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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La sangre de los elfos (15 page)

BOOK: La sangre de los elfos
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No respondió, volvió el rostro en dirección al fuego que ululaba en el hogar.

—El mundo se derrumba —repitió Coën, agitando la cabeza con falso asombro—. Cuántas veces lo habré escuchado ya.

—Yo también. —Lambert frunció el ceño—. Y no es de extrañarse, porque es en estos últimos tiempos un dicho muy popular. Así hablan los reyes cuando descubren que para reinar es necesaria al menos una gota de razón. Así hablan los mercaderes cuando su avaricia y estupidez les conducen a la bancarrota. Así hablan los hechiceros cuando comienzan a perder influencia sobre la política o sobre su fuente de ingresos. Y el que escucha la frase habrá de esperarse tras ella alguna proposición. Acorta entonces el prólogo, Triss, y haznos tu propuesta.

—Nunca me han divertido las palabras que pretenden levantar querellas —la hechicera le atravesó con una fría mirada— ni los alardes de elocuencia que sólo sirven para burlarse durante una conversación. No pienso participar en algo así. De lo que se trata, lo sabéis muy bien. Si queréis esconder la cabeza en la arena, es asunto vuestro. Pero tú, Geralt, me asombras mucho.

—Triss. —El brujo de cabello blanco la miró directamente a los ojos—. ¿Qué es lo que esperas de mí? ¿Una participación activa en la lucha por salvar a un mundo que se derrumba? ¿Tengo que alistarme en el ejército y detener a Nilfgaard? ¿Debería, si hubiera una nueva batalla en Sodden, estar de pie junto a ti en el Monte, hombro con hombro, y luchar por la libertad?

—Estaría orgullosa —dijo con voz leve, al tiempo que bajaba la cabeza—. Estaría orgullosa y feliz de poder luchar a tu lado.

—Lo sé. Pero no soy lo suficientemente generoso. Ni lo suficientemente valiente. No sirvo para soldado ni para héroe. El miedo terrible al dolor, a la mutilación o a la muerte no es la única causa. No se puede obligar a un soldado a que deje de tener miedo, pero se le puede dotar de una motivación que le ayude a superar ese miedo. Y yo carezco de tal motivación. Ni la puedo tener. Soy brujo. Un mutante construido artificialmente. Mato monstruos. Por dinero. Protejo niños, si los padres me pagan. Si me paga una familia nilfgaardiana protegeré niños nilfgaardianos. E incluso si el mundo yaciera en ruinas, lo que no me parece muy probable, mataría monstruos sobre las ruinas del mundo hasta que algún monstruo me matara a mí. Este es mi destino, mi motivación, mi vida y mi relación con el mundo. Y no fui yo quien lo eligió. Lo hicieron por mí.

—Estás amargado —afirmó ella, aferrando nerviosa la cinta del pelo—. O finges que estás amargado. Olvidas que te conozco, no interpretes delante de mí el papel de mutante insensible, falto de corazón, escrúpulos y voluntad propia. Y adivino la causa de tu amargura y la entiendo. La profecía de Ciri, ¿verdad?

—No, no es verdad —respondió con frialdad—. Veo que pese a todo me conoces poco. Temo a la muerte como cualquiera, pero hace ya mucho que me liberé de pensar en ella, no tengo ilusiones. No se trata de lamentarse por el destino, Triss, sino de un simple y frío cálculo. De estadística. Todavía ni un sólo brujo ha muerto de vejez, en la cama, dictando testamento. Ni uno sólo. Ciri no me sorprendió ni me asustó. Sé que moriré en alguna fosa que apeste a carroña, despedazado por un grifo, una lamia o una manticora. Pero no quiero morir en la guerra porque ésta no es mi guerra.

