La señal de la cruz (40 page)

Read La señal de la cruz Online

Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
11.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cómo va el corazón, Franz?

—Va bien… ¿Cómo va la vejiga?

El viejo seguía alardeando. A Payne le caía cada vez mejor.

—Yo iré primero. No me siga, repito, no me siga hasta que haya llegado al vestíbulo. Si pasa algo, enciérrese en la armería. Tendrá más probabilidades de sobrevivir luchando contra el fuego que contra un montón de pistolas.

El viejo puso una mano sobre el hombro de Payne:

—Ve con cuidado.

Payne se precipitó hacia el vestíbulo sin correr, pero tratando de llegar hasta allí lo más rápido posible. La mochila con el equipo le colgaba del hombro derecho, y ocasionalmente chocaba contra la parte trasera de sus piernas mientras avanzaba. Se puso dos Lugers en las manos. Nunca las había usado en combate, aunque sí había disparado con ellas en el campo de tiro. No sabía cómo iba a hacer para que no se mojaran.

A medio camino, oyó pasos que venían detrás de él. Se apoyó en una rodilla y se dio la vuelta, listo para disparar, pero era una falsa alarma. Se trataba de Franz desobedeciendo sus órdenes. Payne le hizo señas con la mano para que regresara, pero él continuó hacia adelante como un toro.

—¿Qué está haciendo?

Franz se arrodilló al lado de Payne.

—Creía que ya habías llegado al vestíbulo.

Payne le miró a los ojos. Hablaba en serio.

—Es miope, ¿verdad?

—Sí, miope, hipermétrope, de todo. Soy viejo, hombre, ¿qué esperabas?

Las cosas se complicaban.

—No dispare a nada hasta que yo lo haga primero. ¿Ha entendido?

—Sí, sí —contestó en alemán mientras fingía saludar a Payne e iba mascullando unas cuantas palabras en ese idioma.

Payne se dirigió de nuevo hacia el vestíbulo, seguido por su sombra geriátrica. Cuando estaban llegando, oyeron unos pasos que subían y la voz de María como un murmullo. Diez minutos antes hubiera sido un sonido grato, ahora Payne no sabía qué pensar después de la información que les había dado el Pentágono. ¿Estaba hablando María con Jones o con el enemigo? ¿Había sido ella quien había llamado a los soldados, o tenía a alguien en los Archivos para que les avisase? Payne estaba convencido de que en los próximos segundos todo se iba a aclarar.

Le hizo señales a Franz para que se pusiera detrás de él, luego se agachó junto a la pared de la derecha, lo que le daba una oportunidad de disparar al adversario sin ofrecer a su vez un gran blanco. Permaneció así cuarenta segundos, tratando de escuchar lo que ella decía. Pero el sonido de su voz había cesado. O había dado la vuelta e iba en dirección opuesta, o estaban haciendo lo mismo que Payne: sentarse y esperar. Payne dedujo que hacían lo segundo. El humo se volvía más espeso, de manera que no era lógico internarse más en el edificio. El riesgo era demasiado alto.

En realidad, Payne se hubiera quedado sentado allí toda la noche o al menos hasta que sintiera las llamas, porque sabía que la paciencia era su mejor amiga. De todas maneras, su tiempo muerto terminó en seguida, en cuanto vio la punta de un cuchillo deslizarse en el vestíbulo, junto a la base del arco. El cuchillo se inclinaba hacia atrás y hacia delante y de inmediato supo lo que ocurría. Jones estaba tratando de ver quién estaba en el pasillo utilizando el reflejo del acero inoxidable. Payne gritó:

—¡Tira la cuchilla, soldado!

Jones tardó un instante antes de contestar:

—Ven y haz que la tire.

Payne sonrió, después miró hacia atrás, en dirección a Franz.

—Es de los nuestros. No dispares.

Una vez más, Franz masculló en alemán. Eran las mismas palabras de antes.

