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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La sangre de los elfos (2 page)

BOOK: La sangre de los elfos
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El hechicero pasó la mirada por los reunidos, que eran más de un centenar, arrellanados a los pies del roble en un cerrado semicírculo, de pie, sentados en los carros. Los oyentes afirmaron con las cabezas, susurraron. Unas cuantas personas comenzaron a aplaudir, otras saludaron al cantante con las manos en alto. Las mozas emocionadas sorbieron las narices y se limpiaron los ojos con lo que podían, dependiendo de su estado, profesión y posesiones: las villanas con las mangas o con el reverso de la mano, las mujeres de los mercaderes con pañuelos de lino, las elfas y las nobles con batista e incluso las tres hijas del comes Viliberto, el cual, junto con todo su séquito, había interrumpido la práctica de la cetrería para escuchar al famoso trovador, moqueaban con donosura y desgarradoramente en elegantes chales de algodón de color verde pardusco.

—No será exagerado —continuó el hechicero— decir que nos has emocionado hasta lo más profundo, maese Jaskier, que nos has impulsado a la reflexión y a la meditación, has conmovido nuestros corazones. Que me sea dado proclamar nuestro agradecimiento y respeto.

El trovador se levantó y se inclinó, rozando con la rodilla la pluma de garza que estaba cosida al sombrerillo de fantasía. El aprendiz dejó de tocar, sonrió y también se inclinó, pero el maese Jaskier le lanzó una mirada amenazadora y gruñó algo a media voz. El muchacho bajó la cabeza y volvió a su callado rasguear de las cuerdas del laúd.

Los reunidos se animaron. Los mercaderes de la caravana, murmurando entre ellos, colocaron delante del roble un barril de cerveza de tamaño considerable. El hechicero Radcliffe se sumió en una conversación en voz baja con el comes Viliberto. Las hijas del comes dejaron de sorberse la nariz y contemplaron con adoración a Jaskier. El bardo no se dio cuenta, absorbido como estaba en lanzar sonrisitas, guiños y brillos de sus dientes en dirección a un grupo de elfos nómadas, que mantenían un arrogante silencio, y, en especial, Jaskier se dirigía a una de las elfas, una belleza de cabello oscuro y ojos enormes que portaba una pequeña toca de armiño. Jaskier tenía competidores: a la poseedora de grandes ojos y hermosa toca le alcanzaban también miradas del público, caballeros, estudiantes y vagabundos. La elfa, a todas luces contenta del interés demostrado, tiraba de las mangas de encaje de su blusa y agitaba las pestañas, pero los elfos que la acompañaban la rodeaban por todos lados sin esconder su disgusto ante los pretendientes.

El claro bajo el roble Bleobheris, lugar de frecuentes procesiones, estacionamiento de viajeros y encuentro de peregrinos, era famoso por su tolerancia y liberalidad. Los druidas, que hacía siglos que se ocupaban del árbol, llamaban al claro "Lugar de la Amistad" y albergaban gustosos a cualquiera. Pero incluso en ocasiones especiales tales como la recién terminada actuación del trovador famoso en el mundo todo, los viajeros se mantenían en sus propios grupos, claramente aislados unos de otros. Los elfos se arrimaban a los elfos. Los enanos artesanos se agrupaban junto con sus hermanos armados hasta los dientes que habían sido contratados como guardia de las caravanas de mercaderes y toleraban junto a sí como mucho a los gnomos mineros y a los medianos granjeros.

Todos los no humanos mantenían reserva ante los humanos. Los seres humanos les respondían a los no humanos con la misma moneda, pero entre ellos no se observaba tampoco la más mínima integración. La nobleza miraba con desprecio a los mercaderes y a los buhoneros, y los mercenarios y soldados se alejaban de los pastores y sus apestosas zamarras. Unos cuantos hechiceros y sus adeptos se aislaban completamente y todos a su alrededor les obsequiaban con justa arrogancia. El fondo de la imagen estaba ocupado por la muchedumbre apiñada, oscura, sombría y silenciosa de los campesinos. Éstos, que recordaban a un ejército por el bosque de rastrillos, horquetas y mayales que les sobresalían por las espaldas, ignoraban todo y a todos.

