El lugar estaba ubicado en el interior de China, la ciudad más poblada del mundo. Una nación donde miles de millones de personas miraban de repente hacia el Oeste en busca de ligiones organizadas. Un lugar donde los asesinos iban a log la mayor rentabilidad, un lugar mejor que cualquier otro lugar del mundo.
El espíritu morirá en Pekín.
I
ba a ser algo especial. No sólo porque ocurriría en un lugar lejano, sino porque era la clave final de un inmenso rompecabezas que iba a reescribir la historia de la religión. Sería el lugar donde se revelaría el gran secreto al mundo.
Donde se completaría la señal de la cruz.
La Ciudad Prohibida, llamada Gu Gong en chino, fue durante varios siglos la sede del palacio imperial, y los ciudadanos ordinarios tuvieron la entrada prohibida hasta 1911. Protegida por un foso de seis metros de profundidad y una muralla de más de treinta metros de altura, la ciudad rectangular está compuesta por 9.999 edificios sobre un terreno de 74 hectáreas. Se dice que un millón de obreros trabajaron en el proyecto. La mayoría de las enormes piedras que la componen fueron extraídas de Fangshan, un suburbio de la zona, durante los meses de invierno, bajo gigantescas capas de hielo. Para lograr que el proyecto pudiera seguir adelante, los chinos construyeron un pozo cada cincuenta metros para así asegurarse el suministro de agua si los caminos se congelaban.
Actualmente, Gu Gong es uno de los destinos más populares de Asia y atrae a millones de visitantes cada año, gente de todas las edades, razas y culturas. Gente con cámaras de fotos y blocs de dibujo. Gente como Tank Harper. Aunque, a diferencia de los demás turistas, las fotografías que él ha tomado durante los últimos días no tenían como tema las pinturas ni los monumentos. Servían más bien para ilustrar las posiciones del ejército y los puntos débiles de las macizas puertas. Porque al contrario de los grupos organizados entre los que se camuflaba, a Harper le importaba un bledo China o su puta cultura comunista.
¿Por qué? Porque Harper no era un turista. Era un ejecutor.
Había sido contactado hacía ya un mes por un hombre llamado Manzak, que había oído de sus hazañas como mercenario en Asia. Una conversación dio paso a otra y, poco después, Manzak le ofreció un trabajo. Un gran trabajo. Uno que le permitiría jubilarse.
Después de escuchar los términos, a Harper se le pidió que eligiera a tres hombres con los que ya hubiese trabajado antes, tres hombres con los que ir a la guerra. Manzak apuntó sus nombres y comprobó los antecedentes de cada uno. Eran unos asesinos natos, la hez del universo, el tipo de hombre que espantaría al mismo Satanás.
Eran perfectos.
Manzak insistió para que los cuatro hombres se reunieran en seguida. En un lugar lejano, un lugar privado. No importaba dónde, sólo dijo: «Tú escoge el lugar y yo te veré allí. Sea donde sea».
Harper quería ver si Manzak era tan bueno como decía, así que decidió ponerlo a prueba. Eligió un bar en Shangai, cerca el río Huangpu, un lugar que sólo conocían los de la zona. Era imposible que Manzak lo encontrase. Y menos en sólo cuarenta y ocho horas. Imposible.
Cuando Harper llegó, Manzak le estaba esperando en el bar. No sonreía ni presumía. Ni siquiera estaba bebiendo. Sólo estaba allí sentado, callado, como diciendo: «Nunca vuelvas a dudar de mí». Como se había fijado, esa misma noche Harper y el resto acordaron los términos.
Las reglas de Manzak eran simples. Dieciséis hombres habían sido elegidos para llevar a cabo cuatro crucifixiones. Cuatro hombres para cada una de ellas.
—Nunca hablen sobre su misión en público, no se separen por nada. Si un miembro del equipo es atrapado o asesinado, su equipo quedará descalificado. Lo mismo si alguien habla o se marcha. Los asesinatos serán como he indicado. Los cuerpos deberán dejarse como lo indique el plan. No traten de improvisar. Hay una razón para todo, aunque ustedes no lo entiendan.
Al acabar la semana, todos debían reunirse cerca de Roma, donde los supervivientes se repartirían dieciséis millones de dólares. En otras palabras, si su equipo no la cagaba, Harper recibiría un millón fresquito. Y si los otros equipos la cagaban, podía ser que se llevara a casa cuatro millones.
No era una mala paga por algo en lo que él, además, iba a disfrutar.
Paul Adams nació en Sydney, Australia, era el único hijo de dos misioneros que se habían pasado la vida tratando de hacer del mundo un lugar mejor para vivir. Tanto si se trataba de llevar comida a la India o vacunas a África, su única meta era ayudar a aquellos menos afortunados que ellos.
