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Authors: Kiera Cass

Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico

La selección (8 page)

BOOK: La selección
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Recorrí el pasillo y giré la esquina. Y allí estaba Aspen, con un ramo de flores silvestres.

—Hola, America —saludó, con un tono comedido, casi profesional.

—Hola, Aspen —repuse, apenas sin voz.

—Esto te lo envían Kamber y Celia. Querían desearte buena suerte —se acercó y me dio las flores. Flores de sus hermanas, no suyas.

—¡Qué encantos! —exclamó mamá.

Casi me había olvidado de que estaba en la sala.

—Aspen, me alegro de que hayas venido —dije, intentando poner una voz tan neutra como la suya—. Haciendo las maletas he dejado la habitación hecha un asco. ¿Me quieres ayudar a limpiar?

Con mi madre allí mismo, no pudo negarse. Como norma general, los Seises no rechazaban ningún trabajo. En eso éramos iguales.

Aspen exhaló por la nariz y asintió.

Me siguió a cierta distancia hasta la habitación. Pensé en la de veces que había deseado aquello: que Aspen se presentara en la puerta de casa y entrara hasta mi habitación. Pero las circunstancias no podían ser peores.

Abrí la puerta de mi cuarto y me quedé en el umbral. Aspen soltó una carcajada.

—¿Quién te ha hecho las maletas? ¿Un perro?

—¡Cállate! Me ha costado un poco encontrar lo que buscaba —protesté. Y sonreí a mi pesar.

Él se puso manos a la obra, poniendo las cosas en su sitio y doblando ropa. Yo le ayudé, por supuesto.

—¿No te vas a llevar nada de toda esta ropa? —susurró.

—No. A partir de ahora me visten ellos.

—Oh, vaya.

—¿Están decepcionadas tus hermanas?

—En realidad no —dijo, meneando la cabeza—. En cuanto vieron tu cara en la tele, toda la casa se volvió una fiesta. Siempre les has encantado. A mi madre en particular.

—Adoro a tu madre. Siempre se ha portado estupendamente conmigo.

Pasaron unos minutos en silencio, mientras mi habitación volvía a su estado normal.

—Tu foto… Estabas absolutamente preciosa.

Me dolió que me dijera que estaba guapa. No era justo. No después de todo lo que había hecho.

—Fue por ti —susurré.

—¿Cómo?

—Pues que… pensaba que ibas a declararte muy pronto —dije, con la voz rota.

Aspen se quedó en silencio un momento, buscando las palabras.

—Me lo había planteado, pero ahora ya no importa.

—Sí que importa. ¿Por qué no me lo dijiste?

Se frotó el cuello, indeciso.

—Estaba esperando.

—¿El qué?

No me imaginaba qué podía estar esperando.

—El Sorteo.

Aquello sí lo entendía. No estaba claro qué era mejor: si ser llamado a filas o no. En Illéa, todos los chicos de diecinueve años entraban en el Sorteo. Se escogía un nuevo reemplazo por sorteo dos veces al año, de modo que todos los reclutas llegaran como máximo con diecinueve años y medio. Y el servicio obligatorio iba desde los diecinueve años a los veintitrés. La fecha se acercaba.

Habíamos hablado del tema, pero no de un modo realista. Supongo que ambos esperábamos que, si no pensábamos en ello, el Sorteo también nos pasaría por alto a nosotros.

Lo bueno de ser un soldado es que se pasaba automáticamente a ser un Dos. El Gobierno te entrenaba y te pagaba el resto de tu vida. Lo malo era que nunca sabías dónde podías ir a parar. Lo que estaba claro era que te enviaban fuera de tu provincia. Suponían que los soldados se volverían más indulgentes rodeados de los conocidos, tratando con ellos. Podías acabar en palacio o en el cuerpo de policía de otra provincia. O podías terminar en el Ejército, y podían enviarte al frente. No muchos de los que iban a la guerra regresaban a casa.

Los que no se habían casado antes del sorteo casi siempre se esperaban al resultado. Si te tocaba, en el mejor de los casos suponía separarte de tu esposa cuatro años. Y en el peor, dejar una viuda muy joven.

—Yo… No quería hacerte eso —susurró.

—Lo entiendo.

Se puso en pie, intentando cambiar de tema.

—Bueno, ¿y qué te llevas?

—Una muda para ponerme cuando me echen. Unas cuantas fotos y libros. Me han dicho que no necesitaré mis instrumentos. Todo lo que quiera lo tendré allí. Así que solo llevo esa mochila, nada más.

Ahora la habitación estaba ordenada, y por algún motivo la pequeña mochila parecía enorme. Las flores que había traído, colocadas sobre el escritorio, presentaban un gran colorido en comparación con mis cosas, todas de tonos apagados. O quizá fuera que todo me parecía más triste ahora…, ahora que todo había acabado.

—No es mucho —observó.

—Nunca he necesitado demasiado para ser feliz. Pensé que lo sabías.

Él cerró los ojos.

—No sigas, America. Hice lo correcto.

