La señal de la cruz (39 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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—Eso será lo que pasará si no averiguamos quién va detrás de vosotros. —Payne miró fijamente a Boyd, que parecía agotado—. Doc, ¿cómo obtuvo el permiso para excavar? ¿O eso era una vil mentira? No tenía permiso, ¿verdad?

Tímidamente, Boyd miró a María.

—Yo… te lo juro, si yo hubiera sabido la animadversión que sientes por tu padre, nunca hubiera usado tu nombre para…

—¿Qué? —Los ojos de ella se llenaron de ira—. ¿Usó mi nombre para qué?

—Para conseguir el permiso.

María se levantó de un brinco de su silla:

—¡
Santa María
! ¡No me lo puedo creer!

—María, escúchame. Nunca hablé con tu padre. Te lo juro. Traté de llevar el papeleo dentro de los canales apropiados, pero…

—Pero ¿qué? ¡Se lo denegaron y decidió usarme a mí!

—No, no fue así…

—Juró que me invitaba porque yo era su mejor estudiante, no por mi apellido. ¡Y ahora descubro que ésa era la única causa, lo único por lo que yo le interesaba!

—María, te juro que no era…

Payne agarró a Boyd antes que pudiera decir nada más y lo condujo con tranquilidad hacia la esquina. Mientras tanto, Jones se acercó a María y trató de calmarla. Fue una buena idea porque lo último que necesitaban era que ella comenzara a odiar a Boyd.

—Doc —dijo Payne—, podrá hablar con ella más tarde, después de que se calme. Pero ahora lo que necesito es que se concentre en una cosa. ¿Quién le dio permiso para excavar en Orvieto?

Boyd parpadeó unas cuantas veces antes de responder:

—Un tío llamado Dante que trabaja para su padre. Le dije que María y yo estábamos haciendo todas las gestiones para poder excavar en Orvieto, y él dijo que se encargaría de eso. Una semana después me llamó y me dijo que estaba a punto todo lo necesario.

—Entonces ¿nunca habló con Benito?

—No, te lo juro, Dante se encargó de todo. Los permisos, las firmas, los guardias. Ató todos los cabos a nuestro favor en menos de una semana.

—¿Y está seguro de que el permiso es auténtico?

—Claro que es auténtico. En cuanto llegamos a Orvieto nos lo pidieron. Los guardias lo revisaron dos veces antes de dejarnos excavar. Ya te lo he dicho, ¡teníamos permiso para estar allí!

Payne estudió los ojos de Boyd y estaba seguro de que estaba diciendo la verdad. Hasta el momento, Payne había asumido más o menos que Benito Pelati estaba detrás de toda la violencia que se había desencadenado en Orvieto. Pensaba que él y sus hombres estaban tratando de mantener las Catacumbas en secreto y hacer todo lo que estuviera en su mano para detener a Boyd y María antes de que pudieran comunicarle al mundo su descubrimiento. Pero si tenían permiso para excavar, Payne ya no sabía qué pensar. Entonces dijo:

—¿Qué le dice su intuición sobre todo esto?

—¿Sobre qué?

—Sobre la violencia. ¿Quién trató de asesinarlos en Orvieto? ¿Quién voló el autobús?

—No tengo ni la menor idea.

—Venga, doc. No me lo creo ni por un segundo. ¡Está en la CIA, por el amor de Dios! La CIA siempre tiene una teoría.

Boyd negó con la cabeza:

—Esta vez no. He estado muy metido en el misterio de las Catacumbas como para preocuparme por mi seguridad. Sólo me he ocupado del manuscrito.

—¿El manuscrito? ¿Alguien trata de matarle y usted sólo se preocupa por el manuscrito? ¡Por favor! No me lo creo ni borracho. En algún momento la cuestión de su supervivencia tiene que entrar en su cabezota. Forma parte de la naturaleza humana.

