La habitación se sumió en el silencio mientras consideraban la teoría de Payne.
—Claro que la parte más difícil sería averiguar qué droga y en qué dosis se debía administrar. Además, tendrían que habérsela dado delante del público, lo que quizá podía tener su dificultad.
—No olvidemos —intervino Ulster— que los romanos tenían un gran conocimiento sobre fármacos, y que dominaban el arte de la pena capital. Llegaban a matar hasta a quinientos prisioneros en un día, de manera que conocían bien la forma de hacerlo. Lo único que habrían tenido que hacer era darle al prisionero una droga mientras estaba en la cruz para que cayera en un sueño parecido a un coma en cuestión de minutos.
—Pero —preguntó Jones— ¿cómo? ¿Acaso Jesús no estaba siempre rodeado de sus seguidores? Seguramente ellos se habrían opuesto si los romanos hubieran intentado dragarlo.
María sacudió la cabeza:
—Según la Biblia, a Jesús le dieron a beber vinagre de vino mientras estaba colgado en la cruz. Era una práctica muy común durante las crucifixiones y en la que ninguno de nosotros ha pensado.
Boyd añadió:
—Recuerdo haber leído algo sobre la mandragora, una planta que aún crece en Israel. Los romanos utilizaban su raíz como una anestesia primitiva.
—Por lo tanto —añadió Ulster—, la mandrágora explicaría la rapidez de la muerte de Cristo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Payne.
—Para decirlo rápido y fácil, la crucifixión era un largo proceso que duraba aproximadamente más de treinta y seis horas, y a veces hasta nueve o diez días. Por lo general, la víctima acababa muriendo de hambre o de exposición traumática, pero no desangrado. —Ulster hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras adecuadas—. En ocasiones, cuando los romanos querían acelerar el proceso, rompían las piernas de las víctimas con un martillo o con palos para que no pudieran apoyarse con los pies sobre el clavo, y esa tensión sobre sus brazos y pecho les impedía coger aire, con lo que en seguida se asfixiaban.
—Pero eso no lo hicieron con Cristo, ¿verdad? —preguntó Payne.
—No, no lo hicieron así —aseguró Boyd—. Esa es una cuestión que ha fastidiado a los historiadores durante siglos. La mayoría de las víctimas duran al menos treinta y seis horas, como Petr ha dicho, mientras que Cristo murió muy rápido, le bastaron unas pocas horas en la cruz. Recordad una cosa, Cristo fue crucificado junto a dos criminales, dos hombres a los que rompieron las piernas para acelerar su muerte. Y cuando los romanos se disponían a rompérselas también a Cristo, se dieron cuenta de que ya estaba muerto.
—Ningún hueso suyo será roto —susurró María citando las Escrituras—. La manera en que Cristo murió cumplió la profecía. Una profecía que los romanos ya debían de conocer.
Boyd asintió con la cabeza y dijo:
—Lo mismo que Longino, el centurión que le clavó a Cristo una lanza en el costado después de su muerte. Juan 19, 31 - 37 dice: «Mirarán al que traspasaron». Y, con el tiempo, los romanos miraron a Jesús como su Dios. Tal como Tiberio y su cómplice querían.
—¿Por curiosidad, que clase de pruebas tenemos de que lo drogaran? —preguntó Jones.
Boyd frunció el cejo:
—Un panel del arco muestra a Jesús bebiendo. No le di demasiada importancia en ese momento porque era demasiado irrelevante como para memorizarlo. Ahora que lo pienso, no puedo recordar haber visto ese suceso grabado en piedra antes.
—Yo tampoco —dijo Ulster—. ¿Y tú, María?
—Tampoco.
Pero después de un momento de silencio, la muchacha los sorprendió a todos exclamando:
—¡Un momento! ¡El arco! Acabo de recordar algo sobre el arco. —Se puso en pie y fue corriendo hacia la puerta—. Que nadie se mueva. Tengo que comprobar una cosa. En seguida vuelvo.
Los cuatro asintieron al unísono, medio temerosos de desobedecer su orden. Al menos durante los primeros segundos. Después de eso, la curiosidad de Payne pudo más. Tenía el presentimiento de que María estaba a punto de descubrir algo grande y él quería estar presente cuando lo hiciera.
—Joder, D. J., ¿has visto la hora? ¡Nos estamos perdiendo mi programa favorito! —Cogió la foto de los caballos de Lipizzaner y se apresuró hacia el vestíbulo—. ¡Espera, Oprah! ¡Ya voy!
Jones se mordió el labio inferior para evitar reírse.
—Disculpad lo que acabáis de presenciar. Jon está en un momento delicado de su vida y mi hermana de ébano está enseñándole cómo superarlo.
Payne y Jones bajaron apresurados la escalera de madera y encontraron a María sentada en la oficina de Ulster, buscando detenidamente una nueva prueba sobre la crucifixión en su cinta de vídeo.
