La señal de la cruz (31 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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—¿Sabes, tío?, casi me avergüenza decirlo, pero he deseado hacerte daño desde el momento en que nos conocimos. No sé por qué: tal vez la forma en que me chantajeaste para ayudarte, o simplemente por el hecho de haber volado un coche bonito. Sea como sea, quiero que sepas que voy a gozar cada instante de lo que va a pasarte.

Con una sonrisa sádica, Payne le mostró una pequeña varilla de madera que había cogido del suelo. No medía más de doce centímetros, la medida justa para lo que pensaba hacer.

—Una vez hablé con un prisionero de guerra que afirmaba que el dolor más grande de su vida se lo provocaron con un simple pedazo de madera. Increíble, ¿no es cierto? Pero si usas tu imaginación, seguro que pensarás en un par posibilidades viciosas y bárbaras para una varita como ésta. ¿Se te ocurre algo, tío?

Manzak imaginó cosas horrendas: sus ojos siendo vaciados, sus oídos pinchados, su ano violado por una astilla terrible. Imaginó también mutilaciones que lo dejarían marcado.

Ésa era la reacción que Payne esperaba.

Tiempo atrás, mientras entrenaba con los
MANIAC
, aprendió que la forma más eficaz de sacar información a los prisioneros no era mediante la tortura, sino mediante el anuncio de la tortura: sembrando una semilla en la mente del prisionero y esperando a que el pánico se hiciera presente. Cuando se realizaba adecuadamente, algunas personas se orinaban incluso antes de ser siquiera tocadas. Por supuesto que las amenazas no funcionaban con cualquiera, pero Payne imaginaba que alguien que viajaba con un guardaespaldas se quebraría fácilmente.

—Tío —dijo—, sin duda has leído mi expediente. Así que sabrás que soy perfectamente capaz de hacerte papilla. ¿Me equivoco?

Manzak gimió y asintió con la cabeza.

—¡Muy bien! Ahora lo único que tienes que hacer es seguir respondiendo a mis preguntas y cabe la posibilidad de que te deje vivir. Sin embargo, si sospecho que me estás mintiendo o si decides permanecer en silencio, te enseñaré en qué consiste el pincho vietnamita. ¿Lo has entendido?

Asintió de nuevo.

—Muy bien, empezaremos con unas preguntas fáciles. Ya sabes, para entrar en calor… ¿Cómo supiste que teníamos a Boyd?

—Tu coche… Pusimos un sensor en el Ferrari. Pudimos seguirlo.

—¡Y una mierda! —Payne le dio un golpe en los ríñones—. ¿Recuerdas lo que te he dicho sobre mentir? Ahora dime la verdad ¿cómo nos encontraste?

Pese a que casi no le quedaba aire, Manzak logró contestarle.

—Te lo acabo de decir.

—¡No puede ser! Aunque rastrearas el coche, no hay ninguna posibilidad de que supieras que teníamos a Boyd. ¿Cómo lo averiguaste?

—El aeropuerto… Teníamos a un hombre en el aeropuerto… Lo mandamos a investigar… sólo para estar seguros de que no ibais a abandonar el país… Él salió y vio a la chica… Fue entonces cuando nos informó… desde el aeropuerto… ¡Lo juro!

Payne tuvo tentaciones de sonreír. Manzak se había roto más fácilmente que una taza antigua, pero sabía que entonces estropearía el momento. Para que el interrogatorio funcionase, debía mantener la adusta mirada de un verdugo. Entonces dijo:

—¿Dónde más tenías hombres? ¿Habéis estado siguiéndonos todo el tiempo?

—No fue necesario. El informador lo hizo por nosotros. Os seguimos a distancia.

—Dick, Dick, Dick. Encuentro todo esto tan poco creíble. —Cogió el trozo de madera y lo presionó contra el cuello de Manzak—. ¿No teníais, por ejemplo, a alguien en Orvieto?

—¡No! —exclamó—. No teníamos a nadie en Orvieto. ¡Es el último lugar donde Boyd iba a estar!