—¿En serio? Pues si la supervivencia es tan importante, ¿por qué estás entonces tú aquí?

Payne había estado lidiando con esa pregunta durante los últimos días. Y la verdad era que no tenía una respuesta sólida que darle a Boyd.

—Por más loco que le parezca, creo que estoy aquí para averiguar de una vez por qué estoy aquí.

—¿Un poco paradójico, no te parece?

Payne asintió mientras valoraba las palabras de Boyd.

—Pero si lo piensa bien, tiene sentido. Manzak quería que me involucrara en este caos por una misteriosa razón. Ahora me siento obligado a descubrir por qué.

55

C
uando todos se calmaron, Payne le habló a Jones sobre las huellas dactilares de Manzak y Buckner. El portátil de Jones aún estaba en la habitación de la Colección Romana, por lo que se dirigieron arriba para ver si Randy Raskin les había mandado los resultados que hubiese obtenido el Pentágono. Por suerte, había un correo esperándoles.

Hola chicos:

He revisado nuestros archivos. Ninguno de ellos es de la CIA definitivamente, no son el verdadero manzak ni el verdadero buckner deberíais haber sido más
minuciosos
… he cotejado sus huellas con una base de datos europea y he encontrado dos cosas, los resultados son interesantes, ¿qué asunto os lleváis ahora entre manos?

r.r

p.s. ¿os he dicho que deberíais haber sido más
minuciosos
?

Payne leyó el mail por encima del hombro de Jones y vio el énfasis en la palabra
minuciosos
. Si había alguna cosa de la que Jones se sentía orgulloso, era de su minuciosidad. Probablemente ésa era la razón por la que Raskin lo mencionaba dos veces. ¿De qué vale tener amigos si no les puedes tocar las pelotas? Aun así, Payne no quería ver a Jones enfurruñado, de manera que dijo:

—Alguien del Pentágono debería enseñarle a Raskin a usar el teclado. ¿Tan difícil es poner las mayúsculas?

Jones se rió y abrió el primer archivo anexado.

—Bien, ¿a quién tenemos primero?

La jeta horrible de Sam Buckner ocupó la pantalla. O más bien la de Otto Granz, pues ése era su verdadero nombre. Nacido cerca de Viena, entró en el ejército austríaco a la edad de dieciocho años, para una temporada de seis meses, y decidió quedarse unos diez años mas. Desde allí fue dando vueltas por toda Europa haciendo trabajos de mercenario, antes de instalarse de forma permanente en Roma.

Ultimo empleo: desconocido. Ultimo paradero: desconocido.

—Deberíamos poner al día a Raskin en cuanto a lo del paradero. Otto paseaba todo su atractivo por Milán.

Jones asintió:

—Probablemente le bastaría con ser un poco más minucioso.

Payne se rió mientras Jones abría el segundo documento. Sabían que Manzak era el cabecilla, de manera que no se les escapaba que averiguar en qué organización trabajaba era clave para la investigación:

—Richard Manzak, ¡a jugar! Eres el próximo concursante…

Entonces vieron su nombre. Un nombre que les quitó todas las ganas de bromear.

—¡No puede ser! —refunfuñó Jones—. ¡No me jodas, tío!

Payne miró bien la cara de Manzak. Definitivamente era él. Payne nunca podría olvidar la cara del hombre al que había asesinado tan recientemente. Jones también sabía que lo era, pero le llevó más tiempo aceptarlo. Sobre todo porque le gustaba María y sabía que tenía que ir a verla y enfrentarla a esa nueva información. Tenía que subir a preguntarle de qué lado estaba. Y su reacción sería clave para decirles lo que necesitaban saber: ¿de qué lado estaba ella realmente?

Jones leyó por encima el archivo personal de Manzak mientras imprimía una copia como prueba. Cuando terminó, dijo:

—Vamos a buscarla. Tenemos que hablar con ella ahora.

Payne asintió:

—Ve tú delante, yo te cubro las espaldas.