La excepción, como siempre, la constituían los niños. Liberada de la orden de guardar silencio durante la actuación del bardo, la muchachería se lanzó hacia el bosque con un salvaje aullido, a fin de dedicarse con entusiasmo a juegos cuyas reglas no eran comprensibles para aquél que se hubiera despedido ya de los años felices de la infancia. Los pequeños humanos, elfos, enanos, medianos, gnomos, medioelfos, cuarterones de elfo y arrapiezos de oscura proveniencia no conocían y no aceptaban divisiones raciales ni sociales. De momento.

—¡Cierto es! —gritó uno de los caballeros presentes en el claro, jayán delgado como un perantón, vestido con un jubón rojinegro adornado con tres leones rampantes—. ¡Bien ha hablado el señor hechicero! Hermosos fueron los romances, por mi honor, noble Jaskier, si alguna vez os encontráis en las cercanías de Cuernocalvo, castellanía de mi señor, entrad, no lo dudéis ni un momento. Os hospedaremos como a un príncipe, qué digo yo, ¡como al propio rey Vizimir! Lo juro por mi espada, muchos he oído ya ministreles, pero ni punto de comparación, maestro. ¡Aceptad de nosotros, los de buena cuna y los armados caballeros, toda admiración y homenaje para vuestro arte!

Al percibir sin error alguno el momento adecuado, el trovador murmuró algo en dirección a su aprendiz. El muchacho dejó el laúd y tomó del suelo una arquilla que servía para recolectar entre los oyentes muestras de respeto algo más materiales. Titubeó, pasó la mirada por la multitud, después de lo cual dejó la arquilla y tomó la tinaja que estaba al lado. El maese Jaskier con una sonrisa benévola aprobó la sagacidad del jovenzuelo.

—Maestro —dijo una gallarda dueña que estaba sentada en un carro cargado de mercaderías de mimbre y que tenía el rótulo "Vera Loewenhaupt e hijos". A los hijos no se les veía por ningún lado, seguramente estaban ocupados en despilfarrar la fortuna amasada por la madre—. Maese Jaskier, ¿qué es esto? ¿Nos dejáis con la incógnita? Seguro que éste no es el final de vuestro romance. ¡Cantad lo que pasó después!

—Canciones y romances —se inclinó el artista— no se terminan nunca, oh señora, porque la poesía es eterna e inmortal, no conoce principio ni final...

—Pero, ¿qué pasó después? —La mercadera no se dejaba vencer, iba arrojando sonoramente y con liberalidad monedas a la tinaja que le mostraba el aprendiz—. Decídnoslo al menos si ganas no tenéis de cantar. No hubo en vuestras canciones nombre alguno, pero todos sabemos que el tal brujo por vosotros cantado no es otro que el famoso Geralt de Rivia, y la citada hechicera por la que le devora el fuego del amor es la no menos famosa Yennefer. En cambio el tal Niño de la Sorpresa, prometido y destinado al brujo, no es sino la princesa Cirilla, la infeliz princesa de Cintra, el país devastado por los invasores. ¿No es acaso cierto?

Jaskier se rió con gesto misterioso y altanero.

—Canto acerca de asuntos universales, generosa bienhechora —afirmó—. Acerca de emociones de las que puede participar cualquiera. No de personas concretas.

—¡Desde luego! —gritó alguien desde la multitud—. ¡Todos saben que los cantes trataban del brujo Geralt!

—¡Sí, sí! —chillaron a coro las hijas del comes Viliberto, retorciendo los chales húmedos de lágrimas—. ¡Cantad más, maese Jaskier! ¿Qué pasó después? ¿Se encontraron por fin el brujo y la hechicera? ¿Se amaron? ¿Fueron felices? ¡Queremos saberlo! ¡Maestro, maestro!