La primera persona que vieron en el pasillo fue Jones, seguido de Ulster, María y Boyd, que llevaba una mochila colgada. Ahora que todos estaban juntos, Payne se tranquilizó; ya no tendría que subir a buscarlos en una misión de rescate. El fuego comenzaba a llegar a los tableros, así como a las alfombras, las pinturas y el resto de objetos. Esperaba con ansia que los aspersores estuvieran funcionando en cada piso, de otro modo los archivos se iban a convertir en una fogata.

Payne le entregó su mochila a Boyd y le dijo que comenzara a cargar las armas con las municiones. Mientras tanto, María se limitó a quedarse allí quieta, mirando, sin saber bien qué hacer. Payne no sabía si era porque no sabía cómo ayudar o porque no quería hacerlo, pero su inactividad hizo que él tuviera un aparte con Jones:

—¿Le has comentado el asunto?

Negó con la cabeza.

—He estado un poco ocupado.

—¿Crees que deberíamos darle una pistola?

Jones miró a María por encima del hombro de Payne. Le sonrió de una manera dulce. El no le devolvió la sonrisa:

—Tal vez un rifle. Una arma así será más difícil que pueda usarla contra nosotros.

—Está bien, pero la estaré vigilando. Un paso en falso y la mato.

Jones asintió:

—Pero dispara a herir, no a matar. Podría tener información útil.

La respuesta no sorprendió a Payne. Durante años, habían oído demasiadas historias horribles sobre soldados asesinados por sospechas de sus compañeros. Por eso Payne se ofreció como ejecutor en lugar de Jones, para sentirse a salvo. Y para evitar que las hormonas de Jones le nublasen el juicio.

—Cambiando de tema, ¿a qué nos enfrentamos?

—Hay un grupo de cuatro hombres ahí enfrente; van de camuflaje. No hay guardias a la vista. La montaña que tenemos a nuestras espaldas nos tiene atrapados. También el perímetro de la valla… Tú y yo podríamos escapar. Ellos no.

Payne miró a su grupo. Un oxidado agente de la CIA, una posible traidora, un austríaco con temple y un gordo con barba. Sin mencionar que llevaban armas fabricadas para la segunda guerra mundial.

Teniendo todo eso en cuenta, calibró las posibilidades.

56

L
as chinchetas estaban cabreando a Nick Dial. Se suponía que eran para ayudarle a concentrarse, debían servirle para señalar los secuestros, las crucifixiones y los lugares de nacimiento de las víctimas, pero estaban teniendo el efecto contrario. Una aquí, otra allá. No podía establecer ningún vínculo ni entrever ninguna causa. Solo veía puntos dispersos en un mapa.

Pero Dial sabía que eso no podía ser. Tenía que haber un patrón, un patrón lógico. Sin embargo, las únicas conexiones que había podido encontrar entre las víctimas eran su edad y su sexo: dos rasgos que compartían con Cristo, que también murió a los treinta y pocos. Dial no estaba seguro de si eso era una coincidencia o no, pero llegados a ese punto no iba a descartar nada.
Encuentra el patrón para encontrar al asesino
. Así es como se supone que suele ser. Pero ¿tres víctimas asesinadas por tres equipos diferentes de forma idéntica? Ese era un caso único.

Frustrado, Dial quitó las chinchetas blancas, las que representaban los lugares de nacimiento de las víctimas y las dejó a un lado. Pensó que Erik Jansen no residía en Finlandia desde hacía años, y que Orlando Pope se había mudado de Brasil cuando era sólo un niño, de manera que había escasas probabilidades de que sus lugares de nacimiento tuvieran algo que ver.

Después examinó las chinchetas azules, que representaban los puntos donde se había secuestrado a las víctimas. Uno era un apartamento en Roma, otro un club de sexo en Tailandia, y el último, un lujoso ático en Nueva York. Dos de las tres eran las casas de las víctimas, aunque eso no bastaba para establecer un patrón. Para ello, necesitaba algo más consistente, algo fijo. Tenía que encontrar una regla. Una regla estable. La estudiaría, la descifraría y le llevaría directo al asesino.

