Cuando el vídeo terminó, Jones concentro su atención en Boyd.
—En Milán mencionó algo sobre que su descubrimiento podía matar la religión. ¿A qué se refería? Yo no veo nada en esta cinta que pudiera tener un efecto negativo sobre la Iglesia.
Boyd sacudió su cabeza:
—El último objeto que viste, el cilindro de bronce que encontramos, contiene un manuscrito de papiro con un mensaje revelador. Un mensaje que proyecta dudas sobre todo el mundo cristiano. Si se hace público, la gente simplemente dejará de creer. Las iglesias se hundirán. Se convertirán en polvo. En una palabra, sobrevendrá la ruina, tanto espiritual como financiera.
Jones miró a María, y después, de nuevo, a Boyd:
—Eso suena un poco dramático, ¿no cree? Quiero decir, yo no soy la persona más religiosa del mundo, pero si lo fuera, no me cabe ninguna duda de que un antiguo trozo de papel no iba a tener mucha influencia sobre mis creencias.
—Bueno —se burló Boyd—, eso ya lo veremos. Tú espera aquí, y yo traeré el documento que te hará sentir como un idiota.
María permaneció callada hasta que Boyd dejó la habitación. Después se disculpó por el tono que Boyd había empleado.
—No te lo tomes como algo personal. Creo que es su manera de sacar la rabia… Además, la verdad es que creo que también tú dudarás. No hay nada mejor que una prueba visual para contradecir las enseñanzas de la niñez.
Jones sonrió:
—¿La niñez? ¿Desde cuándo conoces al doctor Boyd?
—No, no me refería a sus enseñanzas, sino a las de mi padre. Siempre creyó que las Catacumbas eran un mito. Y créeme, sus palabras tienen mucho peso. Es algo así como un experto.
Fue de la manera en que dijo «experto» lo que hizo que Jones recordase su conversación en Milán. María Magdalena Pelati. Su apellido era Pelati, y su padre era un experto en Orvieto. De repente, Jones se dio cuenta de que no podía tratarse de una simple coincidencia.
—María —tartamudeó—, ¿el nombre de tu padre es Benito?
—Sí —contestó confundida. ¿Cómo lo sabes?
Jones se frotó los ojos:
—¡Me cago en Dios! Si eres su hija. ¡La hija de Benito Pelati!
Payne se estremeció:
—¿Qué? ¿Por qué no nos habías dicho que eras su hija?
—No pensé que supierais quién era él. Además, ¿qué tiene que ver con todo esto?
Payne la miró con incredulidad:
—No puedes ser tan ingenua. El tiene todo que ver con esto. ¡Es el maldito padrino de Orvieto! Manda sobre toda la ciudad.
Boyd oyó la conmoción y regresó de la otra habitación.
—Pero ¿qué pasa, amigos?
Payne le contestó.
—Acabo de descubrir quién es ella. Es la hija de Benito Pelati.
—¿Y eso te molesta? ¿Por qué habría de hacerlo?
Payne se quedó sorprendido ante su respuesta:
—¡Debe de estar de broma! Su padre manda en Orvieto. Se ocupa de su seguridad. ¿No le parece algo relevante?
Respiró hondo, tratando de calmarse.
—¿No se le ha ocurrido pensar que aquellos soldados que le dispararon en Orvieto pueden trabajar para Benito? ¿Que quizá le dispararon porque no querían que estuviera cavando allí?
—Tonterías —se burló Boyd—. Su oficina nos dio permiso para cavar ahí desde un principio. No puedes excavar si no has logrado antes los papeles indicados. Si lo hicieras, te arrestarían al instante.
¿Permiso? ¿Ellos tenían permiso? A Payne no le parecía lógico. Si Benito Pelati estaba tratando de proteger su reputa ción, como insistía Frankie, entonces ¿por qué permitía a cualquiera excavar en Orvieto? Y de todos los arqueólogos del mundo, ¿por qué a su hija? ¿No se sentiría acaso incluso un poco más tonto si era su única hija —su única hija— quien mostrara al mundo las Catacumbas? Aunque quizá ella había sido la elegida precisamente porque era de la familia. Tal vez Benito sabía que las Catacumbas habían estado ahí desde siempre y suponía que si María hacía el descubrimiento, entonces Benito podría decirle a la prensa que había sido él quien había descubierto nuevas pruebas sobre las Catacumbas y había mandado a su propia hija a Orvieto para desvelar la verdad de una vez por todas.
Payne y Jones comentaron todas estas posibilidades hasta que Boyd cambió de tema, y les aseguró que había algo más importante a considerar: el mensaje del manuscrito.
—Jonathon —dijo—, me preguntaba si puedes ayudarme un momento. Me temo que he olvidado los términos exactos que tu amigo Manzak nos gritó en Milán, algo sobre pelear en una guerra. ¿Recuerdas con claridad qué fue lo que dijo?
Payne asintió con la cabeza:
—No hubo compasión durante las cruzadas, ni durante la guerra santa.
—¡Guerra santa, eso es! —Boyd anotó la frase—. ¿Y Cristo? ¿Qué fue lo que nos dijo sobre Cristo?
