—Entonces no vamos a llamarlo para pedirle ayuda.
—No, si puedo dar mi opinión —confirmó ella negando con la cabeza.
Boyd percibió que María le estaba ocultando algo de su padre. Después de todo, aquél era un asunto de vida o muerte, no un simple favor. Pero Boyd también tenía sus secretos, así que no iba a presionarla al respecto. Al menos de momento.
—Por supuesto que puedes —la tranquilizó—. Aunque no tenemos muchas alternativas, o al menos ninguna que se me ocurra hasta que duerma un poco.
—Dígamelo a mí. La última vez que me sentí así de cansada había pasado toda la noche en la biblioteca.
Bostezó y recordó sus días de estudiante universitaria, cuando se pasaba noches enteras en vela dos veces por semana. Llenaba un termo con café, buscaba los libros que necesitaba y se enfrascaba en su investigación hasta que salía el sol.
Investigación
. Repitió la palabra mentalmente.
Investigación
. Eso era lo que deberían estar haciendo. No quedarse allí sentados, bostezando y quejándose. Deberían estar en una biblioteca, haciendo lo que sabían hacer.
—
Professore
—dijo, excitada—, descifremos lo que dice el pergamino.
—¡Shhh! —Boyd miró alrededor, rezando por que nadie la hubiese oído—. Baja la voz.
—Lo siento —susurró—. Pero no tenemos nada mejor que hacer. ¿Por qué no desciframos el pergamino?
—¿Cómo? No es la clase de cosa que podría traducir de memoria.
Acercó la silla.
—¿Y qué necesitaría?
—Privacidad, para empezar. Tendríamos que encontrar una habitación donde pudiera trabajar durante varias horas en paz. Además, necesitaría una guía. Se han escrito varios libros sobre el latín antiguo. Me haría falta uno que me ayudara con los pasajes oscuros.
—¿Algo más?
—Sí. Lápiz, papel y paciencia. Ninguna traducción es posible sin ellos.
María sonrió mientras cogía la cuenta.
—Si eso es todo lo que necesita, entonces estamos de suerte. Hay dos universidades por aquí cerca con excelentes bibliotecas.
Cogieron un autobús que los llevó a la Universidad Católica, con la esperanza de que allí encontrarían todo lo que Boyd necesitaba.
Aunque no tenían carné, María utilizó sus encantos y convenció al guardia de seguridad de que los dejara pasar. Fue tan persuasiva que consiguió incluso que les abriera una sala de estudio separada para poder realizar la traducción en privado.
Una vez que se acomodaron, cada uno se fue por su lado a buscar material. Boyd cogió un plano y buscó la ubicación de la colección latina de la biblioteca y María se sentó a un ordenador y tecleó LATÍN ANTIGUO. En un segundo, tenía a la vista los nombres de los mejores libros del edificio. Por desgracia, para cuando llegó a la sección indicada, el profesor ya salía de entre las estanterías con varios libros en las manos.
—¡Los ordenadores son una pérdida de tiempo y dinero! —se rió.
Regresaron a la sala privada, donde Boyd sacó el cilindro de bronce. Había mirado el pergamino durante el viaje a Milán y sabía que estaba escrito en la misma lengua que su hermano gemelo, la lengua del Imperio romano. Ahora solamente necesitaba tiempo para traducirlo.
—¿Qué puedo hacer para ayudar? —preguntó ella.
—¿Por qué no usas tus habilidades informáticas e investigas sobre el arte de la Antigua Roma? Intenta localizar al hombre de la risa, el de Orvieto. Tiene que aparecer mencionado en alguna parte.
María se dirigió al ordenador que ya había utilizado y tecleó ARTE ROMANO ANTIGUO. El ordenador buscó entre los recursos de la biblioteca y mostró una larga lista. Había cientos de fotografías, dibujos, mapas y descripciones disponibles que ilustraban la rica historia del Imperio romano. María cogió los primeros cinco libros que encontró y luego se acomodó en un sitio cercano.
Mientras abría el primer libro, se dio cuenta de que no se había trazado ningún plan. Claro que podía pasar página tras página para ver si se topaba con la imagen del hombre que reía, pero sabía que tenía que haber un modo más eficaz de realizar la investigación.
Después de pensarlo un poco, decidió mirar el índice con la esperanza de que su teoría de las Catacumbas —la de que el hombre riéndose era de hecho un líder romano— fuera cierta. Para su sorpresa, el libro clasificaba la historia del arte romano por emperadores, lo que significaba que podía ir mirando las imágenes hasta llegar al último de los gobernantes del imperio.
Comenzando por Augusto, estudió estatua por estatua y relieve tras relieve, pero ninguno de ellos tenía ningún parecido con el rostro del hombre risueño.
