La señora Lirriper (37 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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—No te asustes —le dijo el señor Vernon a su mujer—, pero Adelaide lleva desaparecida desde que despuntó el día; se había ido ya cuando sus amigas fueron a buscarla. Recordarás que en ocasiones anda en sueños cuando está muy excitada; y esta mañana encontramos la puerta abierta y su gorro en el camino que lleva a Ratlinghope. La agitación de ayer debe de haber sido la causa.

—¡Iba a buscarme! —gritaste con una gran sonrisa y un brillo en la mirada, que se esfumaron a medida que fuiste comprendiendo que, efectivamente, Adelaide había desaparecido.

Las cumbres se extendían muchos kilómetros a la redonda, con rocas que asomaban aquí y allá sobre profundos y calmos lagos de montaña, cubiertos de sombras y rodeados de matas de juncos. También había grietas tapadas por zarzas, que se hundían en la piedra viva de la sierra y donde los pastores a veces oían balar a sus ovejas: no podían ayudarlas hasta que se extinguía el eco terrible de sus gemidos.

—¡A veces se han extraviado niños! —gritó la señora Vernon, retorciéndose las manos presa de una gran inquietud—, y, si Adelaide ha salido andando en la oscuridad, tal vez esté muerta en uno de los lagos o atrapada en vida en una grieta.

Ese día no me aparté de tu lado; y, hora tras hora, vi la expresión terrible que iba adoptando tu rostro a medida que ibas perdiendo la esperanza. Aunque no tardamos en dejar atrás a los demás, la señora Vernon nos acompañó en todo momento y sus energías seguían intactas incluso cuando tú estabas agotado. Yo conocía las montañas tan bien como los propios pastores y te guié sin decir nada de un lago a otro; todos parecían igual de sombríos y misteriosos. Nos asomamos a todas las grietas, nos esforzamos por escudriñar la oscuridad y gritamos hasta que las paredes desnudas del abismo repitieron el nombre de Adelaide. Nadie se quejó de cansancio mientras duró el día y era como si el sol no pudiera ocultarse hasta que la hubiéramos encontrado. De vez en cuando subíamos a algún cerro y nos llevábamos la mano al oído para ver si oíamos el lejano susurro de las campanas, o algún leve tono traído por la brisa desde el campanario del llano.

La búsqueda duró varios días, pero no encontramos ni rastro de Adelaide. Tan sólo una cofia de encaje que apareció, sucia y húmeda, cerca de uno de los lagos que habíamos explorado sin otro resultado. La señora Vernon siguió infundiéndonos esperanzas y ánimos mucho después de que se acabaran los motivos para tener cualquiera de las dos cosas, y luego se sumió en una depresión que casi amenazó con renovar su enfermedad. Reunió todas las pequeñas posesiones de Adelaide y pasó mucho tiempo entre ellas en sus propias habitaciones, aunque siempre estaba dispuesta a abandonarlas cuando, afligido, ibas a casa de la joven perdida; y se esforzaba por consolarte con una paciente ternura inédita en una mujer tan rígida y altiva. Sin embargo, tú no quisiste dejarte consolar: descuidaste todas las obligaciones de tu cargo y te dedicaste a vagar incesantemente por las montañas; volvías medio muerto a nuestra casa, pues no querías ir a la tuya, y me preguntabas, noche tras noche, mientras la oscuridad y el crepúsculo se cernían sobre las montañas, si no habría algún sitio que no hubiésemos recorrido. ¡Como si fuese posible recuperar el pasado y encontrarla todavía con vida en las desoladas montañas!

En medio de todo aquello, aconteció otra desgracia. Antes de Año Nuevo, mi madre cayó enferma y murió. Creo que eso contribuyó a sacarte de tu soledad y desesperación. Aunque seguías sin poder enfrentarte a las caras amables y familiares de tu antigua congregación, los cuidados que le prestaste fueron como un resquicio en la nube de desesperación que pendía sobre ti. Pocos días antes de morir, estuviste leyéndole, mientras ella yacía muy débil y a menudo se quedaba adormilada; de pronto despertó y te miró con ojos preocupados.

