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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper (33 page)

BOOK: La señora Lirriper
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—¿No quiere usted pasar? —me obligué a decir.

—No —respondió—. No puedo. Tengo cosas que hacer en otro sitio. Mira, muchacho. Dale esto. Dile que he estado fuera con mi regimiento y que, de lo contrario, se lo habría enviado antes.

Y, si alguna vez se escabulló un noble caballero, creo que ése fue lord John.

Arrodillado a los pies de mi dulce señora, le conté fielmente la conversación. Zell me escuchó sin apartar por un instante sus ojos de los míos. Luego dijo:

—Ponla (su menguada limosna) en un sobre, y llévala a la dirección que ahora te indicaré.

Y así lo hice.

Pero los acontecimientos del día no habían terminado. Mientras discutíamos al caer la noche nuestros planes para el día siguiente, llamó a la puerta un desconocido que exigió que le dejásemos entrar y, acompañado de otro individuo que, por lo visto, había estado paseándose por la acera, sacó unos papeles y afirmó ser el propietario de la casa. Era nuestro casero. Debíamos varios meses de alquiler. Como el excéntrico señor Abrahams había pasado por alto tanto sus requerimientos como sus amenazas, había dado los pasos necesarios para recuperar la casa y ahora llegaba, inspirado por un intenso odio (que no se molestó en disimular) a los huéspedes judíos, y con intención de hacer valer sus derechos.

De nada servía quejarse. No teníamos ni un chelín, y los únicos muebles que nos quedaban eran nuestras camas, dos sillas, una mesa y los utensilios de cocina, que, todos juntos, no bastaban para pagar ni la mitad de la deuda.

—Al menos, caballero —dijo mi señora—, espero que no nos arrojéis a la calle esta noche.

—¡Bueno! —respondió aquel hombre, a regañadientes—, no hay por qué llegar a esos extremos. Pero os aseguro que estoy acostumbrado a esos trucos. Si dejo que os quedéis hoy, os quedaréis para siempre. Hay que poner fin a eso. Sin camas ni cristales en las ventanas, estaréis más dispuestos a marcharos. Coge las cosas, Bill Bloxam, y deprisa.

—Pronto será de noche, caballero —replicó Zell, pálida como un fantasma—, una noche que promete ser fría y húmeda; por caridad, déjenos al menos la protección de los cristales.

—Abrochaos las enaguas —repuso el casero con frialdad—. ¡Vamos!

Tiró bruscamente del cristal de la ventana y lo sacó con estrépito. Pero el marco de madera podrida, privado de su apoyo y cediendo a cierta presión desde el interior, cedió también. Se produjo un ruido que sacudió toda la casa: ¡un ruido estruendoso y tintineante! ¡Algo se había caído! ¡El apartamento quedó literalmente alfombrado de oro de un extremo al otro!

—¡Buf! —dijo aturdido el casero quitándose el polvo de los ojos.

Mi señora fue la primera en recobrar la compostura. Un sereno, que se disponía a iniciar su guardia nocturna, se plantó ante la puerta atraído por el estrépito. Zell me pidió que lo llamara y, apartando al perplejo casero, consiguió así un guardián fiable para la noche. Mi señora también envió un mensajero a buscar a Lemuel Samuelson, quien se presentó al amanecer y se unió a nuestras pesquisas.

Esparcidas por el suelo había dos mil setecientas guineas. En distintas partes de la casa, sobre todo entre las grietas y los huecos del entarimado, encontramos billetes de banco por valor de treinta y dos mil libras. Pero incluso eso no era nada comparado con las hábiles inversiones extranjeras del viejo avaro, que una vez desenterradas en un fajo, representaban la enorme suma de doscientas noventa mil libras.

—Y ahora, querida —dijo el señor Samuelson, una vez terminados la búsqueda y los cálculos—, nos obsequiarás a mí y a la señora S. con el placer de tu compañía en mi casita de Sydenham, hasta que decidas qué es lo que quieres hacer.

