Authors: Kiera Cass
Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico
—Me alegro de que estés de acuerdo. La próxima vez que quieras verme, tírate con suavidad del lóbulo y yo vendré en cuanto pueda. Probablemente después de la cena —concluyó, encogiéndose de hombros.
Antes de que pudiera preguntarle cómo tenía que acudir yo si él me llamaba, Maxon atravesó la habitación con mi frasco en la mano.
—¿Qué diantres es esto?
Suspiré.
—Me temo que es algo imposible de explicar.
Llegó el primer viernes, y con él nuestro debut en el Illéa Capital Report. Era algo a lo que estábamos obligadas, pero al menos esa semana lo único que debíamos hacer era estar sentadas. Con la diferencia horaria saldríamos en antena a las cinco, estaríamos allí sentadas una hora y luego podríamos ir a cenar.
Anne, Mary y Lucy se esmeraron especialmente en vestirme. El vestido era de un azul intenso que se acercaba al morado. Me ajustaba por la cadera y luego se abría en unas suaves ondas satinadas por detrás. No podía creerme que pudiera tocar siquiera algo tan bonito. Mis
doncellas me abrocharon botón tras botón por la espalda, me pusieron horquillas con perlas en el cabello, unos minúsculos pendientes con perlas y un collar con un cordoncito tan fino y más perlas tan separadas que parecían flotar sobre mi piel.
Miré al espejo. Seguía siendo yo. Era la versión más bonita de mí misma que había visto nunca, pero reconocía aquella cara. Desde que habían seleccionado mi nombre, mi gran temor era convertirme en una persona irreconocible —cubierta en capas de maquillaje y tan cargada de joyas que tuviera que escarbar durante semanas para encontrarme de nuevo—. Pero de momento seguía siendo America.
Y, como era habitual en mí, me encontré cubierta de una pátina de sudor en el momento en que me dirigía a la sala donde grababan los mensajes de palacio. Nos dijeron que llegáramos diez minutos antes de la hora. En mi caso, diez minutos significaban más bien quince. En el caso de Celeste, más bien significaban tres. Así que el grupo fue llegando a trompicones.
Había un enjambre de personas revoloteando a nuestro alrededor, dando los últimos toques al plató —en el que habían instalado unas gradas con asientos para las seleccionadas—. Los presentadores, que reconocía de haber visto el Report durante años, estaban ahí, leyendo sus guiones y ajustándose las corbatas. Algunas de las seleccionadas se examinaban en los espejos y se alisaban sus vistosos vestidos con la mano. La actividad era frenética.
Me giré y pillé a Maxon en un momento íntimo. Su madre, la bella reina Amberly, le estaba colocando unos cabellos rebeldes en su sitio. Él se alisó la chaqueta y le dijo algo. Ella asintió y Maxon sonrió. Habría seguido mirándolos un rato, pero apareció Silvia y, con su habitual dinamismo, me llevó a mi sitio.
—Suba a la fila superior, Lady America —me ordenó—. Puede sentarse donde quiera. Es que la mayoría de las chicas han solicitado la fila de delante —me lo dijo con voz apenada, como si me estuviera dando una mala noticia.
—Oh, gracias —respondí, y me fui tan contenta a sentarme en la fila de atrás.
No me hacía gracia la idea de subir aquellos escalones tan pequeños con un vestido tan ajustado y aquellos zapatos de tiras. (¿De verdad eran necesarios? ¡Nadie iba a verme los pies!) Pero lo conseguí. Vi entrar a Marlee, que me sonrió y me saludó, y se vino a sentar a mi lado. Para mí significaba mucho que hubiera escogido un lugar a mi lado en lugar de situarse en la segunda fila. Era una amiga fiel. Sería una gran reina.
Su vestido era de un amarillo intenso. Con su cabello rubio y su piel suavemente bronceada, parecía irradiar luz.
—Marlee, me encanta tu vestido. ¡Estás fantástica!
