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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La sangre de los elfos (7 page)

BOOK: La sangre de los elfos
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El bosque se acabó. Delante de la hechicera se extendía un valle ancho, cubierto de riscos, que alcanzaba hasta un desfiladero en pronunciada pendiente al otro lado. Por el centro del valle corría Gwenllech, el río de las Piedras Blancas, burbujeando espumeante entre las peñas y los troncos que arrastraba la corriente. Aquí, en su curso más alto, Gwenllech era sólo una corriente llana, aunque ancha. Aquí se podía atravesarlo sin dificultad. Más abajo, en Kaedwen, en su curso central, el río suponía un obstáculo imposible de superar, era impetuoso y se deshacía en abismos de fondos profundos.

El castrado, que había entrado en el agua, apretó el paso, queriendo a todas luces alcanzar lo más pronto posible la otra orilla. Triss lo sujetó ligeramente, el agua era poco profunda, alcanzaba al caballo un poco por encima de las cernejas, pero las piedras que cubrían el fondo eran resbaladizas y la corriente impetuosa y violenta. El agua borboteaba y espumaba alrededor de las patas del animal.

La hechicera miró al cielo. El viento cada vez más frío podía anunciar, aquí en las montañas, que se acercaba una nevada, y la perspectiva de pasar una noche más en una gruta o en un reborde de roca no la alegraba demasiado. Podía, si se veía obligada, continuar el camino incluso en medio de una nevada, podía reconocer telepáticamente el camino, podía hacerse insensible al frío a base de magia. Podía, si se veía obligada. Pero prefería no tener que hacerlo.

Por suerte, Kaer Morhen estaba ya cerca. Triss azuzó al castrado hacia un pedregal bastante llano, hacia una enorme pila de piedras lavadas por los glaciares y los torrentes, entró en una angosta garganta entre escarpes rocosos. Las paredes del desfiladero se alzaban verticales, parecían llegar hasta las cimas de los montes, acotando el cielo con una estrecha línea. Triss sintió más calor debido a que el viento que batía contra las rocas no la alcanzaba, no la azotaba y no la mordía.

La garganta se amplió, en dirección a un barranco y luego a un valle, una hoya grande, circular, cubierta de bosque, que se extendía entre peñascos como agudos dientes. La hechicera despreció un reborde suave y penetrable, cabalgó directa hacia la fronda, hacia la poblada espesura. Ramas marchitas se quebraron ruidosamente bajo los cascos. El castrado, obligado a saltar por encima de los troncos caídos, relinchó, bailoteó, pataleó. Triss tiró de las bridas, agarró la peluda oreja del caballo y le lanzó unos feos y malvados insultos relacionados con su mutilación. El corcel, dando la verdadera impresión de que se había avergonzado, siguió andando regularmente y con paso vivo, eligiendo él mismo el camino entre la espesura.

Al poco llegó a un terreno más limpio, cabalgó por el lecho de un torrente que goteaba penosamente en dirección el fondo de una quebrada. La hechicera miró alrededor con mucho cuidado. Enseguida halló lo que buscaba. Junto a la barranca, apoyado en enormes peñascos, yacía horizontalmente un grueso tronco, oscuro, desnudo, verdoso de tanto musgo. Triss se acercó para cerciorarse de que en verdad se trataba de la Senda y no de un árbol casualmente derribado por la borrasca. Sin embargo distinguió un confuso sendero que desaparecía en el bosque. No se había equivocado, se trataba con toda seguridad de la Senda que rodeaba a la fortaleza de Kaer Morhen, una vereda llena de obstáculos en la que los brujos entrenaban la rapidez de movimiento y el control de la respiración. La vereda se llamaba la Senda, pero Triss sabía que los brujos jóvenes tenían un nombre especial para ella: "el Matadero".

Se pegó al cuello del caballo, cruzó el tronco muy lentamente. Y entonces escuchó el crujido de unas piedras. Y el de una persona que corría con rápido y ligero paso.

