La señora Lirriper (31 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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Philip trabajaba ya con su padre y su tío, dos prósperos fabricantes de licor, cuya fábrica tenía una fachada tan imponente por el lado que daba al río que casi resultaba creíble la leyenda de que una vez la habían confundido con el hospital de Chelsea. Por el otro lado, uno se hundía en una larga callejuela, oscura y estrecha, que era el único acceso a aquella mina de oro. Recorrí a tientas el pasadizo al caer la tarde, y tuve la suerte de encontrar a Philip al mando (hasta la mañana del lunes) de Hermanos Concanen & Concanen.

Philip me dispensó una cordial bienvenida y, gracias a su vieja gobernanta, una cena muy reconfortante; escuchó mi historia con la amabilidad y el interés que yo esperaba, aun que también con cierta seriedad, con la que no había contado. Su trato con otros hombres y con los barriles había limado su romanticismo. La cerveza tiende a debilitar decididamente los sentimientos. Con la comida, he podido observar desde entonces, ocurre justo lo contrario. La hija del molinero —si es que tiene alguna— es casi siempre una heroína.

Mi amigo criticó con cierta severidad las áureas visiones de Jack Rogers, se negó a creer en la eficacia de media corona como piedra angular de la opulencia, e incluso sugirió (aunque remotamente) que podría ser deseable que llegase a un acuerdo con las autoridades y abandonara mi empresa.

No obstante, me mostré inflexible en ese punto y, tras una prolongada discusión, llegamos a convenir lo siguiente: Que haríamos partícipe de nuestra confianza a la vieja gobernanta, la señora Swigsby, a fin de que yo pudiera ocupar hasta el lunes el dormitorio que quedaba libre. Que dicho día yo trasladaría mis reales al cuarto trastero donde vivía el propio Philip, que daba a una puerta trasera y un pasadizo, oscuro ya a mediodía, que conducían a Paradise Alley y desde allí a la intimidad de Jew's Road. Que seguiría en dicho refugio hasta que hubiese tenido ocasión de «abrirme camino» en la oscuridad, cosa que ocurriría necesariamente cada vez que atravesase aquel umbral. Que, a la menor sospecha de que alguien hubiera descubierto mi paradero yo lo abandonaría para evitar comprometer a mi amigo. Y, por último, que escribiría a mis padres para tranquilizarlos y que no temieran por mi seguridad.

Con ciertas dificultades, debidas al hecho de que la señora Swigsby era más sorda de lo que yo creía posible, informamos del asunto a tan excelente señora y, tras quitarle de la cabeza la idea de que era sobrino de Arthur Thistlewood y estaba profundamente involucrado en ciertos incidentes, por aquel entonces todavía recientes, sucedidos en la calle Cato
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, prometió ayudarnos en todo lo que pudiera. Una vez arreglado este asunto, me senté a escribir la carta:

Mis queridísimos padres:

Espero que estéis bien. Nos comimos el pastel y las otras cosas que tuvisteis la amabilidad de enviar, y luego volvimos a pasar hambre. Arroz con leche, orugas y eso que ellos llaman «pastel de ternera», pero no lo es, como de costumbre. Esperaba que hubierais escrito a la señora Glumper, pero tal vez os dio reparo hacerlo. Celebramos una reunión y decidimos escapar uno tras otro, hasta que mejore la comida. Lo echamos a suertes y me tocó a mí. Supe que a vosotros os parecería bien, pues en cierta ocasión os oí decir, a propósito de cierto capitán Shurker, que no era honorable echarse atrás. Tengo mi segundo mejor traje, ropa interior limpia, mi Biblia y mi
Delectus
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, y una suma de dinero que me servirá para iniciar mi fortuna. Sé lo que estoy haciendo —es decir, lo sabré mañana—, por lo que espero que no os enfadéis. Un beso a mamá y todo mi amor a Agnes.

Vuestro hijo, que os quiere y respeta,

C. S. TRELAWNY

La mañana del lunes, Phil me llevó a mis nuevos cuarteles en su cuarto trastero, donde encontramos a la señora Swigsby dedicada a hacer lo que llamó una cama «plegable». Por la actitud de la buena mujer, no pude sino pensar que seguía albergando algunas sospechas, pues de vez en cuando me miraba como si pensara que iba a estallar como una granada. De todos modos, Phil me persuadió de que era inútil intentar convencerla de lo contrario y yo admití que tendríamos que correr el riesgo.

Me enseñó el pasadizo oscuro y la entrada trasera, me dio la llave y se marchó no sin antes asegurarme que nadie entraría en el apartamento hasta la noche, momento en que él pasaría a hacerme un poco de compañía, traerme la cena y averiguar qué tal me había ido.

Cuando, pocos minutos más tarde, entré en Jew's Road, volví a tener la sensación de no ser dueño de mis actos, ¡además de otra impresión parecida, todavía menos tranquilizadora, de que por el momento, nadie lo era! En cualquier caso, alcé la cabeza y anduve con tanta confianza como si un amigo influyente estuviera esperándome a la vuelta de la esquina.

