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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper (18 page)

BOOK: La señora Lirriper
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—¡Qué no darías por ser el protagonista, en lugar de desempeñar un papel secundario! —exclamé con cierta maldad por mi parte, pues la presteza de Dewsnap me resultaba un tanto ofensiva.

—Al contrario, mi querido amigo. Me interesa tanto el asunto que me identifico contigo por entero, y me siento como si fuese el protagonista. —«En tal caso, amigo mío, debes de estar teniendo una sensación muy curiosa en la boca del estómago», pensé para mí. No obstante, no llegué a expresarlo con palabras. Sólo lo reseño como un ejemplo; más de la naturaleza errática del pensamiento—. Y a propósito —observó Dewsnap, metiéndose el desafío en el bolsillo y disponiéndose a partir—, he olvidado decirte que he mandado llamar a un par de amigos nuestros.

—¡Un par de amigos! —repetí en tono irritado, o, mejor dicho, enfadado.

—Sí, Cripps viene para acá, y Fowler, y tal vez Kershaw, si consigue escaparse. Estuvimos hablando de tu tropiezo la, noche antes de venir yo, y se mostraron tan interesados; pues desde el primer momento predije que todo esto terminaría en un encuentro, que van a venir a echarte una mano.

¡Cómo maldije mi propia locura al haber confiado la salvaguarda de mi honor a un amigo tan entusiasta! Cuando se marchó, muy erguido y quisquilloso, con aquel condenado desafío en el bolsillo, pensé que, desde luego, parecía sediento de sangre. Y luego los demás tipos que estaban dispuestos a venir con el expreso propósito de ver cómo le pegaban un tiro a alguien. Pues ése y no otro era su objetivo. Estaba totalmente convencido de que, si por alguna afortunada circunstancia no se producía derramamiento de sangre, mis supuestos amigos volverían a casa disgustados.

Esta sucesión de ideas se vio interrumpida por la aparición al otro lado de la ventana de tres figuras humanas. Dichas figuras resultaron ser nada menos que las de los individuos cuya afición a las emociones fuertes había estado condenando con tanta firmeza en mi imaginación. Ahí los tenía: los señores Cripps, Fowler y Kershaw, sonriendo y haciéndome gestos desde el otro lado de la ventana, como idiotas vulgares y sin sentimientos. Y uno de ellos (creo que fue Cripps) fue tan brutal que adoptó la actitud supuestamente propia de un duelista, con la mano izquierda detrás de la espalda y la derecha levantada como si estuviese a punto de disparar una pistola imaginaria.

Entraron directamente en la sala, vulgares y ruidosos, riendo y carcajeándose… haciendo comentarios sobre cómo me veían, preguntándome si había hecho testamento, lo que les dejaba a cada uno de ellos, y comportándose de un modo calculado para agriar la dulzura de la bondad humana. ¡Cómo se divirtieron! Cuando se enteraron de que Dewsnap había partido en son de guerra y que podía volver en cualquier momento con la fatídica respuesta, sólo les faltó relamerse. Se sentaron y se quedaron mirándome y de vez en cuando uno de ellos decía, con una risita grave: «¡Eh, muchacho! ¿Cómo te encuentras?». Cuando Dewsnap regresó con la funesta noticia de que el desafío había sido aceptado y de que habían acordado el encuentro para las ocho de la mañana del día siguiente, casi sentí un horrible alivio.

Los muy rufianes disfrutaron del día como nunca. Les alegraba tanto lo que iba a suceder al día siguiente que servía de acicate para todo lo que hacían. Aguzaba su apetito, estimulaba su sed, impartía un encanto añadido al juego de bolos con el que se entretuvieron toda la tarde. La velada la consagraron a disfrutar de la buena camaradería. Dewsnap, después de pasar un rato engrasando los gatillos de las pistolas, apuntó que las armas estaban en tan buenas condiciones que «podrían volarle a alguien la cabeza casi sin que se diera cuenta». Hizo esta observación tan inhumana justo cuando nos despedíamos antes de retirarnos a dormir.

