La señal de la cruz (19 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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—Creo que sí, es posible. A pesar de que fui educado como cristiano, también soy un académico, y por eso estoy obligado a mantener la mente abierta. Incluso cuando la realidad va en contra de mis creencias. —Se demoró un poco antes de continuar—. María, la verdad es que encontramos el sello de Tiberio en el cilindro, y su letra en el pergamino; eso nos da bastantes motivos para creer que fue él quien escribió el texto. Y si lo hizo, sería una estupidez no examinar todas las alternativas, incluso la posibilidad de que efectivamente encontrara el modo de llevar a cabo todo esto.

María tragó con dificultad.

—¿Incluso si eso significara que Jesús no era el Hijo de Dios?

Boyd asintió.

La habitación quedó en silencio durante un rato. Lo único que se oía era el sonido del aire acondicionado. Por fin, María dijo:

—Lo siento,
professore
, no creo que pueda seguir con esto.

Entonces, antes de que él pudiera decir nada, salió de la biblioteca y se fue a dar una larga caminata, sin saber que pronto, durante su paseo por Milán, haría un descubrimiento clave.

Los turistas se maravillaban de la vista desde la terraza del Duomo. María Pelati estaba sentada en un rincón, inmóvil, como una de las más de dos mil estatuas de mármol que decoraban la catedral. En un día normal, se hubiera mezclado con el resto de la gente y hubiera admirado las agujas que se elevaban sobre ella, o reflexionado sobre los quinientos once años que llevó construirlas. Pero aquél no era un día normal.

Llevaba más de una hora pensando en el pergamino. Cuando salió de su ensimismamiento se dio cuenta de que estaba empapada en sudor. Intentando refrescarse, bajó despacio la pendiente hacia un portal que había en uno de los capiteles, pero no encontró allí ni la brisa ni la sombra que esperaba. «Al diablo con esto —pensó—. Es probable que vaya al infierno por haber encontrado el pergamino, así que lo mejor que podría hacer sería sentarme en un lugar con aire acondicionado mientras pueda».

Pasó bajo una trabajada hilera de estatuas que representaban toda clase de santos, caballeros, y pecadores en diversas poses. A pesar de su refinadísima artesanía, ninguno le llamó la atención, hasta que se acercó al último, un hombre majestuoso que llevaba una holgada toga. Era extraño, pero había algo en su rostro que le resultaba familiar. La curva de los labios, el alegre brillo de los ojos. Su mandíbula, de mentón arrogante, su sonrisa segura de sí misma…

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El hombre que ríe!

Aturdida por su descubrimiento, María pensó en volver corriendo hasta donde estaba el doctor Boyd, pero se dio cuenta de que si no recorría toda la iglesia en busca de más información, él insistiría en volver, y entonces él guiaría la investigación. Y eso era algo que ella quería evitar.

Pensó con rapidez y decidió que la manera más fácil de saber algo sobre la estatua era hablar con uno de los guías turísticos. Había varios de ellos en la terraza, así que se mezcló con un grupo que estaba junto a la aguja más alta y escuchó lo que el guía iba diciendo: «La torre se alza ciento diez metros por encima de la plaza, una altura asombrosa si se tiene en cuenta la edad de este edificio admirable. Para hacernos una idea cabal de cuán alto estamos, caminemos hacia la cornisa…».

Cuando el grupo se adelantó, María se acercó al guía, un hombre de poco más de treinta años.

—Disculpe —le dijo en italiano—, ¿puedo hacerle una pregunta?

Una mirada a sus intensos ojos marrones fue todo lo que hizo falta. El resto del grupo se las podía arreglar solo.

—Sí, ejem, claro. Lo que necesite —respondió él.

—Gracias. —Ella lo cogió del brazo y lo apartó del grupo—. Hay aquí una estatua que me parece conocida. ¿Podría decirme algo sobre ella?

El guía sonrió orgulloso.

—Con mucho gusto. Trabajo aquí desde hace casi cinco años. Lo sé todo sobre este lugar.

—¿Todo? Qué impresionante, es un sitio tan grande…

—Y que lo diga —presumió él—. Tiene ciento sesenta metros de largo por ochenta y cinco de ancho. Es más grande que un campo de fútbol. De hecho, es la tercera catedral más grande del mundo.

—Y aun así usted lo sabe todo sobre ella. Debe de ser muy listo.

Henchido de orgullo, él le preguntó:

—¿Sobre qué estatua quiere que le cuente algo? Sé historias sobre todas ellas.

María señaló al hombre de la risa.

—¿Qué puede contarme sobre él?

La sonrisa complaciente del guía se esfumó rápidamente.

—No mucho. Esa es una de las pocas cosas de aquí que está rodeada de misterio. Cuando me contrataron, le pregunté al conservador del museo local por esa estatua, y me dijo que era el objeto más antiguo de la iglesia, cientos de años más antigua que todo el resto. Además, la piedra de que está hecha también es distinta. La mayor parte del Duomo es de mármol blanco de Carrara, pero ese tipo no. El es de un mármol extraño, que no es italiano. El único lugar donde puede encontrarse es un pequeño pueblo cerca de Viena.