—¡Pero ande vais! —gritó con voz grave el cabecilla de un grupo de enanos, mientras se mesaba una fuerte y roja barba que le alcanzaba hasta la cintura—. Mierda es todo eso de las princesas, hechiceras, destinos, amores y otros cuentecillos de testas vacías. Todo esto son, con perdón del señor poeta, embustes, o sea, inventos poéticos para que sean bonitos y emocionen. Pero las cosas de la guerra, como la matanza y el pillaje de Cintra, como la batalla de Marnadal y Sodden, ¡eso sí que es algo bueno que nos cantasteis, Jaskier! ¡Ja, no da pena soltar plata por tales canciones que alegran los corazones de los guerreros! Y verse podía, que no mentíais ni una jota, os lo digo yo, Sheldon Skaggs, y yo bien que sé discernir verdad de la mentira, pues allá en la batalla de Sodden estuve, y de pie con el hacha en el puño me enfrenté contra los invasores nilfgaardianos...

—Yo, Donimir de Troy —gritó un flaco caballero con tres leones en el jubón—, estuve en ambas batallas de Sodden, ¡pero no os vi allá, señor enano!

—¡Vos con seguridad que haríais guardia en el campamento! —se encendió Sheldon Skaggs—. ¡Y yo estaba en primera línea, allí donde había jaleo!

—¡Cuida lo que dices, barbas! —se enrojeció Donimir de Troy, aferrando el talabarte de caballero cargado con el peso de la espada—. ¡Y a quién!

—¡Ten tú cuidado! —El enano pasó la mano por el hacha sujeta al cinturón, se volvió hacia sus compañeros y mostró los dientes—. ¿Lo habéis visto? ¡Un puto caballero! ¡Con pabellón! ¡Tres leones en el escudo, dos se cagan y el otro es mudo!

—¡Paz, paz! —Un druida de cabellos grises y blanco manto conjuró la disputa con una voz fuerte y dominante—. ¡No se debe reñir, señores míos! ¡No aquí, junto a las ramas de Bleobheris, un roble más antiguo que todas las pendencias y litigios de este mundo! Y no en presencia del poeta Jaskier, cuyos romances debieran enseñarnos amor y no disputa.

—¡Cierto! —le apoyó otro druida, un obeso y bajito sacerdote con el rostro brillante de sudor—. Miráis, y no tenéis ojos, escucháis, y vuestros oídos están sordos. Porque no hay en vosotros amor de dios, sois como barriles vacíos...

—¡Pos ya que hablamos de barriles —chilló un gnomo de largas narices que tenía un carro adornado con el rótulo "Artículos de hierro, fabricación y venta"—, sacaos uno más, señores gremiales! ¡Al poeta Jaskier se le secó el coleto y a nosotros de la impresión tampoco nos vendría mal!

—¡Ciertamente, como barriles vacíos, os digo! —El sacerdote ahogó las palabras del gnomo, con intención de no dejarse confundir y no interrumpir el sermón—. Nada de nada habéis comprendido de los romances de don Jaskier, nada habéis de él aprendido. No habéis entendido que del destino humano hablaban estos romances, de cómo en las manos de los dioses sólo son los hombres juguetes y de que los países nuestros juegos de los dioses son. Los romances hablaban del destino, del destino de nosotros todos y la leyenda del brujo Geralt y de la princesa Cirilla, aunque puesta en el contexto verdadero de aquella guerra, sólo metáfora es, producto de la imaginación del poeta, que a éste había de servir para que nosotros...

—¡Chocheas, santo varón! —habló desde la altura de su carro Vera Loewenhaupt—. ¿Qué leyenda? ¿Qué producto de la imaginación? Sea quien sea, a Geralt de Rivia yo lo conozco, con mis propios ojos lo vi, en Wyzima, cuando desencantó a la hija del rey Foltest. Y luego aún lo encontré en la Vía de los Mercaderes, donde a petición del Gremio mató a un cruel grifo que atacaba a las caravanas, hecho que salvó las vidas a no pocas personas honradas. No, leyenda no es, ni tampoco cuento de hadas. La verdad, la sincera verdad es lo que nos ha cantado aquí maese Jaskier.

—Confírmolo —dijo una esbelta guerrera de negros cabellos peinados hacia atrás y unidos en una gran trenza—. Yo, Rayla de Liria, también conozco a Geralt el Lobo Blanco, famoso cazador de monstruos. También más de una y más de dos veces vi a la hechicera Yennefer, pues solía yo pasar por la ciudad de Vengerberg, en Aedirn, donde aquélla tiene su morada. De que ambos dos se amaran no tengo sin embargo noticia.