—¿Lo correcto? Aspen, me hiciste creer que podíamos hacerlo. Hiciste que te quisiera. Y luego me convenciste para que me presentara a este maldito concurso. ¿Sabes que prácticamente me han convertido en un juguete de Maxon?

Él se giró de golpe y me observó.

—¿Qué?

—No se me permite decirle que no… a «nada».

Aspen parecía asqueado, furioso. Apretó los puños.

—Incluso…, incluso si decide no casarse contigo… ¿Podría…?

—Sí.

—Lo siento. No lo sabía —dijo, y respiró intensamente unas cuantas veces—. Pero si te elige…, eso estaría bien. Te mereces ser feliz.

Aquello fue demasiado. Le di una bofetada.

—¡Idiota! —le espeté, entre gritando y susurrando—. ¡Le odio! ¡Yo te quería a ti! ¡Quería estar contigo! ¡Todo lo que he deseado en mi vida eres tú!

Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no me importaba. Ya me había hecho bastante daño, y ahora le tocaba a él.

—Debería irme —dijo, y se dispuso a salir.

—Espera. No te he pagado.

—America, no tienes que pagarme.

Y reemprendió el camino hacia la puerta.

—¡Aspen Leger, no te atrevas a dar un paso más! —solté, con furia.

Se detuvo y por fin me prestó atención.

—Veo que ya estás practicando para cuando seas una Uno —si no hubiera sido por sus ojos, habría pensado que aquello era una broma, no un insulto.

Sacudí la cabeza y me dirigí a mi escritorio. Saqué todo el dinero que había ganado yo sola, y puse hasta el último céntimo en sus manos.

—America, no voy a aceptar esto.

—Y un cuerno. Claro que vas a aceptarlo. Yo no lo necesito, y tú sí. Si alguna vez me has querido lo más mínimo, lo aceptarás. Tu orgullo ya nos ha hecho bastante daño a los dos.

Sentí que algo en su interior se apagaba. Dejó de resistirse.

—Vale.

—Y toma —metí una mano detrás de la cama, saqué mi frasquito de céntimos y se lo vacié en la mano. Un céntimo rebelde que debía de estar pegajoso se quedó pegado al fondo—. Estas monedas siempre han sido tuyas. Deberías usarlas.

Ahora ya no tenía nada suyo. Y cuando la desesperación le hiciera gastarse aquellos céntimos, él tampoco tendría nada mío. Sentí que, de pronto, afloraba el dolor. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Tuve que respirar hondo para contener el llanto.

—Lo siento, Mer. Buena suerte —dijo. Se metió los billetes y los céntimos en los bolsillos y salió a toda prisa.

No era así como pensaba que lloraría. Me esperaba grandes sollozos desesperados, no lágrimas lentas y minúsculas.

Quise dejar el frasquito en el estante, pero volví a ver aquel céntimo dentro. Metí el dedo en el frasco y lo despegué. Repiqueteó contra el vidrio. Era un sonido hueco, y sentí el eco en el interior de mi pecho. Sabía que, para bien o para mal, no me habría librado del todo de Aspen; todavía no. Quizá no lo hiciera nunca. Abrí la mochila, metí el frasquito y la cerré de nuevo.

May asomó la cabeza por la puerta. Decidí tomarme una de aquellas estúpidas píldoras. Me dormí con ella en brazos. Por fin pude olvidarme de todo por un rato.

Capítulo 7

La mañana siguiente me vestí con el uniforme de las seleccionadas: pantalones negros, camisa blanca y la flor de mi provincia —un lirio— en el pelo. Los zapatos los pude escoger. Me decanté por unos rojos bajos desgastados. Pensé que más valía dejar claro desde el principio que no tenía madera de princesa.

Estábamos ya a punto para salir en dirección a la plaza. Cada una de las seleccionadas iba a tener una ceremonia de despedida en su provincia de origen, y a mí la mía no me hacía ninguna ilusión. Toda aquella gente allí mirándome, y yo de pie como una tonta. La escena en conjunto era ridícula, ya que tenía que recorrer los tres kilómetros de trayecto en coche, por motivos de seguridad.

El día fue incómodo desde el principio. Kenna vino con James para despedirme, lo cual fue todo un detalle, teniendo en cuenta que estaba embarazada y cansada. Kota también vino, aunque su presencia no hizo más que añadir tensión. En el camino de casa hasta el coche que nos habían dejado, Kota fue con mucho el más lento, de modo que los fotógrafos y curiosos pudieran verle bien. Papá se limitó a menear la cabeza, y en el coche nadie dijo nada.

May era mi único consuelo. Me cogió de la mano e intentó transmitirme parte de su entusiasmo. Cuando llegamos a la atestada plaza aún íbamos de la mano. Daba la impresión de que toda la provincia de Carolina había acudido a despedirme. O a ver qué tenía yo de especial. Desde la tarima en la que me encontraba, vi la masa de gente que me observaba.

Allí de pie pude comprobar las diferencias entre las castas. Margareta Stines era una Tres, y ella y sus padres me perforaron con la mirada. Tenile Digger era una Siete, y me lanzaba besos. La gente de las castas superiores me miraba como si les hubiera robado algo que les perteneciera. Las Cuatros y la gente de castas inferiores me animaban, veían en mí a una chica del montón que había triunfado. Me di cuenta de lo que significaba para aquellas personas, como si representara algo para cada una de ellas.