—¿Austria? Me parece un poco raro.

—Sí. Pero todavía más raro es el lugar donde está colocada. Mire las demás estatuas. ¿Le parece que pertenezca al mismo sitio que ellas? Estas representan la lucha del hombre común en su búsqueda de Dios, pero ésa no. Ese hombre es cualquier cosa menos un campesino, y sin embargo alguien de la Iglesia decidió colocarlo aquí, al final de la serie. Por qué lo hicieron, no lo sabemos.

María cerró los ojos y recordó las Catacumbas. Allí, igual que aquí, el hombre que se reía parecía totalmente fuera de lugar. Primero, en medio de la escena de la crucifixión de Cristo, riéndose con aquella satisfacción malévola. Luego, en la caja tallada a mano que contenía el pergamino de Tiberio. Y ahora, inexplicablemente, en el Duomo.

Ese tipo tenía la costumbre de aparecer donde no encajaba. Pero ¿por qué? O mejor aún, ¿quién?

—Una pregunta más y dejo de molestarle. ¿Tiene alguna teoría acerca de quién pudiera ser?

El guía se encogió de hombros.

—La única pista que he encontrado es la letra que lleva en el anillo.

—¿Letra? ¿Qué letra?

El joven señaló la mano de la estatua.

—Desde aquí abajo no puede verla bien, pero el hombre que limpia los monumentos la descubrió el año pasado. De cualquier modo, no sabemos si la letra es la inicial del tipo o del artista… o de ninguno de los dos.

—¿Qué letra es? —repitió ella ansiosa—. ¿A, B, C?

—La letra P, de Pablo.

«O de Pació», pensó ella. Excitada por la posibilidad, besó al guía en ambas mejillas.

—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! ¡Ésa es la letra que estaba esperando que dijera!

—¿Sí? ¿Y eso por qué?

Pero en lugar de responder, María corrió a contarle al doctor Boyd las buenas noticias, convencida de que había descubierto una prueba de la identidad del hombre de la risa.

29

N
ick Dial abrió su portafolios y sacó cuidadosamente el contenido: las fotos, notas y mapas que pegaba en su tablón portátil.

Después de colgarlo en la comisaría de policía libia, lo miró y pensó qué le faltaba. Sin duda algunas fotos de Narayan. Quizá algunas tomas cercanas del arco ensangrentado. También tenía que empezar a establecer conexiones con el caso Jansen, señalar las similitudes, sin importar lo ridiculas que pudieran parecer. Sabía que muchas veces las cosas absurdas resultaban ser las más provechosas.

Mirando el sitio de su tablón dedicado a Jansen, lo primero que notó fue que su piel estaba intacta. ¿Por qué golpear brutalmente a la segunda víctima, desgarrándole la espalda hasta dejarla hecha jirones, pero dejar intacta a la primera? ¿Con Jansen se les había acabado el tiempo? ¿Algo los ahuyentó? ¿O estaban siguiendo el patrón que Dial había visto ya varias veces: cuantas más víctimas, más cómodo se sentía el asesino?

O, quizá, pensó Dial, no tenía nada que ver con la comodidad. Quizá tenía que ver con la religión, con algo que él estaba pasando por alto. Sólo para estar seguro, decidió llamar a Henri Toulon a la oficina de la Interpol para conseguir más información sobre la muerte de Cristo.

—Henri —dijo Dial—, ¿qué tal te sientes después de tu noche de alcohol?

Toulon contestó algo atontado:

—¿Cómo sabes que he estado bebiendo? ¿Estás de vuelta en Francia?

—No, pero tú siempre estás bebiendo.


Oui
, eso es cierto.

—¿Has tenido oportunidad de investigar aquella cuestión de Shakespeare de la que estuvimos hablando?

Toulon asintió, y su coleta se sacudió como la cola de un caballo.

—Sí, lo hice, y decidí que era una estupidez, un señuelo sólo para distraerte y alejarte de la verdad.

—Esperaba que dijeras eso. La intuición me decía que siguiera la veta religiosa de este caso, así que eso es lo que he estado haciendo. Habría sido jodido que
Hamlet
se metiera en todo esto.

Toulon sonrió y se puso un cigarrillo sin encender en la boca.

—¿Has encontrado algo más?

Dial observó las fotografías de la autopsia de Narayan.

—Sólo una cosa más. La víctima que hemos encontrado aquí es diferente de la de Dinamarca. He pensado que podías tener alguna teoría al respecto.

—¿Qué clase de diferencias hay?

Dial repasó con el dedo las marcas en la espalda de Narayan.

—A éste lo golpearon con una especie de látigo. Y lo golpearon salvajemente. Encontramos más sangre que piel.

—¿Lo azotaron?

—¿Azotar? ¿Así dice la Biblia?