—¿Querrás siempre a Jane, Owen?

—Siempre. Ha sido para mí la hermana más sincera.

—¡Ay! —suspiró mi madre—, no te imaginas cuánto te ha querido. Ni una mujer entre un millón hubiese hecho lo que nuestra Jane. Muchacho, es imposible que nadie te quiera tanto en este mundo. —Nunca te habías parado a pensarlo, y te pusiste aún más pálido que mi madre. Yo estaba detrás de las cortinas, donde tú podías verme, pero ella no; y me miraste fijamente, sin moverte de su lado. Sonreí con lágrimas en los ojos, aunque sin el menor absurdo rubor en las mejillas, pues, si podía consolarte de algún modo, no me asustaba ni avergonzaba que lo supieras—. Desde que llegaste —murmuró mi madre— te ha allanado siempre el camino y sólo se ha quejado de no poder cargar con tus adversidades en tu lugar. Si alguna vez te casas, Owen, ella se desvivirá por ti, por tu mujer y por tus hijos. ¿Cuidarás de ella, Owen?

—No me casaré con nadie más —dijiste posando tus labios en la mano arrugada de mi madre.

Sé que te sirvió de consuelo. Tal vez lo repentino y misterioso de tu pérdida te hizo sentir que todo se había ido a pique y que ante ti se extendía una vida de negrura y desolación. Pero desde ese momento hubo una luz —muy débil y tenue, una mera luciérnaga en el desierto— que brillaba en tu camino. Volviste a tus antiguas ocupaciones, como si te apoyaras en mí y confiases en mi guía. No hablamos nunca de amor, bastaba con que nos entendiéramos el uno al otro.

Podríamos haber seguido así, año tras año, hasta que el recuerdo de Adelaide se hubiera desvanecido, pero, pocos meses después, mi padre, que era más joven que mi madre y seguía siendo un hombre apuesto, me comunicó que iba a volver a casarse. Tú te habías enterado antes, pues esa misma tarde, mientras me hallaba sola con mis preocupaciones, me llamaste al salón azul, me pediste que me sentara en mi sitio de siempre en el sofá de cretona, y te arrodillaste a mi lado.

—Jane —dijiste muy amable—, quiero ofrecerte mi humilde hogar.

—No, no, Owen —grité mirándote a la cara, tan gris y seria, con círculos oscuros debajo de los ojos hundidos—, todavía eres joven y encontrarás a alguna chica… que para mí será siempre como una hermana… más joven y lista, y más adecuada para ti que yo. No permitiré que te sacrifiques por mí.

—Pero, Jane —insististe, y una agradable luz iluminó tus ojos—. No puedo estar sin ti. Sabes que no podría vivir solo en esa casita que me espera vacía junto a la iglesia; y ¿cómo iba a marcharme de Ratlinghope, dejándote aquí? Mi hogar está donde tú estés; y te amo más de lo que amaré nunca a ninguna otra mujer.

Tal vez recuerdes otras cosas que me dijiste; mi corazón ha atesorado todas tus palabras hasta el día de hoy.

Lo pensé con calma aquella noche tranquila. Eras pobre, y, al heredar la fortuna de mi madre, yo podía rodearte de comodidades; había llegado secretamente a la convicción de que nunca serías lo que suele llamarse un hombre próspero. Había llegado el momento de separarnos o de unirnos para siempre; y, si te apartabas de mí, no podría seguir protegiéndote de las desgracias. Así que me convertí en tu mujer apenas doce meses después de tu gran pérdida y tragedia.

Las primeras semanas de nuestro matrimonio fueron más luminosas de lo que yo habría imaginado nunca. Ahora que estaba irrevocablemente decidido que pasaríamos juntos toda nuestra vida, parecías haberte librado de una pesada carga. Ya no albergaba el menor temor de que no fueses feliz.

