Authors: Kiera Cass
Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico
Yo no sabía de quién pensaba Anne que teníamos que ocultarnos. Todas estábamos alrededor de Lucy, y ella podía oírnos claramente, incluso en aquel estado.
—Por…, por… favor, señorita. Yo no…, yo no…
—Chis. Nadie va a delatarte —le aseguré. Miré a Anne y a Mary—. Ayudadme a meterla en la cama.
Entre las tres no debería habernos costado un gran esfuerzo, pero Lucy se retorcía tanto que sus brazos y sus piernas se nos escapaban de las manos. Tuvimos que emplearnos a fondo para conseguirlo. Una vez instalada entre las sábanas, la comodidad de la cama surtió un efecto mayor que todas nuestras palabras. Los espasmos de Lucy fueron remitiendo y ella fijó la mirada en el dosel que había por encima de la cama.
Mary se sentó al borde y empezó a tararear una cancioncilla, que me recordó a cómo solía arrullar yo a May cuando estaba enferma. Me llevé a Anne a un rincón, lejos del alcance de los oídos de Lucy.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha entrado alguien? —le pregunté. Si algo así hubiera ocurrido, esperaba que me lo dijeran.
—No, no —aseguró Anne—. Lucy siempre se pone así cuando vienen los rebeldes. El mero hecho de hablar de ellos hace que se ponga a llorar. Ella…
Anne bajó la mirada y la posó en sus brillantes zapatos negros, intentando decidir si debía decirme algo. Yo no quería hurgar en la vida de Lucy, pero sí deseaba entender. Respiró hondo y me explicó:
—Algunas de nosotras hemos nacido aquí. Mary nació en el castillo, y sus padres siguen aquí. Yo era huérfana, y me trajeron porque el palacio necesitaba personal —se alisó el vestido, como si así pudiera quitarse de encima aquel pedazo de su historia que parecía pesarle—. Lucy fue vendida al palacio.
—¿Vendida? ¿Cómo puede ser? Aquí no hay esclavos.
—No, legalmente no, pero eso no quiere decir que no pueda pasar. La familia de Lucy necesitaba dinero para una operación que tenía que hacerse su madre. Ofrecieron sus servicios a una familia de Treses a cambio del dinero necesario. Su madre no mejoró y no consiguieron quitarse la deuda de encima, de modo que Lucy y su padre llevaban muchísimo tiempo viviendo con aquella familia. Por lo que yo sé de cómo los trataban, no era mucho mejor que vivir en un granero.
»El hijo de la familia se fijó en Lucy, y ya sé que a veces no importa la diferencia de castas, pero de una Seis a un Tres la distancia es muy grande. Cuando su madre descubrió las intenciones de su hijo, vendió a Lucy y a su padre al palacio. Recuerdo cuando llegó. Se pasó días llorando. Debían de estar terriblemente enamorados.
Miré a Lucy. Por lo menos en mi caso uno de los dos pudo decidir. En el suyo, no tuvo ninguna opción y perdió al hombre al que amaba.
—El padre de Lucy trabaja en los establos. No es muy rápido ni muy fuerte, pero muestra una dedicación increíble. Y Lucy es doncella. Sé que puede parecerle tonto, pero ser una doncella en palacio es un honor. Somos la primera línea. Somos las que han considerado suficientemente preparadas, listas y atractivas como para poder presentarnos ante cualquiera. Nos tomamos nuestro trabajo muy en serio, y con motivo. Si la fastidias, te meten en la cocina, donde te pasas el día trabajando, mal vestida. O te mandan a cortar leña, o a rastrillar el jardín. Se puede servir de muchas formas diferentes.
Me sentía tonta. Para mí, todas eran Seises. Sin embargo, dentro de aquella categoría había clases, distinciones que no alcanzaba a comprender.
—Hace dos años el palacio sufrió un ataque en plena noche. Les quitaron los uniformes a los guardias y se creó una gran confusión. Fue tal el barullo que nadie sabía a quién atacar o defender, y la gente se coló por todas partes… Fue terrible.
Me estremecí solo de pensarlo. La oscuridad, la confusión, las dimensiones del palacio. En comparación con lo de la mañana, parecía obra de los sureños.
—Uno de los rebeldes atrapó a Lucy —Anne bajó la vista un minuto y luego añadió en voz baja—: No creo que tengan muchas mujeres en sus grupos, no sé si me entiende.
—¡Oh!
—Eso no lo vi personalmente, pero Lucy me contó que el tipo estaba cubierto de suciedad. Me dijo que no paraba de lamerle la cara.
Anne se estremeció solo de pensarlo. A mí se me encogió el estómago, y temí que pudiera devolver el desayuno. Era asqueroso, y entendía perfectamente que alguien que había pasado tanto miedo se viniera abajo ante un ataque similar.
—El tipo se la llevaba a rastras, y ella gritó con todas sus fuerzas. Con el tumulto reinante era difícil oírla. Pero apareció otro guardia, este de verdad. Apuntó y disparó al hombre justo en la cabeza. El rebelde cayó al suelo, con Lucy aún agarrada. Quedó cubierta de sangre.