—Así se dice. Era tan común en esa época que Juan ni siquiera tiene que explicarlo en su Evangelio. En Juan, 19, 1, escribió: «se llevaron a Jesús y lo hicieron azotar». No necesita entrar en detalles. Todo el mundo sabía lo que significaba.

—Todo el mundo menos yo —murmuró Dial—. ¿Qué aspecto tenía el instrumento?

—Usaban una especie de látigo llamado
flagellum
. En latín significa «pequeño azote».

—No había nada pequeño en las heridas de Narayan. Llegaron a cortar el músculo.

Toulon asintió.

—Esa es la idea. El
flagellum
es un látigo de cuero con unas bolas pequeñas en el extremo, de hueso o de metal. Algunas tenían incluso una especie de garra, como anzuelos de pesca con púas. Así, cuando los soldados retiraban el arma, arrancaban de paso trozos de carne.

—Un poco bárbaro.

—Pero muy común. Se hacía para debilitar al criminal, para que muriera en la cruz más rápidamente. En un sentido un poco retorcido, lo hacían por piedad.

Dial se sorprendió con la lógica. Aquellas heridas no mostraban nada piadoso. A través de la piel desgarrada podían verse las costillas de Narayan.

—¿Cuánto duraba ese castigo?

—La ley romana lo limitaba a cuarenta latigazos. La mayoría de los soldados paraban a los treinta y nueve, uno por debajo del máximo.

—¿Otra muestra de piedad?

—Exacto. Después, ataban el
patibulum
, la viga horizontal de la cruz, por detrás del cuello de la víctima, sobre los hombros.

—¿Como esas barras para levantar pesas en el gimnasio?

—Sí, como ésas, pero mucho más pesadas. Probablemente como de unos cincuenta y cinco kilos.

Dial lo apuntó en su cuaderno.

—¿Y luego?

—Lo obligaban a llevar la viga hasta el
stipes crucis
, el palo vertical, que ya estaba clavado en el suelo.

—¿Y ése cuánto pesaría?

—El doble que el
patibulum
.

Dial comprendió que la cruz entera era demasiado pesada para que la llevase un solo hombre.

—Por curiosidad, ¿por qué los artistas muestran a Jesús llevando la cruz completa en lugar de sólo uno de los tablones?

—Porque de ese modo es más dramático. Incluso Mel Gibson usó la cruz entera para su película, aunque habría sido físicamente imposible para Cristo llevarla después de ser azotado. De hecho se cayó tres veces en el camino hacia el Gólgota.

—¡Es cierto! Me había olvidado de eso. Y tenía las manos atadas, ¿no? Así que no habría podido amortiguar la caída. Habría dado con la cara contra el suelo.

—Sin duda. De hecho, mucha gente explica así la desfiguración del rostro que aparece en el Sudario de Turín. Esa imagen muestra claramente una fractura de nariz.

A Dial no le gustaba nada la dirección que estaba tomando el caso. Allí estaba él, en Libia, trabajando en un caso del siglo veintiuno y hablando de crucifixión, del Sudario de Turín y de las marcas faciales de Cristo como si fueran relevantes para la investigación. Y lo más sorprendente era que sí lo eran. No sólo relevantes, eran cruciales. Finalmente había encontrado un sentido a la nariz rota de Jansen. Tal vez no había sido un accidente. Quizá había sido hecho adrede para que se pareciese más a Cristo.

—¿Algo más, Nick? Tengo una severa necesidad de nicotina.

—Sólo una cosa más. ¿Qué sabes sobre la historia de las crucifixiones?

Toulon chupó el cigarrillo, intentando sentir su sabor.

—Supuestamente las inventaron los persas, que las traspasaron a los cartagineses, y ellos a los romanos. La mayoría piensa que las inventaron los romanos, pero éstos sólo las perfeccionaron. Llegaron a ser tan eficientes que solían apostar sobre la hora exacta a la que alguien moriría, basándose en el clima, la edad de la víctima y cuánta comida le habían dado. «Colgadlos a lo alto y estiradlos a lo ancho», decían. Y luego apostaban dinero.

—Eso suena fatal.

—Quizá para ti. Pero para ellos era un mal necesario en un mundo injusto. La manera más rápida y eficaz de solucionar sus problemas.

Dial pensó en el comentario de Toulon, y se preguntó si era con eso con lo que estaba lidiando en ese caso. Y si era así, ¿qué problemas estaban solucionando los asesinos?

Más tarde, Omar Tamher llamó a la puerta y se asomó a la diminuta habitación. Esperaba encontrar a Nick Dial trabajando en su escritorio, no paseándose de lado a lado como una pantera enjaulada.

—¿Puedo? —preguntó Tamher, sin querer interrumpir—. No quisiera…

—No hay problema. Pienso mejor cuando me muevo. Debe de ser algo relacionado con el flujo sanguíneo.

Tamher asintió.

—Yo pienso mejor descalzo… algo que ver con el aire entre los dedos.

Dial miró al suelo y vio los pies desnudos de Tamher.

—Interesante.

Tamher se rió y se acercó al tablón de Dial.

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