Volvimos a Inglaterra unos días antes de lo previsto, pues, después de muchos retrasos, recibí una carta donde me comunicaban que la señora Vernon había caído enferma e imploraba que adelantáramos nuestro regreso. Antes de ir a casa pasamos por la rectoría, donde te quedaste charlando con el señor Vernon y dejé que me llevasen a la entrada del largo pasillo que conducía a las habitaciones de la señora Vernon. La señora, me contó la criada, sufría más del alma que del cuerpo, pero no se atrevió a desobedecer sus órdenes estrictas de no aventurarse más allá. Seguí adelante, pues conocía sus caprichos; y, una vez más, me permitió pasar cuando me oyó decir, identificándome con tu apellido, que era Jane Scott quien quería entrar. No había ningún nuevo brillo de locura en sus ojos negros. Me cogió las manos con nerviosismo y me las apretó, mientras me preguntaba por nuestro viaje, y por ti. ¿Eras feliz? ¿Habías dejado de lamentarte por Adelaide? ¿Me habías entregado todo tu amor? ¿Era puro el afecto que nos teníamos?

—Jane —dijo acercando los labios a mi oído, aunque habló con una especie de áspero chillido—. Juré que Adelaide nunca se casaría con Owen Scott. En parte por ti, pues tu madre me contó que te estaba matando. Y en parte porque era mejor para ella que se casase con mi sobrino rico. Jane tengo que contarte lo que planeé entonces o moriré. ¿Qué tenía Adelaide que sigo dispuesta a perder la vida, o peor, diez veces peor, la razón por ella? Lo hice por su bien, Jane. Nunca imaginé que fuese a acabar así. Pensé que, si la ocultaba un par de días, sucedería algo. Pero pasó mucho, muchísimo tiempo, antes de que Owen viniera a comunicarnos que iba a casarse contigo. ¿Lo entiendes, Jane?

—¡No, no! —exclamé.

—Me pareció tan fácil que pensé que era lo mejor. La traje aquí en plena noche, como a un bebé. Nunca he sido cruel con ella, nunca, Jane. Pero el tiempo se me hizo muy largo y, al principio, ella se resistió y fue muy astuta. Pensé que sería por poco tiempo y luego me asusté. Pero ahora no se despierta, por mucho que lo intento. Ve a verla, Jane, ¡haz que se despierte! —La señora Vernon me arrastró por la sala hasta la puerta de una pequeña habitación acolchada y sin otra entrada que la de la antecámara. Se la habían construido en la época de sus paroxismos más peligrosos, y estaba tan bien concebida que no se oía ni el menor rumor de sus delirios ni se veía su rostro a través de la ventana que daba a la laguna. Ahí estaba tu Adelaide dormida, pálida y consumida, con una sombra en sus rizos dorados y todos los rosados matices de su belleza marchitos—. Ha estado tomando láudano —dijo la señora Vernon—. Al principio se lo di sólo cuando tenía que salir, y ahora no puede pasar sin él. Nunca he sido cruel con ella, Jane. Tiene todo lo que necesita.

Sabes cómo bajé a la biblioteca donde estabais sentados y os lo conté todo a ti y al señor Vernon mientras él apoyaba su cabeza cana entre las manos. Recuerdo que extendiste los brazos hacia mí y gritaste con amargura, como si pudiera encontrar un remedio para ti:

—¡Ayúdame, Jane!

Cariño, mi corazón voló hacia ti por un momento, deseando que me tomaras entre tus brazos y verter en ti todo mi amor, que siempre había contenido por miedo a cansarte; pero me resistí a aquel impulso. Apenas reconocí en el enorme espejo de la sala a la mujer pálida y desesperada que pasó seria y erguida, y a los dos hombres que la siguieron con la cabeza gacha. Ninguno de los dos dijisteis nada, me seguisteis a las desordenadas habitaciones de los cristales sucios, donde la señora Vernon nos esperaba acurrucada en un rincón, y entrasteis en la alcoba en que yacía dormida Adelaide, respirando como si estuviese a punto de despertar. Me arrastré (pues me sentí desfallecer) hasta la ventana, que abrí de par en par, y miré hacia las purpúreas montañas cubiertas de flores de brezo, donde habíamos pensado que se hallaba su tumba sin nombre. Un poco más arriba estaba nuestra casa, la casa que habíamos construido para Adelaide, y en la que no habíamos entrado todavía; y, apartando mis doloridos ojos de ella, volví a mirarte y vi que estabas a su lado con un profundo gesto de terror y ternura pintado en el semblante.

