El joven caballero de la negra armadura tampoco esta vez tembló, pero Coehoorn percibió el brillo de sus ojos.
No le cree,
pensó.
No le cree y se hace ilusiones. Comete un grave error
.
—Te ordeno completa atención —siguió el hombre de detrás de la mesa—. También a ti, Coehoorn. Porque también a ti te conciernen las órdenes que voy a dar dentro de un instante. Dentro de un instante. Ahora tengo que reflexionar sobre su forma y contenido.
El mariscal Menno Coehoorn, virrey de la provincia de Cintra y futuro caudillo principal del ejército de Dol Angra, alzó la cabeza, se puso en tensión con la mano sobre el pomo de la espada. El caballero de la armadura negra y el yelmo adornado con las alas de un ave de rapiña adoptó la misma postura. Ambos esperaron. En silencio. Pacientemente. Como se debían de esperar las órdenes sobre cuyos contenido y forma reflexionaba el emperador de Nilfgaard, Emhyr var Emreis, Deithwen Adda yn Carn aep Morvudd, el Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos.
Ciri se despertó.
Yacía, o mejor dicho, estaba medio sentada, con la cabeza más bien alta, apoyada en unos cuantos almohadones. La compresa que tenía en la frente estaba ya templada y apenas húmeda. Se la quitó, no podía soportar el desagradable peso y el picor en la piel. Respiraba con esfuerzo. Tenía la garganta seca, la nariz casi completamente bloqueada con coágulos de sangre. Pero los elixires y los encantamientos ya habían funcionado: el dolor, que unas horas antes ofuscaba la vista y hacía estallar el cráneo, había desaparecido, cedido, sólo había quedado de él un latido sordo y una sensación de opresión en las sienes.
Tocó cautelosamente la nariz con el dorso de la mano. Ya no sangraba.
Vaya un sueño más extraño, pensó. El primer sueño desde hace tantos días. El primero del que no he tenido miedo. Era... un observador. Veía todo como desde una montaña, desde una alta... Como si fuera un pájaro... Un pájaro nocturno...
Un sueño en el que he visto a Geralt.
En el sueño era de noche. Y caía la lluvia, que inundaba las regueras de las calles, resonaba en las tejas de madera de los tejados, en los bálagos de los techos de las chozas, brillaba en las tablas de los puentes y pasarelas, en las cubiertas de las barcas y los botes... Y allí estaba Geralt. No estaba solo. Con él estaba un hombre con un gracioso sombrerillo con una pluma que caía hacia abajo de tan mojada que estaba. Y una mujer muy delgada con una capa verde con capucha... Los tres andaban despacio y con cautela por un puente totalmente húmedo... Y yo los veía desde arriba. Como si fuera un pájaro. Un pájaro nocturno...
Geralt se detuvo. Está lejos todavía, preguntó. No, dijo la muchacha delgada, agitando su abrigo verde para expulsar el agua. Ya casi estamos... Eh, Jaskier, no te quedes atrás o te perderás en estos callejones... ¿Y dónde diablos está Filippa? La he visto hace un momento, volaba entre los canales... Vaya un tiempo asqueroso... Vamos. Condúcenos, Shani. Y entre nosotros, ¿de qué conoces a ese curandero?
¿Qué te une a él?
A veces le vendo medicamentos que siso del laboratorio de la universidad.
¿Por qué me miras así? Mi padrastro apenas paga la matrícula... A veces necesito una perrillas... Y el curandero, si tiene medicinas de verdad, cura a la gente... O por lo menos no los envenena... Venga, vamos allá.
Un sueño extraño, pensó Ciri. Una pena que me despertara. Me hubiera gustado saber qué iba a pasar después... Me gustaría saber qué es lo que hacen allí. A dónde van...
