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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (48 page)

BOOK: La señal de la cruz
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El grupo se instaló en un café Internet del centro de Viena, justo en mitad de la Ringstrasse, un boulevard de cuatro kilómetros flanqueado de monumentos, parques, escuelas y la mundialmente famosa Ópera del Estado. Al nordeste podía verse la parte superior de la catedral de San Esteban, una torre de ciento treinta y cinco metros que se eleva por encima del edificio como una estalagmita gótica. El propio café era amplio y bullicioso, estaba lleno de turistas que comían y tomaban café mientras consultaban su correo electrónico.

Payne se puso en contacto con la oficina de Frankie y le pidió que le mandara el fax con toda la información que había descubierto. Pero Payne no estaba dispuesto a darle el núme ro de fax del café, por si el teléfono de Frankie estaba pinchado, así que imaginó un plan para poder recibir la información. El único problema era que Payne tenía que esperar a que Frankie saliera de la oficina y encontrase una línea libre.

Mientras tanto, Jones llamó a Raskin al Pentágono y le informaron de que la cuarta crucifixión acababa de tener lugar en Pekín. El caso había sido retransmitido por televisión a todo el mundo.

Le dijo a Payne que encontrara una televisión desde la que pudiera ver la
CNN
mientras él recogía más información sobre los otros tres asesinatos. La cobertura que había hecho la televisión era muy sensacionalista. Un hombre clavado en una cruz que flotaba en el aire mientras, a cámara lenta, la sangre le goteaba de las heridas en las manos, los pies y el costado. Mientras, un locutor hablaba monótonamente sobre la reciente serie de crímenes. Siguió una entrevista con un «experto» que decía que no tenía ni la más remota idea de las razones por las que habían ocurrido esos asesinatos.

Payne miró la pantalla durante unos minutos hasta que sintió una mano sobre el hombro. No era una mano amenazante, sino un leve golpecito. Se volvió y vio a Ulster. Estaba pálido y en sus pómulos se veían las huellas de unas lágrimas. Acababa de terminar su conferencia telefónica con Küsendorf y era obvio que las noticias lo habían conmocionado. Payne lo llevó a una de las sillas más próximas, hizo que se sentara y él se sentó a su lado. No lo presionó con preguntas hasta que no lo vio preparado y dispuesto a decir algo. Ya había visto en su vida a suficientes soldados en estado de shock como para saber cuál era la mejor manera de acercarse a ellos.

Pasaron unos cuantos minutos antes de que Ulster pudiera hablar sobre el daño que habían sufrido los Archivos. Eran más graves de lo que había previsto. Las bóvedas habían logrado proteger sus colecciones más valiosas del daño del agua y el fuego, pero aun así, bastantes paredes exteriores habían quedado destruidas, lo que suponía un grave riesgo para la estructura del edificio. De manera que, pese a que todos los objetos estaban a salvo, la casa podía derrumbarse destruyéndolo todo.

—Tengo que volver allí —le dijo a Payne—. No me importa si con ello arriesgo mi vida; tengo que irme.

Payne estaba de acuerdo con él, aunque sabía que Ulster caminaba hacia su sentencia de muerte. Los soldados debían de estar esperando allí, y eran hombres a los que se les hacía la boca agua sólo con pensar que podían atrapar y torturar a un hombre para obtener información sobre Boyd, las Catacumbas y todo lo demás. En cualquier otra ocasión, Payne se hubiera ofrecido voluntario para ir con él como su escolta personal, pero ahora no podía. No con todo lo que estaba pasando. Los servicios de Payne eran necesarios en Viena o adonde fuera que se dirigiesen después.

Pero eso no quería decir que fuera a abandonarlo.

—¿Podrías esperar doce horas? —preguntó Payne.

Ulster parpadeó varias veces y luego lo miró, confundido.

—¿Por qué?

—Doce horas. ¿Podrías esperar ese tiempo antes de volver allí?

—Jonathon, ambos sabemos que no puedes acompañarme.

—Tienes razón, yo no podré ir, pero eso no significa que no pueda ayudarte. Si me das doce horas, te prometo que tendré un equipo armado esperando para protegerte. Además, te encontraré a los mejores ingenieros, un equipo que ni todo el dinero del mundo podría pagar y que te ayudarán a salvar tu propiedad. Confía en mí, harán un trabajo mejor que cualquier otra compañía de restauración.

Ulster estaba a punto de rechazar la oferta de Payne; se lo veía en los ojos. Estaba a punto de agradecerle a Payne su oferta y luego declinarla amablemente por el coste, por su orgullo, o por cualquiera de las cien razones a su disposición. Payne lo sabía porque él hubiera hecho lo mismo. Por eso decidió adelantársele, y le recordó el trato que habían hecho. Payne le dijo:

—Cuando nos conocimos, te prometí que si me dabas acceso sin restricciones a los Archivos y a tus servicios, te lo pagaría de alguna forma. Bueno, ha llegado la hora de que cobres. Dile a Franz que te conduzca despacio de camino a casa, porque en doce horas tendré a mis hombres esperándote en la frontera suiza. Sabrás quiénes son y que están de nuestro lado porque conocerán nuestra contraseña.