Me tapé la boca. No podía imaginarme que alguien tan delicado como aquella chica hubiera tenido que pasar por todo aquello. No era de extrañar que hubiera reaccionado así.
—Le curaron unas cuantas heridas, pero nadie se preocupó de su estado emocional. Ahora se pone nerviosa a la mínima, pero intenta ocultarlo lo mejor que puede. Y no solo lo hace por ella, sino también por su padre. Él está orgullosísimo de que su hija se haya ganado el puesto de doncella, y ella no quiere decepcionarle. Intentamos evitar que se angustie, pero cada vez que vienen los rebeldes se pone en lo peor y cree que alguien va a llevársela, a hacerle daño o a matarla.
»Hace lo que puede, señorita, pero no sé hasta cuándo va a poder aguantarlo.
Asentí y miré hacia Lucy, que estaba postrada en la cama. Había cerrado los ojos y se había dormido, aunque aún era bastante temprano.
Me pasé el resto del día leyendo. Anne y Mary limpiaron la habitación, aunque no estaba sucia. Todas mantuvimos silencio mientras Lucy descansaba.
Me prometí a mí misma que, si podía evitarlo, Lucy no volvería a pasar por aquello.
Tal como me había imaginado, las chicas que habían solicitado irse a casa cambiaron de opinión cuando las aguas volvieron a su cauce. Ninguna de nosotras sabía exactamente quiénes habían sido las que lo habían pedido, pero había algunas —Celeste en particular— que estaban decididas a descubrirlo. De momento, seguíamos siendo veintisiete.
Según el rey, el ataque registró tan pocos daños que apenas merecía que se hablara de él. No obstante, como aquella mañana estaban llegando a palacio algunos equipos de televisión, parte del ataque se emitió en directo, y por lo visto aquello no le gustó nada al monarca, lo que hizo que me preguntara cuántos ataques habría recibido el palacio de los que nunca nos habíamos enterado. ¿Sería un lugar menos seguro de lo que yo me pensaba?
Silvia nos explicó que, si el ataque hubiera sido mucho peor, nos habrían dejado llamar a nuestras familias para decirles que estábamos bien. Pero tal como habían ido las cosas nos dijeron que era mejor que les mandásemos una carta.
Escribí para decirles que estaba bien y que, tal vez, el ataque había parecido más grave de lo que realmente era. Y que el rey nos había protegido a todas. Les pedí que no se preocuparan por mí, les conté que les echaba de menos y le di la carta a una doncella.
El día posterior al ataque pasó sin incidentes. Pensaba ir a la Sala de las Mujeres para hablar sobre Maxon con las demás, pero, después de ver a Lucy tan agitada, decidí quedarme en mi habitación.
No sé en qué se ocupaban mis tres doncellas mientras yo estaba fuera, pero el tiempo que pasé en la habitación se dedicaron a jugar a las cartas y a charlar, introduciendo algún cotilleo en la conversación.
Me enteré de que por cada docena de personas que yo veía en palacio había un centenar más: los cocineros y las lavanderas de las que ya tenía constancia, pero también gente cuyo único trabajo era el de mantener limpias las ventanas. La brigada de limpiacristales tardaba toda una semana en limpiarlas todas, y para entonces el polvo ya se había colado por las paredes, pegándose a los cristales de nuevo, por lo que tenían que volver a empezar. También había joyeros que elaboraban piezas para la familia y regalos para los visitantes, y equipos de modistas y de compradoras que mantenían elegantemente vestidos a los miembros de la familia real, y ahora también a nosotras.
Asimismo, me enteré de otras cosas: de los guardias que ellas consideraban más guapos y del horrible diseño del nuevo vestido que la jefa del servicio les hacía llevar en las fiestas; de que había gente en palacio que hacía apuestas sobre la chica que saldría seleccionada, y de que yo estaba entre las diez mejor situadas; de que el bebé de una de las cocineras estaba tan enfermo
que lo habían desahuciado, lo que le hizo soltar alguna lágrima a Anne. Resultaba que la cocinera en cuestión era muy amiga suya, y que la pareja había estado esperando aquel hijo mucho tiempo.
Mientras las escuchaba, participando en la conversación solo cuando se me ocurría algo que valiera la pena decir, me alegré de haberme quedado con ellas: no se me ocurría que abajo pudieran estar pasándoselo mejor. El ambiente en la habitación era alegre y distendido.
Me lo había pasado tan bien que el día siguiente también me lo pasé allí. Esta vez abrimos la puerta que daba al pasillo y la balconera, y el aire cálido entraba y nos envolvía. Aquello parecía tener un efecto especialmente positivo sobre Lucy, y me pregunté con qué frecuencia debía de salir al exterior.
Anne comentó lo inapropiado de aquella situación—yo, sentada con ellas, jugando a las cartas y con las puertas abiertas—, pero se rindió casi de inmediato. Ya se iba haciendo a la idea de que no podría convertirme en la dama que todos esperaban que fuera.
