Puso la mano en la espalda de Boyd y lo tumbó de bruces contra el suelo, a sabiendas de que estaban siendo vistos por Manzak y sus amigos. Prosiguió con la farsa, arrodillándose para revisar las ataduras de las muñecas de Boyd, quien le se guía la corriente retorciéndose y profiriendo chillidos afeminados que parecían provenir de una guerra de almohadas en un colegio de chicas. Payne le hizo saber mediante un coscorrón que estaba sobreactuando.
—Basta, compórtese como un criminal.
La escotilla del primer helicóptero se abrió y Manzak descendió. Sin sonreír, sin saludar, sin dar ninguna muestra de aprobación hacia Payne. Se trataba del mismo cabrón estoico que había aparecido en Pamplona. Mitad asesino, mitad robot: un completo gilipollas. El mayor problema para Payne era saber si Manzak iba a atenerse a su pacto original. Por supuesto, Payne sabía que no se trataba del verdadero Manzak, aun así, indudablemente formaba parte de la CIA, puesto que tenía suficiente influencia como para sacar a Payne de la cárcel. Hasta donde él sabía, Manzak podía ser el nombre que la CIA daba a varios agentes secretos con el propósito de confundir.
De ser así, la treta funcionaba, puesto que Payne estaba bien confundido. No podía saber si Manzak iba a llevarse a Boyd a la oficina central de la CIA para exprimirle información, o si le pegaría un tiro en la cabeza tan pronto como Payne se marchase. No tenía idea de en qué o en quién creer, y lo mismo le ocurría a Jones. Ignoraban si Boyd era realmente responsable de todo lo que les habían contado —las falsificaciones, el contrabando, la explosión del autobús— o si era sencillamente la víctima de una compleja treta. En cristiano: no tenían ni puta idea.
Sea como fuere, Manzak gritó:
—¡Buen trabajo, Payne! Estoy impresionado por tu eficiencia.
—Y yo por su clarividencia. ¿Cómo sabía que lo habíamos encontrado?
—Tenemos nuestros métodos. Y rara vez fallan.
—Me alegra que estemos del mismo bando —dijo Payne sin sonreír—. Ahora, ¿cuál es el siguiente paso?
Manzak se acercó.
—Deberás informarme antes de que oficialmente termine contigo.
Payne se preguntó si debía entender eso literalmente.
—Entonces, ¿a qué esperamos? ¿Cuál de los helicópteros me corresponde?
—Irás en el primero, a mi lado. —Dio otro paso hacia adelante—. Pero antes debo asegurarme de que no llevas armas.
—¿Perdón?
—Mira, Jon, me imagino cómo te debes de sentir, pero no puedo permitir que suba un civil a bordo sin antes asegurarme. Es una política del departamento.
Payne lo miró fijamente durante varios segundos, tentado de iniciar una escena desagradable, aun sabiendo que eso afectaría a su empresa a largo plazo. Por tanto, en vez de proceder con torpeza, colocó sus manos sobre la cabeza y aceptó a regañadientes ser cacheado.
—Trata de no tocarme el culo, ¿quieres? No quiero que Buckner se ponga celoso… Por cierto, ¿dónde está el gran patán? Todo un intelectual, sin duda.
—Está apagando el helicóptero. Pronto vendrá a saludarte.
—Ah, creía que estaría en casa, preparándote la cena.
—¿Sabes?, encuentro tu humor un tanto irónico, sobre todo dado que eres tú el que tiene novio. Por cierto, ¿dónde está Jones? ¿Limándose las uñas?
—¡Que me lleve el diablo! ¡Has gastado una broma! Mala, he de decir, pero broma al fin y al cabo. Espera a que se lo cuente a D. J. No podrá creérselo.
—Aún no has contestado a mi pregunta. ¿Dónde está tu compañero?
—Está a la vuelta de la esquina, en nuestro Ferrari. Una señal mía y estará aquí con la chica. Por cierto, sabías de ella, ¿no?
—Claro que estamos al tanto de María… y de tu Ferrari. Sin embargo, por seguridad, quizá sea mejor que se queden donde están.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
En vez de contestar, Manzak sacó un detonador Hantek de su abrigo y apretó el botón. Un segundo después, el Ferrari saltó por los aires en una explosión colosal, que lanzó llamas y escombros mucho más arriba del techo del almacén, proyectando la carrocería del automóvil a más de siete metros de altura. Y eso era sólo el comienzo. Los restos cayeron sobre el terreno circundante como meteoritos, incendiando los edificios adyacentes y provocando una trepidación como de un terremoto californiano.
Normalmente, Payne habría tirado de Boyd para salir en estampida hacia un sitio seguro. No sucedió así esa noche. No cuando las llamas en el cielo palidecieron frente al fuego que había ante sus ojos.
Le habían tendido una trampa, y ahora tenía la prueba.
Sin decir una palabra, dio un paso hacia Manzak saboreando ya el sonido que produciría su cuello al romperse, cuando fuese girado 360 grados, como la zorra esa de
El exorcista
. Sin embargo, el asalto de Payne fue interrumpido por el enjambre de balas que zumbaron sobre su cabeza. Disparos de advertencia, provenientes de Buckner, que acababa de descender del helicóptero.