¿Cómo…? ¿Cómo empezaba la gente? Por lo general, pensé, con algún feliz accidente. ¿No querría algún niño de alta cuna correr el riesgo de ser atropellado? ¿Algún rollizo caballero resbalar con una piel de plátano y permitir que yo lo ayudara a levantarse? ¿Algún apresurado comerciante perder un libro con valiosos contratos a mis pies? No, la mayoría de estas cosas habían sucedido ya. La Fortuna desprecia repetirse. Tenía la convicción de que debía empezar desde abajo. Una leyenda de mi infancia era: «Empezó (un gran hombre) barriendo una barbería». ¿Dónde estaría aquel barbero?

«Se necesita aprendiz».

Fue como una respuesta. ¿Serían reales aquellas letras? En tal caso la Fortuna, aunque escribiese con mano indiferente, no me había abandonado. Yo era un muchacho. Y alguien me necesitaba. ¡Heme aquí!

Entré en el establecimiento. No era una barbería. Parecía más grasiento. Imaginé que el negocio de las manitas de cerdo era mucho más sucio.

—¿Qué puedo hacer por usted, joven? —inquirió el rollizo propietario, envuelto en un mandil blanco y blandiendo un inmenso cuchillo.

—Dígame, ¿necesita usted un aprendiz? —pregunté.

El hombre me miró de pies a cabeza. Luego dijo:

—Lo necesitábamos, pero por desgracia sólo aceptamos seis huéspedes al día, y el marqués de Queerfinch acaba de alquilar la última habitación para su séptimo hijo.

—Quiero… ser su aprendiz, señor —balbucí.

—Mira, muchacho, si no quieres mis pies de cerdo, sal de aquí con los tuyos antes de que nos metamos los dos en un lío.

En otras dos ocasiones, tentado por carteles similares, me aventuré a ofrecerme como aprendiz, pero sin éxito. Un solo vistazo a mi aspecto parecía bastar a todos para convencerlos de que no era el muchacho que buscaban. Sí, ¡era demasiado elegante! Se notaba que hacía poco que me había fugado por mi chaqueta azul todavía reluciente y mis botones dorados, por no hablar del cuello impoluto. Cuando se hizo de noche, me alegré de poder volver a casa y contarle mis aventuras al comprensivo Phil.

Phil admitió que era posible que no fuese el aprendiz que escogería un chacinero y me sugirió que picase un poco más alto. ¿Por qué no probaba suerte entre aquellas clases en las que la apariencia y los modales de un caballero no suponían una desventaja insuperable?

¿Por qué no? El tiempo apremiaba. Las sospechas de la señora Swigsby cada vez eran mayores. Lo intentaría al día siguiente.

—Así me gusta, amigo —dijo Phil, al darme las buenas noches—. Directo a la fuente.

Yo no estaba tan seguro. Abrirse camino e ir directo a la fuente, aunque sean unos admirables principios generales, no era tan fácil como parecía. ¿Dónde estaba la fuente?

—En las grandes empresas comerciales y financieras —me había dicho Phil mientras tomábamos una copa de vino— hay que tratar siempre con los jefes.

Era evidente que mi amigo daba por sentado que debía buscar gente de tal categoría. Así que escogí el nombre de una eminente empresa financiera de la City, me «abrí camino» hacia su distante domicilio y me encontré en presencia de unos cincuenta oficinistas, todos muy atareados. Tras pasar un rato desapercibido, me acerqué a uno de los escritorios.

—Por favor, señor, ¿hay algún patrón?

—¿Un qué? —preguntó el empleado con notable energía—. ¿Te has creído que esto es una sastrería? —Le expliqué que me refería a su jefe, al dueño de la empresa, y el oficinista esbozó una lánguida sonrisa—. El señor Ingott está en Goldborough Park —afirmó—, pero, si vienes por lo del préstamo turco, le enviaremos un telegrama. Podría estar aquí mañana.

Le aclaré que no tenía nada que ver con el préstamo turco ni con ningún otro tipo de préstamo y que cualquier otro socio de la casa me serviría.

El empleado asintió, le susurró algo a otro oficinista, me pidió que lo siguiera y me guió por un laberinto de escritorios hasta llegar a un despacho donde había un anciano caballero leyendo el periódico. Me miró con aire inquisitivo a través de las gafas doradas. El empleado murmuró y…

—¿Y bien, mi joven amigo? —dijo el anciano banquero.

—Por… por favor, señor —le espeté—, ¿necesita usted a un muchacho de confianza?

El oficinista soltó una risita, pero el anciano caballero le indicó que se marchara con una mirada y prosiguió:

—¿Quién te ha enviado aquí, chico, y qué es lo que quieres?

Sus modales eran muy amables, así que le expliqué en seguida que no me había enviado nadie y que, siguiendo el consejo de un amigo, me había propuesto abrirme camino, y deseaba empezar como muchacho… como muchacho de confianza, a ser posible; movido por aquel propósito había ido directo a la fuente; no podía decirle mi origen, puesto que eso se apartaba un poco de lo convenido con mis amigos, pero, aun así, podía confiar en mi honradez, y, en caso necesario, estaba dispuesto a depositar en manos de la empresa cierta cantidad de dinero como indemnización por cualquier pérdida en que pudieran incurrir a raíz de mi inexperiencia.