Payne no podía imaginar lo mucho que había de profético en sus palabras. Mientras subían, miró a través del gran ven tanal una cima lejana y, pese a estar a mitad de julio, en cierto modo esperaba ver algo de nieve. En lugar de eso, lo que vio fue una imagen borrosa en una esquina del terreno de la propiedad. Algo humano. Alguien intentando esconderse.

—Espera —dijo, agarrando a Jones del hombro—. Mira a las tres en punto.

Con eso bastó. Con esa simple frase Payne volvió a ser un hombre adiestrado para la guerra. De investigador a soldado en medio segundo, como si le hubiera dado a un interruptor que tuviera en la nuca.

A Jones no le surgieron ni dudas ni preguntas. Confiaba demasiado en su instinto como para saber que si Payne estaba preocupado, entonces él también tendría que estarlo.

Estaban a medio camino, de manera que Jones se apresuró a bajar mientras Payne terminaba de subir. Había un corte vertical en el revestimiento de madera del lado izquierdo de la pared. Payne introdujo su cuerpo en esa hendidura con la esperanza de tener un panorama claro al tiempo que se sentía más protegido. El sol comenzaba a bajar en el cielo hacia el oeste, lo que significaba que las luces que tenían sobre su cabeza podían delatarlos. Payne buscó el interruptor, pero no encontró ninguno.

—¿Qué ves? ¿Ves algo? —preguntó a Jones.

Jones había sido bendecido con unos ojos que le permitían ver cosas que los demás no podían. Esa era una de las razones por las que era un francotirador tan bueno. Mientras la mayoría de los soldados estaban ocupados buscando su objetivo, Jones ya estaba apretando del gatillo.

—Aún nada… ¡Espera! ¡Sí! Tenemos a un hombre en el suelo. A las once en punto, junto al pedrusco.

El panel de madera le tapaba a Payne el lado izquierdo. Se tiró al suelo y se refugió en el lado opuesto, desde donde vio lo que había visto Jones. Un guardia estaba caído boca abajo. La parte trasera de su camisa estaba manchada de rojo.

—Tú ve por María y Boyd. Yo iré por Petr.

Jones abrió de golpe la puerta que tenía detrás mientras Payne salía disparado en dirección contraria. Ninguno llevaba armas, ya que no se permitía la entrada a los Archivos con ellas. Pero dudaban que el enemigo siguiera las mismas reglas.

A esa hora del día, la mayoría de los empleados de Ulster se habían ido a casa, lo que facilitaba mucho el trabajo de Payne. Proteger a veinte tipos es mucho más difícil que proteger a uno. Payne gritó el nombre de Ulster varias veces, esperando captar así su atención. Pero la única persona a la que encontró fue a Franz, el anciano que le había contado la historia sobre los caballos Lipizzaner.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Estamos siendo atacados. Un guardia ha muerto. Tenemos que sacar a todo el mundo de aquí. —Payne gritó de nuevo el nombre de Ulster—. Necesitamos armas. ¿Tienen alguna?

—Sí, en el sótano hay un arsenal. Hay muchas armas.

«Gracias a Dios», pensó Payne.

—¿Tiene la llave?

—Sí, tengo las llaves.

—Entonces venga conmigo.

—¿Qué pasa con Petr? Hay que encontrar a Petr.

—Lo buscaremos una vez estemos armados. No podemos salvar a Petr sin las armas.

Franz se movió muy rápido para ser un hombre mayor. Dos minutos más tarde estaban delante del sótano lleno de armas. La puerta era de acero alemán y había sido construida para resistir el impacto de una bomba atómica. Por fortuna, Franz sabía con qué llave se abría; entraron en seguida. La habitación era más pequeña de lo que imaginaba, aunque tenía armas suficientes para derrocar el gobierno de un país de América Central. Los rifles estaban alineados en la pared más lejana mientras que una gran variedad de pistolas estaban colgadas de clavos de madera. A la derecha de Payne había unas estanterías de madera llenas de munición y mochilas para el equipo, además de algunos cascos militares y una gran varie dad de… ¡Un momento! La mirada de Payne volvió hacia los cascos. No eran cascos normales. Eran cascos nazis. De la segunda guerra mundial.