—
Están
quieto —gruñó con una marcado acento europeo—. Yo
encarrgarme
de eso.
Manzank sonrió al verle.
—Ahora entenderás por qué no habló en Pamplona. Otto está aún trabajando su inglés, pero es el mejor guardaespaldas que existe.
¿Su guardaespaldas? ¿Quién diablos eran aquellos tipos? Payne intuyó que no eran agentes de la CIA en el momento en que volaron el Ferrari. Más bien parecían formar parte del equipo italiano que había ocultado los dos accidentes. Pero tras oír el acento de Otto eso no parecía factible. Otto Buckner no sonaba italiano. Tal vez alemán, pero desde luego no era italiano.
Mierda, pensó Payne, ¿cuántos países están metidos en este embrollo?
—¡Levanta Herr doctor y tráelo!
Payne dudó en insultarlo, pero un vistazo al rifle ruso de asalto que vio en su mano lo hizo desistir. Un leve movimiento de dedo y Payne quedaría destrozado por múltiples tiros de 5,56 milímetros. Sería una muerte «Otto-mática».
Tal vez fuera mejor levantar al doctor y mantener el pico cerrado.
Al menos por el momento.
Apenas doce horas antes, Jones contemplaba la fotografía de María con pensamientos románticos. Ahora yacía junto a ella en la oscuridad, sin saber si alguno de los dos sobreviviría.
—Dado que estamos arriesgando nuestras vidas juntos, pienso que sería adecuado presentarnos. Mi nombre es David Jones, o D. J.
Ella le estrechó la mano.
—María Magdalena Pelati. Suena bien, ¿no es cierto?
—¿Pelati? —Ponderó un momento el nombre, pero concluyó que debía de tratarse de una coincidencia. Además, tenía un leve acento inglés—. ¿Es italiano?
Asintió.
—Aunque he vivido en Inglaterra casi toda mi vida, por lo que no me considero italiana. Pero tampoco inglesa. Diablos, no sé qué considerarme.
—¿Qué tal una tentación exótica?
Sonrojada, sonrió ante el comentario.
—Me sirve.
—¡Bien! Ahora que tu crisis de identidad ha terminado, volvamos a nuestro asunto. ¿Ves esos helicópteros allá arriba? Debo derribar uno de ellos.
—¿Y cómo piensas hacer eso?
—Lo siento. Tendrás que esperar y verlo. No quiero estropearte la sorpresa.
Suspiró, decepcionada.
—Vale, pero podrías decirme por lo menos cuándo vas a…
Justo en ese momento, el Ferrari estalló, iluminando el cielo con un despliegue de llamas que les hizo temblar. Instintivamente, Jones se arrojó sobre María para protegerla, pero mientras lo hacía, halló suficiente compostura para añadir:
—Creo que ahora sería un buen momento, ¿no crees?
Siguiendo las órdenes, Payne se acercó al doctor Boyd y lo levantó del suelo, lo cual le permitió susurrarle:
—Estese quieto… Las cosas están a punto de ponerse interesantes.
—¡Silencio! —gritó Otto desde lejos—. No hables con Herr doctor.
Payne asintió y colocó su mano en la espalda de Boyd.
—¡Maldita sea! Sólo estoy averiguando si el doctor está bien. ¡Muestre algo de compasión!
—¿Compasión? —vociferó Manzak—. No había compasión durante las cruzadas, por lo que no veo por qué tiene que haberla hoy. ¿No entiende eso? Se trata de una guerra santa, y para garantizar nuestro triunfo no debe existir compasión alguna.
Payne levantó el faldón de Boyd y cogió la pistola Beretta oculta en su cinturón.
—¿No va eso en contra de todo lo que está tratando de proteger?
—No tiene la más remota idea de qué es lo que trato de proteger. Probablemente piensa que lucho por Cristo o alguna falacia por el estilo. Se equivoca. Esas cosas no tienen mayor relevancia en mi mundo, porque yo conozco la verdad. Yo sé lo que ocurrió hace dos mil años. Yo sé quién es el verdadero héroe.
Payne no tenía idea de qué hablaba Manzak, pero intuyó que estaba de humor para hacerlo, y por tanto lo mejor que podía hacer era escucharlo. Así que dijo:
—¿Te refieres al pergamino? Diablos, lo sé todo sobre eso. Boyd se ha entusiasmado tanto que ha hablado de ello con to dos los que se le han puesto delante. ¿Cómo diablos crees que le encontramos tan pronto?
El rostro de Manzak palideció.
—Espero que eso no sea cierto… por su bien. No me gustaría ver que el índice de muertes de este país continúa creciendo.
—¡Vamos! ¿Qué es un autobús dinamitado cuando estás en mitad de una guerra santa? Limítate a seguir echándole la culpa al doctor Boyd, y podrás mantener las manos limpias.
—De hecho —dijo Manzak—, hemos montado en ese burro demasiado tiempo. Sólo para variar, estaría bien añadir dos caballos nuevos, un par de purasangres con un historial de violencia. Personalmente, creo que la prensa se creerá más fácilmente el cuento de que los asesinos desalmados son ustedes dos.
