Authors: Kiera Cass
Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico
Fruncí el ceño. ¿Lo hacían aposta?
—Para ti, como te ven reservada y misteriosa…
—Yo no soy misteriosa —la interrumpí.
—Un poquito sí. Y a veces la gente no sabe si interpretar el silencio como confianza en ti misma o como miedo. Te miran todo el rato como si fueras un bicho raro, a ver si al final consiguen que te sientas como tal.
—¡Vaya! —eso tenía cierto sentido. Me pregunté qué era lo que estaba haciendo, si de algún modo estaba recordándoles a las otras sus propias inseguridades—. ¿Y tú qué haces? Cuando quieres que te traten bien, quiero decir.
—No hago ni caso —respondió, sonriendo—. Tengo una conocida que se pone tan furiosa cuando no consigue fastidiarte que acaba hundiéndose. Así que no te preocupes —dijo—. Lo único que tienes que hacer es dejarles claro que no te afecta lo que hagan.
—Y no me afecta.
—Te creo…, pero no del todo —soltó una risita, un sonido cálido que se evaporó en el silencio del pasillo—. ¿Te puedes creer que vayamos a conocerle por la mañana? —preguntó, pasando a temas, a su modo de ver, más importantes.
—No, en realidad no.
Maxon parecía una suerte de fantasma que deambulara por el palacio, siempre presente pero intangible.
—En fin, buena suerte mañana —dijo, y estaba claro que era sincera.
—Mejor suerte aún para ti, Marlee. Estoy segura de que el príncipe Maxon estará más que contento de conocerte —le apreté la mano una vez más.
Ella me sonrió denotando excitación y timidez a la vez, y se fue a su cuarto.
Cuando llegué al mío, la puerta de Bariel seguía abierta, y le oí dar órdenes a su doncella, refunfuñando. Me vio y me cerró la puerta en las narices. Mejor.
Mis doncellas estaban allí, por supuesto, esperándome para ayudarme a lavarme y desvestirme. Mi camisón, una prenda verde, ligera y vaporosa, estaba tendido sobre la cama. Ninguna de las tres había tocado mi bolsa.
Eran eficientes pero resueltas. Evidentemente se sabían bien la rutina de la noche, pero obraron con calma. Supuse que pretendían que su actuación tuviera un efecto relajante, pero yo no veía el momento de que se fueran. No podía meterles prisa mientras me lavaban las manos, me desabrochaban el vestido y prendían el broche con mi nombre en mi bata de seda. Y mientras hacían todas aquellas cosas que me ponían tan incómoda, iban haciendo preguntas. Intenté responderlas sin ser maleducada.
Sí, por fin había visto a las otras chicas. No, no hablaban mucho. Sí, la cena había sido estupenda. No, no conocería al príncipe hasta el día siguiente. Sí, estaba muy cansada.
—Y de verdad me ayudaría mucho a relajarme poder pasar un rato sola —añadí, tras aquella última respuesta, esperando que pillaran la indirecta.
Parecían decepcionadas. Intenté arreglarlo.
—Las tres me ayudáis muchísimo, pero es que estoy acostumbrada a pasar tiempo sola. Y hoy he estado rodeada de muchísima gente todo el día.
—Pero, Lady Singer, se supone que tenemos que ayudarla. Es nuestro trabajo —dijo la que mandaba.
Me imaginé que sería Anne. Anne parecía estar al tanto de todo, Mary era de muy buen trato, y Lucy… supongo que era tímida.
—Os lo agradezco mucho, de verdad, y desde luego necesitaré que me ayudéis mañana para ponerme en marcha. Pero esta noche necesito desconectar. Si queréis serme útiles, me iría muy bien disponer de un tiempo para mí. Y si todas descansáis bien, seguro que por la mañana las cosas saldrán mejor, ¿no os parece?
Se miraron entre sí.
—Bueno, supongo que sí —accedió Anne.
—Se supone que una de nosotras tiene que quedarse aquí mientras usted duerme. Por si necesita algo —dijo Lucy, nerviosa, como si tuviera miedo de mis decisiones. Daba la impresión de que temblaba de vez en cuando, lo cual atribuí a su timidez.
—Si necesito algo, tocaré el timbre. Estaré bien. Además, no podría descansar si sé que hay alguien observándome.
Volvieron a mirarse entre sí, aún algo escépticas. Sabía que había un modo de acabar con aquello, pero odiaba tener que usarlo.
—Se supone que tenéis que obedecer todas mis órdenes, ¿verdad?
Asintieron, esperanzadas.
—Entonces os ordeno a las tres que os vayáis a la cama. Y que vengáis a ayudarme por la mañana. Por favor.
Anne sonrió. Estaba claro que empezaba a entenderme.
—Sí, Lady Singer. Hasta mañana.
Hicieron una reverencia y abandonaron la habitación. Anne me echó una última mirada. Supongo que no era exactamente lo que se esperaban, pero no parecían muy molestas.