Estábamos en plena partida de cartas cuando detecté una presencia por el rabillo del ojo. Era Maxon, de pie, en el umbral de la puerta, que nos miraba con gesto divertido. Cuando nuestros ojos se encontraron, vi clara en su rostro la pregunta: ¿qué narices estaba haciendo? Yo me puse en pie, sonreí y me acerqué a él.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Anne, cuando se dio cuenta de que el príncipe estaba en la puerta. Inmediatamente tiró las cartas dentro del costurero y se puso en pie. Mary y Lucy la siguieron.
—Señoritas —se presentó Maxon.
—Alteza —dijo Anne, con una reverencia—. Es un honor, señor.
—El honor es mío —respondió él, sonriendo.
Las doncellas se miraron unas a otras, halagadas. Todos nos quedamos en silencio un momento, sin saber muy bien qué hacer. De pronto Mary reaccionó:
—Nosotras ya nos íbamos.
—¡Sí, eso! —añadió Lucy—. Íbamos…, esto… —soltó, y miró a Anne en busca de ayuda.
—A acabar el vestido de Lady America para el viernes —apostilló Anne.
—Eso es —asintió Mary—. Solo quedan dos días.
Pasaron a nuestro lado y se dirigieron a la puerta, con unas sonrisas enormes en el rostro.
—No querría entretenerlas —dijo Maxon, siguiéndolas con la mirada, absolutamente fascinado con su reacción.
Una vez que estuvieron en el pasillo, hicieron una serie de reverencias mal sincronizadas y se alejaron a paso ligero. En cuanto doblaron la esquina, las risitas de Lucy resonaron por todo el pasillo, y después se oyó a Anne haciéndola callar.
—Menudo grupito de doncellas tienes —observó Maxon, entrando en la habitación y escrutándola con la mirada.
—Se encargan de que siempre esté a punto —respondí, con una sonrisa.
—Es evidente que te tienen afecto. Eso es difícil de encontrar —dejó de observar la habitación y me miró a la cara—. No me imaginaba así tu habitación.
Levanté un brazo y lo dejé caer.
—En realidad no es mi habitación, ¿no? Te pertenece a ti; yo solo la ocupo.
Él hizo una mueca.
—Te habrán dicho que puedes hacer cambios, ¿no? Si quieres otra cama, o que la pinten de otro color…
—Una capa de pintura no la haría mía —dije, encogiéndome de hombros—. Las chicas como yo no viven en casas con suelos de mármol —bromeé.
Maxon sonrió.
—¿Cómo es tu habitación, en casa de tus padres?
—Hum… ¿Para qué has venido exactamente?
—¡Oh! Es que he tenido una idea.
—¿Sobre qué?
—Bueno —empezó, poniéndose a caminar por la habitación—, he pensado que, ya que tú y yo no tenemos la típica relación que sí tengo con las otras chicas, quizá deberíamos compartir… medios de comunicación alternativos —se detuvo frente a mi espejo y miró las fotografías de mi familia—. Tu hermana es idéntica a ti —observó, divertido.
Me acerqué.
—Nos lo dicen mucho. ¿Qué es eso de los medios de comunicación alternativos?
Maxon acabó de repasar las fotos y se acercó al piano, al fondo de la habitación.
—Dado que se supone que tienes que ayudarme, ser mi amiga y todo eso —prosiguió, mirándome a los ojos—, quizá no deberíamos confiar en las notas de siempre a través de las doncellas y en las invitaciones formales para vernos. Estaba pensando en algo menos ceremonioso —cogió una de las partituras que había encima del piano—. ¿Las has traído tú?
—No, esas estaban aquí. Si quiero tocar algo que me apetezca de verdad, me lo sé de memoria.
—Impresionante —dijo, levantando las cejas, y retrocedió, acercándose a mí, sin completar su explicación.
—¿Podrías dejar de curiosear y acabar de explicarme tu idea, por favor?
Maxon suspiró.
—Bueno. Lo que había pensado es que tú y yo podríamos tener una señal, o algo así, algún modo de decirnos que necesitamos hablar sin que nadie más lo sepa. ¿Qué tal frotarnos la nariz? —y se pasó un dedo adelante y atrás justo por encima del labio.
—Parecerá que estás resfriado. No queda muy bonito.
Se me quedó mirando, algo sorprendido, y asintió.
—Muy bien. ¿Qué tal si nos pasamos los dedos por entre el cabello?
Sacudí la cabeza casi al instante.
—Yo casi siempre llevo el pelo recogido con horquillas. Es prácticamente imposible que pueda pasarme los dedos por en medio. Además, ¿qué pasará si llevas la corona puesta? Se te caería al suelo.
Levantó el dedo y me señaló con él, considerando mi respuesta.
—Muy bien pensado. Hmmm…
Pasó a mi lado, concentrado, y se detuvo cerca de la mesilla de noche.
—¿Qué tal si te tiras suavemente de la oreja?
—Me gusta —respondí, después de pensármelo un momento—. Es lo bastante sencillo como para que se pase por alto, pero no tan frecuente como para que podamos confundirlo con cualquier otra cosa. Nos quedamos con lo del tirón de la oreja.
Maxon estaba mirando algo fijamente, pero se giró y me sonrió.