Finalmente todo empezaba a tener algún sentido para Payne. No habían sido reclutados sólo por su capacidad para rastrear a Boyd, sino que fueron cuidadosamente seleccionados por su pasado violento; candidatos idóneos para ser el chivo expiatorio de un eventual derramamiento de sangre. Un cadáver aquí, un coche que explota allá. Todo sería culpa de ellos.
Desde luego, Manzak —o como se llamase en realidad— necesitaba el apoyo de una instancia poderosa para lograr eso. Alguien con recursos suficientes como para comprar información clasificada del Departamento de Defensa, falsificar identificaciones perfectas de la
CIA
, y manipular los medios mundiales. Alguien de quien no se pudiese sospechar, sin importar la violencia desencadenada. Alguien dispuesto a asumir un riesgo colosal por el simple hecho de estar desesperado y tener las de perder.
En ese momento, Payne cayó en la cuenta de que sólo había una organización en el mundo con el poder y la iniciativa suficientes para emprender algo así.
Y recibían su correo en el Vaticano.
E
L metal rechinó mientras Jones hundía su navaja automática en la juntura, un sonido que Payne no podría oír debido al estruendo del helicóptero. Cuando la navaja entró, la movió de adentro hacia afuera hasta que el tanque de combustible se abrió. Finalmente, logró retirar la tapa, y fue asaltado por el insoportable olor a petróleo, hasta que se quitó la camisa y la apretujó contra la boca del tanque. Eso no sólo taparía el fuerte olor, sino que funcionaría como la mecha de su helicóptero Molotov: la versión de Jones del famoso cóctel ruso. Un solo chispazo produciría un infierno. Un verdadero infierno.
Payne podía ver todas las acciones de Jones al fondo, pero no así sus adversarios.
—De modo que —se burló Manzak—, ¿dónde está ahora su mordacidad? Hace un minuto se reía de mi ropa; ahora que Otto ha aparecido se ha quedado totalmente callado. Qué decepción.
—Descuida. Pronto retomaré el hilo.
—¿De verdad? ¿Y a qué espera?
Varias ocurrencias cruzaron por su mente, pero en vez de decir algo simplemente sonrió y permitió que el helicóptero concluyera el chiste por él. Al contacto con el fuego, el helicóptero estalló, lanzando fuego y metal en todas direcciones. Payne aprovechó el tumulto a su favor, tomando la Beretta del doctor Boyd y disparando sobre el blanco más visible. El primer tiro rasgó la clavícula de Buckner, unos milímetros por debajo de donde había apuntado. El segundo tiro alcanzó a Buckner justo entre los ojos, hizo añicos su nuca y dispersó sus sesos por doquier, incluido el rostro de Manzak.
El espectáculo y el sabor de los sesos de Otto provocaron el pánico en Manzak. En vez de disparar a Payne o de encararse con él como un hombre, se tambaleó intentando huir. Payne frusto el intento con una bala colocada en la parte posterior de su rodilla izquierda. El hombre se desplomó como un murciélago con el ala rota: una imagen hermosa.
Payne estaba tentado de acabar con él. Diablos, resultaría muy fácil, incluso placentero. Un tiro a la testa y punto final. El inconveniente eran las múltiples preguntas que aún rondaban su mente. Tenían que ser contestadas antes de eliminar a Manzak. Por eso se lanzó sobre su espalda y lo registró en busca de armas. Encontró un puñal y una Sig Sauer P226 automática.
—Joder, tío. ¿Todo en orden? ¿No mucho, verdad?
Manzak respondió con un aullido que se superpuso incluso al rugido de las llamas.
—Eso es, muchacho, sácalo todo. Te has hecho un rasguño en la rodilla, ¿no es cierto? Pues deberías haberlo pensado mejor antes de intentar cargarte a mis amigos. Eso me ha molestado mucho.
Volvió a gritar, profiriendo insultos.
—Sí, sí, sí. Maldice lo que quieras. Eso es siempre muy buena idea cuando alguien te tiene encañonado. Ah, por cierto, hablando de armas…
Payne se volvió y vio a Boyd sentado en el suelo, todavía aturdido.
—Eh, doc, no se le ocurra ir a por el rifle de Otto. Tengo la vista periférica de una mosca y dos pistolas para ayudarme.
—No tema. Mis manos están atadas con un intrincado nudo.
—Se trata de una especialidad de la casa. No logrará zafarse sin una navaja.
Buscó con la mirada a Jones y lo encontró haciendo una seña de aprobación.
—¿Puede caminar? ¿Por qué no se acerca a D. J. y le pide que lo libere? No quiero mellar esta hoja antes de la cirugía.
—¿Cirugía?
Payne lo miró como reprochándole que no lo entendiera.
—Usted disculpe. Confidencialidad médica. Entre mi paciente Manzak y yo.
—Ah, es cierto. Será mejor que abandone el quirófano.
Payne mantuvo la mirada puesta en Boyd hasta que éste alcanzó a Jones. En ese momento se relajó y observó al agente Manzak, quien aún se retorcía de dolor a los pies de Payne.