Una vez sola, me quité las elegantes zapatillas y estiré los dedos de los pies. Ir descalza me daba una sensación agradable, natural. Me dispuse a sacar mis cosas de la bolsa, lo cual no llevó mucho tiempo. Al mismo tiempo eché un vistazo a los vestidos. Solo había unos cuantos, pero bastarían para vestirme durante una semana más o menos. Supuse que las demás tendrían la misma cantidad. ¿Por qué habrían confeccionado una docena de vestidos para una chica que quizá se marchara al día siguiente?
Saqué las pocas fotografías que tenía de mi familia y las prendí del borde de mi espejo, que era altísimo y enorme. Así podría ver las fotos sin tener que apartar la vista de mí misma. Tenía una cajita de abalorios personales —pendientes, cintas y diademas que me encantaban—. Es probable que en aquel entorno quedaran increíblemente sencillos, pero eran tan personales que no había podido evitar traérmelos. Los pocos libros que había traído encontraron su espacio en el práctico estante que había junto a las puertas que daban a mi balcón privado.
Asomé la nariz al balcón y vi el jardín. Había un laberinto de senderos con fuentes y bancos. Por todas partes se veían flores, y cada seto estaba podado a la perfección. Tras aquel recinto cuidado hasta el mínimo detalle se abría un pequeño campo abierto y, más allá, un bosque enorme que se extendía hasta tan lejos que no podía saber siquiera si quedaba completamente rodeado por los muros del palacio. Por un momento me pregunté los motivos de su existencia, pero luego fijé la atención en el último recuerdo de casa, que aún llevaba en la mano.
Mi frasquito con el céntimo. Lo hice rodar por la mano unas cuantas veces, escuchando cómo la moneda se deslizaba por los bordes del cristal. ¿Por qué me habría llevado aquello? ¿Para recordarme algo que no podría tener nunca?
Aquel pensamiento fugaz —el de que aquel amor que había ido construyendo durante años en un lugar tranquilo y secreto estaba ahora fuera de mi alcance— me llenó los ojos de lágrimas. Aquello, sumado a toda la tensión y la excitación del día, era demasiado. No sabía dónde guardar aquel frasco, así que de momento lo dejé sobre la mesilla de noche.
Atenué las luces, me eché sobre las lujosas sábanas y me quedé mirando mi frasquito. Me permití estar triste. Me permití pensar en «él».
¿Cómo podía haber perdido tanto en tan poco tiempo? Tener que abandonar a la familia, trasladarse a un lugar extraño, separarse de la persona a la que amas… Todo aquello debía de sucederte poco a poco, a lo largo de años, no en un solo día.
Me pregunté qué sería exactamente lo que quería decirme antes de irme. Lo único que pude deducir era que sería algo que no le resultaba cómodo decir en voz alta. ¿Sería sobre «ella»?
Fijé la vista en el frasco.
¿Estaría intentando decirme que lo sentía? Le había soltado una enorme reprimenda la noche anterior. Así que a lo mejor era aquello.
¿Que había pasado página? Bueno, eso ya lo había visto claro, gracias por la información.
¿Que «no» había pasado página? ¿Que aún me quería?
Intenté pensar en otra cosa. No podía permitir que aquella esperanza arraigara. Ahora mismo necesitaba odiarle. Aquella rabia me ayudaría a seguir adelante. El principal motivo por el que estaba allí era para alejarme de él todo lo que pudiera y el máximo tiempo posible. Pero la esperanza resultaba dolorosa. Y con la esperanza llegó la nostalgia, y el deseo de que May se colara en mi cama, como a veces hacía. Y luego el miedo de que las otras chicas quisieran echarme, que pudieran seguir intentando empequeñecerme. Y luego los nervios al presentarme ante todo el país por televisión durante mi estancia en aquel lugar. Y el pánico de que alguien intentara matarme simplemente para reivindicar una posición política. Todo aquello me había caído encima demasiado de golpe como para que mi ya aturdido cerebro lo pudiera procesar tras un día tan largo.
La visión se me nubló. Ni siquiera me di cuenta de que había empezado a llorar. No podía respirar. Estaba temblando. Me puse en pie de un salto y salí al balcón a la carrera. Estaba tan nerviosa que tardé un momento en abrir el seguro, pero por fin lo conseguí. Pensé que el aire fresco me haría sentir mejor, pero no fue así. Aún respiraba entrecortadamente y tenía frío.
Aquello no tenía nada de libertad. Los barrotes de mi balcón me hacían sentir enjaulada. Y aún veía los muros que rodeaban el palacio, con vigilantes en los puestos de guardia. Necesitaba salir del palacio, y nadie iba a ayudarme a conseguirlo. La desesperación me hizo sentir aún más débil. Miré hacia el bosque. Estaba segura de que desde allí solo se vería vegetación.
Me giré y eché a correr. Me sentía un poco insegura, con los ojos llenos de lágrimas, pero conseguí abrir la puerta. Corrí por el pasillo que conocía, sin fijarme en los elaborados tapices ni en los ribetes dorados. Apenas vi a los guardias. No sabía orientarme por el castillo, pero sabía que, si bajaba las escaleras y tomaba la dirección correcta, encontraría las enormes puertas de vidrio que daban al jardín. Necesitaba abrir aquellas puertas.