Mi señora aceptó en seguida. Desde el descubrimiento del tesoro había tenido intervalos de profunda melancolía. ¿Estaría pensando en lo que podría haber sido si el anciano hubiera sido menos reservado? Apenas me había dirigido la palabra y, hasta que el señor Samuelson se presentó muy obsequioso para llevarla a su carruaje, no supe si se dignaría siquiera despedirse de mí. Por fin, fue su propio tutor quien le hizo reparar en mí, al preguntarle si tenía algunas instrucciones que darle al «chico».

—El chico —repitió Zell, abstraída.

—¡Pásate por mi despacho, muchacho! —dijo el señor Samuelson, que parecía impaciente por marcharse—. A propósito, ¿cómo te llamas?

No respondí y seguí mirando a mi dueña.

—Huraño, ¿eh? —dijo el señor Samuelson—. Peor para ti. Vamos, querida.

—¡Charley, Charley! —exclamó Zell.

Entonces no pude responder. Extendió la mano hacia mí, pero su tutor se la llevó.

Aquel día lo pasé junto a la ventana, como si estuviera convencido de que volvería; aunque, en realidad, no creía que fuese a hacerlo. Sabía que mi amada señora se había ido para siempre, y que se había llevado consigo toda mi alegría, mi felicidad y mis deseos de vivir. Noté cierta sensación de hambre, pero no tuve ánimos de ponerme a buscar comida; a la hora en que, en días más felices, acostumbrábamos a preparar la cena me arrastré hasta la camita de mi señora y me tumbé en ella. Tenía un curioso zumbido en los oídos y mi pulso más parecía temblar que latir. Empecé a soñar sin pasar por la ceremonia introductoria del sueño. Me oí gritar y debatirme. Luego se hizo la oscuridad…

Desperté en casa de mi padre. Había pasado allí tres semanas. Aunque estaba muy débil, me fui recuperando y pronto estuve en condiciones de volver al colegio. Aunque no a Glumper House. No.

Supe que, en mi delirio, había pronunciado mi nombre y mis señas. No sé qué otras cosas debí de decir, tan sólo que tanto mi madre como mi querida Agnes conocían tan bien como yo que el nombre de Zell ocupaba constantemente mi pensamiento. Era mi amada, mi reina, mi única señora. Con esa convicción, y con la seguridad de que algún día tendría la bendición de volver a verla, me hice un hombre.

Se celebró un gran baile en el castillo de Dublín, al que, como joven teniente de dragones, tuve ocasión de asistir. La recepción fue más concurrida y fastuosa de lo normal, pues era para despedir a un gobernador muy popular.

Dicho personaje se paseaba entre sus sonrientes invitados y se detuvo a hablar con un grupo que tenía yo a mi lado.

—Bueno, señores —dijo su excelencia—, ¿quién es el caballero afortunado? ¡Semejante premio no puede escapársenos a todos! Una deslumbrante belleza, dulzura, los mejores dones, unas rentas de doce mil libras al año. ¡Será una vergüenza para Irlanda, si esta beldad mexicana se va esta noche (pues tengo entendido que vuelve a México) y sigue estando soltera!

—No lo hará, señor —replicó el coronel Walsingham.

—¡Ah! ¿Y quién ha sido el vencedor? —preguntó su excelencia, casi tan interesado como si él mismo fuese un candidato.

—Todavía es dudoso —intervino el joven lord Goring—. Sabemos que en la carrera estamos Hawkins, Rushton, O'Rourke, Walsingham, St. Buryans y este humilde servidor. St. Buryans lleva las de ganar.

—¿Y eso? —preguntó su excelencia.

—La dama ha pasado toda la tarde sentada al lado de la señora madre de St. Buryans —dijo Goring en voz baja—. Y no hay cristiana, ni judía, mas inteligente que ella.

—Y ¿dicen ustedes que se decidirá esta noche?

