La señal de la cruz (27 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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—En absoluto. Por eso creo que está usted confundido.

—Pero no es así; no tengo ninguna duda de que he chocado contra ese camión. Si no me cree, puedo ponerla nuevamente con el gerente del hotel. El camión está a pocos metros de nosotros.

Otra vez se oyó el sonido del tecleo.

—Aguarde, señor. Volveré a comprobar mis registros, si le parece. ¿Podría darme nuevamente la matrícula?

Jones repitió los números, aunque empezaba a dudar de su plan. Pensó que si a ella le costaba creer que el camión estuviera en Milán, había muy pocas posibilidades de que quisiera responder a sus preguntas sobre Boyd.

—Señor —dijo ella por fin—, cuando estaba comprobando otra vez la matrícula, algo me ha llamado la atención. El cliente que está buscando obviamente está en Milán, como usted ha dicho.

—Estupendo. ¿Y cómo se llama el hombre?

—La mujer. He visto en mi ordenador que acaba de alquilar otro vehículo.

—¿Disculpe? —Le llevó unos segundos encajar la información—. ¡Espere un momento! ¿Ha dicho una mujer?

—Sí, señor. La conductora del camión acaba de alquilar un Fiat en nuestra oficina del aeropuerto Linate.

—¡Mierda! —musitó a Payne, y volvió a hablar con Gia—. ¿Y cuándo ha sido eso?

—Hace apenas un minuto, señor. La orden acaba de aparecer en mi pantalla.

40
Fenway Park
Boston, Massachusetts

N
ick Dial siempre había querido ver el Fenway Park. El «Monstruo Verde», la pared de más de diez metros de altura del campo exterior izquierdo tenía algo especial que cautivaba su imaginación. Su obsesión había empezado cuando era un niño, durante el verano que vivió en Inglaterra. El y su padre solían escuchar los partidos por la radio y luego iban al patio e imitaban a sus jugadores favoritos de los Red Sox.

Dial sonreía pensando en el campo mientras volaba hacia Boston. Imaginaba cómo olería el césped, cómo sería la tierra al tacto y qué aspecto tendría el Monstruo. Había esperado ese momento toda su vida y estaba deseando llegar allí.

Pero todo cambió cuando salió del túnel de vestuarios y vio la escena del crimen ante sus ojos. El campo de juego de sus sueños había sido mancillado por la dura realidad de su trabajo.

No estaba allí para ver un partido de béisbol, sino para atrapar a un asesino.

La cruz había sido clavada en el montículo del lanzador, y la víctima dispuesta de cara al lugar de bateo. Sus brazos musculosos estaban estirados hacia la primera y segunda base respectivamente, y sus pies apuntaban hacia el rectángulo de lanzamiento. Le habían colocado una bolsa de basura sobre la cabeza, para ocultar su identidad a los helicópteros de la prensa que revoloteaban sobre el campo. Mientras tanto, varios agentes buscaban pruebas alrededor de la cruz.

Dial vio un segundo equipo de policías de pie frente al Monstruo Verde, lo que le pareció extraño. Intentó descubrir qué estaban haciendo allí, pero la pared estaba a más de noventa metros de él y su vista, de por sí mala, estaba cegada por los reflectores. Si a eso se sumaba el tremendo voltaje que tenían las luces del estadio, la sensación de Dial era la de hallarse bajo el potente resplandor del sol de la tarde, a pesar de que era medianoche.

—Eh, usted —le gritó un policía con el duro acento de la costa Oeste—. Fuera de aquí. Este campo tiene acceso restringido.

Dial le enseñó sus credenciales.

—¿Dónde puedo encontrar al hombre a cargo de la investigación?

—Probablemente esté echando una meada. El capitán tiene una próstata enorme y jodida. No puede estar diez minutos sin mear.

Dial asintió y cogió su cuaderno de notas.

—¿Qué puede decirme de la víctima?

—Un bateador endiablado, con un brazo endiablado, pero un cabrón. ¿Se imagina si hubiera jugado para nosotros? Ni de coña nos iban a ganar los Yankees.

—Espere. ¿La víctima era un jugador?

El policía observó a Dial con una mezcla de perplejidad y disgusto.

—Así es, francesito. Era un jugador. ¿Vosotros tenéis béisbol allá en París? ¿O estáis demasiado ocupados comiendo queso y viendo películas de Jerry Lewis como para hacer deporte?

«Vaya —pensó Dial—, ¿a qué viene eso?».

La verdad era que apenas sabía algo sobre el caso, sólo lo que Henri Toulon le había contado: que habían encontrado a una tercera víctima. Y sabía que si quería ver la escena del crimen tenía que tomar un vuelo a Boston lo antes posible, aunque eso supusiera no estar totalmente informado del caso.

Por desgracia, ahora estaba pagando esa prisa, al menos hasta que decidiera hacer algo para remediarlo.

Dial se acercó al policía.