Curiosamente, Paul Adams, incluso de pequeño, disfrutaba de su estilo de vida casi más que sus padres. Donde la mayoría de niños se hubieran derrumbado ante las severas condiciones que le rodeaban, Adams se sentía a gusto. No le importaba el calor ni los bichos ni la falta de bienestar material, porque ésa era la única vida que conocía. ¿Por qué iba a perder tiempo mirando la tele cuando podía estar ayudando a su prójimo? Eso era lo realmente importante.
Cuando cumplió los veinte, supo que había llegado el momento de dejar a sus padres y comenzar su propio ministerio. No porque no los quisiera o por la vida que llevaban, sino porque sabía que solo podía hacer más. Y todos los que estaban a su alrededor también lo sabían. Había una energía en Adams, una gloriosa mezcla de compasión y carisma que atraía a la gente, una fuerza que hacía que la gente lo siguiera y trabajara para él sin importar adonde los llevara.
En su nativa Australia, los aborígenes lo llamaban «El es píritu de oro». Decían que era uno de esos regalos que los dioses conceden a los hombres cada cien años o más. Para su cultura, ése era el atributo más grande que una persona podía poseer, una cualidad que sólo los aborígenes más viejos podían atribuirse en su calidad de miembros más sabios de su tribu, y por tanto, más cercanos a Dios. Según ellos, Paul Adams era un hombre que poseía el espíritu.
Alguien que podía cambiar el mundo. El elegido de aquel siglo.
La prensa parecía estar de acuerdo. La revista
Time
lo calificaba como «La Madre Teresa del Nuevo Milenio», mientras que
Newsweek
lo apodaba «San Sydney». Era joven, carismático y amado en todo el mundo. Ésa era la causa principal por la que había sido elegido para morir.
El sol aún iba a tardar horas en salir, dándoles a Tank Harper y a sus hombres suficiente tiempo para trabajar.
Habían capturado a Paul Adams dos días antes; lo cogieron en Morayfield, Australia, mientras iba de camino a Brisbane. Lo hicieron de una manera tan impecable que parecía como si Adams hubiese sido arrancado de la faz de la tierra por la mano derecha de Dios.
Sin testigos. Sin pistas. Sin problemas.
Un día después se encontraban en Pekín repasando los planes por última vez. Por sus investigaciones previas sabían que no podían entrar a la Ciudad Prohibida sin ser vistos. Estaba rodeada por su muralla protectora y sus considerables paredes podían saltarse con un equipo ligero pero no cargando una cruz de doscientos kilos y una víctima de ochenta. Eso significaba que su equipo tenía que ingeniárselas para encontrar otra manera de entrar. Y tenía que ser algo que los chinos jamás hubiesen podido imaginar.
Harper consideró unas cuantas posibilidades, desde un sistema de poleas para izar la cruz sobre la muralla hasta un caballo de Troya gigante. Nada lo convencía, hasta que oyó un antiguo proverbio chino sobre los tesoros que caían desde el cielo. En ese momento, Harper se dio cuenta de que estaba enfocan» mal el problema.
¿Por qué subir cuando era más fácil bajar?
M
IENTRAS el humo llenaba el vestíbulo y los aspersores los empapaban, Payne se dio cuenta de que faltaba algo: el sonido de la alarma contra incendios. La mayor parte de las veces, la secuencia es así: fuego, humo, alarma, y después aspersor. Pero allí no estaba funcionando de ese modo. Se preguntaba por qué se había alterado el orden y si era importante.
—La alarma debería sonar —le aseguró Ulster—. Tanto aquí como en la estación de bomberos de Biasca… Debe de haber un fallo.
Pero Payne lo dudaba:
—¿Hay algún interruptor manual?
Ulster asintió.
—Puede ser desactivado con la llave apropiada.
—¿Y quién tiene las llaves?
—Yo, Franz y todos los guardias.
Debieron de matar al guardia, le cogieron la llave y desconectaron el sistema antes de que pudiera alertar a la estación ele bomberos. Eso es lo que hubiera hecho Payne para impedir que vinieran.
—¿Dónde está el interruptor?
Ulster señaló el lado este de la casa.
—Hay un panel eléctrico en el pasillo trasero. Todo se controla desde allí.
—Entonces allí es adonde vamos.
Ulster miró a Payne como si estuviera loco. También lo hicieron Boyd, María y Franz. El calor empezaba a sentirse con más fuerza y el humo también. Aun así, Payne quería meterse más en el incendio. El único que entendía la jugada era Jones; habían estado unas cuantas veces en dificultades, e incluso en algunas más grandes. Sabía que en situaciones como ésa no había que dar ninguna ventaja. Eso significaba que tenían que ser más astutos que ellos. Tenían que hacer algo inesperado, o serían masacrados.