Pasé la mayor parte de las horas de oscuridad escribiendo, cartas de despedida a mis parientes y redactando un epigrama para Mary Nuttlebury con la esperanza de amargarle lo que le quedara de vida. Luego me tumbé en la cama —que no era precisamente cómoda y estaba llena de bultos— y hallé por unas horas el olvido que estaba buscando.

Fuimos los primeros en llegar al campo del honor. Del hecho fue necesario hacerlo, pues aquellos tres feroces anabaptistas, Cripps, Fowler y Kershaw, tenían que esconderse en sitios desde donde pudieran ver sin ser vistos; pero incluso después de ocultarlos y de que se cumpliera la hora fatídica tuvimos que esperar tanto tiempo que empecé a albergar la vaga esperanza —el temor, quiero decir— de que a mi adversario le hubiese sobrecogido súbitamente el pánico y hubiese huido en el último momento, dejándome a cargo de la situación con una incruenta victoria.

Oímos voces y unas risas —¡unas risas!— justo cuando estaba considerando la perspectiva de escapar honorablemente de mi peligrosa situación. Un momento después, mi antagonista, todavía charlando y riendo con alguien que lo seguía de cerca, saltó el torniquete de una valla junto al campo en que estábamos esperándolo. Sonriendo con descaro, preguntó a su testigo, que era el aprendiz de boticario del pueblo, si se le daba bien sanar heridas de bala.

Justo en ese instante ocurrió un incidente que ocasionó un leve retraso. Uno de los anabaptistas —Cripps—, a fin de ocultarse lo mejor posible y tal vez también de no exponerse a recibir un tiro, había optado por subirse a un árbol desde donde veía perfectamente el campo de acción, pero no tuvo la precaución de elegir bien su posición y confió su peso a una rama que se reveló incapaz de sostenerlo. En consecuencia, sucedió que, justo cuando los testigos empezaban con los detalles preliminares, y durante una pausa terrible, el desdichado Cripps cayó con estrépito al suelo, donde quedó sentado al pie del árbol en un indigno estado de postración.

Después se produjeron un revuelo y una confusión inauditos. Mi oponente, al descubrir que había una persona escondida observando lo que hacíamos, concluyó, como es lógico, que podía haber más. Procedió a registrar de inmediato la zona, con el resultado de que descubrió a mis otros dos amigos, que se vieron obligados a salir humillados y abatidos de su escondrijo. Mi adversario no quiso ni oír hablar de librar un duelo en presencia de un público tan numeroso, por lo que se decidió —con gran satisfacción por mi parte— la expulsión de los tres brutales anabaptistas del campo del honor. La pinta que tenían al retirarse por el sendero en fila india fue la más abyecta que he visto en toda mi vida.

Una vez despachado este pequeño inconveniente, faltaba el gran asunto del día, y se hizo necesario resolver aún muchas deliberaciones. Había opiniones para todos los gustos acerca de hasta el más nimio de los detalles relacionados con nuestras mortíferas operaciones. Se discutió el número de pasos que debían separar a los combatientes, la longitud de dichos pasos, la forma correcta de cargar las pistolas, el mejor modo de dar la señal de disparar… prácticamente todo. Pero lo que más me repugnó fue la frivolidad de mi oponente, que parecía tomárselo todo a risa y se burlaba con desdén de todo lo que se hacía o decía. «¿Tan afortunado se cree —me pregunté— que se comporta con tamaña puerilidad cuando está a punto de arriesgar la vida?».

Por fin concluyeron todos los preliminares, y el señor Huffell y yo nos plantamos desafiantes el uno frente al otro a una distancia de tan sólo doce pasos. El muy animal seguía sonriendo y, cuando le preguntaron por última vez si estaba dispuesto a disculparse, soltó una carcajada.

Habíamos dispuesto que uno de los testigos, el de Huffell, de hecho, contaría uno, dos y tres, y que al oír la palabra «tres» los dos dispararíamos (si podíamos) al mismo tiempo. Mi corazón estaba tan oprimido en aquel momento que creí que debía de haber reducido su tamaño a la mitad y me sentí muy ligero como si fuese muy alto, igual que ocurre después de sufrir un ataque de fiebre.