—Me asombras —dijo ella alzando la voz—. Me asombras cuando hablas así, me asombro de tu falta de motivación, como has querido definir doctamente tu indiferencia, menosprecio y distancia. Estuviste en Sodden, en Angren y en los Tras Ríos. Sabes lo que le pasó a Cintra, sabes la suerte que corrieron la reina Calanthe y algunos miles de los habitantes de aquellos países. Sabes a través del infierno que atravesó Ciri, sabes por qué ella grita por las noches. Yo también lo sé, porque yo también estuve allí. Yo también tengo miedo del dolor y de la muerte, hoy los temo más que antes, tengo motivos para ello. En lo que respecta a la motivación, entonces me parecía que yo también tenía tan poca como tú. ¿Qué me importaba a mí, una hechicera, la suerte de Sodden, Brugge, Cintra u otros reinos? ¿Los problemas de gobernantes más o menos capacitados? ¿Los intereses de los mercaderes y barones? Yo era una hechicera, también podía decir que no era mi guerra, que puedo mezclar elixires para los nilfgaardianos sobre las ruinas del mundo. Pero estuve entonces en el Monte, junto a Vilgefortz, junto a Artaud Terranova, junto a Fercart, junto a Enid Findabair y Filippa Eilhart, junto a tu Yennefer. Junto a aquellos que ya no están, Coral, Yoël, Vanielle... Hubo un momento en el que del propio miedo olvidé todos los conjuros excepto uno, con ayuda del cual podría haberme teleportado desde aquel lugar horrible hasta mi casa, hasta mi pequeña torrecita en Maribor. Hubo un momento en el que vomité de miedo y Yennefer y Koral me sujetaron del cuello y los cabellos...

—Déjalo. Déjalo, por favor.

—No, Geralt. No lo dejaré. Al fin y al cabo quieres saber lo que sucedió allí, en el Monte. Escucha entonces: había estrépito y llamas, había relámpagos de luz y bolas de fuego que estallaban, había gritos y estampidos, y yo de pronto me encontré en el suelo, sobre un montón de pingajos carbonizados y humeantes, y de pronto comprendí que aquel montón de trapos era Yoël, y al lado, aquel algo horrible, aquel tronco sin brazos ni piernas que gritaba tan macabramente, era Koral. Y pensé que la sangre sobre la que yacía era la de Koral. Pero era la mía propia. Y entonces contemplé lo que me habían hecho y comencé a aullar, a aullar como un perro apaleado, como un niño herido... ¡Dejadme! No os preocupéis, no voy a llorar. No soy ya la muchacha de la torrecita de Maribor. Maldita sea, soy Triss Merigold, la Decimocuarta Caída de Sodden. Debajo del obelisco del Monte hay catorce tumbas, pero sólo trece cuerpos.

¿Os asombra que pudiera llegarse a este error? ¿No lo imagináis? La mayor parte de los cuerpos estaba en pedazos difíciles de reconocer, nadie los separó unos de otros. También era difícil contar a los vivos. De los que me conocían bien sólo quedó viva Yennefer, y Yennefer estaba ciega. Otros me conocían superficialmente, siempre me reconocían por mis hermosos cabellos. ¡Y yo, maldita sea, ya no los tenía!

Geralt la abrazó más fuerte. Ella ya no intentó rechazarlo.

—No escatimaron con nosotros los hechizos más potentes —siguió con voz sorda—, los mejores sortilegios, elixires, amuletos y artefactos. Nada había de faltarles a los mutilados héroes del Monte. Nos curaron, nos remendaron, nos devolvieron nuestro aspecto anterior, nos dieron cabellos y el sentido de la vista. Casi no quedan... huellas. Pero ya nunca más me pondré un vestido escotado, Geralt. Nunca más.

Los brujos guardaban silencio. Guardaba silencio también Ciri, quien se había deslizado sin hacer ruido a la sala y detenido en el umbral, encogiendo los brazos y depositando las manos sobre el pecho.

—Por eso —dijo al cabo la hechicera—, no me hables de motivaciones. Antes de que nos plantáramos en el Monte, los del Capítulo nos dijeron simplemente: "Es necesario". ¿De quién era esta guerra? ¿Qué es lo que defendimos allí? ¿El territorio?

¿Las fronteras? ¿El pueblo y sus chozas? ¿Los intereses de los reyes? ¿Las influencias e ingresos de los hechiceros? ¿El Orden frente al Caos? No sé. Pero lo defendimos porque era necesario. Y si vuelve a ser necesario, me pondré de pie en el Monte otra vez. Porque si no lo hiciera, eso significaría que aquello de entonces fue innecesario y vano.