—Tío, estoy tan decepcionado contigo. Yo quería estrenar este trozo de madera con una pregunta más importante. Pero si sigues mintiendo, tendré que usarlo ya.

—¡No estoy mintiendo! —gritó—. ¡Te juro por Dios que no!

—Entonces, ¿tus hombres no estaban en Orvieto?

—¡No!

—¿Y no tienes nada que ver con la muerte de Barnes?

—¿Quién demonios es Barnes?

—Donald Barnes, el estadounidense que fue asesinado ayer en el pozo San Patricio. ¿Te suena?

—¿Ayer? Te juro que no tengo nada que ver en eso. Esto no tiene sentido. Había demasiada presencia policial en Orvieto, demasiada. ¿Por qué iba a querer atraer más?

Era una pregunta muy interesante, una que Payne quería examinar en profundidad. Sin embargo, sabía que la policía de Milán estaba ya en camino, lo que quería decir que, si no se apresuraba, no tendría la oportunidad de obtener la información que realmente le importaba.

—Así, ¿para quién trabajas? ¡Y no me digas que para la CIA, porque ya sé que eso es una vil mentira!

Manzak permaneció en silencio, entonces Payne le golpeó con el codo en la nuca. Era su manera de ayudarlo a reflexionar.

—¡No me obligues a preguntarte otra vez! ¿Para quién trabajas?

—No te lo diré —exclamó en italiano—. ¡Nunca!

Payne sonrió victorioso, pese a que no tenía ni idea de lo que el tipo había gritado. La verdad era que, la elección de la lengua revelaba mucho.

—Así pues, ¿ésa es tu lengua materna? Lo digo porque me ha sonado muy natural.

Manzak se dio cuenta del error y trató de soltarse. Payne suprimió su movimiento golpeándolo de nuevo con el codo, y Manzak cayó de bruces contra el suelo.

—Me estoy aburriendo, Dick. Yo creo que ha llegado el momento de que tomes la decisión que terminará con nuestra sesión. Es hora de decidir: o dices la verdad, o haré de ti un pincho. La elección es tuya.

Una vez más, Manzak se negó a hablar, y en la mente de Payne ésa era la respuesta incorrecta. Lo agarró de la nuca, y lo golpeó contra el suelo repetidamente, acentuando cada palabra con violencia:

—¿La… verdad… o… el… pincho?

Chorros de sangre manaban de la cabeza de Manzak, pero Payne no sentía ninguna piedad por él. Había tratado de matar a Jones y a María con un coche bomba y, de haber podido, también lo hubiese matado a él. No sentía que estuviera haciendo nada inmoral.

—¿Qué decides, Dick? ¡Dímelo ahora! ¿Para quién trabajas?

—No me importa lo que hagas. ¡No te lo diré!

Payne sacudió la cabeza.

—Bastardo idiota. Podía haber sido tan fácil. Lo único que tenías que hacer era contestar mis preguntas, y te hubiera dejado ir. Pero ahora no. Ahora tendrás que sufrir.

—¡No! —gritó—. ¡Serás tú quien sufras cuando por fin descubras la verdad! Te lo prometo: mi dolor será temporal. Pero el tuyo durará para siempre.

Payne consideró esas palabras durante un minuto. Después le enseñó lo que era capaz de hacer con aquel trozo de madera.

Cuando Payne llegó al helicóptero, tenía aspecto de un carnicero al final de un día largo de trabajo. La sangre cubría sus manos y cara, y se veía un bulto en el bolsillo de la camisa. Jones no dijo nada, su atención estaba fija en las cercanas líneas eléctricas y en las luces que inundaban el camino de abajo. Una vez fuera de peligro, Jones se volvió hacia Payne.

—¿Un pincho?

—Sí —contestó en los auriculares del helicóptero—. ¿Cóctel molotov?

Jones se rió:

—¿Como lo sabes?

—Te falta un trozo de camisa.

—Muy observador… Hablando de camisas, ¿qué llevas en el bolsillo?

Payne se encogió de hombros:

—Souvenirs.

