—¿El Espíritu Santo?
—Sí, ya sabes: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo… Tiene que haber una víctima para él. Y después, ¿quién sabe? Podrían empezar con el Ave María.
Tamher se sentó al escritorio con cara de preocupación. Dial podía ver que algo lo perturbaba, así que apartó las fotos y esperó a que Tamher rompiera el silencio. Era una táctica que funcionaba, tanto con los criminales como con los policías.
—¿Por qué vinieron hasta aquí? Somos una nación musulmana, no cristiana. ¿Cómo encajamos en todo esto?
—Ni idea —admitió Dial—, pero pensándolo bien, quizá los asesinos querían descanso y diversión después de dejar el cadáver. He viajado por todo el mundo, por todos los continentes del planeta, pero nunca había visto un país como éste. Libia es realmente bellísimo.
Tamher se iluminó de orgullo, que era lo que Dial esperaba. Sabía cuán importante era tenerlo de su lado. Sin él, su acceso al escenario del crimen desaparecía.
—Por desgracia, es demasiado pronto para calificar estos asesinatos de «asesinatos cristianos». Me gustaría que no fuera así, pero es lo que hay. El hecho es que Narayan no era cristiano sino hindú, así que podría ser que no se tratara de religión.
—En realidad crees que sí se trata de eso, ¿no?
—La verdad es que no. Pero tampoco sé muy bien qué creer.
Para Dial, lo único en común entre los asesinatos era cómo los habían matado. Habían sido secuestrados, llevados a un lugar específico y luego crucificados como Jesucristo. Pero ¿por qué? ¿Qué intentaban decir los asesinos? ¿Qué tenían en común los dos hombres?
No mucho, según la Interpol.
Jansen era un católico devoto que había crecido en Finlandia como un niño normal de una familia de clase media. Lleva ba una vida sana —sin drogas, aventuras sexuales ni problemas legales— y a una edad muy temprana ya supo que quería ser sacerdote. Dial todavía estaba esperando más datos del cardenal Rose, pero según los informes preliminares, todo el mundo tenía buena opinión de él.
No podía decirse lo mismo de Narayan, que había pasado media vida en los bares y la otra media en la cama. Era uno de los varios príncipes de Nepal, un país que ya había cubierto su cupo de tragedias reales en los últimos años, la más famosa de las cuales había sucedido en julio de 2001, cuando el príncipe Dipendra, heredero al trono, había sacado un M16 y una Uzi durante una fiesta familiar y había matado al rey, a la reina y a la princesa.
Dial meneaba la cabeza mientras comparaba a ambas víctimas. ¿Qué tenían en común aquellos tipos? Religiones distintas, patrias distintas, distintos estilos de vida. Su única conexión era que eran varones, y que habían muerto de la misma manera, torturados y clavados a una cruz.
Crucificados como Jesucristo.
A
l decir que eran amigos de la víctima, a Payne y a Jones los dejaron entrar de inmediato en Il Pozo di San Patrizio. Para garantizar su cooperación, se les asignó un joven alguacil, que bajó con ellos los doscientos cuarenta y ocho escalones hasta el fondo del pozo, una edificación del siglo dieciséis llamada así por su supuesto parecido con la cueva irlandesa donde san Patricio solía rezar.
Al principio del descenso, Payne se quedó atrás, intentando adivinar cómo lo habían construido. Dos puertas diametralmente opuestas conducían a escaleras separadas, que se iban superponiendo la una sobre la otra, evitando que los que bajaban se toparan con los que subían. La idea original fue concebida por Leonardo da Vinci, que había diseñado las escaleras de un prostíbulo italiano de tal modo que sus mecenas pudieran entrar y salir de él sin ser vistos, conservando así el anonimato. Los clientes quedaron tan satisfechos que se corrió el rumor sobre las escaleras, y el diseño fue incorporado a varias edificaciones nuevas, incluido aquel pozo. Otro toque de genialidad era el modo en que el arquitecto aprovechaba la luz natural. Las escaleras estaban iluminadas por una serie de setenta ventanas en espiral, talladas a mano, que permitían que la luz del sol pasara a través de las aberturas del techo y se filtrara a la circunferencia exterior. De este modo, los viajeros tenían luz más que suficiente para recoger agua una vez abajo.
—¿Jon? —llamó Jones desde abajo—. ¿Vienes?
Payne apuró el paso hasta encontrarse con Jones a la vuelta de la siguiente curva de la escalera.
—Nuestro escolta estaba preocupado por ti. Barnes murió aquí hace una hora, y los policías no quieren un bis de la función.
—No los culpo. Limpiar este lugar tiene que ser una putada.
—Y además es un monumento histórico. El policía me ha dicho que, cuando el papa Clemente VII se escondía en Orvieto, temía que sus enemigos le cortaran el suministro de agua. Así que, para evitarlo, ordenó que construyeran este pozo. En total, mide trece metros de ancho por sesenta de profundidad.
—¡Joder! El papa debía de estar sediento.
