—Estamos mandando hombres a todos los sitios posibles, pero supongo que esos tipos llegarán a un aeropuerto grande. Les resultará más fácil confundirse con la gente.
Payne y Jones no tenían otra elección. Tenían que volar a Italia. Ésa era la única manera de alcanzar a Boyd y a María. Calcularon cuánto tiempo tardarían en llegar a Roma y si podían aterrizar antes que ellos (sobre todo porque los aviones van mas rápido que los helicópteros), eso si encontraban un vuelo directo que saliera de inmediato. Pero ése era sólo uno de sus problemas. Estaban cubiertos de fango, conducían un coche robado, no estaban en disposición de pagar con tarjeta de crédito y no tenían ni idea de adonde iban. De no ser por esos pequeños inconvenientes, las cosas se podrían solucionar en un abrir y cerrar de ojos.
Jones sabía que necesitaban un poco de ayuda, por eso llamó a Randy Raskin, para ver qué podía hacer por ellos. Si es que podía hacer algo.
—D. J. —dijo Raskin—, ¡qué agradable sorpresa!
Jones podía detectar su sarcasmo a miles de kilómetros de distancia.
—Eres consciente de que estoy trabajando, ¿verdad? ¿Y de que no trabajo para ti? —prosiguió el otro.
El tiempo era precioso, por lo que Jones fue directamente al grano. Explicó la situación (todo menos los aspectos religiosos) y pidió ayuda. Raskin pudo oír la desesperación en la voz de Jones, por lo que dejó de molestarlo y empezó a teclear.
Unos minutos más tarde, Raskin dijo:
—Hay un avión con cargamento de los Marines a punto de salir de Viena. Dentro de una hora. Te hablo de un transporte militar. No hay comodidades, pocos asientos y menos preguntas. Van hacia Madrid, pero estoy seguro de que puedo persuadirles de que paren en Roma, si es que estás interesado.
—Lo estoy.
—Entonces sin problemas… Me imagino que necesitaréis ropa limpia. La tendréis esperándoos ¿Tenéis con la misma talla que cuando estabais en MANIAC? Puedo acceder a vuestros datos y sacar vuestras tallas. Va a parecer que acabáis de visitar al jodido sastre.
El hangar estaba en una parte aislada del aeropuerto, lejos de la terminal pública. Raskin llamó al piloto y le dijo lo que Payne y Jones necesitaban, haciendo que sonase más oficial de lo que era. Cuando llegaron, el piloto ya lo tenía todo listo, incluidos calzoncillos nuevos. Todavía estaban cargando el avión, así que les dio tiempo a tomar una ducha caliente y comer algo. El tiempo lo había retrasado todo: salidas, cargamento…, de manera que podían estarle muy agradecidos. Los aviones pueden volar sobre las nubes, y en caso de tormenta maniobrar mucho mejor que los helicópteros, así que las inclemencias del tiempo también les estaba dando ventaja por ese lado.
Por Payne y Jones, ¡que siguiera siga lloviendo!
El viaje duraba ochenta minutos, lo que les dejaba tiempo suficiente para averiguar hacia dónde tenían que dirigirse. Jones llamó a uno de sus detectives en nómina y le pidió que reuniera información sobre Benito Pelati. Encontró una dirección en el centro de Roma, dos pisos cercanos donde, probablemente, mantenía a sus amantes (una práctica común entre los varones italianos adinerados), y una finca suntuosa en el lago Albano. Dante había dicho claramente que irían a hablar con su padre, y Jones asumió que querrían que la conversación fuera lo más privada posible. Eso descartaba todas las direcciones de la ciudad y los encaminaba hacia el lago. Si Jones estaba equivocado, siempre podían torturar (después de preguntar) a los hombres de Benito y averiguar dónde se estaba escondiendo.
Cuando el avión llevaba un tiempo en el aire, el piloto informó sobre un fallo técnico y pidió permiso a la Autoridad Aérea Romana para aterrizar en una de sus pistas auxiliares. Eso no sólo les permitía colarse en el orden de aterrizaje de los aviones, sino que el piloto podía rodar por la pista hacia una de las áreas de servicio donde Jones y Payne podrían infiltrarse en el país sin ser detectados. Por suerte, su plan estaba saliendo a la perfección. O eso era lo que creían.
Estaban tratando de sobornar a un tipo del personal de tierra para que los llevara al lago Albano cuando oyeron un silbato a sus espaldas. Un carrito de seguridad venía desde la pista, donde hacía sol, para entrar en las sombras del hangar. Hicieron lo que pudieron para disimular mientras el guardia de seguridad escuchaba las instrucciones por los auriculares. Masculló una o dos palabras, después volvió a escuchar con atención. Finalmente, detuvo su cochecito al lado de Payne y Jones.
—Por favor acompáñenme —dijo con un marcado acento italiano.
—¿Por qué? —preguntó Payne, fingiendo que no entendía nada—. Acabamos de llegar.
El guardia apuntó hacia una pequeña cámara que había en una esquina del hangar.