Se volvió en su silla, tiró de la brida. Esperó hasta que el brujo en su carrera se acercara hasta el tronco.

El brujo se acercó hasta el tronco, pasó por encima de él como una flecha, sin frenarse, sin siquiera balancear los brazos, ligero, ágil, fluido, con una gracia increíble. Apenas apareció, se dibujó vagamente, desapareció entre los árboles, sin rozar siquiera una rama. Triss expiró aire ruidosamente, agitando la cabeza con incredulidad.

Porque el brujo, a juzgar por su altura y constitución, tenía unos doce años.

La hechicera golpeó a su overo con los talones, soltó brida y remontó la corriente al trote. Sabía que la Senda cortaba la garganta una vez más, por el lugar denominado "el Garguero". Quería echarle un vistazo de nuevo al pequeño brujo. Sabía que en Kaer Morhen no se entrenaba a ningún niño desde hacía casi un cuarto de siglo.

No tenía que ir muy deprisa. El Matadero se embrollaba y se retorcía por entre los pinares y le iba a llevar al brujillo bastante más tiempo atravesarlo que a ella, que iba por el atajo. Tampoco debía demorarse. Después del Garguero, la Senda torcía hacia el bosque, dirigiéndose directamente hacia la fortaleza. Si no atrapaba al muchacho antes del despeñadero podía suceder que no lo viera ya. Ya había estado varias veces en Kaer Morhen y era consciente del hecho de que sólo veía lo que los brujos querían mostrarle. Triss no era tan ingenua como para no saber que lo que le querían mostrar era sólo una mínima parte de lo que se podía ver en Kaer Morhen.

Tras una cabalgada de algunos minutos el pedregoso lecho del torrente se encontraba con el Garguero, una falla abierta en la garganta por dos enormes rocas llenas de musgo, cubiertas de deformaciones y árboles desmedrados. Soltó el freno. El overo bufó y agachó la testa hacia el agua que chorreaba por entre los guijarros.

No tuvo que esperar mucho tiempo. La silueta del brujo se dejó ver sobre las rocas, el muchacho saltó, sin reducir el paso. La hechicera escuchó el blando ruido del aterrizaje, y un instante después el estrépito de las piedras, el sordo sonido de una caída y un grito no muy fuerte. O más bien un chillido.

Triss saltó de la silla sin pensárselo, se quitó la pelliza de los hombros y salió disparada por la pendiente, abriéndose camino hacia arriba por entre las raíces y las ramas de los árboles. Se subió a la roca con ímpetu pero resbaló en la pinocha y cayó de rodillas junto a la figura que estaba doblada sobre las piedras. Al verla, el mozuelo se alzó como un muelle, retrocedió como un relámpago, tiró ágilmente de la espada que tenía a las espaldas pero tropezó y cayó pesadamente entre los enebros y los pinos. La hechicera no se levantó de su posición arrodillada, miraba al muchacho con los ojos abiertos de asombro.

Porque no se trataba de un muchacho.

De bajo un flequillo color ceniza, desigual y mal cortado, le miraban dos enormes ojos verde esmeralda, que eran el acento dominante en una pequeña carita de ancha barbilla y nariz levemente respingona. En sus ojos había miedo.

—No tengas miedo —dijo Triss, insegura.

La muchacha abrió aún más los ojos. Casi no jadeaba y no parecía sudorosa. Estaba claro que había corrido por el Matadero más de un día.

—¿No te ha pasado nada?

La muchacha no respondió, es vez de ello se levantó con agilidad, gruñó de dolor al pasar el peso del cuerpo a su pierna izquierda, se agachó, se masajeó la rodilla. Estaba vestida en una especie de traje de cuero, cosido, o mejor dicho, pegado, en una forma a cuya vista cualquier sastre que amara su oficio hubiera gritado de desesperación y espanto. Lo único que en su bagaje parecía más o menos nuevo y acertado era unas botas altas hasta las rodillas, el cinturón y la espada. Mejor dicho, la espadita.