—Así es. La joven sólo bailará el último baile. Todos le hemos pedido tener el privilegio de ser su pareja. Ella no nos ha revelado aún su elección. Hemos acordado aceptar el augurio. ¿Comprende, su excelencia? Los demás se retirarán.

Su excelencia asintió, sonrió y se marchó.

Unos minutos más tarde, un revuelo en la sala atrajo mi atención. Todas las miradas parecían concentradas en un mismo sitio. ¡En el centro del salón, cogida del brazo de lord John Loveless, ahora conde de St. Buryans, estaba mi hermosa señora! Más alta, más plena… aunque no más hermosa, porque eso era imposible. Me miró a la cara. Me pareció que se detenía un segundo. No, sus preciosos ojos castaños se apartaron lánguidamente sin reconocerme y pasó de largó.

La orquesta anunció el último baile. Como impulsado por un hechizo, me situé enfrente del sillón de mi amada, aunque lejos de ella. Vi congregarse a los pretendientes rivales con educado dominio de sí mismos y hacer su petición uno tras otro. Las declinó todas. Sólo quedaba St. Buryans, junto a cuya altiva madre seguía sentada mi enamorada. Se acercó con confianza y su madre lo saludó con una sonrisa victoriosa. Antes de que pudiera abrir la boca, Zell se puso en pie:

—Dame el brazo. Quiero cruzar el salón —le dijo en tono altanero.

Y lo hizo. Cruzó hasta donde yo estaba. Luego se apartó de él y extendió sus delicadas manos.

—¡Charley, Charley! ¿No me reconoces? He venido a pedirte… que bailes conmigo… con tu vieja amiga Zell.

Tenemos más de un parque con ciervos… pero fue del de Escocia del que, gracias a que me lo recordó Zell (que siempre actúa como si fuese mayor y más reflexiva que yo), le envié a mi amigo Jack Rogers un jamón digno de un rey.

OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA SU PROPIA HISTORIA DE FANTASMAS

AMELIA EDWARDS

Los hechos que me dispongo a relatarle son totalmente verídicos. Me ocurrieron a mí, y los recuerdo de forma tan vívida como si hubiesen sucedido ayer mismo. No obstante, han pasado veinte años desde aquella noche. En ese tiempo sólo se los he contado a otra persona. Volveré a hacerlo ahora con una aversión que me cuesta esfuerzo superar. Lo único que le pido es que no me imponga usted sus conclusiones. No necesito explicaciones. No quiero discutir. Tengo mi propia opinión, basada en el testimonio de mis sentidos, y prefiero atenerme a ella.

¡En fin! Ocurrió hace justo veinte años, uno o dos días antes de que se cerrara la veda del faisán. Había pasado todo el día en el campo con mi escopeta, y no había tenido mucha suerte. El viento soplaba del este; el mes, diciembre; el lugar, un inmenso páramo desolado en el norte de Inglaterra. Y me había extraviado. No era buen sitio para perderse, pues empezaban a caer sobre el brezo los primeros y plumosos copos de una inminente tormenta de nieve y el cielo vespertino se estaba encapotando cada vez más. Me hice sombra con la mano y miré preocupado las nubes que se apelotonaban allí donde el páramo purpúreo se confundía con una serie de colinas bajas a veintitantos kilómetros de donde me encontraba. No vi ni rastro de humo, ni un terreno cultivado, ni una cerca o un sendero de ovejas por ninguna parte. No tenía más remedio que echar a andar y confiar en dar con algún refugio por el camino. Así que me eché la escopeta al hombro y seguí andando fatigado, pues llevaba en pie desde una hora antes de amanecer y no había comido nada desde el desayuno.