—¡Uno! —gritó el boticario, y la palabra fue seguida de una larga pausa—. ¡Dos!

—¡Alto! —gritó una voz, que reconocí como la de mi adversario—, tengo algo que decir.

Me volví, y vi que el señor Huffell había arrojado al suelo su pistola y había abandonado el lugar asignado.

—¿Qué tiene usted que decir, señor? —preguntó con severidad el inexorable Dewsnap—. Sea lo que sea, ha escogido un momento muy poco oportuno para hacerlo.

—He cambiado de opinión —dijo el señor Huffell con voz lacrimosa—, creo que batirse en duelo es un pecado y acepto disculparme.

Por mucho que me sorprendiera esta declaración, no pude sino reparar en que al boticario no parecía afectarle.

—¿Acepta disculparse? —preguntó Dewsnap—. ¿Renuncia a sus pretensiones sobre la dama? ¿Está dispuesto a expresar su profunda contrición por las expresiones insolentes que dedicó a mi amigo?

—Lo estoy —fue su respuesta.

—¡Piense que tendrá que ponerlo todo por escrito! —estipuló mi inflexible amigo.

—Lo tendrán todo por escrito —repuso la voz contrita.

—En fin, es un caso de lo más extraordinario y que nos satisface poco —afirmó Dewsnap volviéndose hacia mí—. ¿Qué debemos hacer?

—Nos satisface poco, pero supongo que tendremos que aceptar sus disculpas —respondí con aire displicente y despreocupado. Mi corazón volvió a henchirse en ese mismo instante.

—¿Por casualidad alguien lleva consigo útiles de escritura? —preguntó mi testigo en un tono nada conciliador.

Sí, el boticario llevaba y se los entregó al momento: un cuaderno de notas de gran tamaño y una pluma de tinta indeleble.

Mi amigo Dewsnap dictó una disculpa abyecta y humillante, y el vencido y abochornado Huffell la puso por escrito. Cuando añadió su firma al documento, éste ocupaba una hoja completa del libro de notas. Arrancó la hoja y se la entregó a mi representante. En ese momento oímos el lejano campanario del pueblo dar las nueve.

El señor Huffell se sobresaltó, como si el día estuviese más avanzado de lo que había imaginado.

—¿Está todo en regla? —preguntó—. En tal caso, no hay nada que nos retenga en un lugar tan poblado por recuerdos dolorosos. Caballeros, les deseo muy buenos días a ambos.

—Buenos días, señor —respondió Dewsnap con sequedad—, y permítame añadir que tiene usted motivos para considerarse un joven muy afortunado.

—Crea usted que lo hago —repuso aquel vil desgraciado.

Y con esas palabras se despidió y desapareció al otro lado de la valla, seguido muy de cerca por su compañero. Una vez más, me pareció oír que la pareja se echaba a reír nada más cruzar el seto.

Dewsnap me miró y yo lo miré a él, pero no supimos cómo interpretar aquello. Era totalmente inexplicable que un hombre llegara al punto de tener el dedo en el gatillo de la pistola, esperase a que el testigo estuviese a punto de dar la señal de disparar y luego se viniese abajo de un modo tan lamentable. Sin duda era, coincidimos mi amigo y yo, la muestra de cobardía más desdichada que habíamos presenciado jamás. Otra cuestión en la que estuvimos de acuerdo era que habíamos salido de aquel asunto con un honor y una gloria que pocas veces consiguen los hombres en esta época tan práctica y poco novelesca.

Y ahora, hete aquí al vencedor y a sus amigos reunidos en torno a la pequeña mesa del comedor de la taberna Jorge y el Dragón para celebrar su triunfo con un desayuno en cuya preparación debieron de utilizarse todos los recursos de dicho establecimiento.