—No tengas miedo —repitió Triss, aún sin alzarse—. He oído cómo caías, me asusté, por eso vine corriendo...

—Resbalé —murmuró la muchacha.

—¿No te has roto nada?

—No. ¿Y tú?

La hechicera se sonrió, intentó levantarse, frunció el ceño, maldijo, traspasada por el dolor que le quemaba en un tobillo. Se sentó, enderezó el pie con mucho cuidado, maldijo de nuevo.

—Ven acá, pequeña, ayúdame a incorporarme.

—No soy pequeña.

—De acuerdo. En ese caso, ¿qué eres?

—¡Una bruja!

—¡Ja! Acércate entonces y ayúdame a levantarme, bruja.

La muchacha no se movió de su sitio. Se apoyó en un pie y luego en el otro, jugueteó con el talabarte de la espada con una mano que estaba envuelta en un guante de lana sin dedos, miró a Triss con desconfianza.

—No tengas reparos. —La hechicera sonrió—. No soy una salteadora de caminos ni una persona extraña. Me llamo Triss Merigold, voy a Kaer Morhen. Los brujos me conocen. No abras tanto los ojos. Alabo tu precaución, pero sé razonable. ¿Cómo iba a llegar hasta aquí si no supiera el camino? ¿Acaso has encontrado jamás un ser humano en la Senda?

La muchacha venció sus titubeos, se acercó, le tendió la mano. Triss se levantó, usando de su ayuda en un grado mínimo. Porque no era su ayuda lo que quería, sino verla de cerca. Y tocarla.

Los ojillos verdes de la pequeña bruja no traicionaban síntoma alguno de mutación, tampoco el contacto de su manecilla despertaba el ligero y agradable hormigueo tan característico de los brujos. La niña de cabellos grises, aunque corría por la senda del Matadero con la espada a sus costillas, no había sido sometida a la Prueba de las Hierbas ni a los Cambios. De esto Triss estaba segura.

—Enséñame la rodilla, pequeña.

—No soy pequeña.

—Perdona. ¿Pero algún nombre tendrás?

—Tengo. Me llamo... Ciri.

—Encantada. Deja que me acerque, Ciri.

—No me pasa nada.

—Quiero ver que aspecto tiene esa "nada". Ah, como pensaba. Tu "nada" recuerda hasta la náusea a unos pantalones rasgados y una piel abierta hasta el propio hueso. Estate tranquila y no tengas miedo.

—No lo tengo... ¡Auuu!

La hechicera soltó una carcajada, pasó por el muslo una mano que producía picazón a causa del hechizo. La muchacha se agachó, miró la rodilla.

—Ooh —dijo—. ¡Ya no duele! Y no hay agujero... ¿Es un encantamiento?

—Lo has adivinado.

—¿Eres una encantadora?

—De nuevo lo has adivinado. Aunque reconozco que prefiero que me llamen hechicera. Para que no te equivoques puedes usar mi nombre. Triss. Simplemente Triss. Ven, Ciri. Allá abajo está esperando mi caballo, iremos juntas hasta Kaer Morhen.

—Debiera correr. —Ciri agitó la cabeza—. No está bien interrumpir la carrera, porque entonces se hace leche en los músculos. Geralt dice...

—¿Geralt está en la fortaleza?

Ciri se ensombreció, apretó los labios, lanzó una rápida mirada a la hechicera desde debajo de su flequillo ceniciento. Triss rió de nuevo.

—Está bien —dijo—. No voy a preguntar. Un secreto es un secreto, haces bien en no traicionárselo a una persona a la que casi no conoces. Ven. Cuando lleguemos allí ya veremos quién está en el castillo o no. Y no te preocupes por tus músculos, que sé cómo arreglármelas con el ácido láctico. Oh, éste es mi caballo. Te ayudaré a...