—Oh, gracias —se ruborizó un poco—. Tenía miedo de que fuera algo excesivo.
—¡En absoluto! Créeme, te queda perfecto.
—Quería hablar contigo, pero habías desaparecido. ¿Crees que podríamos hablar mañana? —me preguntó, en un susurro.
—Claro. En la Sala de las Mujeres, ¿verdad? Es sábado —respondí usando el mismo tono.
—De acuerdo —respondió, excitada.
Justo delante de nosotras estaba Amy, que se giró:
—Tengo la sensación de que se me salen las horquillas. ¿Podéis echarles un vistazo, chicas?
Sin decir palabra, Marlee metió sus finos dedos entre los rizos de Amy y tanteó en busca de horquillas sueltas.
—¿Mejor?
Amy suspiró.
—Sí, gracias.
—America, ¿tengo pintalabios en los dientes? —me preguntó Zoe.
Me giré a la izquierda y me la encontré con una sonrisa forzada, mostrándome unos dientes de un blanco perla.
—No, estás bien —respondí, comprobando por el rabillo del ojo que Marlee asentía en señal de confirmación.
—Gracias. ¿Cómo puede estar tan tranquilo? —preguntó Zoe, señalando a Maxon, que estaba hablando con un miembro del equipo. Entonces se inclinó hacia delante, metió la cabeza entre las piernas y se puso a hacer ejercicios de respiración controlada.
Marlee y yo nos miramos, desconcertadas, e intentamos no reírnos. Era difícil si seguíamos mirándola, así que echamos un vistazo a la sala y charlamos sobre lo que llevaban puestas las demás. Varias de las chicas llevaban vestidos de un rojo seductor y de alegres tonos verdes, pero ninguna iba de azul. Olivia se había atrevido a vestirse de naranja. Yo, desde luego, no sabía mucho sobre moda, pero Marlee y yo coincidimos en que alguien tendría que haberla advertido. Aquel color le daba a su piel un tono verdoso.
Dos minutos antes de que encendieran las cámaras nos dimos cuenta de que no era el vestido lo que le daba aquel color verde. Olivia vomitó estentóreamente en la papelera más cercana y cayó al suelo. Silvia acudió al momento y aparecieron varias personas para limpiarle el sudor y ayudarla a sentarse. La situaron en la fila de atrás, con un pequeño recipiente a sus pies, por si acaso.
Bariel estaba sentada justo delante de ella. No oí lo que le dijo desde mi posición, pero daba la impresión de que aquella chica estaba dispuesta a lanzarse sobre la pobre Olivia si volvía a tener vómitos cerca de ella.
Supuse que Maxon había visto u oído parte de la escena, y miré en su dirección para ver si reaccionaba de algún modo. Pero él no estaba mirando hacia el lugar del suceso; me observaba a mí. Rápidamente —tanto que cualquier otra persona habría pensado que se estaba rascando—
Maxon levantó la mano y se tiró de la oreja. Yo repetí la acción, y ambos nos giramos.
Estaba nerviosa pensando que aquella noche, tras la cena, se pasaría por mi habitación.
De pronto sonó el himno y vi el escudo nacional en unas pequeñas pantallas repartidas por la sala. Levanté la cabeza y erguí el cuerpo. Lo único en lo que podía pensar era en que mi familia iba a verme aquella noche, y quería que estuvieran orgullosos de mí.
El rey Clarkson estaba en el estrado hablando del «breve e infructuoso» ataque al palacio. Yo no lo habría llamado infructuoso, ya que consiguió asustarnos a casi todos. Fueron dando las noticias una tras otra. Intenté prestar atención a todo lo que se decía, pero me costaba. Estaba acostumbrada a ver todo aquello desde la comodidad de mi sofá, con un cuenco de palomitas y entre los comentarios de mi familia.