—Eso ya lo sabemos.
En cuestión de minutos, Payne y Jones fueron encerrados en el cuarto de seguridad del aeropuerto, donde se les obligó a sentarse a una mesa de metal que estaba pegada al suelo. Habían estado en suficientes interrogatorios como para saber de qué iba aquello. Muchas preguntas, muchas tácticas para asustar, café asqueroso.
Jones miró alrededor del cuarto e hizo una mueca.
—Parece familiar.
—Si Manzak y Buckner entran por esa puerta, te juro que me da algo.
Lo cierto es que aquellos dos no aparecieron, pero Payne casi se desmaya, porque jamás hubiera esperado ver aquella cara allí. Ni aquel descomunal mentón, que era en lo que Payne siempre se fijaba cada vez que hablaba con Nick Dial.
Dial entró sin sonreír, y le susurró que los dejara un momento al guardia que vigilaba a Payne y a Jones. Se negó a decir una sola palabra hasta que no estuvieron solos. En el preciso instante en que la puerta se cerró con un clic, Dial estrechó la mano de Payne y dijo:
—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cinco, seis años?
—Creo que más.
—Bueno, estás hecho una mierda… Y también tu hermana.
Jones se rió:
—Mira quién habló, abuelo.
Los tres se conocían desde hacía mucho tiempo, desde los tiempos en que Payne y Jones pertenecían a MANIAC y Dial todavía era agente de base de la Interpol. Hay bares americanos esparcidos por toda Europa, y son lugares apropiados para los turistas que añoran su casa o para los hombres de negocios que viven viajando, un lugar que sabe un poquito a hogar.
Los soldados eran los que más frecuentaban esos lugares, esperando que así se les mitigara una soledad a la que no podían acostumbrarse.
Una noche, Payne y Jones estaban jugando una partida de billar en un garito llamado Barras y Estrellas cuando oyeron un acalorado debate sobre fútbol americano. Uno de los chicos, Dial, decía que su padre había sido entrenador en Pittsburgh, y eso era todo lo que Payne necesitaba saber. Poco después, estaban tomando cerveza juntos, intercambiando historias y pasándoselo bomba. Los tres mantuvieron contacto durrante años, se veían ocasionalmente para cenar si coincidían en la misma ciudad. Desafortunadamente, dada la naturaleza secreta de los MANIAC, eso no se produjo tantas veces como hubieran deseado.
El hecho de haberse reencontrado en una situación así era un poco surrealista para todos. Dial no tenía ni idea de poi qué Payne y Jones estaban intentado entrar clandestinamenlc en Italia. Y ellos no tenían ni idea de por qué Dial los había detenido.
Cuando terminó el intercambio de bromas, Dial se puso serio.
—Chicos, hay un pequeño problema. En este momento es tamos identificando a todos los que tienen experiencia milita i en el aeropuerto, y tenemos un vídeo en el que se os ve entrar ilegalmente en el país.
—Teníamos una buena razón para ello —le aseguro Pay ne—. Sé que te va a sonar a cosas de locos, pero dos de núestros amigos han sido traídos a punta de pistola desde Viena hacia aquí, y hemos venido para rescatarlos.
—Tienes razón. Suena como si estuvieras loco. ¿Por qué no llamaste a la poli?
—No podía. No tratándose de esos dos. Demasiadas preguntas.
—¿Cómo?
—Incluso tú los estás buscando.
—¿Ah sí? —Dial se inclinó hacia adelante, un poco cabreado—. ¿Cómo se llaman?
—Nick, no puedo. No podemos.
—Jon, si quieres volver a verlos, dame sus nombres. Si no, morirán mientras nosotros jugamos a las preguntas y a las respuestas.
Dial tenía razón, entonces Payne y Jones le informaron durante varios minutos, omitiendo al máximo todo lo relacionado con Cristo y las Catacumbas pero dando a Dial la información que necesitaba. Payne le enseñó las notas que habían tomado sobre las direcciones de Pelati y le explicaron por qué pensaban que se dirigirían al lago Albano y no a la ciudad.
—Entonces déjame que me aclare, los Pelati son responsables de todos los asesinatos, de la violencia y de los secuestros. El doctor Boyd no es más que una cabeza de turco.
—Sí —confirmó Payne—. Algo así.
Dial se recostó contra su silla y sonrió, una reacción que hubiera sido muy diferente de no ser por el historial que tenían los tres. Payne advirtió que Dial todavía estaba digiriendo lo que le acababan de contar:
—Bien, chicos, he aquí el dilema. Yo no puedo llamar así como así al departamento de policía local y decir que uno de los hombres más poderosos de Italia es culpable de todo lo que le acusáis. Sobre todo sin pruebas.
—Pero ya tienes las pruebas. Nos tienes a nosotros como testigos —le dijo Jones.
—¿Testigos de qué? Nunca habéis visto a Benito haciendo nada de lo que le acusáis. Además, habéis entrado ilegalmente en el país, ni siquiera estáis aquí oficialmente. Sois personas non gratas.
