enferma? —gruñó—. ¿Se escapó en su escoba? Ciri señaló a las tinieblas.
—Claro —asintió—. Conozco tal dolor y tamaña indisposición. Cuando era más joven me zampaba todo lo que era capaz de encontrar o de dejar inerme, así que más de una y más de dos veces me envenené. ¿Quién es, la hechicera ésta?
—Triss Merigold.
—No la conozco. Aunque bien es verdad que pocas veces tengo que ver con la Hermandad. Bueno, pero es hora de presentarse. A mí me llaman Yarpen Zigrin. ¿Y a ti cómo te llaman, canija?
—De otra forma —ladró Ciri, y los ojos le brillaron. El enano se rió a carcajadas, mostró los dientes.
—Ah. —Se inclinó exageradamente—. Perdón sos pido. En lo oscuro no os conocí. No es una canija, sino una noble señorita. Me tiro a sus pies. ¿Y cómo se llama la señorita, si no es un secreto?
—No es un secreto. Me llamo Ciri.
—Ciri. Ajá. ¿Y qué es vuesa merced?
—Ah, esto —Ciri levantó la nariz con orgullo—, esto sí es un secreto.
Yarpen se rió de nuevo.
—La lengua de la señorita es afilada como víbora, como víbora. Pido a vuesa merced que me perdone. Traje el medicamento y algo de comer. ¿Lo va a aceptar o va a echar de nuevo a este viejo palurdo de Yarpen Zigrin?
—Perdón... —Ciri reflexionó, bajó la cabeza—. De verdad que a Triss le hace falta ayuda, señor... Zigrin. Está muy enferma. Gracias por la medicina.
—No hay de qué. —El enano enseñó de nuevo los dientes, la palmeó amigablemente en hombro—. Ven, Ciri, me ayudarás. Hay que preparar el medicamento. Vamos a hacer las bolas según la receta de mi abuela. A estas bolas no se les resiste ninguna enfermedad de las tripas.
Desenrolló el atado, extrajo algo con la forma de un bloque de turba y una pequeña olla de barro. Ciri se acercó con curiosidad.
—Has de saber, noble Ciri —dijo Yarpen— que mi abuela sabía de remedios como nadie. Por desgracia, pensaba que la fuente de la mayor parte de enfermedades era la pereza, y que la mejor forma de curar la pereza era el palo. En tocante a mí y mis hermanos hacía un uso sobre todo preventivo de dicha medicina. Nos daba leña en cualquier ocasión y también sin ocasión. Era una arpía sin parangón. Y cuando una vez, sin cómo ni por qué, me dio un cacho pan con manteca y azúcar, tanto me sorprendió que de la impresión dejé caer el cacho al suelo, con la manteca hacia abajo. Y la abuela me zurró, la vieja puta asquerosa. Y luego me dio otro cacho de pan, sólo que esta vez sin azúcar.
—Mi abuela —Ciri movió la cabeza con comprensión— también me pegó una vez. Con una varilla.
—¿Con una varilla? —El enano sonrió—. La mía me apaleó una vez con el mango de un zapapico. Va, pero basta de recuerdos, hay que enrollar las bolas. Aquí tienes, toma un pedazo y amásalo en forma de bola.
—¿Qué es esto? Se pega y mancha... Eueeeee... ¡Y cómo huele!
—Esto es un pan de trigo mohoso. Una medicina maravillosa. Amasa bolas. Más chicas, más chicas, son para una hechicera, no para una cabra. Dame una. Vale. Ahora arremojamos la bolitas en el medicamento.
—¡Eueeeueee!
—¿Apesta? —El enano acercó su chata nariz a la olla de barro—. Imposible. El ajo picado con rodaballo amargo no tiene derecho a apestar, aunque estuviera cien años en adobo.
—Vaya una guarrería, eueueee. ¡Triss no se come eso!
—Utilizaremos el método de mi abuela. Tú le aprietas la nariz y yo le empujo para adentro las bolas.
—Yarpen —susurró Geralt, surgiendo de pronto de la oscuridad con la hechicera en los brazos—. Ten cuidado de que no sea yo el que te empuje a ti algo.
—¡Esto es una medicina! —se enfadó el enano—. ¡Ayuda! Moho, ajo...