El anciano caballero me preguntó a cuánto ascendía esa cantidad.

—A dos chelines y seis peniques.

Noté que le brillaban los ojos, y luego, como si se le hubiese ocurrido algo de repente, me puso la mano en el hombro y me acercó a la luz.

—¡Ejem…! Justo lo que pensaba —me pareció oírle decir. Luego añadió en voz alta—: Mira, muchacho. No puedo cerrar un trato de tanta importancia por mi cuenta. Debo consultar a mis socios en la empresa. Siéntate en el cuarto de los mensajeros… detrás de aquella puerta. En media hora te daré mi respuesta.

En el cuarto de los mensajeros encontré a un joven de aspecto respetable comiendo un poco de pan con queso. Me ofreció un bocado, pero yo no tenía hambre. Por muy amable que hubiese sido aquel anciano, me había dejado intranquilo. Casi había tenido la impresión de que me conocía.

—¿Quién —pregunté al mensajero— es ese anciano caballero que me ha asegurado que debía consultar a sus socios?

—Sir Edward Goldshore, el que vive en Bilton Abbey, cerca de Penrhyn.

—¿Penrhyn? ¿La residencia del general Trelawny?

—Sí, señor, ahí es. El general viene a menudo a almorzar cuando está en la ciudad. ¿Tenía que consultar a sus socios? ¡Pero si están todos fuera menos él!

—¿No le parece —pregunté en voz baja— que aquí hace mucho calor? Saldré a tomar un poco el aire y estaré de vuelta en un santiamén.

Desaparecí antes de que el joven pudiera poner alguna objeción.

Estaba escrito que aquel día desdichado terminaría de forma aún más desdichada. Concanen apareció en su cuarto trastero con expresión preocupada.

—Lo siento mucho, amigo mío, pero me temo que tendrás que levantar el campamento. No podemos fiarnos de la vieja Swigsby. Tendrás que marcharte, Charley, amigo, y, si no quieres ir directo a casa, como haría un chico razonable, tendrás que instalarte en otro sitio.

Obviamente, no había alternativa. Me fui a la mañana siguiente. Pero los buenos oficios de Phil no cesaron hasta que me vio instalado en una (humildísima) habitación no muy lejos de allí, aunque en una localidad donde podía seguir abriéndome camino sin correr el riesgo de que me reconocieran. Al principio, Phil insistió en pagar el alquiler —cinco chelines a la semana—, pero cuando le respondí que aceptar dicha suma de dinero podía viciar todo mi futuro, el hombre aceptó llenarme el armario para que pudiera subsistir una semana y dejó mi media corona todavía intacta.

Por segunda vez estaba a la deriva. La Fortuna siguió mostrándoseme esquiva. Fuera a donde fuese y preguntara a quien preguntase, encontraba siempre las mismas sospechas. Tanto si me cepillaba bien la chaqueta, como si le hacía unos agujeros en los codos, daba la impresión de que nunca acertaría con el deseado equilibrio entre elegancia e indigencia.

No describiré con detalle aquellos días desgraciados, ni cómo fueron disminuyendo mis esperanzas y mis recursos hasta que, a mediados de la segunda semana, me encontré con el alquiler pagado, pero desprovisto de todo excepto de las ropas que vestía y ¡de una moneda de seis peniques!

Desesperanzado, había dejado de buscar empleo. No podía volver a casa. No había vuelto a saber nada de Phil, y temía comprometerle si acudía a él. ¿Qué podía hacer?

Una mañana, estaba vagando por ahí medio muerto de hambre y tentándome la chaqueta donde guardaba la moneda de seis peniques, como si la aparición de una casa de comidas pudiera bastar para hacerlos salir de allí, cuando reparé en un anciano judío que estaba sentado en las escaleras de una casa. No era un judío limpio y pulcro. De hecho, no creo haber visto nunca uno más sucio, pero me llamó la atención por la actitud de un pinche de cocina que, al pasar a su lado, murmuró: «Este viejo está listo», y se metió dos dedos en la boca para silbar un himno de alegría delante de aquel hombre para celebrar dicha circunstancia.

El viejo judío alzó desmayadamente la mirada. Su rostro, aunque cubierto de mugre, no me pareció desprovisto de nobleza; y, puesto que tanto me daba ir a un sitio que a otro, me volví para mirarlo mejor. Era muy anciano, andrajoso y parecía famélico; al menos yo nunca había visto el hambre pintada de manera tan legible en un rostro que no fuera el mío. Hizo un gesto lánguido con los dedos, como si estuviera agonizando, pero no mendigó y yo pasé de largo. De repente cruzó por mi cabeza una idea: «¡Y si aquel anciano moría!».

Los seis peniques parecieron danzar espontáneamente en mi bolsillo, como movidos por la misma idea. Volví tembloroso sobre mis pasos, pues, si cedía a aquel impulso caritativo, ¿qué sería de mí? Siempre podíamos repartírnoslos… pero ¿cómo iba a pedirle cambio a un hombre agonizante? Volví a pasar de largo.

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