—Bien —contestó Payne, decepcionado—. Pero, por favor, haz algo. Al menos podrías mandar agentes de la Interpol al lago. Te repito que María y Boyd corren peligro.
—Jon, no puedo. Estamos demasiado repartidos por toda la ciudad y el asunto es muy embarazoso.
El sonido del móvil de Dial rompió su concentración. Miró el número con cara de fastidio, hasta que se dio cuenta de quién le llamaba. Se puso en pie de un salto y les dijo a Payne y a Jones que tenía que coger esa llamada:
—Soy Dial.
—Nick, soy el cardenal Rose. Siento llamarte a estas horas, pero me pediste que te mantuviera informado si corrían rumores en el Vaticano. Bueno, es tu día de suerte.
Durante los minutos siguientes, Rose le informó sobre lo que Benito había hecho en la ultima reunión del Consejo Supremo. Al menos, todo lo que le había contado el representante de Estados Unidos con unas copas de más. Llenas de una bebida muy fuerte. Rose se rió y añadió:
—Hubiera obtenido mas información, pero se me terminó el bourbon.
Dial le agradeció al cardenal la información, después regresó a la mesa en una disposición muy diferente. Hacía sólo un minuto se quejaba porque no tenía pruebas suficientes y aseguraba que no podía arriesgarse a mover a sus agentes, ahora tenía incluso una sonrisa en el rostro y le brillaban los ojos.
—Bueno —preguntó—, ¿habéis estado alguna vez en el lago Albano?
E
l helicóptero rugía a través de las aguas calmadas del lago Albano y aterrizó en un patio de piedra a cien metros de la casa principal. Construida en el siglo XVI, la finca estaba al borde de un cráter volcánico prehistórico que ofrecía unas vistas espectaculares del lago, el bosque y el valle.
Los recuerdos de su niñez inundaron a María mientras miraba fijamente a través de la ventanilla del helicóptero el lugar que algún día consideró como su casa. Pensamientos sobre su madre y sobre los juegos tontos a los que solían jugar la llenaban tanto de nostalgia como de náuseas.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —le preguntó Dante mientras abría la ventanilla—. ¿Diez años?
Ella lo ignoró, no estaba de humor para hablar con la persona que la estaba obligando a caminar por los senderos de la memoria. Para ello, ese hombre ya había arruinado su vida una vez y ahora amenazaba con volverlo a hacer.
Era irónico, porque María y Dante habían sido entre los hermanos Pelati los que se habían sentido más próximos. Pese a tener madres diferentes y llevarse doce años, sufrían ambos la carga de no ser los primogénitos de Benito y tuvieron que aguantar las consecuencias de toda la desilusión que representaban.
Mientras Roberto era tratado como si fuera de la realeza, María y Dante eran como ciudadanos de segunda, sin recibir las atenciones ni el amor que su hermano mayor disfrutaba. Con el tiempo, Benito se ablandó con Dante y, al darse cuenta de que su segundo hijo era inteligente, le permitió entrar en el negocio familiar, justo antes de que mandaran a María a estudiar fuera. Como es lógico, ella vinculó a los dos, y desvió parte del odio que sentía contra su padre hacia Dante. Para ella, Dante le había dado la espalda para poder ganarse un poco de afecto paterno. Era un acto que aún no había olvidado. Ni perdonado.
María bajó del helicóptero y esperó a que Boyd hiciera lo mismo. Los dos habían permanecido callados durante todo el viaje desde Viena. Dante trató de interrogarlos durante los primeros diez minutos, pero cuando vio que habían decidido no hablar, se inclinó por no presionarlos. Sabía que allí sus opciones eran limitadas, y que podía ser más persuasivo cuando aterrizaran.
Unas luces centellearon en los árboles mientras caminaban a través de un jardín muy cuidado antes de llegar a una pasarela de piedra. A mano izquierda, unas columnas de mármol rodeaban una piscina de aguas cristalinas y a la derecha unas estatuas delimitaban el camino. Un amplio conjunto de escaleras los condujo a un patio abierto y a la entrada trasera de la casa.
Dante tecleó su código de seguridad:
—Papá estará en el Vaticano hasta mañana por la mañana. Hay cosas que tenemos que discutir antes de su llegada.
María casi vomita al oír la palabra
papá
. Ella creció sola y no estaba dispuesta a que aquel hombre reapareciera en su vida. Ahora no. No si iban a asesinarla por sus actos. Ésa era una forma muy cruel de morir: obligada a verlo por última vez antes de que la mataran.
—¿Te acuerdas de su despacho? —le preguntó Dante.
El vestíbulo tenía más de seis metros, de manera que la voz retumbaba mientras hablaban.
—Yo solía leerte cuentos, allí, junto a la chimenea. Tu madre se enfadaba mucho conmigo. Siempre me reservaba las más terroríficas para la hora de dormir. Te asustaba tanto que ella tenía que dormir contigo la mitad de la noche.