Pero en aquel caso sólo tenía un 66 por ciento, ¿qué podía hacer con eso? Era un dato que no merecía la pena ser tenido en cuenta, así que retiró también las chinchetas azules.

Eso le dejaba sólo las chinchetas rojas, que representaban los escenarios del crimen. Una en Dinamarca, una en Libia y otra en América. Tres víctimas dispersas por el globo. Ninguno de los asesinatos había sido ejecutado en el mismo continente, aún menos en el mismo país, ¿cómo podía haber un vínculo entre ellos? Pero se resistía a abandonar. Tenía que haber una conexión, tal vez algo tan pequeño que lo hubiese pasado por alto cien veces. Sólo debía tener paciencia para encontrarlo.

—Date tiempo —masculló—. Sólo necesitas tiempo.

Dial suspiró y miró fuera a través de la ventana. La gente, con pantalones cortos y deportivas, paseaban a ritmo tranquilo. Hacía tanto tiempo que Dial no tenía vacaciones que hasta había olvidado lo que se sentía. Despertar sintiéndose relajado, desayunar leyendo el periódico en vez de un informe del forense, pasar el día en la playa o en un museo o en una atracción turística. Algún sitio como Disneylandia. O el Gran Cañón. O la Torre Eiffel. O un castillo famoso. O un arco histórico. O un estadio legendario. Un lugar de visita obligada, adonde va mucha gente, adonde van miles y miles de personas. Todos los días, Cada año. Garantizado…

¡Mierda! Era eso. El público podía ser el hilo. Los asesinos querían público. Gran cantidad de público. Masas de público. Pero ¿por qué? ¿Para qué necesitan público? Gente. Los asesinos necesitaban gente. La atención de la gente. De todas las razas. Y religiones.

¡Dios mío! Por eso las víctimas eran tan diferentes. Los asesinados representaban diferentes tipos de gente.

Dial corrió hacia su tablero, las teorías volaban en su mente. Jansen. Un sacerdote. Crucificado. En Dinamarca.
En el nombre del padre
. Era el comienzo de una oración. Pero ¿qué significaba?

Siguiente caso. Narayan. Un príncipe famoso. El hijo de un rey. Crucificado. En Libia.
Del hijo
. La segunda parte de la oración. Jodida oración.

Primero un sacerdote, después un príncipe. El Padre, luego el Hijo.

Sigamos. Pope. El Santo Crucificado. En Boston. La tercera parte de la oración. Sumemos. Sumemos.

Un sacerdote, un príncipe y un Pope. En el nombre del padre, del hijo y del santo.

¿Qué significaba eso? ¿Qué significaba el mensaje? ¿Qué es lo que estaban diciendo?

Un sacerdote = un padre.

Un príncipe = un hijo.

Orlando Pope = un bateador. No, sólo santo. El Pope = El Santo bateador.

El Padre, Hijo, y Santo… ¡mierda! ¿Qué faltaba? ¡El puñetero espíritu
7
es el que faltaba!

¿Dónde estaba el espíritu? ¿Dónde estaba el puñetero espíritu?

¡Un momento! Ese aún falta. El cuarto asesinato aún no se había producido. ¿Dónde ocurrirá? En un lugar turístico. Tiene que ser un lugar turístico. Pero ¿dónde? ¡Piensa, Nick, piensa!

El patrón. Sigue el patrón.
Encuentra el patrón para encontrar al asesino
. ¿Cuál es el patrón?

El espíritu. Encuentra el espíritu para encontrar al asesino. Espera, ¿quién demonios es el espíritu? No conocía a ningún maldito espíritu. ¿Cómo podía encontrar el espíritu? ¡Eso era ridículo! Necesitaba encontrar el sitio. Llegar antes que los asesinos. No te preocupes por el espíritu. Encuentra el sitio.