Le tendió la mano, pero Ciri no necesitaba ayuda. Saltó sobre la silla con habilidad, ligera, casi sin esfuerzo. El castrado se agitó sorprendido, pataleó, pero la muchacha agarró con rapidez las bridas, le tranquilizó.

—Te las arreglas bien con los caballos, por lo que veo.

—Me las arreglo bien con todo.

—Córrete más hacia el arzón. —Triss puso un pie en el estribo, se agarró a las crines—. Hazme un poco de sitio. Y no me metas la espada en el ojo.

Azuzó con los talones al castrado y éste marchó al paso por el lecho del torrente. Atravesaron una nueva garganta, se encaramaron a una roma montaña. Desde allí se podían ver ya las ruinas de Kaer Morhen, pegadas a los riscos de piedra: el trapecio en parte derruido de las murallas, los restos de la barbacana y de la puerta, el rechoncho, embotado poste del donjón.

El castrado resopló y agitó la testa mientras atravesaba el foso por los restos del puente. Triss tiró de las riendas. Los esqueletos y calaveras podridos que anegaban el fondo de la zanja no le causaban impresión. Ya los había visto antes.

—No me gusta esto —habló de pronto la muchacha—. Esto no es como debiera ser. A los muertos se los ha de enterrar en la tierra. Bajo un túmulo. ¿No es cierto?

—Cierto —dijo tranquila la hechicera—. Yo también lo creo. Pero los brujos tratan este cementerio como un... recordatorio.

—Un recordatorio... ¿de qué?

—Kaer Morhen —Triss dirigió el caballo hacia unas arquerías resquebrajadas— fue atacado. Hubo aquí una sangrienta lucha en la que murieron casi todos los brujos, sólo se salvaron los que no estaban en la fortaleza en aquel momento.

—¿Quién les atacó? ¿Y por qué?

—No lo sé —mintió—. Fue hace muchísimo tiempo, Ciri. Pregúntales a los brujos.

—Pregunté —gruñó la muchacha—. Pero no me quisieron contestar.

Lo entiendo
, pensó la hechicera.
A un aprendiz de brujo, y para colmo una niña que no había sido sometida a los cambios y mutaciones no se le puede hablar de tales asuntos. No se le habla de masacres a un niño así. No se le asusta a un niño así con la perspectiva de que él también puede llegar a escuchar sobre sí mismo palabras como las que gritaban por entonces los fanáticos que marcharon sobre Kaer Morhen. Mutante. Monstruo. Engendro. Maldito por los dioses, ser contra natura. No, pensó, no me extraña que los brujos no te hayan contado nada acerca de ello, pequeña Ciri. Y yo tampoco te lo voy a contar. Yo, pequeña Ciri, tengo aún más motivos para guardar silencio. Porque soy una hechicera, y sin ayuda de los hechiceros los fanáticos no hubieran conquistado entonces el castillo. E incluso aquel asqueroso pasquín, por entonces distribuido por doquier, Monstrum, que agitó a los fanáticos y los impulsó al crimen, también fue, por lo que dicen, obra de algún hechicero anónimo. Pero yo, pequeña Ciri, no acepto una responsabilidad colectiva, no siento necesidad de expiar un crimen que tuvo lugar medio siglo antes de mi nacimiento. Y los esqueletos que han de servir de eterno recuerdo se pudrirán por fin del todo, se convertirán en polvo y caerán en el olvido, se dispersarán con el viento que azota incansable la fosa
...

—Ellos no quieren estar ahí —dijo de pronto Ciri—. No quieren ser un símbolo, un remordimiento de conciencia ni una advertencia. Tampoco quieren que a sus cenizas se las lleve el viento.

Triss alzó la cabeza, al escuchar el cambio en la voz de la muchacha. Al momento percibió el aura mágica, la pulsación y el murmullo de la sangre en las sienes. Se puso en tensión pero no dijo ni palabra, temiendo interrumpir y entorpecer lo que estaba sucediendo.

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