La ocasión no pudo ser más solemne. Admito que fue un momento glorioso para mí. Mis partidarios, lógicamente orgullosos de su amigo y deseosos de celebrar debidamente los sucesos de la mañana, me invitaron a su coste. Aquellos amigos del alma dejaron de ser mis invitados y yo me convertí en el suyo. Dewsnap presidía sentado en un sillón —estilo Windsor—, yo me senté a su derecha, mientras que al otro extremo de la mesa, que no quedaba muy lejos, otro sillón de estilo Windsor daba acomodo a la persona del señor Cripps. Las viandas que nos sirvieron desafiaban toda descripción, y una vez dimos cuenta de ellas y la presidencia pidió una botella de champán, nuestra hilaridad rozó lo escandaloso. Mi propia alegría, no obstante, se veía refrenada por una idea que ni siquiera por un momento se apartó de mi cabeza. ¿Acaso no tenía un motivo secreto de alegría que el champán no podía aumentar ni disminuir? ¿No había abdicado formalmente mi rival y yo iba a presentarme ese mismo día ante Mary Nuttlebury como un hombre que había arriesgado la vida por su causa? Sí. Esperé con impaciencia el momento en que mis buenos amigos se marchasen y decidí que, en cuanto se fuesen, iría a tomar posesión del campo tan ignominiosamente abandonado por mi rival y disfrutaría de los frutos de mi victoria. La voz de mi amigo Dewsnap me sacó de aquellas reflexiones. No obstante, no era el amigo quien hablaba, sino el maestro de ceremonias.

El señor Dewsnap empezó observando que nos habíamos reunido en una ocasión y en unas circunstancias de peculiarísima —casi podría haber dicho anómala— naturaleza. Para empezar, estaban celebrando una reunión social… no, una reunión jovial, a las diez de la mañana. He aquí una primera anomalía. Y ¿para qué se había concertado dicha reunión? Para celebrar un acto que podía incluirse entre las proezas normalmente asociadas a una época pasada, y no a aquella en la que un destino inexorable había condenado a vivir a la presente generación. He aquí la segunda anomalía. Sí, eran anomalías, pero ¡qué anomalías tan deliciosas! ¡Ojalá hubiese más! La moda actual —prosiguió el señor Dewsnap— era despreciar la práctica del duelo, pero él, por su parte, siempre había tenido la sensación de que había circunstancias en la vida en que recurrir a las armas podía hacerse necesario… y aun inevitable si uno era quisquilloso en cuestiones de honor, por lo que en su opinión era de decisiva importancia que la práctica del duelo no cayera del todo en desuso, sino que pudiera recurrirse a ella de vez en cuando, como había ocurrido en… en… en suma, en la presente ocasión.

En ese momento, curiosamente, se oyó un amortiguado griterío en la distancia. Provenía, sin duda, de la garganta de algunos muchachos del pueblo, y pronto se apagó. No obstante, bastó para hacerle perder el hilo a nuestro maestro de ceremonias, que se vio obligado a seguir por otros derroteros.

—Caballeros —dijo el señor Dewsnap—, confío en que sepan disculparme si las palabras no salen de mis labios con la fluidez que quisiera. Para empezar, amigos míos, estoy profundamente conmovido, y eso basta para privarme de la elocuencia de la que podría hacer gala en otro momento. Del mismo modo, debo reconocer con franqueza que no estoy acostumbrado a hablar en público a las diez de la mañana, y que la luz del día me desconcierta. Sin embargo —prosiguió la presidencia—, no veo por qué ha de ser así. ¿Acaso no se celebran en pleno día los banquetes de boda? ¿Y no se pronuncian discursos con motivo de tales ocasiones? Y, después de todo, ¿por qué no íbamos a considerar esta comida, hasta cierto punto, un banquete de boda? Parecen ustedes sorprenderse, caballeros, al oír esta pregunta, pero díganme, por favor, si el acontecimiento que vamos a celebrar, el evento de esta mañana, no ha sido el primer acto de un drama que todos esperamos que termine en boda… La boda de nuestro noble y valiente amigo…

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