—No era sólo para él. ¿Ves qué anchos son los escalones? Es para que los animales de carga pudieran bajar la pendiente sin caerse. De hecho, les permitían beber directamente de la fuente.
Payne hizo una mueca de disgusto.
—Eso es bastante asqueroso. Ya veo por qué Barnes tenía problemas intestinales.
—Por suerte, el pueblo ya no depende del pozo. Si no, seguro que el agua iba a saber muy mal durante varias semanas.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
En vez de contestarle, Jones señaló la truculenta imagen iluminada por la luz del sol. Donald Barnes yacía boca abajo en mitad del lago: su ancho cuerpo había roto en dos el puente de madera que conectaba ambas escaleras, y los miembros de la policía local lo empujaban y apartaban buscando pruebas, mientras la sangre que chorreaba de sus tripas caía al agua y la iba volviendo de color púrpura.
El policía a cargo de la investigación los vio acercarse y trató de evitar que vieran a Barnes desparramado sobre su propia sangre. Por desgracia, no fue lo bastante rápido.
—Lo siento —dijo en inglés muy correcto—, sé que es difícil para ustedes.
Payne y Jones asintieron, sin saber qué decir.
El detective sacó un cuaderno y un bolígrafo.
—Hemos oído que se llamaba Donald.
—Sí —dijo Payne—. Donald Barnes. Era americano.
—Como ustedes —dijo el policía, sin levantar la vista de sus notas. Les tomó los nombres y direcciones y luego preguntó—: ¿Eran amigos del fallecido desde hace mucho?
—La verdad es que no. Lo hemos conocido hoy en el funeral. —Payne estudió al policía, esperando alguna reacción—. Se ofreció amablemente a ayudarnos. Nos dio direcciones, una lista de lugares para visitar y cosas así. También nos contó el accidente del helicóptero que mató a su colega el lunes.
El policía sólo movía la cabeza, sin reaccionar.
—¿Saben de dónde era, o dónde se alojaba?
Payne se encogió de hombros.
—Era del oeste de Estados Unidos, quizá de Nebraska. Al menos eso dice su camiseta. Y en cuanto al hotel, no lo sabemos. No lo tratamos el tiempo suficiente como para llegar a enterarnos.
Cuando Payne terminó de hablar, el joven oficial que los había conducido escaleras abajo se acercó al detective. Le susurró algunas frases en italiano y luego le enseñó una llave que llevaba el monograma GHR. El detective sonrió ante el descubrimiento.
—Caballeros, ¿desean algo más?
—De hecho, sí. Tomamos algunas fotos con Donald frente a la catedral —mintió Jones—. ¿Sería posible llevarnos el carrete como recuerdo?
El detective echó un vistazo al cadáver y frunció el cejo.
—¿Una cámara? No encontramos ninguna cámara. No llevaba cartera, ni carrete, ni nada de valor… En mi opinión esto sólo ha sido un robo que salió mal.
Payne y Jones sabían que eso era una estupidez, pero no pensaban decírselo justamente a la policía. Sabían que, si lo hacían, lo único que iban a conseguir era que se entrometieran.
Por desgracia, la policía acabó entrometiéndose igualmente.
Cuando salieron del pozo, Jones rezongó:
—Eso no ha sido un robo. Ha sido un asesinato.
Payne se abrió paso a empujones entre el enjambre de mirones.
—¿Un asesinato? ¿De dónde sacas eso?
—Demasiada coincidencia como para que sea otra cosa. Esta ciudad no ha visto violencia durante años, y ahora, de pronto, hay tres muertes en dos días. Además, la última víctima resulta ser alguien que tomó fotos del sitio del accidente de helicóptero. ¡Vamos! ¿Qué otra cosa puede ser?
—A ver si lo entiendo. Empezamos con un caso y ahora tenemos tres: el doctor Boyd, el ocultamiento del lugar del accidente y Donald Barnes.
—Sí, eso lo resume bastante bien.
—¡Demonios! No somos muy buenos en esto que digamos.
Jones se rió.
—¿Se te ocurre por dónde empezar?
—Atengámonos a Boyd, ya que es el motivo por el que vinimos aquí. Vamos a asumir que era su camión el que estaba en el fondo del precipicio. Nadie lo ha reclamado, y además había un helicóptero de la policía revoloteándole por encima y rumores de robos de tumbas por la misma zona. Eso significa que, o bien murió en la explosión, o todavía está en Orvieto, o se ha ido a alguna otra parte.
—Tiene sentido.
—Y a menos que tuviera un cómplice, tuvo que robar un coche o pedir que alguien lo llevara.
—O usó el transporte público.
—Y como aquí no hay aeropuerto, lo más probable es que cogiera un autobús.
Payne miró a Jones y luego ambos miraron la fila de autobuses aparcados a un lado de la
piazza
. Segundos después se acercaban a la terminal, que estaba en el extremo norte de la plaza. Un autobús plateado estaba parado en la entrada, detenido por un viejo revisor que comprobaba los billetes con una mano mientras con la otra manoseaba disimuladamente el culo de las mujeres desprevenidas.