—¡Yo me pondré junto a ti! —gritó Ciri con voz aguda—. ¡Ya verás como me pondré! Me pagarán esos nilfgaardianos por mi abuela, por todo... ¡Yo no me he olvidado!

—Calla —le ladró Lambert—. No te metas en conversaciones de adultos...

—¡Porque tú lo digas! —La muchacha dio patadas en el suelo y en sus ojos se encendió un fuego verde—. ¿Por qué pensáis que aprendo a luchar con la espada? Quiero matarlo, a aquel caballero negro de Cintra, aquél de la pluma en el yelmo, por lo que me hizo, porque tuve miedo. ¡Lo mataré! ¡Por eso aprendo!

—Y en consecuencia dejas ahora mismo de aprender —dijo Geralt con una voz más fría que los muros de Kaer Morhen—. Mientras no comprendas lo que es la espada y para qué sirve en la mano de un brujo no la empuñarás. No aprendes a matar y ser muerta. No aprendes a matar por odio y miedo, sino para salvar vidas. La propia y las de otros.

La muchacha se mordió los labios, temblando de rabia y nervios.

—¿Has comprendido?

Ciri alzó violentamente la cabeza.

—No.

—Entonces no lo entenderás jamás. Vete.

—Geralt, yo...

—Vete.

Ciri se volvió sobre sus talones, estuvo un momento allí, indecisa, como esperando. Esperando a algo que no podía llegar. Luego corrió con rapidez por las escaleras. Escucharon el estampido de una puerta.

—Demasiado áspero, Lobo —dijo Vesemir—. Más que demasiado. Y no debías haber hecho esto en presencia de Triss. El lazo emocional...

—No me hables de emociones. ¡Estoy harto de hablar de emociones!

—¿Y por qué? —La hechicera sonrió con burla y frialdad—. ¿Por qué, Geralt. Ciri es normal. Siente normalmente, acepta las emociones normalmente, las toma como son. Tú, está claro, no comprendes esto y te asombras. Te sorprende esto y te hiere. El que alguien pueda sentir una amor normal, un odio normal, un miedo, dolor y pena normales, una alegría normal y una tristeza normal. Oh, sí, Geralt, esto te hiere, te hiere hasta tal punto que comienzas a pensar en los sótanos de Kaer Morhen, en el Laboratorio, en las botellas polvorientas llenas de venenos mutágenos...

—¡Triss! —gritó Vesemir, mirando al rostro de Geralt, de pronto completamente pálido. Pero la hechicera no se dejó interrumpir, hablaba cada vez más deprisa, más alto.

—¿A quién pretendes engañar, Geralt? ¿A mí? ¿A ella? ¿O puede que a ti mismo? ¿Puede que no quieras dejar entrar en ti la verdad, una verdad que conoce todo el mundo excepto tú? ¡Puede que no quieras aceptar el hecho de que a tus emociones y tus sentimientos humanos no los mataron los elixires ni las Hierbas! ¡Tú mismo los mataste! ¡Tú mismo! ¡Pero no te atrevas a matárselos a esta niña!

—¡Calla! —gritó, levantándose de la silla—. ¡Calla, Merigold! Se dio la vuelta, bajó las manos, inerme.

—Lo siento —dijo en voz baja—. Perdóname, Triss.

Se movió con rapidez hacia las escaleras, pero la hechicera se alzó con la velocidad de un rayo, se echó sobre él, lo abrazó.

—No te irás solo —susurró—. No permitiré que estés solo. No en este momento.

 

Enseguida supieron hacia dónde había corrido: por la tarde había caído una delicada y húmeda nieve que había cubierto el patio de una fina y perfecta manta blanca. Sobre ella vieron huellas de pasos.

Ciri estaba en la misma cima de la muralla arruinada, inmóvil como una estatua. Tenía la espada sujeta por encima del hombro derecho, con la cruz a la altura del ojo. Los dedos de la mano izquierda tocaban ligeramente el pomo.