Después de Augusto venía Tiberio, que dirigió el imperio desde el 14 hasta el 37 d. J.C., un período que abarcaba la vida adulta de Jesucristo. Le pareció entonces que el segundo emperador romano podía ser el hombre que estaba buscando. El hombre de la risa aparecía representado de una manera destacada en la arcada que trataba de la crucifixión, y Tiberio gobernaba Roma en esa época, así que pensó que podía ser la misma persona. Eso tenía sentido, ¿no? Pero tan pronto como vio el rostro de Tiberio en una serie de estatuas, supo que no era él. No se parecían en nada.
—¡Maldita sea! —se indignó—. ¿Quién demonios eres?
Buscó al hombre de la risa durante más de dos horas hasta que finalmente decidió tomarse un descanso. La falta de sueño y la falta de éxito juntas resultaron ser un potente somnífero. Así que se tambaleó escaleras abajo hacia la cafetería del sótano y pidió el café más fuerte que tuvieran. Mientras esperaba que se lo sirvieran, se dejó caer en el sitio más cercano y recostó la cabeza sobre la mesa. Desgraciadamente, el sonido de unos pasos pronto interrumpió su siesta.
—¿
La Repubblica
? —le ofreció el camarero que traía el café.
Ella no tenía fuerzas para leer periódicos, pero lo aceptó con un gesto. En el instante en que el hombre se alejó, se acercó la taza humeante a la nariz, saboreando su aroma con varias inspiraciones profundas, hasta que finalmente le dio un sorbo.
—¡Aaaaah! —suspiró de gusto—. Mucho mejor que el sexo.
En un momento se sintió recuperada, tanto que comenzó a repasar los titulares. No tenía intención de leer ningún artículo —no estaba tan recuperada— pero quería ponerse al día de las noticias más importantes: Un terremoto en India… Un asesinato en Dinamarca… Violencia en la carretera, cerca de Orvieto…
—¿Qué? —se atragantó.
Volvió sobre el titular y forzó la vista para leerlo, esperando que fuera una alucinación. Para su pasmo, el periódico decía que había habido un ataque terrorista en Orvieto.
María dejó a un lado su
espresso
y comenzó a leer el artículo, devorando las palabras. Decía que el doctor Charles Boyd había volado un autobús y matado a cerca de cuarenta personas. Afirmaba que se desconocía su paradero y se advertía que debía considerársele armado y peligroso.
Confusa, recogió sus cosas y se apresuró hacia donde estaba el doctor Boyd para contarle las noticias. Irrumpió en la sala de estudio esperando hallarlo trabajando, su delgada figura inclinada sobre el pergamino extendido. Pero no estaba allí. El antiguo documento estaba sobre la mesa, cerca de una traducción del texto, pero su silla estaba vacía. No tenía sentido.
¿Por qué habría dejado el documento desprotegido? De ningún modo lo habría abandonado para ir al lavabo o al fichero de títulos. Era demasiado importante como para dejarlo expuesto.
«Dios mío —pensó—, espero que no le haya pasado nada».
Recorrió la sala, buscando desesperadamente alguna señal de que estaba bien, una nota que dijera: «Vuelvo en un momento», o un sobre para ella. En cambio, vio algo que no esperaba, una escena que todavía la confundió más. El doctor Boyd estaba agachado en un rincón de la habitación. Estaba en cuclillas, con las rodillas contra el pecho, y tenía los ojos vidriosos y la mirada fija en la pared de enfrente.
—¿Doctor Boyd? ¿Se encuentra bien?
El parpadeó. Hizo una mueca de dolor y se estremeció. Su cuerpo entero temblaba mientras intentaba responder, como si hablar le exigiera hacer acopio de todas sus fuerzas. Por fin, consiguió susurrar tres palabras:
—Cristo está muerto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó ella, confundida.
—Nuestro descubrimiento matará a Cristo. Asesinará a la Iglesia.
—¿De qué está hablando? ¿Cómo se asesina a la Iglesia? No se puede asesinar a la Iglesia. Es una institución, no una persona. Dígame lo que pasa. ¿Qué está pasando?
—Créeme, no querrás saber lo que he descubierto.
—Claro que sí. He arriesgado mi vida por ese rollo de pergamino. De hecho, todavía la estoy arriesgando. —Levantó el periódico que traía consigo y se lo enseñó—. Nos buscan por asesinato. A usted y a mí. Las autoridades nos culpan de la muerte de casi cuarenta personas. —En realidad el artículo no mencionaba el nombre de María, pero ella pensó que esa mentira podía darle alguna ventaja—. Bien, si no me equivoco, una acusación como ésa significa que tengo derecho a toda la información.
Con manos temblorosas, Boyd cogió el periódico y leyó el titular.
—Dios mío. ¡Esto no puede ser! Controlan a la policía. Controlan los medios. ¡No van a parar!
—¿De qué está hablando? ¿Quién no va a parar?
—¡Ellos! ¡Deben de saber lo del pergamino! ¡Es la única explicación! ¡Sabían que estaba aquí! Lo han sabido todo el tiempo.
—¿Quién lo sabía? ¿De qué habla?
—¿No te das cuenta? No estaban intentando robar el pergamino, ¡querían protegerlo! Eso es lo único que tiene sentido. Tienen que haber sabido que estaba aquí.