—Yo hablaré con el tipo del mostrador —dijo Jones— y le enseñaré la foto de Boyd. ¿Por qué no buscas tú un mapa, para que sepamos adonde vamos?
Payne miró alrededor del vestíbulo y vio un estante con folletos en una de las paredes. Guías de restaurantes, visitas a museos, listas de hoteles, la mayor parte de ellos escritos en inglés. Un folleto de La Badia, un complejo eclesiástico del siglo doce convertido en hotel, le llamó la atención. La mezcla de vigas de madera y paredes de piedra toba le hizo evocar tiempos antiguos, hasta que vio un televisor embutido en un pequeño nicho de piedra. Un verdadero asesinato del
feng shui
.
Payne devolvió el folleto a su sitio y cogió otro, del Grand Hotel Reale. No estaba tan bien restaurado como La Badia, pero parecía haber sido algo especial. Se maravilló con los hermosos frescos y los muebles antiguos del salón de entrada, y la gran fuente de mármol, tallada…
—Jon, ¿estás listo?
Payne se volvió hacia Jones, que estaba de pie, cerca de la entrada.
—Sí, voy en un segundo. Estaba… —Se detuvo a mitad de la frase, pensando en el pozo de San Patricio. No podía creer que le hubiese llevado tanto tiempo ensamblar las piezas.
—¿Estabas qué? —Jones se acercó a él—. El tipo del mostrador me ha dado bastante información y… ¿Estás bien? Pareces un poco perplejo.
—Para nada. De hecho, me siento más bien iluminado. —Payne le entregó el folleto del Grand Hotel Reale—. ¿Qué te parece?
Ahora era Jones quien estaba perplejo.
—¿Qué?
—El hotel. ¿Podría ser el hotel donde se alojaba Barnes?
Miró las páginas del folleto.
—No tengo idea, ¿por qué?
—¿Recuerdas el policía joven, en el pozo? ¿Qué encontró en el bolsillo de Barnes?
Jones repasó el incidente, intentando recordar.
—Una llave con sus iniciales, ¿no?
—Cerca, pero no has acertado. Tenía unas iniciales, aunque no eran las suyas. Ponía GHR.
—Sí, es cierto: GHR. Y ¿qué tiene que ver con…?
Entonces comprendió lo que Payne ya sabía. La llave no tenía las iniciales de Barnes porque no era suya. ¿Y dónde le dan llaves a un turista? En un hotel. ¿Y qué hotel en Orvieto tenía las iniciales GHR? El Grand Hotel Reale.
—¡Mierda! ¿Crees que los policías ya estarán allí?
—Probablemente no —aventuró Payne—. Perdieron a uno de sus oficiales el lunes, y el resto está en el pozo. No hay manera de que además estén ya allí.
—¿Entonces? —La picardía en los ojos de Jones le dio a entender lo que necesitaba saber. Iba a ir al hotel con Payne o sin él—. ¿Qué piensas?
Payne sonrió.
—Pienso que deberíamos ver cuánto tardas en forzar una cerradura italiana.
M
aría Pelati estaba desolada, era una arqueóloga llena de remordimientos. Estaba sentada junto al que posiblemente era el documento más importante jamás escrito, y lo único que quería era quemarlo. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Si era auténtico, le traería más fama y fortuna de la que había soñado nunca. Y, al mismo tiempo, sabía que nunca podría disfrutar de ello debido al sufrimiento que el pergamino iba a causar.
A causa de su descubrimiento, millones de cristianos dudarían de pronto de la existencia de Dios.
Tenía tantos pensamientos arremolinados en la mente que no sabía en cuáles concentrarse primero. El pergamino. Sus consecuencias. Sus propias creencias. Lo cierto era que necesitaba pensar sobre todo ello, pero antes tenía que hacerle una pregunta al doctor Boyd. Y la respuesta la ayudaría a determinar lo que haría después.
—Señor —dijo tranquilamente—, ¿está seguro de que el pergamino es auténtico?
El sonido de su voz sobresaltó a Boyd, que estaba abismado en sus pensamientos.
—Eso creo, sí. Todavía tengo que hacer algunas pruebas para estar seguro. Pero la magnificencia de las Catacumbas no dejaba lugar a dudas, era demasiado real como para que todo esto sea una artimaña.
—Y su traducción… ¿es exacta?
—Siempre existe la posibilidad de que haya malinterpretado una palabra o dos. Pero el mensaje fundamental sería el mismo. Tiberio escogió á dedo a Jesús como el Mesías judío, y lo hizo para el provecho financiero del imperio.
—Pero ¿cómo es posible? Es decir ¿cómo se puede crear un Mesías?
—Eso, querida, es un misterio que no está explicado en el pergamino.
Ella asintió, mientras por su mente pasaban miles de preguntas.
—¿Y usted? ¿Qué piensa usted? ¿Cree que todo esto es factible?
El se tomó un momento y buscó el coraje para responderle.