Muchas de las noticias tenían que ver con los rebeldes, a los que se culpaba de diversos actos sin dejar margen de duda. Las obras de las carreteras que se estaban construyendo en Sumner iban con retraso a causa de los rebeldes, y el número de policías locales en Atlin había disminuido porque se había enviado un grupo de refuerzo para contener los disturbios provocados por los rebeldes en Saint George. Yo no tenía ni idea de que hubiera sucedido ninguna de aquellas dos cosas. Entre todo lo que había visto y oído durante mi infancia y lo que había aprendido desde mi llegada al palacio, empecé a preguntarme cuánto sabíamos exactamente sobre los rebeldes. Quizás estuviera equivocada, pero no me parecía que se les pudiera culpar de todo lo que ocurría en Illéa.
Y de pronto, como si hubiera salido de la nada, apareció Gavril en el plató, presentado por el coordinador de Eventos.
—Buenas noches a todos. Hoy tengo un anuncio especial que hacer. Se cumple una semana de
Selección
y ocho señoritas ya se han vuelto a casa, dejando atrás a veintisiete bellas jóvenes entre las que tendrá que escoger el príncipe Maxon. La semana que viene, pase lo que pase, dedicaremos la mayor parte del Illéa Capital Report a conocer a estas asombrosas jóvenes.
Sentí el sudor en las sienes. Estar ahí sentada y poner buena cara…, eso podía hacerlo, pero ¿responder preguntas? Sabía que no iba a ganar aquel jueguecito; aquella no era la cuestión. Sin embargo, desde luego, no quería quedar como una tonta delante de todo el país.
—Antes de pasar a las señoritas, hablemos un momento con el hombre de moda. ¿Cómo está, príncipe Maxon? —dijo Gavril, cruzando el plató.
Aquello era una emboscada. Maxon no tenía micrófono ni se había preparado la respuesta.
Justo entonces crucé una mirada con él y le guiñé el ojo. Aquella tontería bastó para que sonriera.
—Estoy muy bien, Gavril, gracias.
—¿Está disfrutando de la compañía hasta el momento?
—¡Sí, claro! Ha sido un placer conocer a estas señoritas.
—¿Son todas ellas tan dulces y amables como parecen? —preguntó Gavril. Y antes de que Maxon respondiera, la respuesta me hizo sonreír. Porque sabía que sería un sí…, más o menos.
—Hummm… —Maxon miró más allá de Gavril, en mi dirección—. Casi.
—¿Casi? —preguntó Gavril, sorprendido. Y se giró hacia nosotras—. ¿Alguna de ellas ha hecho alguna travesura?
Por fortuna, todas las chicas soltaron unas risitas, de modo que yo me uní a ellas. ¡El muy traidor!
—¿Qué es lo que han hecho exactamente estas chicas para portarse mal? —insistió Gavril.
—Bueno, te diré —Maxon cruzó las piernas y se puso cómodo. Probablemente era la vez que más relajado lo veía, ahí sentado, divirtiéndose a mi costa. Me gustaba esa faceta suya. Me habría gustado verla más a menudo—. Una de ellas tuvo el valor de gritarme bastante la primera vez que nos vimos. ¡Me gané una dura regañina!
Por detrás de Maxon, el rey y la reina intercambiaron una mirada. Daba la impresión de que era la primera vez que oían aquella historia. A mi lado, las chicas se miraban unas a otras, asombradas. No lo entendí hasta que Marlee dijo algo.
—Yo no recuerdo que nadie le gritara en el Gran Salón, ¿no?
Maxon parecía haber olvidado que nuestro primer encuentro debía permanecer en secreto.
—Supongo que está diciendo eso para gastar una broma. Yo le dije algunas cosas muy en serio. Puede que se refiera a mí.
—¿Una regañina, dice? ¿Por qué? —prosiguió Gavril.