—
Professore
, está diciendo incoherencias. Nosotros encontramos las Catacumbas. Si alguien hubiese sabido de su existencia, lo habrían hecho público hace tiempo.
—¡En eso te equivocas! No es el tipo de descubrimiento que alguien quiere hacer.
—¿Cómo? ¡El descubrimiento de las Catacumbas es un gran acontecimiento!
—No me estás escuchando. No estoy hablando de las Catacumbas, me refiero al pergamino. Eso es lo que importa ahora. El pergamino es la clave de todo.
—¿Es más importante que las Catacumbas? ¿Cómo es posible?
Boyd pestañeó un par de veces, tratando de encontrar una analogía que ella pudiera comprender.
—Las Catacumbas no son más que el baúl, pero el tesoro es el pergamino.
—¿El pergamino es el tesoro?
—Sí. Es la clave de todo lo que allí había.
—¿Y los frescos, las tumbas, los arcones de piedra? ¿No son importantes?
Boyd movió la cabeza.
—Comparados con el pergamino, no.
Desconcertada, María intentó procesar lo que acababa de oír. Por desgracia, la falta de sueño le impedía concentrarse.
Hemos matado a Cristo. Hemos matado a la Iglesia. Las Catacumbas no son lo importante. El pergamino es el verdadero tesoro
. ¿Qué significaba todo aquello?
Cuando, un rato antes, había dejado solo a Boyd, él le había dicho que podría traducir el documento sin ninguna dificultad. Y ahora lo encontraba en ese estado. ¿Qué podía haberlo hecho cambiar de profesional seguro de sí mismo a esa especie de zombi asustado en tan poco tiempo? Por Dios, se le ocurrió, quizá Boyd estaba sufriendo un colapso mental. Tal vez el helicóptero, la avalancha y el bus le habían afectado después de todo. Tal vez finalmente había comprendido que sus vidas corrían peligro, a menos que…
De pronto se dio cuenta de que ella no sabía qué decía el pergamino. Había dejado solo a Boyd con el pergamino y, cuando volvió, lo encontró en estado de shock por lo importante que era, diciendo que era la clave de todo. De todo. ¿Podría ser que fuese también la clave de su propio cambio?
—¿Qué dice? —le preguntó—. Si es tan importante, tengo que saber lo que dice.
Boyd bajó la vista.
—No puedo decírtelo, querida. De verdad que no. No debo.
—¿Qué? Después de todo por lo que hemos pasado me debe por lo menos eso.
—No me pongas en esta situación —le rogó—, no quiero ser el malo. Estoy intentando salvarte. En serio. Estoy intentando alejarte de un posible peligro…
—¿Algo más peligroso que los francotiradores o los autobuses que explotan? Por si no se ha dado cuenta, alguien intenta matarnos, y tengo el extraño presentimiento de que no van a cejar a menos que nosotros hagamos algo al respecto. Así que deje de flipar y dígame a qué nos enfrentamos.
Boyd hizo una pausa, sin saber qué hacer. Se había pasado toda su carrera intentando establecer verdades históricas, pero hasta ahora nunca había tenido la oportunidad de demostrar algo tan importante. Esta vez era distinto. El descubrimiento tenía el poder de sacudir todo un sistema de creencias, de cambiar el mundo. Era la clase de objeto con que soñaban los arqueólogos, algo que tenía una importancia decisiva para el mundo moderno.
—María, ya sé que esto te va a sonar melodramático, pero lo que voy a contarte es tan impresionante, tan poderoso, que tiene la capacidad de destruir la cristiandad.
—Tiene razón —se burló—, suena ridículo. ¿Cómo es posible algo así?
Boyd respiró hondo, buscando las palabras adecuadas para advertirla.
—Si el conocimiento es enemigo de la fe, entonces el pergamino de Orvieto es un veneno.
N
ick Dial sabía que iba a haber otra crucifixión. Su teoría se confirmó con una llamada telefónica por la mañana temprano. Habían encontrado a otra víctima. Esta vez en África.
Cuando Dial llegó a Trípoli, no sabía cómo iban a recibirlo. Libia era un país miembro, con oficina nacional activa, pero aun así, algo lo inquietaba: él era un americano entrando en el territorio de Muammar al-Gaddafi. E iba desarmado.
No eran exactamente las vacaciones soñadas.
Pero no estaba de vacaciones. Era un viaje de trabajo. En el aeropuerto, un agente de la ONC llamado Ahmad lo recibió con amabilidad, sin mostrar ningún prejuicio anti-americano.
Durante el viaje hacia la escena del crimen, Dial dirigió la conversación para no hablar del caso y fueron comentando acerca de la ciudad. Lo más interesante que le contó Ahmad fue que las calles, que eran estrechas, estaban trazadas a modo de cuadrícula fina, con muchos callejones sin salida, que tenían por objeto atrapar a posibles agresores. Era un sistema que habían aprendido de los romanos.