Al verlos, la muchacha saltó, giró en una pirueta, aterrizando en una posición idéntica pero contraria, como de espejo.

—Ciri —dijo el brujo—. Baja, por favor.

Parecía que no escuchaba. No se movió, no tembló siquiera. Triss vio sin embargo cómo el brillo de la luna, reflejado por la hoja sobre su rostro, relumbró en la plata de una estela de lágrimas.

—¡Nadie me quitará la espada! —gritó—. ¡Nadie! ¡Ni siquiera tú!

—Baja —repitió Geralt.

Agitó retadora la cabeza, al segundo siguiente saltó de nuevo. Un ladrillo suelto se deslizó bajo su pie con un crujido. Ciri se tambaleó, intentó recobrar el equilibrio. No lo consiguió.

El brujo saltó.

Triss alzó la mano, abrió los labios para pronunciar la formula de levitación. Sabía que no llegaría a tiempo. Sabía que Geralt tampoco llegaría a tiempo. Era imposible.

Geralt lo consiguió.

Se torció sobre la tierra, se echó de rodillas y hacia un lado. Cayó. Pero no soltó a Ciri.

La hechicera se acercó lentamente. Escuchó cómo la muchacha susurraba y sorbía las narices. Geralt también susurraba. No oía las palabras. Pero entendía lo que significaban.

Un viento cálido aulló por entre las grietas de los muros. El brujo alzó la cabeza.

—La primavera —dijo en voz baja.

—Sí —confirmó la hechicera tragando saliva—. En las gargantas aún hay nieve, pero en los valles... En los valles ya ha llegado la primavera. ¿Nos vamos, Geralt?

¿Tú, yo y Ciri?

—Sí. Ya va siendo hora.

 

Capítulo cuarto

En el trecho alto del río vimos sus ciudades, tan delicadas como tejidas de la misma niebla de la mañana entre la que surgieron. Nos daba la impresión de que desaparecían por un instante, que se agitaban con el viento que acariciaba la superficie del agua. Había allí palacetes, blancos como flores de nenúfar. Había torres que parecían entrelazadas de hiedra, había puentes tan ligeros como sauces llorones. Y había otras cosas para las que no supimos encontrar nombres. Y eso que teníamos ya nombres para todo lo que en este mundo nuevo y resucitado habían visto nuestros ojos. De pronto, allá en los lejanos rincones de nuestra memoria, encontramos nombres para dragones y grifos, para sirenas y ninfas, para sílfides y dríadas. Para los blancos unicornios que bebían en el río al atardecer, inclinando hacia el agua su esbelta cabeza. A todo le dimos nombre. Y todo se volvió cercano, conocido, nuestro.

Excepto ellos. Ellos, aunque tan parecidos a nosotros, nos eran ajenos, tan ajenos, que durante mucho tiempo no supimos encontrar nombre para esta diferencia.

Hen Gedymdeith, Los elfos y los humanos

Elfo bueno, elfo muerto

Mariscal Milan Raupenneck

 

La desgracia sobrevino acorde con la eterna costumbre de desgracias y halcones: se cernió sobre ellos un tiempo pero esperó a atacar hasta el momento preciso. Hasta el momento en que se alejaron de las escasas aldeas situadas junto al Gwenllech y el Buina de Arriba, evitaron Ard Carraigh y se introdujeron en el corazón del monte, en el despoblado cubierto de matojos. Como un halcón que ataca, la desgracia no erró su objetivo. Cayó sin equivocarse sobre su víctima, y su víctima fue Triss.

Al principio tenía un aspecto horrible, pero no demasiado amenazador, parecía un simple desarreglo de vientre. Geralt y Ciri intentaron discretamente no prestar atención a las paradas obligadas por los padecimientos de la hechicera. Triss, pálida como la muerte, perlada de sudor y con una mueca de dolor, intentó incluso continuar el viaje durante algunas horas, pero alrededor de mediodía, después de pasar un tiempo anormalmente largo en un soto al lado del camino, ya no pudo subirse al caballo. Ciri quiso ayudarla, pero ello dio escasos resultados: la hechicera no fue capaz de agarrarse a las crines, resbaló por el costado del caballo y cayó al suelo.

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