Bajé corriendo la majestuosa escalera, apenas haciendo ruido al pisar el mármol con mis pies descalzos. Había más guardias por el camino, pero nadie me detuvo…, hasta que encontré lo que buscaba.
Al igual que antes, había dos hombres montando guardia a los lados de las puertas, y, cuando intenté correr hacia ellos, uno se interpuso en mi camino, bloqueándome el paso hacia la salida con su vara a modo de lanza.
—Perdone, señorita, pero tiene que volver a su habitación —dijo, con autoridad. Aunque no hablaba alto, daba la impresión de que su voz retumbaba en el silencio del elegante vestíbulo.
—No…, no. Necesito… salir —se me trababa la lengua; me costaba respirar.
—Señorita, debe volver a su habitación ahora mismo.
Se acercó el segundo guardia, con paso decidido.
—Por favor —pedí, jadeando. Tenía la sensación de que me iba a desmayar.
—Lo siento… Lady America, ¿verdad? —respondió, observando mi broche—. Tiene que volver a su habitación.
—Yo… no puedo respirar —balbucí, cayendo entre los brazos del guardia, que se me echaba encima para apartarme. Su bastón cayó el suelo. Me agarré a él casi sin fuerzas, mareada del esfuerzo.
—¡Soltadla!
Aquella era una voz nueva, joven pero autoritaria. Me giré, o más bien se me cayó la cabeza hacia un lado, y lo vi. Ahí estaba el príncipe Maxon. Tenía un aspecto algo raro, visto desde aquel ángulo en que me colgaba la cabeza, pero reconocí su pelo y la rigidez de su postura.
—Se ha desplomado, alteza. Quería salir —se excusó el primer guardia, azorado. Se metería en graves problemas si me hacía algún daño. Ahora yo era propiedad de Illéa.
—Abrid las puertas.
—Pero…, alteza…
—Abrid las puertas y dejadla salir. ¡Ya!
—Enseguida, alteza —el primer guardia se puso manos a la obra, sacando una llave.
Con la cabeza aún en aquella extraña postura, oí el ruido de las llaves entrechocando y luego una que se introducía en la cerradura. El príncipe me observó con preocupación mientras intentaba mantenerme en pie. Y luego me llegó el dulce olor del aire fresco, que me dio toda la energía que necesitaba. Me liberé de los brazos del guardia y corrí al jardín como si estuviera ebria.
Me tambaleaba un poco, pero no me importaba si mi aspecto no era de lo más elegante.
Necesitaba respirar el aire libre. Noté su calidez sobre la piel, la hierba bajo los pies. De algún modo, incluso las cosas de la naturaleza parecían más lujosas en aquel lugar. Quería llegar hasta los árboles, pero las piernas no me llevaron tan lejos. Me vine abajo frente a un banquito de piedra y me quedé allí sentada, con mi bonita bata verde tirada por el suelo y la cabeza apoyada sobre los brazos, en el asiento.
No tenía fuerzas ni para llorar, así que las lágrimas que brotaron lo hicieron en silencio. Aun así, me hicieron reaccionar. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo había permitido que sucediera aquello? ¿Qué sería de mí en aquel lugar? ¿Podría volver algún día a la vida que tenía antes? No lo sabía. Y nada de aquello dependía de mí ni en lo más mínimo.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que no me di cuenta de que no me encontraba sola hasta que el príncipe Maxon habló.
—¿Estás bien, querida?
—Yo no soy «tu querida» —dije, mirándole fijamente. Mi mirada de asco no dejaba lugar a dudas.
—¿Qué he hecho para ofenderte? ¿No te he dado todo lo que has pedido? —preguntó, realmente confundido por mi respuesta. Supongo que esperaba que todas le adoráramos y diéramos gracias por su existencia.
Le miré sin ningún miedo, aunque estoy segura de que el efecto quedó algo matizado por mis mejillas surcadas de lágrimas.
—Deja de llorar, querida. ¿Quieres? —preguntó, aparentemente preocupado.
—¡No me llames eso! No me quieres más de lo que puedes querer a las otras treinta y cuatro extrañas que tienes aquí, encerradas en tu jaula.
Se acercó más. No parecía en absoluto ofendido por mi verborrea descontrolada. Al parecer solo estaba… meditando. Tenía una expresión interesante en la cara.
Caminaba con gran elegancia para ser un chico, y se le veía sorprendentemente cómodo mientras me rodeaba. Mi demostración de coraje se vino un poco abajo ante lo extraño de la situación. Él iba vestido con un elegante traje, perfecto, y yo estaba encogida y medio desnuda. Y si su rango no era suficiente amenaza, su actitud sí lo era. Debía de tener una gran experiencia en el trato con gente infeliz; su respuesta fue excepcionalmente serena.
—Ese planteamiento es injusto. Todas sois importantes para mí. Solo se trata de dirimir a cuál podré llegar a querer más.
—¿De verdad has dicho «dirimir»?
Chasqueó la lengua.
—Me temo que sí. Perdóname. Es producto de mi educación.
—Educación —murmuré, levantando los ojos al cielo—. Ridículo.