María les dijo:
—Debéis de pensar que estoy loca, por haber salido corriendo como lo he hecho. Toda esa charla sobre el arco me ha hecho caer en una cosa. Creo que hay una pista en una de las esculturas.
Jones levantó una ceja:
—¿Qué tipo de pista? Yo, francamente, no lo había pensado, pero cuando Petr ha empezado a hablar del uso de la mandrágora como una droga de los antiguos romanos, me ha abierto los ojos a varias posibilidades.
—Un segundo —pidió Payne—. ¿Qué es eso de la mandrágora? ¿Un veneno exótico o algo así?
—No precisamente —contestó Boyd mientras entraba en la oficina. Ulster entró unos cuantos segundos después, con las mejillas rojas, como si hubiera hecho ejercicio—. La mandrágora es una planta con una raíz parecida al cuerpo de un humano. Por esa semejanza, algunas culturas primitivas creían que poseía poderes mágicos.
Fue María quien continuó:
—Como iba diciendo, creo que he encontrado una prueba que podría arrojar luz sobre la crucifixión. Estoy segura de que en una de las esculturas hay una anomalía.
—¿Una anomalía? —dijo Boyd—. ¿Qué tipo de anomalía?
En vez de contestar, María le dio al botón de reproducción del vídeo y se apartó para que así todos pudieran presenciar lo que estaba a punto de revelarse. Imágenes aceleradas de las Catacumbas. En su corazón, ella sabía que, cuanto más se acercaba la cámara al arco, más pronto el cristianismo recibiría el golpe.
—Para seros franca, estoy sorprendida de que ninguno de nosotros se haya fijado antes. Mirad el arco. Mirad las diferentes escenas de la crucifixión. ¿Veis algo que esté fuera de lugar? Los dos últimos bloques muestran a un Jesús que está siendo clavado en la cruz y levantado en el aire por un grupo de soldados romanos. El siguiente par representa a Cristo colgado de la cruz, la sangre resbala de sus manos y pies y cae sobre el terreno rocoso, un letrero sobre su cabeza dice «
Iesus Nazarenas Rex ludaeorum
»: Las dos claves de bóveda revelan lo que pasó justo antes de su muerte: el momento en el que bebió el vinagre y el instante en que su cabeza cae sobre su pecho aceptando así su muerte.
—Lo siento, querida, esto no nos lleva a ningún lado. Yo no veo nada anormal —dijo Boyd.
—¡Entonces mire más de cerca! —le ordenó ella—. Ignore lo que sabe sobre la crucifixión y mire estas esculturas como algo nuevo. ¿Qué es lo que el artista nos está diciendo?
Con un suspiro prolongado, Boyd inspeccionó las escenas todavía más de cerca. Lo veía como algo innecesario, ya que las imágenes estaban grabadas como a fuego en su cerebro, pero en su corazón esperaba que la cinta de vídeo revelara algo que sus ojos no hubiesen visto en las Catacumbas. Tal vez un nombre o una cara que se le pasara por alto. Incluso la ubicación de otro manuscrito.
Ulster exclamó:
—Dios mío, ¡mirad el quinto bloque de la escultura! —Para aclarar a qué se refería, se acercó al televisor y señaló el bloque del lado izquierdo del hombre que se reía—. Mirad debajo de mi dedo, cerca de la base de la cruz.
Payne estudió la imagen:
—Parece una flor.
—No es una flor cualquiera —le corrigió Ulster—. Ésa es una flor muy específica.
—¿Específica? ¿En qué sentido?
Payne analizó el resto del arco y poco a poco se dio cuenta de que la flor sólo aparecía en ese bloque: en la escena donde Cristo bebe el vinagre. Curiosamente, era el único panel que tenía algún paisaje de fondo, un hecho que lo explicaba todo, tanto para Payne como para el resto del grupo.
—¡Espera un segundo! ¿Estás diciendo que…?
Payne miró a María y ella asintió, confirmándoles a todos que Ulster había encontrado la clave a la que ella se refería. La flor era inconfundible, tanto para ella como para cualquiera que estuviera familiarizado con especies extrañas. Una
Mandragora officinarum
, más conocida como mandrágora, el narcótico natural más popular del Imperio romano.
Algo estaba a punto de cambiar el curso de la historia de la religión.
Por segunda vez en los últimos dos mil años.
L
a Iglesia católica romana es una de las organizaciones más adineradas del mundo, con un valor estimado de cerca de un billón de dólares. Sumando a ello su colección incalculable de arte, su propio capital, sus bienes raíces y más oro que el 95% de todos los países de la tierra. Aunque sorprendentemente la Iglesia jura que está en bancarrota, y alega que ayuda a miles de millones de personas de todo el mundo, eso no les ha impedido acumular el patrimonio que los expertos creen que tiene.
De hecho, algunos responsables del Vaticano dicen que la Iglesia pierde dinero cada año y que está en números rojos desde hace ya una década.