—Dijo algo así como que yo creía que él luchaba por Cristo, pero que estaba equivocado, que a él no le importaba Cristo lo más mínimo porque sabía la verdad de lo que había pasado y quién era el verdadero héroe.
—¡El verdadero héroe! ¡Sí, ésas fueron sus palabras! ¡Espléndido trabajo, realmente espléndido!
—¿Y eso significa algo para usted?
—Puede ser. Sí, puede ser. —Cogió una nueva hoja de papel—. ¿Cuando me fui, dijo algo más? ¿Algo sobre Dios o los manuscritos o sobre esa guerra santa?
Payne trató de recordar la última conversación que había tenido con Manzak y lo que él dijo. La parte más difícil de in terrogar a alguien es elegir, de entre todas las tonterías una frase que de verdad tenga valor.
—Dijo algo sobre la verdad que por un momento casi me confundió.
—¿La verdad? —Boyd se volvió hacia María para que le ayudase. El término tampoco tenía sentido para ella.
Entonces Payne continuó:
—Dijo que su dolor sería temporal porque él sabía la verdad, y me aseguró que el mío sería eterno porque yo no la sabía.
—¿Eso fue lo que te dijo, que él ya sabía la verdad?
—Eso o unas palabras similares.
—¡Oh, es todo tan confuso! Si él ya sabía lo que el manuscrito decía, entonces eso quiere decir que hay más de uno. Pero ¿cómo es posible?
—Si Tiberio mandó varios manuscritos a Pació a Britania —dijo María—, ¿pudo Pació haber mandado unos cuantos de vuelta a Roma describiendo su triunfo?
—¿Pació? —murmuró Jones—, ¿Tiberio?
—¡Claro! —exclamó Boyd—. ¡Qué tonto soy! Pació pudo haber sentido la necesidad de mantener informado al emperador de todo lo que había logrado en Jerusalén, y los que leyeron los mensajes comprendieron que se trataba de un complot. ¡Incluso desconociendo la existencia del manuscrito!
—Pero no…
—¡Un momento! —ordenó Payne—. Os estáis adelantando. Estáis hablando de otros manuscritos antes de explicar éste.
—Jon tiene razón. Si quieres que te ayudemos, necesitamos saberlo todo. Y la mejor manera de hacerlo es comenzar desde el principio.
—Eso nos llevará un tiempo.
—No se preocupe —le aseguró Payne a Boyd—. Hemos comprado un poco de tiempo extra en el aeropuerto.
Lars sabía que su comandante esperaba ser informado por él, pero la verdad era que Lars iba retrasando la cita. Al menos por el momento, mientras la información fuera tan decepcionante.
Al principio pensaba que su misión iba a ser muy simple, sobre todo cuando supieron que Payne había utilizado su tarjeta de crédito para comprar cuatro billetes hacia Ginebra en la estación local del tren. Por desgracia, mientras estaban ocupados reteniendo a un conductor cerca de Friburgo, recibieron un informe que aseguraba que Jones y Payne habían alquilado dos coches en una agencia en Berna. Confundido, ordenó a la mitad de sus hombres fueran a Berna y al resto que continuara la búsqueda en el tren.
Pero aquello no era más que el comienzo.
Antes de que sus hombres llegaran, Lars fue informado de que María Pelati había alquilado una limusina para Zurich, y que cualquier intento de entrar en contacto con el conductor sería en vano, dada la escasa cobertura que tienen los móviles en los Alpes. Entonces le comentaron que un americano llamado Otto Buckner, un caballero que se correspondía rasgo por rasgo con la descripción de Payne, había comprado ocho pares de billetes de autobús en ochos autobuses diferentes, y todos ellos estaban ahora en la carretera moviéndose en direcciones opuestas, dentro de Suiza.
Claro que Lars no sabía que aquellas compras eran pistas falsas. La verdad era que Jones y Payne habían encontrado su medio de transporte en el aparcamiento del aeropuerto de Berna. Se limitaron a esperar que llegara allí un hombre de negocios, y a que María coqueteara con él. Por ese medio supieron que se iba a París, y que iba a estar fuera toda una semana. Payne y Jones cogieron entonces su BMW y los cuatro se fueron a Küsendorf, sin preocuparse por estar conduciendo un coche vigilado.
El doctor Boyd logró explicarles todo lo que necesitaban saber: sus descubrimientos en Bath, sus teorías sobre el emperador Tiberio y su traducción del manuscrito. Después, cuando él terminó de responder a todas sus preguntas, María les habló del misterioso hombre que ríe, describió la estatua del Duomo, y les dio más pormenores sobre el general preferido de Tiberio, Pació.
Aunque al final de la sesión la cabeza les daba vueltas, les devolvieron el favor contándoles brevemente su acuerdo con Manzak y Buckner, lo que habían descubierto sobre la desaparición de restos en el lugar del accidente del helicóptero y todo lo que pudieron recordar. Cuando terminaron, sólo había dos cosas en las que todos coincidían. Una, que estaban confundidos. Y dos, que si tenían alguna esperanza de enterarse de algo en los Archivos Ulster, les era imprescindible dormir. Porque el día siguiente iba a ser todavía más intenso que el que finalizaba.