—¿Contraseña? —preguntó Ulster con lágrimas en los ojos—. ¿Qué contraseña?

Payne le estrechó la mano:

—La contraseña es «amigo».

Payne hizo unas llamadas a sus colegas y éstos le aseguraron que sabían lo que tenían que hacer. A partir de ese momento, estuvo seguro de que tanto Petr Ulster como sus Archivos iban a sobrevivir.

El móvil de Payne vibró llevándolo de vuelta a Viena. Frankie lo llamaba para saber el número de fax del café. Payne le preguntó:

—¿Alguien te ha seguido?

—No —le aseguró—. He sido muy cuidadoso.

—Apunta.

Le dio el número, luego le dijo que quemara los papeles y la confirmación del fax cuando terminara. También que borrara la memoria del mismo.

—¿Dónde puedo localizarte?

—En mi oficina. Estaré en mi oficina.

Payne gruñó. Ese era el último lugar donde quería que estuviera. ¿Por qué creía Frankie que le había hecho usar un fax público?

—Vete a cualquier otro lugar, pero no a tu casa. La casa es lo más fácil de rastrear.

—Puedo ir a un hotel.

—Perfecto —le dijo Payne—. Paga al contado y utiliza un nombre falso, uno que no se te olvide, algo como… James Bond.

—¡Sí! —chilló. Obviamente le había gustado la idea.

Frankie le dio el nombre del hotel más cercano del que se podía acordar. Payne memorizó el nombre.

—Ve ahí en cuanto termines. Tu habitación y el servicio de habitaciones corren de mi cuenta, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —repitió él.

—Y no utilices tu tarjeta de crédito para nada.

—Nada de tarjeta. Prometido.

—Gracias, Frankie. Te llamaré pronto.

Treinta y cuatro segundos. No estaba mal. Sobre todo si aquel fax le ayudaba a averiguar algo. Pero tenía sus dudas. ¿Qué demonios podía saber Frankie que Payne no supiera?

Unos minutos más tarde tuvo la respuesta. Aquel pequeño bastardo había acabado siendo de gran ayuda.

Boyd y María se llevaron la revista del príncipe Eugenio al café y se sentaron delante de uno de los ordenadores. María tecleaba, mientras Boyd, que seguía llevando aquella ridicula crema protectora en la nariz, le decía lo que tenía que teclear. El curioso de Payne quería saber qué estaban buscando, pero no podía separarse de la máquina hasta que el fax le llegara.

Jones se unió a Payne unos segundos después, tras una llamada de veinte minutos con Randy Raskin. Y dijo:

—Tío, adoro llamar al Pentágono a cobro revertido. Pagando con nuestros impuestos.

—¿Cobro revertido desde Austria? Eso son mil dólares.

—Pero ha valido la pena. —Echó un vistazo a sus notas—. Hasta ahora, ha habido cuatro crucifixiones: en Dinamarca, en Libia, en América y China. Todos los asesinatos son demasiado similares como para ser una coincidencia o un criminal que esté imitando a otro.

—En pocas palabras: se trata de un solo equipo.

Jones negó con la cabeza:

—Cuatro equipos diferentes.

—¿Cuatro? Los asesinatos fueron en días distintos, ¿verdad?

—Cierto, pero los raptos coinciden en el tiempo. Súmale a eso el viaje, las diferencias horarias y todo lo demás y entenderás por qué la policía cree que fueron varios equipos. Si no cuatro, al menos dos.

Payne lo consideró unos instantes, tratando de averiguar qué ganaba alguien crucificando a cuatro personas al azar.

—¿Alguna conexión entre las víctimas?

—Nada a primera vista. Lugares de nacimiento distintos, ocupaciones distintas, todo diferente excepto el hecho de que todos eran hombres de poco más de treinta años. La misma edad que tenía Cristo cuando murió.

—Jesús —dijo Payne asombrado.

—Sí, ese mismo. De todas maneras, le dije a Randy que las crucifixiones pueden estar relacionadas con nuestro caso, por lo que le pedí que revisara los registros telefónicos del agente Manzak, es decir, Roberto Pelati. No vas a creerlo, pero realizó llamadas a Dinamarca, a China, a Tailandia, a América y a Nepal en las últimas seis semanas. O estaba planeando unas vacaciones por todo lo alto, o ése es nuestro hombre.

—¿Nuestro hombre para qué?

Jones se encogió de hombros.

—Esa es la pregunta del millón de dólares.

Una pregunta de un millón de dólares. Vaya broma. Esa expresión ya no tenía el mismo significado de antes. Concursos, cretinospuntocom y ganadores de realitys lo ganaban ya casi sin esfuerzo. Payne dudaba que Roberto Pelati hubiera hecho todo eso por unos simples millones de dólares. Por mil millones, quizá. Pero desde luego por un millón, no. Esa cantidad de dinero era nada para un criminal de nuestro tiempo.