—Pero ha de ser verdad —habló de pronto con una voz melodiosa la hermosa elfa de la toca de armiño—. Tan hermoso romance de amor no puede ser falso.

—¡No puede! —apoyaron a la elfa las hijas del comes Viliberto y como a una orden se limpiaron los ojos con sus chales—. ¡De ningún modo puede serlo!

—¡Poderoso hechicero! —Vera Loewenhaupt se volvió hacia Radcliffe—. ¿Se amaron o no? Vos seguramente sabéis qué pasó de verdad, con el brujo y la tal Yennefer. ¡Descorred el velo del secreto!

—Si la canción dice que se amaron —sonrió el hechicero—, pues así fue y un amor así perdura siglos. Tal es el poder de la poesía.

—Corre el rumor —cortó de pronto el comes Viliberto— de que Yennefer de Vengerberg cayó en el Monte de Sodden. Allí murieron unos cuantos hechiceros...

—No es cierto —dijo Donimir de Troy—. No está su nombre en el monumento. Mi tierra es ésa, más de una vez estuve en el Monte y leí los letreros grabados en el monumento. Tres hechiceras cayeron allá. Triss Merigold, Lytta Neyd, a la que llamaban Coral... Humm... El nombre de la tercera se me ha borrado de la memoria...

El caballero miró al hechicero Radcliffe, pero éste tan sólo sonrió, no dijo ni una palabra.

—Y al tal brujo —dijo de pronto Sheldon Skaggs—, a ése Geralt al que la Yennefer amaba, seguro que ya se lo come la tierra. Oí que lo estrozaron no sé dónde en los Tras Ríos. Mataba monstruos, mataba, hasta que pinchó en hueso. Sí, así es, paisanos, quien con espada pelea, a espada muere. Todos se encuentran alguna vez con alguien mejor y catan el hierro.

—No lo creo. —La esbelta guerrera deformó sus pálidos labios, escupió con brío al suelo, con un chasquido cruzó sobre el pecho los antebrazos cubiertos con una cota de mallas—. No creo que Geralt de Rivia se encontrara con alguien mejor. He tenido ocasión de ver cómo este brujo maneja la espada. Posee una velocidad simplemente inhumana...

—Bien dicho —introdujo el hechicero Radcliffe—. Inhumana. Los brujos son mutantes, de ahí la rapidez de sus reacciones...

—No entiendo de lo que habláis, señor mago. —La guerrera frunció los labios de manera aún más repulsiva—. Vuestras palabras son demasiado letradas. Yo sé una cosa: ningún espadachín que haya conocido o conozca puede compararse a Geralt de Rivia, el Lobo Blanco. Por eso no creo que pudiera ser vencido en lucha, como mantiene el señor enano.

—Todo espada sólo es mierda, si mil enemigos lo cercan —dijo sentencioso Sheldon Skaggs—. Tal hablan los elfos.

—Los elfos —afirmó con frialdad el rubio y alto representante del Antiguo Pueblo que estaba de pie al lado de la hermosa con toca de armiño— no acostumbran a expresarse con tanta ordinariez.

—¡No! ¡No! —gritaron desde debajo de sus chales verdes las hijas del comes Viliberto—. ¡El brujo Geralt no pude haber muerto! ¡El brujo encontró a Ciri, su destino, y luego a la hechicera Yennefer y los tres tuvieron una vida larga y feliz! ¿No es cierto, maese Jaskier?

—¡Pos si eso era un romance, virtuosas señoritas! —bostezó el gnomo sediento de cerveza, fabricante de artículos de hierro—. ¿Qué verdad habrá que buscar en los romances? La verdad es una cosa, la poesía otra. Coger por ejemplo esa... ¿Cómo era? ¿Ciri? La Sorpresa esa famosa. De la manga se la sacó el señor poeta. Estuve en Cintra más de una vez y sé que el rey y la reina allá vivían sin prole, ni hija ni hijo tenían...

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