—Ante todo, pedazo de mierda de Beantown, si fueras la mitad de policía de lo que soy yo, te habrías dado cuenta de que hablo mejor inglés que tú. Así que tu teoría de que soy francés está tan fuera de lugar como mi presunción de que estas borracho sólo porque eres un policía de Boston. Segundo, crecí en Nueva Inglaterra, así que sé más de la historia de los Sox que la mitad de los jugadores del equipo, lo que no es mucho decir, ya que la mayoría de ellos ni siquiera son americanos. Y, por último, si te hubieras tomado el tiempo necesario para leer mi placa, te habrías dado cuenta de que yo dirijo la División de Homicidios de la Interpol, lo que significa que si alguien muere dentro del planeta Tierra, hay bastantes probabilidades de que sea yo quien se haga cargo. ¿Lo has entendido? Ahora, ¿por qué no vas corriendo como un buen niño bateador y le dices a tu capitán que su jefe está aquí?

El policía pestañeó un par de veces y luego hizo lo que le ordenaban. Cinco minutos después el capitán Michael Cavanaugh se presentaba con un firme apretón de manos.

—Siento mucho nuestra falta de hospitalidad. Ahora mismo estamos en demasiados frentes a la vez. Joder, si hubiéramos sabido que un pez gordo venía a la ciudad, estoy seguro de que habría venido a darle la bienvenida el alcalde en persona.

—Me alegro de que no lo haya hecho. Estoy aquí para encontrar a un asesino, no para que me hagan la pelota.

Cavanaugh rió y le dio una palmada en el hombro.

—Entonces nos llevaremos bien. Usted dígame lo que quiere saber, y yo estaré encantado de ayudarlo.

—Comencemos por el nombre de la víctima. Entiendo que es un atleta.

—Sí, señor, un gran atleta. A decir verdad, estábamos ansiosos por abuchearlo durante todo el fin de semana. Supongo que el buen Dios decidió protegerlo del maltrato.

¿Aquello era protección? ¡Joder! Eso quería decir que la víctima sólo podía ser una persona. El hombre más odiado de Boston: Orlando Pope. Sorprendido, Dial intentó descubrir cómo encajaba un Yankee con los otros asesinados. Primero un padre, después un príncipe, ahora un Pope. ¿Tal vez los asesinos tenían algo en contra de la letra P? Si era así, los pintores de todo el mundo debían empezar a asustarse.

—¿Le importa si echo un vistazo?

—Si a él no le importa, a mí tampoco.

Dial asintió buscando con los ojos algo que pareciera fuera de lugar. Con bastante frecuencia se encontraba con crímenes cometidos por imitadores, así que lo primero que hizo fue averiguar si Pope era la víctima número tres o más bien el cadáver de un imitador que buscaba, de una manera bastante enfermiza, robar protagonismo al verdadero asesino.

La mayoría de los investigadores habrían empezado examinando el cuerpo, pero Dial no. Sabía que la mayoría de los imitadores colocaban el cuerpo correctamente, al menos hasta que entraban en escena los expertos forenses con todos sus juguetes de alta tecnología y encontraban cincuenta cosas que no encajaban. Pero donde normalmente se equivocaban era en los detalles, en las pequeñeces que no eran reveladas a la prensa, en todo aquello que no podía verse sólo con mirar una foto en Internet.

En su mundo, lo trivial era muchas veces lo más importante.

Dial comenzó con la construcción de la cruz, y comprobó que la madera era de un color y de una antigüedad similares a la del roble africano; después examinó los tres clavos, calculó su medida y se aseguró de que la víctima estaba en la misma postura que las otras. Después de comprobarlo, prestó atención al cuerpo.

Primero observó las heridas de la espalda, el modo como su piel había sido desgarrada por los golpes repetidos de un látigo con punta metálica, durante la flagelación; luego examinó la caja torácica, donde tanteó la herida del costado con un dedo enguantado, esperando que la punta de la lanza se hubiese roto y permaneciera dentro.

—¿Qué está buscando? —le preguntó Cavanaugh—. La herida está limpia.

—Sólo hago mi trabajo. Tiendo a comprobarlo todo dos veces.

—Sí, ya lo he notado.

Dial sonrió y alzó la vista hacia los helicópteros que todavía sobrevolaban sus cabezas.

—¿Puede hacer algo con ellos? Necesito quitarle la bolsa para ver la caligrafía del letrero.

Cavanaugh se quedó mirándolo como si estuviera loco.

—No hay ningún letrero ahí debajo. Solamente está la fea cara de Pope, que estamos intentando mantener apartada de los periódicos. —Sofocó una risita—. Ya lo han crucificado bastante en nuestras páginas de deporte.

Dial no hizo caso de la broma. Era el típico humor policial.

—Hasta ahora es la víctima más famosa, y eliminan el letrero. ¿Por qué iban a hacer eso?

Cavanaugh se encogió de hombros.

—No sé de lo que está hablando. ¿Qué clase de letrero esperaba? No he oído nada sobre un letrero.