Dial miró el mapa frenéticamente, buscando el lugar. «Gente», masculló. «Millones de personas. ¿Adonde irá la gente este fin de semana?». Revisó mentalmente docenas de eventos. «¡Piensa! ¿Dónde hay mucha gente? ¿Cuál es el patrón? ¿Cuál es el maldito patrón?».

Dinamarca. Puso el dedo sobre la chincheta roja en Helsingor.

Libia. Desplazó el dedo hacia el sur sobre la chincheta en Trípoli.

América. Recorrió con el dedo el Atlántico y se detuvo en Boston.

Sostuvo la cuarta chincheta en la mano, sin estar seguro de dónde ponerla.

—¡Demonios! —maldijo mientras golpeaba la pared con el puño presa de la frustración. Sabía que estaba cerca. Sabía que estaba a punto de resolver el caso. Lo único que le faltaba era completar el patrón y el juego se acabaría. «Piensa, Nick, piensa. ¿Dónde será el próximo golpe?».

Agitado, Dial se dio un masaje en las sienes tratando de echar fuera el estrés que se había apoderado de él. Era un gesto simple, que solía hacer siempre, pero la manera en que dirigió la mano hacia su rostro de forma mecánica, casi sin pensar, le recordó un gesto muy común, uno que todos los cristianos hacen y conocen.

«EN EL NOMBRE DEL PADRE»,
SU
mano se dirigía a su frente
.

«DEL Hijo»,
la mano iba hacia el corazón
.

«Y DEL ESPÍRITU»,
la mano iba hacia la izquierda
.

«SANTO».
La mano va hacia la derecha
.

Dial miró el mapa y de repente se dio cuenta de que Dinamarca estaba muy arriba. Como lo estaba el Padre. Como lo estaba su frente, que era el inicio de la oración.

El siguiente paso era Libia. Muy abajo. Como sucedía en la plegaria. Ese era el Hijo.

El tercero Boston. A la izquierda. Según el patrón, era el Santo.

¿Dónde quedaba el Espíritu? A la derecha. En algún lugar de la derecha. Pero ¿dónde?

En un arrebato de energía, buscó un lápiz y una regla. Tres segundos más tarde apoyó la regla entre la chincheta de Dinamarca y la de Libia. Estaba a punto de dibujar una línea entre ambas cuando se dio cuenta de que ya existía una. La puñetera línea ya existía.

Ligeramente, muy ligeramente, pero la vio: una delgada línea azul que cruzaba el mapa de arriba abajo, una línea que se curvaba ligeramente, un camino que transcurría justo a la derecha de Helsingor y Trípoli. Mirando más de cerca, se dio cuenta de que la longitud era 15° Este, lo que significaba que las dos ciudades de su lista se encontraban directamente alineadas sobre los 12° Este.

Alejadas por miles de kilómetros pero unidas por una línea recta.

Después dirigió su atención hacia Boston, trataba de permanecer tranquilo, de mantener la concentración a pesar de que sabía que había resuelto el enigma. Colocó la regla bajo la chincheta y movió el lápiz de izquierda a derecha, 5º por debajo de la línea de los 45° Norte, cerca de los 40°.

Atravesó el Atlántico, avanzó sobre Francia, Italia y Bosnia y luego China y Japón antes de llegar al Pacífico. A continuación deslizó el dedo de izquierda a derecha, buscando las ciudades más importantes que quedaran sobre esa línea, algo que le llamara la atención.

Nada en Francia. Ni en Italia. Ni en las tierras que la guerra había destruido en Europa del Este. Pero más allá del desierto de Gobi, justo antes de llegar al mar del Japón y a las tibias aguas del Pacífico, encontró lo que estaba buscando. El lugar perfecto. El único que seguía el patrón. Una ciudad situada directamente al este de Boston. Extremo oriente de Boston en línea recta. Muy cerca de los 40°.

Other books

Women of Valor by Hampton, Ellen
The manitou by Graham Masterton
Can I See You Again? by Allison Morgan
The Secret Keeper by Dorien Grey
Soldier of Finance by Jeff Rose