—¿De qué?

—Sus identidades. Manzak no ha querido decirme su nombre, así que le he pedido prestados unos dedos.

—De manera que el truco del pincho no ha funcionado.

—De hecho, ha funcionado demasiado bien. El bastardo se ha desmayado.

—Era previsible. ¿Qué has hecho con él?

—Lo mismo que con Otto.

—¿Otto? ¿Quién es Otto?

—Ah, el verdadero nombre de Buckner. Era el guardaespaldas de Manzak.

—¿Buckner era su guardaespaldas?

Payne asintió:

—Y no sabes lo mejor: hablaba con acento alemán.

—¿Otto hablaba? No sabía que pudiese hacerlo.

—Bueno, ahora ya no puede.

Jones sonrió:

—OK, gracioso, ¿alguna sugerencia sobre adonde deberíamos ir ahora?

—¿Cuáles son nuestras opciones?

Revisó el indicador de combustible.

—Yo diría que Suiza, o quizá Austria. No podemos arriesgarnos a ir más lejos.

Payne presionó el botón de su auricular y habló con Boyd en el asiento trasero del helicóptero.

—Oiga, doc, ¿alguna sugerencia sobre dónde podríamos aterrizar?

Boyd discutió algunas cosas con María unos segundos antes de contestar.

—Hay un encantador edificio de investigación en Küsen-dorf que puede ayudar a nuestra causa.

Payne miró de reojo a Jones.

—¿Qué opinas?

—¿Qué es lo que pienso? Pienso que estaríamos locos si voláramos hasta allí. La posibilidad de estar siendo rastreados por radar son muy elevadas. No puedo arriesgarme.

—Entonces, ¿qué sugieres?

Una sonrisa se dibujó en los labios de Jones.

—No os preocupéis. Mientras tengamos algo de dinero y algunas tarjetas de crédito, estoy seguro de que nunca nos encontrarán.

El escuadrón de helicópteros negros sobrevolaba el aeropuerto Belpmoos de Berna (unos diez kilómetros al sudeste de la capital de Suiza), en busca de su helicóptero hermano. Cuando uno de los pilotos lo encontró, al final del campo de aterrizaje, ordenó a la torre de control que redirigiera todo el tráfico aéreo activo hacia otro aeropuerto suizo. Ningún avión, dijo, debía aterrizar en el escenario del crimen.

Una docena de hombres, vestidos todos con uniforme militar y con las armas automáticas cargadas, rodearon el helicóptero, luego lo asaltaron y buscaron en la cabina, en el asiento trasero y en la escotilla de atrás para tratar de encontrar algunas pistas. Pero sólo hallaron un motor frío, lo que significaba que el aparato había aterrizado por lo menos unos veinte minutos antes, o incluso más.

El líder de la tropa les habló por los auriculares:

—El pájaro está limpio. Comenzamos la vigilancia en la superficie. Sean muy cuidadosos —les advirtió—. Se trata de hombres listos y muy peligrosos. Examinen las pistas dos veces y después deben informarme por radio. ¿Entendido?

—No se preocupe, señor. Les encontraremos o moriremos en el intento.

Después de resolver la manera de llegar a Suiza, Payne y Jones se dieron cuenta de que tenían que tomar una decisión, una más importante que encontrar un lugar donde pasar la noche. La única razón por la que estaban metidos en aquel lío era el acuerdo con Manzak y Buckner. Ahora que ambos estaban muertos, Payne y Jones debían decidir si querían seguir involucrados en el asunto.

—¿Tú qué piensas? —preguntó Payne—. ¿Ha terminado el trato?

—Técnicamente, yo diría que sí. Encontramos a Boyd y se lo éntregamos a Manzak, tal como acordamos. Aunque, claro, luego mataste a Manzak durante el intercambio.

—¡Eh! No me eches la culpa a mí. Tú volaste su helicóptero y luego robaste otro.

—Sí, pero sólo después de que destrozaran nuestro Ferrari. Venga ya, alguien tenía que pagar por eso.