—Eso es porque lo hemos mantenido en secreto. —Dial se acercó a Cavanaugh, asegurándose de que nadie más lo oía—. Los primeros cadáveres tenían letreros clavados en la cruz. En el primero, ponía «
EN EL NOMBRE DEL PADRE
»; en el segundo, «
Y DEL HIJO
». Yo esperaba el tercero esta noche. Que no esté, hace que me pregunte si se trata de un imitador.

Cavanaugh asintió, como si por fin algo empezara a tener sentido para él.

—No, no es un imitador. Se lo digo yo.

—¿En serio? ¿Cómo puede estar tan seguro?

—Por el mensaje.

Dial se sobresaltó.

—¿Qué mensaje? He entendido que no había ninguno.

—Al menos bajo la bolsa, no. —Cavanaugh estudió la ex presión de Dial, intentando descubrir si le estaba tomando el pelo—. Supongo que todavía no ha estado en el campo exterior.

—¿El campo exterior? —Entonces fue cuando lo supo—. Ah, hijo de puta. El Monstruo.

Inspiró hondo y miró hacia la pared del lado izquierdo, pero la veía borrosa. Todavía había varios policías allí, y Dial por fin supo por qué. Estaban tomando fotografías del mensaje, discutiendo si debían limpiar con la manguera la sangre que había en la pared o si debían arrancar el trozo de muro para guardarlo como prueba.

Y tratando de descubrir lo que el asesino había querido decir: «Y DEL SANTO».
[6]

Asqueado, Cavanaugh suspiró:

—Después de esta noche, van a llamarla «El Monstruo Rojo».

41

E
l aeropuerto de Linate estaba a casi seis kilómetros del campus de la Universidad Católica. Frankie les dijo a Payne y a Jones cuál era el camino más rápido y ellos esperaban que fuese lo bastante rápido como para echarle el guante a Boyd, si es que aparecía. Puesto que una mujer había alquilado ambos vehículos, sabían que era muy posible que Boyd no quisiera dar la cara. Si la daba, genial. Lo someterían tan pronto que no se iba a dar ni cuenta. Pero si no aparecía, el plan era seguir a su cómplice para que los llevase a su guarida. Payne preguntó:

—¿Sabemos de qué color es el coche?

Jones negó con la cabeza.

—La señorita dijo que era un Fiat del 98. Y como el Fiat se fabrica en Italia, habrá más de uno circulando por aquí.

Dado lo temprano que era, llegaron a la oficina de alquiler en menos de cinco minutos. Aparcaron en la calle e inmediatamente vieron a la chica. Llevaba un pañuelo de seda sobre su cabello oscuro, pero el resto de la ropa era la misma que llevaba en la fotografía que tenían.

Iba a ser más fácil de lo que pensaban.

María estaba paranoica, y echaba vistazos sin cesar por el espejo retrovisor, pero no vio nada que le llamara la atención. El tráfico cerca del aeropuerto era casi inexistente y la única luz visible provenía de las farolas de hierro que iluminaban las carreteras del desolado barrio textil. Si todo iba bien, estaría fuera de la ciudad antes de que las calles se llenasen de los ojos fisgones de los trabajadores milaneses.

Por lo menos ése era su plan.

El viaje de regreso al almacén abandonado lo hizo sin sobresaltos. Como precaución extra, rodeó la manzana dos veces para asegurarse de que nadie la seguía. Cuando estuvo se gura, condujo su Fiat amarillo por el callejón empedrado del lado del almacén y aparcó detrás de un contenedor de basura, dejando las luces encendidas con el propósito de encontrarlo cuando regresase.


Professore
—dijo al entrar en el edificio—. He vuelto.

Boyd emergió de las sombras y la saludó con una cálida sonrisa.

—Gracias a Dios, querida, estaba enfermo de preocupación. He seguido teniendo pensamientos horribles, temía quite hubiesen atrapado.

Ella sacudió la cabeza mientras se quitaba su pañuelo de seda para reemplazarlo por una gorra de béisbol.

—¿Está listo? Debemos aprovechar la oscuridad mientras podamos.

—Sí, por supuesto. Déjame recoger nuestras cosas y podremos irnos. Dame sólo un momento.

Su primera idea había sido llevarse a Boyd con ella a la agencia de alquiler, aunque después de mucho discutir decidieron que lo mejor era que fuese sola. Hubiera sido más rápido ir con él, pero suponían que la
polizia
tenía los aeropuertos bajo vigilancia y pensaron que era mejor que él se mantuviese lejos de allí. Y fue una buena decisión, pues nada más llegar advirtió la presencia de muchos policías cerca de la terminal, la mayoría de los cuales llevaban una fotografía de Boyd.

—¡
Professore
! Tenemos que irnos. Por favor, dese prisa.

Pero a diferencia de antes, él no respondió. De hecho, lo único que pudo oír fue el latido de su propio corazón, un sonido que iba incrementando rápidamente su velocidad.

Ligeramente preocupada, María sorteó con cautela varias cajas de madera y se dirigió hacia el área donde habían dormido. Por desgracia, cuanto más se internaba en el edificio, más oscuro estaba, y pronto fue incapaz de ver sus propios pies.

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