—La verdad es que no estoy muy seguro. Creo que fue un arranque de nostalgia, motivo por el que se lo perdoné, por supuesto —dijo Maxon. Se le veía muy suelto, hablando con Gavril como si fuera la única persona de la sala. Se me ocurrió que tendría que decirle más tarde lo bien que lo había hecho.
—¿Así que es una de las chicas que sigue entre nosotros? —Gavril miró en nuestra dirección con una gran sonrisa en el rostro, y luego volvió a mirar a su príncipe.
—Oh, sí, continúa aquí —respondió Maxon, sin apartar la mirada de Gavril—. Y espero que nos acompañe un tiempo.
La cena fue decepcionante. Me propuse decirles a mis doncellas que la semana siguiente me dejaran algo de espacio en el vestido para poder comer.
Ya en la habitación, Anne, Mary y Lucy querían ayudarme a desvestirme, pero les expliqué que aún no, que tenían que esperar un poco. Anne fue la primera en imaginarse el motivo —que Maxon iba a venir a verme—, pues yo siempre estaba deseando quitarme aquellas ropas tan apretadas.
—¿Quiere que nos quedemos hasta más tarde? Por nosotras no hay problema —se ofreció Mary, quizás ilusionada ante la perspectiva.
Tras el alboroto provocado con la anterior visita de Maxon, decidí hacer que se fueran lo antes posible. Además, no podía soportar la idea de tenerlas allí, mirándome, hasta que él llegara.
—No, no, estoy bien. Si tengo algún problema con el vestido más tarde, ya llamaré.
Se fueron a regañadientes y me dejaron esperando a Maxon. Yo no sabía cuánto tardaría, y no quería empezar un libro y tener que dejarlo a medias, o sentarme en el piano y que me diera un sobresalto. Acabé por echarme en la cama, esperando. Dejé vagar la mente. Pensé en Marlee y su amabilidad. Me di cuenta de que, salvo por algunos detalles, sabía muy poco de ella. Sin embargo, tenía la certeza de que su modo de actuar conmigo era sincero. Y luego pensé en las chicas que no lo eran en absoluto. Me pregunté si Maxon distinguiría a unas de las otras.
La experiencia que tenía Maxon con las mujeres daba la impresión de ser enorme y muy reducida a la vez. Era todo un caballero, pero cuando llegaba a las distancias cortas se venía abajo. Daba la impresión de que sabía cómo tratar a una dama, pero no si era la chica con la que tenía que salir.
Todo lo contrario que Aspen.
Aspen.
Su nombre, su rostro y su recuerdo me golpearon de repente. Aspen. ¿Qué sería de él en aquel momento? En Carolina estaría a punto de empezar el toque de queda. Aún estaría trabajando, si es que tenía trabajo. O quizás estuviera con Brenna, o con quienquiera con que hubiera decidido salir después de romper conmigo. Una parte de mí se moría por saberlo…, pero otra se entristecía con solo pensar en ello.
Miré mi frasco. Lo cogí y vi cómo se deslizaba el céntimo por la pared de vidrio, tan solo en el mundo.
—Como yo —murmuré—. Como yo.
¿Era una tonta por guardar aquello? Le había devuelto todo lo demás, así que… ¿de qué servía conservar un céntimo? ¿Era eso lo único que me iba a quedar? ¿Un céntimo en un frasco, para que pudiera enseñárselo a mi hija un día y hablarle de mi primer novio, del que nadie supo nada?
No tuve tiempo de regodearme con mis preocupaciones. Solo unos minutos más tardes Maxon llamó a la puerta con decisión y fui corriendo hacia allí.
Abrí la puerta con gran ímpetu. Maxon se me quedó mirando, sorprendido.
—¿Dónde están tus doncellas? —preguntó, mirando al interior de la habitación.
—No están. Les mando que se vayan cuando vuelvo de la cena.
—¿Cada día?
—Sí, claro. Puedo quitarme la ropa sola, gracias.
Maxon levantó las cejas y sonrió. Yo me ruboricé. No pretendía decirlo de aquel modo.