Además, ¿a quién en el mundo le sobran mil millones de dólares? Sólo a Bill Gates, a Ted Turner y al resto de la lista
Forbes
. Y, probablemente también, a un jeque o dos. Y a lo mejor a alguien de la realeza. Otra cosa sería conquistar un gran país para apoderarse del dinero sin que los ciudadanos lo echasen de menos. Pero eso era imposible…

A menos que… un segundo… a menos que… ¡Caray! A me nos que fuera un país sin ciudadanos. Un país del que nadie supiera los millones que poseía su tesoro. Un país que lo pudiera perder todo si determinada información llegara a hacerse pública.

Dios santo, eso era. Se trata del dinero del Vaticano.

Todo lo que estaba ocurriendo: las Catacumbas, las crucifixiones, la búsqueda del doctor Boyd, todo, estaba a punto de concentrarse en un solo punto. El equipo comandado por Pelati quería el secreto y haría cualquiera cosa por conseguirlo.

Podía ser eso. Tenía que ser eso.

El sonido de la máquina del fax lo apartó de sus pensamientos. No tenía ni idea de lo que le estaba mandando Frankie, pero rezaba para que respaldara sus suposiciones. De otro modo volverían a estar como antes. Bueno, tomó el primer papel y leyó la información por encima. Frankie había descubierto quién había muerto durante la colisión del helicóptero gracias a las fotografías que Donald Barnes había hecho del lugar del siniestro. Y había localizado sus historiales. Todo el informe estaba redactado con ordenador excepto una nota escrita a mano en la parte inferior de la hoja que decía que le mandaba también las fotografías y unas gráficas. Estaban en camino. Payne se rió con la ocurrencia. Era una broma, claro.

No, no era una broma. Frankie incluyó las fotografías de las cabezas de las cuatro víctimas (antes y después de morir), luego un gráfico para ilustrar dónde habían sido entrenados los tres soldados y durante cuántos meses antes de tomar parte en aquella misión fatal.

En otra nota mencionaba que el piloto era un poli de Orvieto que no encajaba mucho con el resto de la cuadrilla porque, a diferencia de los otros, nunca había sido miembro de la Guardia Suiza.

La Guardia Suiza, ésa era la prueba. Era la prueba, la única pieza que faltaba para cohesionar una evidencia que ya no se podía negar. Si un miembro de la Guardia Suiza estaba involucrado, entonces el Vaticano tenía que estar detrás, puesto que el único objetivo de la Guardia Suiza es proteger al papa.

A menos, claro, que Benito estuviera detrás del ataque. ¿Y si contrató a antiguos miembros de la Guardia para hacer el trabajo sucio?

—¿Sabes esa pieza que nos faltaba para completar el puzzle? Creo que ya la hemos encontrado —le dijo Payne a Jones.

Le informó de todo: del dinero, de los asesinatos y de su teoría sobre Benito. Sabía que no eran más que conjeturas, pero eso era lo mejor de su papel en todo aquel asunto: a ellos les importaba un pepino la ley. No eran polis, y tampoco actuaban por ninguna convicción. Simplemente trataban de averiguar la verdad, fuera ésta la que fuera.

Rezaban para estar todavía a tiempo de poder castigar a las personas que los habían metido en aquel lío.

Y como si se tratase de un milagro, sus oraciones iban a ser respondidas en menos de una hora.

68

C
HANG oyó el teléfono y revisó su identificador de llamadas. Le quitó el volumen a su televisor donde en aquel momento estaban dando lo que había ocurrido en Pekín, y respondió. Desde algún punto sobre el Atlántico, Nick Dial dijo:

—Dime qué sabes sobre el fax.

Chang abrió sus notas.

—Fui a la comisaría desde la que se mandó el fax y hablé con el encargado. Y creo que nos dieron mal la información.

Dial apoyó la cabeza contra la pared del avión.

—¿Qué quieres decir?

—Que no pudo mandarse desde allí porque esa máquina en particular no puede enviar nada. Está programada tan sólo para recibir faxes, no para mandarlos. Lo hicieron así para evitar la cantidad de faxes personales que enviaban los polis.

Dial sonrió con satisfacción, impresionado. Advirtió que la tecnología actual había llegado a tal punto de desarrollo que cualquiera podía cambiar su número de teléfono para que se grabara el erróneo en el identificador de llamadas. El propósito, sin duda, era distraerlo y que abandonase la investigación mientras el asesino planeaba otra cosa:

—Dime algo sobre China.

Chang le informo sobre las últimas noticias, que incluían una noticia sin confirmar según la cual se identificaba a la víctima como Paul Adams, un hombre conocido en todo el mundo como San Sydney, a causa de su fama como misionero.

—Hay que joderse. Ya tienen a los cuatro.

En realidad ésa era la información que había estado desean do escuchar. Demostraba que su teoría sobre la señal de la cruz era correcta. Y también que si los asesinos iban a seguir el mismo patrón, tal vez llegaran a Italia al mismo tiempo que él.

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