Benito Pelati se rió la primera vez que oyó este rumor, porque él sabía la verdad sobre las finanzas del Vaticano. El conocía las diversas cuentas que tenían en Rothschild de Gran Bretaña, en el Crédito Suizo de Zurich y en Chase Manhattan Corporation. Sabía de los lingotes de oro que guarda en el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos y en varios depósitos en Suiza. Y sabía que todo eso era verdad.
Diablos, si él mismo había visto los libros de cuentas, gracias a su mejor amigo, el cardenal Bandolfo.
Hasta hacía unos meses, el Consejo Supremo era dirigido por Bandolfo, un carismático orador que podía convencer a cualquiera de cualquier cosa.
Ni astuto ni provocador, tenía sin embargo una manera de expresar sus puntos de vista con tal elocuencia que raramente era contradicho por el Consejo.
Ésa era la única razón por la que el Vaticano acudía a Be nito cuando necesitaban que las cosas fueran solucionadas por canales que se escapaban a lo legal. La mitad del Consejo admiraba a Benito por sus tácticas y sus resultados; la otra mitad lo aborrecía.
Al final, siempre era Bandolfo el que les convencía para llamar a Benito una y otra vez.
Pero todo estaba a punto de cambiar. Tenía, de hecho, que cambiar. Hacía tres meses que Bandolfo había fallecido.
Cuando Benito entró en la sala, su mirada lo decía todo. El Consejo Supremo estaba disgustado: enfadado por la situación, enfadado por la publicidad negativa; y, lo más importante, enfadado por los resultados. Lo que había comenzado como una simple muerte se había convertido en una grave crisis. Ahora él tenía que rendirles cuentas. En persona. El hecho de que Benito se hubiese negado a verlos el miércoles no había hecho sino empeorar las cosas. Especialmente con el cardenal Vercelli.
Vercelli, natural de Roma, estaba ahora a cargo del Consejo, y su postura era que las reglas tenían que seguirse para así poder preservar la santidad de la Iglesia. Aun así, él sabía que Benito era un hombre respetado por el sector italiano, más que nada porque en general no les importaban sus métodos, siempre que el trabajo estuviera bien hecho. De manera que Vercelli optó por esperar rogando por que Benito hiciera algo tan reprensible, tan imperdonable, que el Consejo no tuviera otra opción que despedirlo.
Es decir, que Vercelli estaba esperando un día como aquél. Un día en el que arremeter contra Benito. Lo que no sabía era que éste también estaba esperando algo: lanzar un ataque sorpresa contra el cristianismo. La reunión iba a ser interesante.
—Como todos ustedes saben —Benito se dirigió al Consejo supremo— la primera nota llegó a la oficina del cardenal Vercelli el viernes siete de julio. La petición era simple: mil millones de dólares o información confidencial sobre la Iglesia se filtraría a la prensa. No recibimos amenazas tan específicas como ésta cada día, de manera que su eminencia hizo bien en presentarla al Consejo.
Vercelli habló desde la cabecera de la mesa:
—Hice lo que dictan las normas.
Eso incluía ponerse en contacto con la Congregación para la Doctrina de la Fe, un servicio secreto oficial que opera fuera del Vaticano y que ha sido comparado con la
KGB
de la Unión Soviética. Hace quinientos años era conocida como la Santa Inquisición. Ahora se la llamaba simplemente
CDF
.
Benito añadió:
—Además de la
CDF
, su eminencia pensó que era apropiado que interviniera un agente externo, alguien que trabajara en interés del Consejo.
Todos los cardenales asintieron con la cabeza. Sabían por qué Benito estaba allí y qué podía hacer por ellos. La
CDF
estaba obligada a responder directamente ante el papa, mientras que Benito tenía la libertad de hacer lo que los cardenales quisieran. Era un recurso al que el Consejo había acudido muchas veces antes.
—La segunda carta —continuó Benito— llegó el sábado y era todavía más específica que la primera, y daba una cuenta de un banco extranjero para llevar a cabo la transferencia. Si sus demandas no se cumplían en cuarenta y ocho horas, harían pública la primera pista.
—¿Qué tipo de pista? —preguntó el cardenal español, que tomaba apuntes.
—No lo especificaron. Pero indirectamente dijeron que su precio aumentaría a medida que fueran revelando más cosas. También amenazaron con hacerle daño a un miembro del Consejo si no se los tomaba en serio.
Miró a su alrededor asegurándose de que sus palabras eran asimiladas.
Todos sabían lo que había pasado con el padre Jansen. En todas las reuniones habían hablado sobre su triste final. Sin embargo, ésta era la primera vez en que su muerte se coloca ba en un contexto concreto: el asesinato de Jansen había sido una advertencia.
—Si hubieran elegido a cualquiera de ustedes —dijo Benito, refiriéndose a los cardenales del Consejo—, habría habido una investigación a fondo de la
CDF
y de la policía italiana. Se hubieran bloqueado cuentas financieras y se nos hubiera forzado a declarar. Pero al escoger al padre Jansen, nos han demostrado cuál era su intención sin necesidad de ocasionar un escándalo mayor.