No sabría decir si fue el aire fresco de las montañas o alguna misteriosa influencia de tu presencia lo que penetró en sus adormecidos sentidos, pero, mientras os contemplaba, incapaz de apartar la vista de vosotros, su boca tembló y sus largas pestañas se agitaron, se entreabrieron y volvieron a cerrarse, como si fuesen demasiado débiles para resistir la luz, hasta que tú le tocaste suavemente la mano y susurraste: «¡Adelaide!». Ella despertó con un agudo chillido, igual que si hubieses llegado para salvarla, saltó a tus brazos y se aferró a ti con sus manos delicadas como si no quisiera volver a soltarte jamás. Mientras apoyabas la mejilla contra sus rizos despeinados, te oí murmurar: «¡Mi vida!». Y, no obstante, ahí seguía nuestra casa, tuya y mía, Owen; y el anillo que llevaba en el dedo —tanto lo apreciaba que era el único que llevaba— era nuestro anillo de boda.

Te volviste hacia mí, Owen, con esa mirada directa y penetrante que conectaba nuestras almas. Adelaide había resucitado, para traernos más desdicha que la que nos había causado su muerte. Ambos lo comprendimos, mientras ella seguía agarrada a ti entre sollozos y caricias infantiles y yo esperaba aparte junto a la ventana. Sabía lo mucho que tenías que decirle y que nadie más podía oírlo. Supe lo que convenía hacer. Cogí al señor Vernon del brazo, lo saqué de la habitación y os dejé a Adelaide y a ti solos.

Ahora sé que casi no tardaste en volver a mi lado: apenas diez minutos, menos del tiempo que una dedica a un mendigo que te cuenta una historia piadosa en el camino. Pero el pasado y un futuro temible se me hicieron presentes y aquellos momentos me parecieron interminables por infinitamente amargos. Por fin entraste en la salita en que me había encerrado sola, te acercaste a la chimenea donde estaba y ocultaste el rostro en mi hombro entre lágrimas y sollozos.

—Me voy, Jane —dijiste por fin—, necesito estar solo unos días, hasta que se haya ido. Cuida de ella por mí. Ya se lo he contado todo.

—Haré cualquier cosa por ti —respondí, midiendo todavía mis palabras, como acostumbraba, por miedo a que mi amor pudiera acabar estragándote.

Me dejaste, como convenía, sola, a cargo de aquella casa destrozada: Adelaide estaba quebrantada de ánimo y de salud; la señora Vernon se había sumido en el frenesí de su antigua enfermedad y la historia se había convertido en la comidilla de toda la comarca. Encontré un consuelo diario en las cartas que me enviabas, y en las que tuviste la generosidad de abrirme el corazón con tu acostumbrada franqueza. Gracias a eso, la ardua tarea se volvió más fácil y empezó a desenrollarse la madeja. El señor Vernon contrató a una enfermera para que cuidara de su mujer, y yo acompañé a Adelaide a casa de unos amigos, donde esperábamos que recobrase antes la salud, y no me separé de ella hasta que vi que volvía a empezar con sus bromas y coqueterías infantiles. Por fin pude volver a casa, a la casa que tú y yo habíamos construido en la roca, vigilando cómo colocaban las vigas y levantaban el tejado. Pero lo hice sola. Si Adelaide hubiese sido tu joven y bella esposa, habrías cruzado el umbral pronunciando palabras de bienvenida que jamás se habrían borrado de su recuerdo, si ella hubiese sido como yo.

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