Entretanto, la nieve empezó a caer con ominosa persistencia y el viento cesó. Entonces, el frío se volvió más intenso y anocheció muy deprisa. Mis perspectivas se iban ensombreciendo a la par que el cielo; se me encogió el corazón al imaginar a mi joven mujer esperándome asomada a la ventana del salón de la posada, y al pensar en lo mucho que sufriría aquella noche. Llevábamos cuatro meses casados y después de pasar el otoño en las tierras altas escocesas ahora estábamos alojados en un remoto pueblecito justo en el límite de los grandes páramos ingleses. Estábamos muy enamorados y, por supuesto, éramos muy felices. Esa mañana, cuando nos despedimos, me había implorado que volviese antes de caer la noche, y yo se lo había prometido. ¡Qué no habría dado entonces por haber cumplido mi palabra!

Aun así, y pese a lo cansado que estaba, pensé que con una buena cena, una hora de descanso y un guía, podría volver con ella antes de medianoche. Ojalá pudiera encontrar un guía y un sitio donde refugiarme.

Durante todo ese tiempo siguió nevando y la noche se fue volviendo más oscura. De vez en cuando me detenía y gritaba, pero mis voces sólo servían para que el silencio pareciese aún más profundo. Entonces me embargó una vaga inquietud, y empecé a recordar historias de viajeros que habían andado bajo la nieve hasta caer agotados y expirar su último aliento. ¿Sería posible, me pregunté, seguir así toda la noche? ¿No llegaría un momento en que me fallaran las piernas y me faltara el valor? ¿Un momento en el que yo también habría de dormir el sueño de la muerte? ¡La muerte! Me estremecí. ¡Qué horrible morir ahora, cuando se abría ante mí un brillante futuro! ¡Qué terrible para mi mujer, cuyo corazón…! Pero ¡esa idea era inconcebible! Para apartarla de mi imaginación, volví a gritar todavía con más fuerza y escuché impaciente. ¿Habían respondido a mi grito o sólo había imaginado oír una voz lejana? Grité una vez más y volví a oír el eco. Luego apareció súbitamente en la oscuridad una mancha de luz vacilante, que se movía, desaparecía y que, por un momento, se hizo mas brillante y próxima. Corrí hacia ella a toda velocidad y me encontré, para mi gran alegría, cara a cara con un anciano que llevaba una linterna.

—¡Gracias a Dios! —La exclamación escapó involuntariamente de mis labios.

El hombre frunció el ceño, parpadeó, alzó la linterna y me miró a la cara.

—¿Por qué? —gruñó huraño.

—Bueno… por encontrarlo a usted. Empezaba a tener miedo de perderme en la nieve.

—¡Sí, es cierto! La gente se pierde por aquí de vez en cuando, y ¿por qué no iba a perderse usted, si el Señor así lo quiere?

—Si el Señor quiere que los dos nos perdamos, amigo, tendremos que resignarnos —repliqué—, pero no pienso perderme sin usted. ¿Estoy muy lejos de Dowlding?

—A unos treinta kilómetros, más o menos.

—¿Y del pueblo más cercano?

—El pueblo más cercano es Wyke, y está a veinte kilómetros por el otro lado.

—Y entonces ¿dónde vive usted?

—Por allí —respondió, haciendo un vago gesto con la linterna.

—Imagino que debe de estar yendo usted a casa.

—Tal vez.

—En ese caso iré con usted.

El viejo negó con la cabeza y se frotó la nariz pensativa con el asa de la linterna.

—Imposible —gruñó—. Él no le dejará entrar…

—Eso ya lo veremos —repuse con energía—. ¿Quién es él?

—El amo.

—Y ¿quién es el amo?

—Eso a usted no le importa —fue la nada ceremoniosa respuesta.

—Bueno, bueno; usted lléveme hasta allí, que yo ya convenceré al amo de que me dé cena y cobijo por esta noche.

—¡Bah!, puede usted probar suerte —murmuró reacio mi guía; y, sin dejar de mover la cabeza, avanzó dando saltitos como un trasgo entre la nieve. Un enorme bloque apareció de pronto en la oscuridad y un perro gigantesco se puso a ladrar con furia.

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