Payne no quería pensar en el coche porque su intuición le decía que iba a ser quien de verdad tendría que pagar por él.

—Entonces, ¿qué piensas? —preguntó Payne de nuevo—. ¿Deberíamos seguir metidos en este lío?

—Yo creo que sí deberíamos. Al menos hasta que sepamos quién está moviendo los hilos y por qué quieren implicarnos. Porque si no lo descubrimos, sospecho que vamos a tener que vigilar nuestras espaldas una buena temporada.

46
Küsendorf, Suiza
(
ciento treinta kilómetros al sudeste de Berna
)

E
ncaramado a las cuestas del sudeste de los Alpes, Küsendorf es un pueblo de unos dos mil habitantes situado en el Ticino, el cantón meridional de Suiza. Conocido sobre todo por sus paisajes y por su queso, Küsendorf es también la sede de los Archivos Ulster, una de las mejores colecciones privadas de documentos únicos del mundo.

Los manuscritos están custodiados en un chalet fuertemente vigilado. Construido por el filántropo austríaco Conrad Ulster como casa de vacaciones, con el tiempo se convirtió en su domicilio permanente. A principios de 1930, Ulster, un ávido coleccionista de artefactos raros y únicos, intuyó la inestabilidad política que se cernía sobre su país y se dio cuenta de que su valiosa biblioteca corría el riesgo de caer en manos de los nazis. Para protegerse a sí mismo y sus libros, pasó de contrabando en tren su colección a través de la frontera suiza, escondido bajo unas delgadas capas de lignito, un carbón marrón de poca calidad, y desapareció de la escena pública hasta después de la segunda guerra mundial. Murió en 1964, pero expresó su agradecimiento al pueblo suizo cediéndole toda su colección, con la condición de que ésta permaneciera intacta y accesible a las más prestigiosas mentes académicas.

Payne no estaba seguro de si su equipo de tipejos fugitivos podía incluirse en esos elevados estándares, pero planeaba averiguarlo en cuanto la residencia abriera, a primera hora de la mañana. Mientras esperaban, reservó la suite más grande del hotel local y sobornó al dependiente del turno de noche para que abriera la tienda del vestíbulo y así poder adquirir ropa nueva y algo de comer. Tardaron una hora en ducharse y vestirse, después se reunieron en la habitación principal de la suite y conversaron sobre la afiliación de Boyd a la CIA. Boyd explicó:

—Me doy cuenta de que no tengo el atractivo de un espía. Pero no hay ninguna necesidad. La verdad es que he pasado la mayor parte de estas tres décadas trabajando en Dover como profesor. Las únicas veces en que he hecho otra cosa ha sido cuando en la Agencia me han encargado una tarea. A veces algo tan simple como sacar unos papeles de un país de contrabando. Otras veces algo más complicado, como convencer, por ejemplo, a un diplomático de que cambiara de opinión. La verdad es que nunca sé qué voy a hacer hasta que me informan.

—¿Y qué le dijeron sobre este caso? —preguntó Payne.

—Esto es lo más asombroso, que no se trataba de un caso. Era estrictamente una excavación académica. O al menos se suponía que lo era. No tenía nada que ver con la CIA. En absoluto.

Payne hizo una mueca:

—¡Ah!, ahí es donde tengo el problema. A menos que me equivoque, la mayor parte de las excavaciones académicas no incluyen helicópteros, armas ni autobuses que explotan, ¿o sí?

Boyd estaba a punto de explicar la leyenda de las Catacumbas cuando se dio cuenta de que podía hacer algo mejor. En lugar de hablar sobre mitos y teorías, podía usar el vídeo de María como prueba definitiva. Payne y Jones se quedaron sin habla mientras admiraban el vídeo que documentaba la grandiosidad de las Catacumbas y la cubierta de bronce del manuscrito de Tiberio. Boyd hacía algún comentario de vez en cuando, pero la verdad era que casi no le prestaban atención, ya que las imágenes de la pantalla eran más que suficientes para convencerlos de que Boyd y María no eran los modernos Bonnie y Clyde.

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