Intenté concentrarme en aquellas caras, levantando la cabeza. Estaba decidida a hacerlo bien. Sería la mejor de mi grupo: la heroína de la plebe. Aquello me dio una razón de ser. America Singer: la campeona de las castas bajas.

El alcalde hizo un discurso lleno de florituras:

—¡… y Carolina animará a la bella hija de Magda y de Shalom Singer, Lady America Singer!

La multitud aplaudió y me vitoreó. Algunos lanzaron flores.

Registré aquel sonido por un momento, sonriendo y saludando con la mano, y luego volví a escrutar a la multitud, pero esta vez con un objetivo diferente.

Quería ver su rostro una vez más si podía. No sabía si habría venido. El día anterior me había dicho que estaba preciosa, pero se había mostrado aún más distante y reservado que en la casa del árbol. Habíamos acabado, y lo sabía. Pero no puedes amar a una persona casi dos años y luego olvidarlo de la noche a la mañana.

Tuve que pasear la vista varias veces por entre la gente, pero por fin lo encontré, y de inmediato deseé no haberlo hecho. Aspen estaba allí de pie, con Brenna Butler delante de él, agarrándola por la cintura desenfadadamente y sonriendo.

Quizá sí había gente que podía olvidar de la noche a la mañana.

Brenna era una Seis y debía de tener mi edad. Era bastante guapa, supongo, aunque no se parecía en nada a mí. Tal vez ella se quedara con la boda y la vida que antes iba a ser para mí. Y, al parecer, a Aspen la posibilidad de ser reclutado no le importaba ya tanto. Ella le sonrió y luego fue a reunirse con su familia.

¿Acaso ya le gustaba Brenna desde antes? A lo mejor se veían cada día, mientras que yo solo le daba de comer y le cubría de besos una vez por semana. Tal vez todo el resto del tiempo del que no me hablaba durante nuestras conversaciones furtivas no se correspondía simplemente con largas horas de tediosos inventarios.

Estaba demasiado furiosa como para llorar.

Además, tenía admiradores que reclamaban mi atención. Y Aspen ni siquiera se había dado cuenta de que lo había visto. Me volqué con aquellos rostros entregados. Volví a lucir mi mejor sonrisa y me puse a saludar. No le iba a dar a Aspen la satisfacción de romperme el corazón una vez más. Estaba allí por su culpa, e iba a aprovecharlo.

—¡Damas y caballeros, despidamos como se merece a America Singer, nuestra hija de Illéa predilecta! —jaleó el alcalde.

Detrás de mí, una pequeña banda tocó el himno nacional.

Más vítores, más flores. De pronto me encontré al alcalde hablándome al oído.

—¿Querrías decir algo, querida?

No sabía cómo decir que no sin parecer maleducada.

—Gracias, pero estoy tan impresionada que no creo que pueda.

—Por supuesto, pequeña —dijo él, cogiéndome las manos entre las suyas—. No te preocupes. Yo me ocuparé de todo. Ya te prepararán para estas cosas en palacio. Lo necesitarás.

Entonces el alcalde procedió a ensalzar mis virtudes ante la audiencia, mencionando solapadamente que era muy inteligente y atractiva, para ser una Cinco. No parecía un mal tipo, pero a veces hasta los miembros más agradables de las castas superiores se mostraban condescendientes.

Al pasar la vista por la multitud, una vez más vi el rostro de Aspen. Parecía que lo estaba pasando mal. Su expresión era el extremo opuesto a la que le había visto cuando estaba con Brenna, unos minutos antes. ¿Otro jueguecito? Aparté la mirada.

El alcalde acabó su discurso. Sonreí y todo el mundo aplaudió, como si aquel hombre hubiera soltado un discurso legendario.

Y de pronto llegó el momento de decir adiós. Mitsy, mi asistente personal, me indicó que me despidiera con calma pero sin extenderme, y que luego ella me acompañaría hasta el coche que me conduciría al aeropuerto.

Kota me abrazó y me dijo que estaba orgulloso de mí. Luego, con menos sutilidad, me pidió que le hablara de sus creaciones al príncipe Maxon. Me libré de su abrazo con la máxima elegancia posible.

Kenna estaba llorando.

—Apenas te veo ya. ¿Qué voy a hacer cuando no estés?

—No te preocupes. Volveré pronto.

—¡Sí, ya! Eres la chica más guapa de toda Illéa. ¡Se enamorará de ti!

¿Por qué todo el mundo pensaba que todo dependía de la belleza? A lo mejor era así. Tal vez el príncipe Maxon no necesitaba una esposa con la que hablar, sino solo una que fuera guapa. Me estremecí, considerando la posibilidad de que mi futuro se redujera a eso. Pero había un montón de chicas mucho más guapas que yo en la
Selección
.

Resultó difícil abrazar a Kenna con aquella barriga, pero lo conseguimos. James, al que en realidad tampoco conocía tanto, también me abrazó. Entonces llegó Gerad.

BOOK: La selección
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