Entonces se dio cuenta. No estaba en un arsenal del siglo
XXI
sino en un museo. Un jodido museo de la guerra. Todo lo que había alrededor de Payne era más viejo que él.

Franz vio la preocupación de Payne y dijo:

—Le aseguro que matan igual. Lo he visto con mis propios ojos.

Con eso le bastó a Payne. Agarró una de las mochilas e introdujo tres rifles, cinco pistolas y toda la munición que pudo cargar. Franz hizo exactamente lo mismo con la segunda mochila y se la colgó del hombro. Payne no iba a salir de la habitación desarmado, de modo que cargó tres pistolas Luger P-08 de 9 mm y le entregó una a Franz. Su mirada reflejaba que sabía bien qué podía hacer con ella, como si ya hubiera estado allí antes. La mirada de Payne reflejaba lo mismo.

Franz sonrió:

—Vamos a salvar unos cuantos caballos.

Un hombre mayor alardeando. Era imposible no tenerle cariño.

Payne tenía dos objetivos cuando dejó el sótano: localizar a los miembros de su equipo y encontrar una salida. Küsendorf estaba en medio de la nada, acurrucada en la cima de una montaña, lo que significaba que no había ninguna jodida manera de obtener ayuda de la policía. Y si la hubiera, ¿de qué les iba a servir? Los suizos no eran considerados exactamente guerreros. Por lo que Payne sabía, bien que podían aparecer y decir:

—Nosotros observaremos la pelea, luego les serviremos chocolate caliente a los que ganen.

Los muy maricones. Para Payne eran peor que los franceses. Llegaron a la planta baja sin encontrar ninguna resistencia, aunque, en cuanto abrieron la puerta del sótano, se encontraron con una sorpresa esperándoles: un humo de olor extraño y penetrante. Los Archivos de Ulster era una estructura de madera atestada de miles de libros y manuscritos. La última cosa que uno quería oler allí era a humo. Era la peor pesadilla posible para una biblioteca.

Payne susurró:

—¿Qué tal el sistema de incendios?

—El mejor. Todas las habitaciones se sellarán mediante puertas incombustibles. Las habitaciones se llenarán de dióxido de carbono, protegiendo así las cajas fuertes donde los documentos están depositados.

Mientras Franz terminaba de explicarse, Payne oyó un fuerte estruendo procedente del techo. Era como si alguien estuviera arrastrando un piano de cola por el vestíbulo. Primero a la izquierda, luego a la derecha, después, de repente, un sonido empezó a oírse por todo el edificio. Era tan intenso que se podía ver cómo se agitaban los cuadros colgados en las paredes y se podía sentir también debajo de los pies. Payne miró a Franz para asegurarse de que todo iba bien, y él se limitó a asentir. Eran las puertas incombustibles que empezaban a moverse. Acto seguido, todos los aspersores empezarían a rociar agua.

—¿La gente se quedará atrapada aquí dentro?

Frank sacudió la cabeza:

—Hay un botón en cada puerta. La gente puede salir, pero no pueden volver a entrar. No hasta que el sistema esté desactivado.

Payne miró hacia el pasillo buscando movimiento. Caía agua del techo, y todas las puertas se estaban cerrando. Allí no iban a poder refugiarse cuando tuvieran que recorrer el pasillo. En los próximos quince metros más o menos, iban a tener que pelear sin ninguna protección. No cabía pensar en regresar. Un ciego podría destrozarlos y partirlos en pedazos con un simple tirachinas. Prefería no pensar lo que un soldado bien entrenado podría hacer.

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