Desde la habitación de al lado le alcanzaron voces, voces que eran las que le habían despertado. Madre Nenneke hablaba rápido, estaba claramente excitada, nerviosa y enfadada. Has roto mi confianza, decía. No debiera haberlo permitido. Debiera haber imaginado que tu antipatía hacia ella conduciría a una desgracia. No debiera haberte permitido... Porque al fin y al cabo te conozco. Eres implacable, eres cruel, y para colmo resulta que eres también una irresponsable y una imprudente. Torturas sin piedad a esta niña, la obligas a esfuerzos que ella no es capaz de realizar. No tienes corazón.
De verdad no tienes corazón, Yennefer.
Ciri aguzó el oído, quería escuchar la respuesta de la hechicera, su voz fría, dura y sonora. Quería escuchar cómo reaccionaba, cómo se burlaba de la suma sacerdotisa, cómo se reía de su exagerado proteccionismo. Cómo decía lo que acostumbraba a decir: que ser hechicera no es cosa de poca monta, que no es tarea para señoritas de porcelana, para pollitas de piel fina. Pero Yennefer respondió en voz baja. Tan baja que la muchacha no sólo no fue capaz de entenderla, sino que ni siquiera pudo diferenciar unas palabras de otras.
Me dormiré, pensó, masajeándose con cuidado y delicadeza la nariz, aún sensible y dolorida, obstruida con coágulos de sangre. Volveré a mi sueño. Veré lo que hace Geralt, allí, en la noche, bajo la lluvia, junto al canal...
Yennefer la llevaba de la mano. Andaban las dos por un largo y oscuro pasillo, entre columnas de piedra, o quizás fueran estatuas, Ciri no podía descifrar las formas en la densa oscuridad. Pero en las tinieblas había alguien, alguien estaba escondido en ellas y las observaba mientras andaban. Escuchó susurros, bajitos como el rumor del viento.
Yennefer la llevaba de la mano, andaba con rapidez y seguridad, completamente decidida, tanto, que Ciri apenas podía seguirla. Ante ellas se abrían las puertas. Sucesivamente. Una detrás de la otra. Un número interminable de puertas de hojas gigantescas y pesadas que se abrían ante ellas sin hacer ruido.
La oscuridad se hizo más densa. Ciri vio ante ella una puerta más. Yennefer no aflojó el paso, aunque Ciri supo de pronto que esta puerta no se abriría sola. Y de pronto le asaltó la terrible seguridad de que no se debía abrir esta puerta. Que no se debía atravesarla. Que tras esta puerta algo la está esperando...
Se detuvo, intentó soltarse, pero la mano de Yennefer era fuerte e inflexible, la arrastró implacablemente hacia adelante. Y Ciri comprendió por fin que había sido traicionada, engañada, vendida. Que siempre, desde el primer encuentro, desde el primer día, había sido sólo una marioneta, una muñeca en un palito. Tiró para liberarse aún con más fuerza, soltó la mano. La oscuridad ondulaba como humo, los susurros en la oscuridad desaparecieron de pronto. La hechicera dio un paso hacia adelante, se detuvo, se volvió, la miró.
Si tienes miedo, vuélvete.
No se debe abrir esa puerta. Tú lo sabes. Lo sé.
Y sin embargo me conduces allí.
Si tienes miedo, vuélvete. Aún tienes tiempo para volver. Aún no es demasiado tarde.
¿Y tú?
Para mí ya es tarde.
Ciri miró hacia atrás y, pese a las omnipresentes tinieblas, vio la puertas que ya habían atravesado, una larga y lejana perspectiva. Y desde allí, de lejos, en la oscuridad, escuchó...
El golpeteo de los cascos. El chirrido de una armadura negra. Y el rumor de las alas de un ave de presa. Y una voz. Una voz bajita que se introducía en el cráneo...
Te confundiste. Confundiste el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque.
Se despertó. Alzó bruscamente la cabeza, se le cayó la compresa, nueva, húmeda y fría. Estaba bañada en sudor, en las sienes de nuevo le latía y le pulsaba un dolor sordo. Yennefer estaba sentada junto a ella en la cama. Tenía la cabeza vuelta hacia otro lado, de modo que Ciri no veía su rostro. Veía sólo la tormenta de sus cabellos negros.
—Tuve un sueño... —susurró Ciri—. En el sueño...