—Confiad en mí. Sé lo que me hago.
Todos asintieron con cierta indecisión.
—Petr, tú ve delante con D. J., luego el doc, usted Franz irá en medio, María, serás la quinta, seguida por mí. —Payne le dio un rifle—. Es más fácil apuntar con esto que con una Luger.
El miedo en sus ojos le decía a Payne que estaba preocupada. Si era por los soldados o por el fuego, Payne, no lo sabía. De hecho, estaba tentado de decirle que habían descubierto su conexión con Manzak sólo para aclararlo de una vez y así poder concentrarse exclusivamente en lo que estaba sucediendo allí en lugar de vigilarla. Por desgracia, si le decía lo que sabía, corría el riesgo de enfrentarse a un derrumbe emocional, que iba a ser más difícil de controlar que lo que les estaba esperando. Por eso decidió esperar. Después ya encontraría el momento de acorralarla. Si es que ambos sobrevivían.
Los aspersores echaban agua a través de las nubes de humo, creando una lluvia negra que enturbiaba su visión y les dificultaba la respiración. Trataron de compensarlo manteniéndose lo más cerca posible del suelo, pero eso retrasaba su avance mientras se movían hacia el centro del edificio.
Cuando se iban acercando al final del pasillo, Jones les hizo una señal de alto, después le indicó a Payne con la mano que fuera delante. Negándose a apartar los ojos de María, caminó de espaldas hacia Jones. Al llegar delante, se volvió hacia Ulster y le dijo:
—María se esta poniendo un poco nerviosa. Mira a ver si la puedes calmar. —Le cogió del brazo con énfasis—. Si ves que hace cualquier cosa irracional, dile que vas a inspeccionar su arma, y después niégate a devolvérsela. No quiero que se haga daño, ni ella ni a los demás.
Ulster asintió y se dirigió hacia María. Payne los miró durante unos segundos antes de volver su atención hacia Jones.
—¿Cómo quieres hacer esto?
—Tú delante, yo te sigo.
—Vale.
Payne dio un paso al frente y miró alrededor desde la esquina.
Según les había dicho Ulster, el panel de seguridad estaba al final del pasillo a mano izquierda, de manera que se quedó lo más pegado que pudo a la pared de la izquierda, esperando así ocultarse hasta que estuviera sobre ellos. Eso si es que allí había alguien. En realidad todo aquello era una suposición de Payne. Era posible que la alarma sólo hubiera fallado y que estuvieran arriesgando la vida por nada. Por otra parte, no tenían una alternativa mejor, porque Payne sabía que si salían por la puerta delantera iban a ser abatidos a tiros incluso antes de llegar a la mitad de la valla.
Al menos por allí había una oportunidad de salir con vida.
Tres pasos antes de la curva, Payne oyó dos voces poco claras. Se señaló las orejas con las dos Lugers advirtiéndole a Jones que había oído a dos hombres. Jones se deslizó al lado de Payne y agitó la pistola sin ruido cerca del suelo. Con eso le indicaba que dispararía bajo. Payne asintió mientras daban otro paso. Uno de los hombres hablaba italiano, mientras que el otro le contestaba en un dialecto alemán que mucha gente utilizaba en Suiza. Trabajaban en equipo, aunque se comunicaban en lenguajes diferentes. Payne esperaba que Jones entendiera algo de lo que estaban diciendo por si eso les daba alguna pista.
Aunque ya se ocuparían de eso más tarde. Ahora era el momento de liquidarlos.
Payne señaló su reloj, después vocalizó sin sonido:
—¡Tres… dos… uno… vamos!
Jones apareció agachado, mientras que Payne lo hizo de pie y pegado a la pared. Sus movimientos fueron tan rápidos que los soldados no tuvieron tiempo de reaccionar. Ambos llevaban uniforme militar y sendas máscaras de gas, lo que explicaba por qué las voces eran tan débiles. Sendos AK-47 colgaban de sus hombros.
En un ataque normal, Payne les hubiera ordenado que se rindieran antes de disparar. Pero aquí no. La primera bala de Payne atravesó el bíceps del italiano al mismo tiempo que Jones le disparaba otra en la pantorrilla, un disparo que le desgarró el músculo incrustándose en su otra pierna. Se cayó al suelo retorciéndose de dolor mientras la sangre brotaba en todas direcciones. El otro soldado, el suizo, se quedó allí pasmado, sin saber lo que había pasado, aunque estuviera viendo a Payne y a Jones al final del pasillo.