N
ick Dial alquiló una habitación en un hotel a unas cuantas manzanas del estadio de béisbol, así podría llegarse a Fenway a media noche si sentía la necesidad de examinar de nuevo las pruebas. Estaba convencido de que así lo iba a hacer, ya que su cuerpo todavía se regía por el horario europeo. ¿O se trataba del horario africano? La verdad, no lo sabía, ya que había pasado a través de ocho husos horarios distintos en un solo día.
Dial miró su reloj y decidió que tal vez estuviera a tiempo de encontrar aún al cardenal Rose en el Vaticano. No habían hablado desde el martes y esperaba que Rose hubiera encontrado alguna otra información sobre el padre Jansen. Él ya sabía que Jansen estaba afiliado a la Comisión Bíblica Pontificia (
CBP
), aunque no conocía su función con exactitud. Dial necesitaba saber si Jansen era un mero asistente del cardenal de Dinamarca o de Finlandia, o si su posición era más importante.
El teléfono sonó ocho veces antes de que contestara.
—Aquí el cardenal Rose.
—¿Joe? Soy Nick Dial, de la Interpol.
—¡Nick! Me preguntaba cuándo me iba a llamar. Le he dejado varios mensajes.
—Lo siento. He estado un par de días ocupado.
—La
CNN
acaba de informar sobre otro cuerpo hallado en Boston. ¿Es eso cierto?
—Muy cierto. Precisamente acabo de dejar el Estadio Fenway.
—¿La víctima era otro sacerdote?
—No. Esta vez era un Pope.
—¿Cómo?
Dial aclaró la voz y dijo:
—La víctima era Orlando Pope, un jugador de béisbol de los Yankees.
Rose se tomó unos segundos para digerir la noticia:
—No puede ser una coincidencia.
—Seguramente no lo sea.
—¿Había algún otro letrero?
Dial sonrió:
—¿Esta seguro de que es usted cardenal? Más bien parece un policía.
—Lo siento, no quería ser demasiado curioso. Sólo intentaba aclarar la información. Creo que con mi conocimiento sobre el Vaticano y el que usted tiene sobre el caso, tal vez podríamos ayudarnos mutuamente.
—Hablando del Vaticano, ¿qué ha encontrado sobre el padre Jansen?
—Me temo que nada importante. He hablado con todos mis compañeros de la
CBP
y lamentan mucho su pérdida. Al parecer, Erik era uno de los buenos, una de esas personas que a todos caía bien. De hecho, cuanto más sé de él, más me arrepiento de no haberle conocido.
—¿Y sobre su trabajo? ¿Se sabe qué hacía?
—Un poco de todo. Administración, investigación, mensajero. Era un aprendiz de todo y un maestro de nada, siempre estaba tratando de ponerse al corriente.
—¿Estaba vinculado con algún negocio sucio? ¿Sexo, drogas, algo?
Rose respiró hondo:
—El chico estaba limpio.
Dial apuntó en sus notas:
—Entonces es que la cosa no iba con él. Eso es lo que trata de decirme, ¿verdad? El padre Jansen fue la víctima, pero no era el objetivo.
Rose asintió:
—Ésa es mi conjetura.
—¿Qué sabe del Vaticano? ¿Algo que esté ocurriendo allí y que yo debiera saber?
—¿Qué insinúa? ¿Que nosotros tuvimos algo que ver en el asunto?
—No estoy diciendo nada de eso. Sólo me preguntaba si estaba ocurriendo algo que yo debiera saber. ¿Algún escándalo? ¿Controversias? ¿Disputas? Echeme una mano, Joe. Hay gente que está muriendo, y no se por qué.
Rose se quedó en silencio unos instantes, mientras hilvanaba sus pensamientos. Cuando finalmente habló, lo hizo con voz apacible.
—Todas las organizaciones, incluso las más inicuas, tienen enemigos. No importa lo que se haga, sea bueno o malo, siempre se termina ofendiendo a alguien. No debería decirle esto, pero la verdad es que la Iglesia católica recibe más amenazas que ninguna otra organización en el mundo. El asunto es tan grave que tenemos en plantilla a gente encargada exclusivamente de separar las amenazas reales de las falsas.
—¿Y qué hacen con las auténticas?
—Supongo que eso depende del calibre de la amenaza. Tenemos un cuerpo de seguridad de primer orden que se encarga de las cosas que nos atañen. Todo lo demás se entrega a la policía.
—¿De qué tipo de amenazas estamos hablando?
—Bombas, incendios, asesinatos. Todo lo que uno puede esperar. Después, claro, también están las amenazas de nuestros empleados. Al parecer, las demandas son muy populares actualmente. También lo es el chantaje. Ya sabe: «Dame un millón de dólares, o le diré á la prensa que acosaste a mi hijo».
—Esto debe de ser una broma.
—Ojalá lo fuera, Nick. Lamentablemente, así es el mundo en que vivimos. ¿Cómo es esa expresión? El dinero es la raíz de todos los males… Quienquiera que lo dijera, era un hombre muy sabio.