—Lo sé —dijo la hechicera con una voz extraña, ajena—. Por eso estoy aquí. Estoy junto a ti.
Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, la lluvia susurraba en las hojas de los árboles.
—Voto a bríos —ladró Jaskier, tirando el agua del ala de su sombrero, empapado por la lluvia—. No es una casa, es una verdadera fortaleza. ¿De qué tiene tanto miedo este curandero que se ha atrincherado así?
Barcas y botes, amarrados a la orilla, se balanceaban perezosamente en el agua rizada por la lluvia, entrechocaban con sordos golpes, rechinaban, tiraban de las cadenas.
—Es el barrio portuario —aclaró Shani—. No faltan aquí bandoleros ni hampones, tanto locales como forasteros. Mucha gente acude a Myhrman, le traen dinero... Todos lo saben. Así como que vive solo. Por eso toma sus medidas. ¿Os asombráis?
—Ni una pizca. —Geralt miró la casa construida sobre palos clavados en el fondo del canal a unas cinco brazas de la orilla—. Estoy pensando en cómo llegar a esa isla, a esa choza acuática. Creo que vamos a tener que tomar prestada alguna de estas barcas...
—No hay necesidad —dijo la médica—. Allí hay un puente levadizo.
—¿Y cómo vas a convencer al curandero de que te lo baje? Aparte de eso hay unas puertas, y nos hemos olvidado el ariete...
—Dejádmelo a mí.
La gran lechuza gris aterrizó sin un sonido en la barandilla de la plataforma, sacudió las alas, se encogió y se transformó en Filippa Eilhart, también encogida y empapada.
—¿Qué hago aquí? —murmuró rabiosa la hechicera—. ¿Qué es lo que hago con vosotros, maldita sea? Haciendo equilibrios en un palo mojado... y a punto de cometer un crimen de alta traición. Si Dijkstra se entera de que os he ayudado... ¡Y para colmo esta llovizna! Odio volar cuando llueve. ¿Es aquí? ¿Ésta es la casa de Myhrman?
—Sí —confirmó Geralt—. Escucha, Shani. Vamos intentar...
Se agruparon, comenzaron a susurrar, ocultos en las tinieblas por el alero de caña de un cobertizo. Una estela de luz caía al agua desde la taberna al otro lado del canal. Se oían cantos, risas y gritos. En la orilla pleiteaban tres almadieros. Dos discutían, empujándose y agarrándose el uno al otro e insultándose sin parar con los mismos insultos hasta el aburrimiento. El tercero, apoyado en la barandilla, meaba en el canal, al tiempo que silbaba desafinadamente.
Dong, resonó metálicamente la hoja de hierro atada por una correa al poste que estaba en la plataforma del puente. Dong.
El curandero Myhrman abrió el ventanuco, echó un vistazo. El farolillo que llevaba en la mano tan sólo sirvió para cegarle, así que lo dejó en el suelo.
—¿Quién diablos llama a estas horas? —vociferó rabioso—. ¡Date en ese cabezón vacío que tienes, cabrón, así se te hubiera torcido el pito cuando te entraron ganas de llamar! ¡Largo, a tomar por saco, borrachuzo, pero ya! ¡Tengo acá una ballesta cargada! ¿Acaso alguno quiere tener seis pulgadas de saeta en el culo?
—¡Señor Myhrman! ¡Soy yo, Shani!
—¿Eh? —El curandero se inclinó más—. ¿Señorita Shani? ¿Ahora, de noche?
¿Cómo es eso?
—¡Bajad el puentecillo, señor Myhrman! ¡Os traigo lo que me pedisteis!
—¿Precisamente ahora, por la noche? ¿No pudisteis venir de día?
—De día hay por aquí demasiados ojos. —La delgada silueta de la capa verde se dibujaba vagamente en la plataforma—. Si llega a saberse lo que os traigo, me echan de la Academia. ¡Bajad el puentecillo, no voy a estar aquí bajo la lluvia, tengo los botines empapados!
—No estáis sola, señorita —advirtió receloso el curandero—. Normalmente acudís sola. ¿Quién está con vos?
—Un amigo, lo mismo que yo. ¿Y qué? ¿Iba a tener que venir sola por la noche a este podrido barrio vuestro? ¿Qué pasa, que mi virtud no me es cara, o qué?
¡Dejadme pasar por fin, voto al diablo!
Murmurando en voz baja, Myhrman liberó el bloqueo de la cabria, el puente bajó con un chirrido, golpeó contra las tablas de la plataforma. El curandero se arrastró hasta la puerta, quitó el cerrojo y el pestillo. Sin soltar la ballesta tensada, miró con cuidado.
No percibió el puño que volaba hacia sus sienes, un puño dentro de un guante negro incrustado de tachuelas de plata. Pero aunque la noche era oscura, la luna nueva y el cielo nublado, contempló de pronto diez mil brillantes y cegadoras estrellas.
Toublanc Michelet pasó otra vez la piedra de afilar por la hoja de la espada, dando la impresión de que lo que estaba haciendo iba a hacer desaparecer la hoja sin dejar restos.
—Entonces tenemos que matar para vos a un hombre —dejó la piedra a un lado, limpió la empuñadura con un pedazo de piel de conejo engrasada, contempló críticamente la hoja—. Normalito, que pulula por las calles de Oxenfurt, no lleva ni guardia, ni escolta, ni guardaespaldas. No lleva ni siquiera criados. Para agarrarlo no vamos a tener que arrastrarnos hasta ningún castillo, ayuntamiento, palacete ni cuartel... ¿Es así, noble señor Rience? ¿Os he entendido bien?
El hombre de la cara desfigurada por la cicatriz de una quemadura afirmó con a cabeza, entrecerrando ligeramente unos ojos oscuros y húmedos de aspecto desagradable.
—Además —siguió Toublanc—, después de matar al pájaro éste no nos vamos a ver obligados a acurrucarnos en algún hueco durante el próximo medio año, porque nadie nos va a perseguir ni buscar. Nadie azuzará contra nosotros a los cuadrilleros ni a los cazadores de recompensas. No caeremos en ninguna maldición de familia ni venganza alguna. Por decirlo de otro modo, señor Rience, ¿tenemos que cargarnos para vos a un paleto normal, vulgar y que no significa nada?
El hombre de la cicatriz no respondió. Toublanc miró a sus hermanos sentado inmóvil y rígido en el banco. Rizzi, Flavius y Ludovico guardaban silencio como de costumbre. En el equipo que formaban, ellos mataban y Toublanc estaba para hablar. Porque sólo Toublanc había asistido a la escuela del santuario. Mataba tan hábilmente como sus hermanos, pero además sabía leer y escribir. Y hablar.
—¿Y para matar a este paleto vulgar, señor Rience, no contratáis a ningún matón de puerto sino a nosotros, los hermanos Michelet? ¿Por cien coronas novigradas?
—Ésa es vuestra tarifa habitual —gruñó el hombre de la cicatriz—. ¿No es cierto?
—No es cierto —negó Toublanc con voz fría—. Porque nosotros no nos ocupamos de matar paletos vulgares. Y si ya... Señor Rience, el paleto que queréis ver como cadáver os va a costar doscientas. Doscientas coronas que no estén recortadas, brillantes y con el signo de la Ceca de Novigrado. ¿Y sabéis por qué? Porque en este asunto hay trampa, noble señor. No tenéis que decirnos cuál es la trampa, ya se verá. Pero pagaréis por ella. Doscientos, he dicho. Aceptáis esa suma, entonces ya podéis dar a ese vuestro no amigo por muerto. No la queréis aceptar, buscaos otro para el trabajo.
En el sótano que apestaba a rancio y a vino agrio reinó el silencio. Una curiana correteaba por el suelo cubierto de paja, moviendo rápidamente sus patitas. Flavius Michelet la aplastó estruendosamente, con un relampagueante movimiento del pie, casi sin cambiar de posición y sin cambiar para nada la expresión del rostro.