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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper (30 page)

BOOK: La señora Lirriper
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El momento propuesto se aplazó después una semana, para que quien resultase elegido por el fatal destino tuviera tiempo de conmover a parientes y amigos explicándoles en una carta el trato que se nos daba. Si funcionaba, estupendo. De lo contrario, dicho honorable caballero (afirmó nuestro jefe) «escapará del colegio pasados siete días».

Lo echamos solemnemente a suertes, al estilo homérico primitivo: los nombres de todos los alumnos —excepto los de quinto curso— se escribieron en un trozo de papel y se metieron en un sombrero. Hubo quien propuso excluir a Jack Rogers, nuestro presidente —el Néstor
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de la escuela—, que, al tener casi diecisiete años, y estar a punto de abandonar el colegio, sin duda habría preferido pasar hambre lo que quedaba de semestre. Pero él rechazó la idea como un insulto y añadió su nombre.

Según el modelo clásico, sacudimos violentamente el sombrero. El papel que, obedeciendo los designios de las Parcas, saliera volando y cayese antes al suelo decidiría la cuestión. Dos salieron volando, pero uno quedó en la manga del encargado de agitarlo. Nadie se sintió inclinado a recoger el otro. Fue como si nadie, hasta ese momento decisivo, hubiese reparado en las consecuencias de abandonar de aquel modo el colegio y el hogar.

Confieso que el corazón se me detuvo por un instante cuando Jack Rogers se adelantó a coger el papel. Luego sentí que la sangre me subía a las mejillas cuando nuestro líder leyó muy despacio: «Charles Stuart Trelawny».

—¡Siempre tan afortunado, Charley! —prosiguió riendo, aunque creo que Jack sólo pretendía animarme—. Escribe cuanto antes, muchacho —añadió en tono más serio—, y sigue mi consejo, escribe a tu padre. Plantéaselo como un asunto de negocios. Tu madre seguro que tendrá algo que decir:

En seguida escribí:

Mi queridísimo padre:

Espero que estés bien. Yo no lo estoy. Sabes que nunca he sido glotón y que no soy tan tonto para esperar que en el colegio nos den tan bien de comer como en casa. Así que no te enfadarás cuando te diga que nada de lo que nos da la señora Glumper es comestible y que, como no tenemos más que los posos del té y un poco de pan, todo el mundo pasa hambre.

Tu respetuoso hijo,

C. S. TRELAWNY

P. D.: Si no quieres hablar con la señora Glumper, ¿te importaría pedirle a mamá y a Agnes, con todo mi cariño, que me envíen una gran barra de pan (con corteza y, a ser posible, bien tostada) que me dure una semana?

Teniente general Trelawny, compañero de la Orden del Baño y caballero de la Orden Güélfica Hannoveriana.

PENRHYN COURT

Me pareció una carta lo bastante formal, y esperé con ansiedad la respuesta. ¡Si mi padre hubiera sabido lo mucho que dependía de ella…! Tenía que confiar en mí, pues siempre había sido sincero y al afirmar que nunca había sido un glotón tan sólo me había hecho justicia.

Creo que fue al cuarto día de espera cuando llevaron un gran paquete al patio de recreo escoltado por un grupo de jóvenes curiosos y expectantes. ¡No los culpo!

Dentro de los límites de aquel paquete —que, aunque enorme, tenía sus límites— había, en primer lugar, un pastel de carne no sólo compuesto de carne de verdad, sino enriquecido con huevos y otros deliciosos ingredientes, que temblaban en una gelatina de salsa de sabor inigualable. En segundo lugar había una selección de pasteles de fruta tan dulces que estaban pegados el uno al otro de tal modo que un estoico, por muy hambriento que estuviese, habría dudado al «separar a tan dulces amigos» y los habría devorado de dos en dos.

En tercer lugar apareció un enorme hojaldre de manzana, tan apetitoso que cualquier muchacho podría darle vueltas y más vueltas sin decidir qué lado parecía más tentador: el del azúcar o el de la mantequilla. Y, por último, un pastel que no me arrepiento de haber calificado en aquel momento de «tremendo».

No había ninguna carta, pero el augurio parecía bueno. Los pasteles y los hojaldres son embajadores muy elocuentes. No pereceríamos. Tal vez aquel mismo día notaríamos los efectos de mi formal y varonil petición, en forma de menú mejorado y de una disminución del número de orugas. A nadie se le ocurrió la idea de entregar nuestros nuevos suministros. ¡Qué desdicha no poder compartirlos todos! Tuvimos que volver a echarlo a suertes, y un afortunado grupo de dieciocho personas, entre las que nos contábamos Jack Rogers y yo, de forma honorífica, dimos cuenta a toda prisa del contenido del paquete.

Las sombras siguen siempre al sol. El menú no mejoró, aunque Jack —un agudo observador de la naturaleza humana— interpretó favorablemente la nube que ensombrecía el altanero ceño de la señora Glumper como una prueba de su disgusto ante la costosa reforma que se vería obligada a acometer.

¡Ay!, por una vez, nuestro líder se equivocó. Ni ese día, ni el siguiente, ni ningún otro día, mientras duró aquel establecimiento, se produjo la menor modificación de sus antiguas normas dietéticas.

Tardaron mucho tiempo en llegar a mi poder las cartas que se cruzaron en aquella ocasión. Partiendo de la base de que mi padre, ocupado con sus propias cartas, debió de entregarle la mía a mi madre diciéndole: «Ocúpate tú de esto, cariño», helas aquí:

De lady Caroline Trelawny a la señora Glumper:

Querida señora Glumper:

Confío en que no le alarme el tamaño del paquete que le he enviado a mi hijo. Charley está creciendo muy deprisa, tanto que su padre ha llamado mi atención sobre el particular, con cierto temor de que pudiera acabar debilitándose. Tal vez sonría usted ante la inquietud que me obliga a recordarle a una persona tan experimentada en el cuidado de los jóvenes que mi hijo necesita más que nunca comida, limpia, buena y suficiente. No es un chico delicado, y estoy segura de que lo que acabo de decirle será más de lo que él, o yo, podamos desear.

Con mis mejores deseos para el doctor Glumper, le envío, señora Glumper, un atento saludo,

CAROLINE M. TRELAWNY

De la señora Glumper a lady Caroline Trelawny:

Querida señora:

Tal vez la respuesta más convincente que puedo dar a su amable misiva sea que el doctor Glumper, yo misma, nuestra familia y los profesores (a excepción de monsieur Legourmet, que insiste en traer su propia comida), vivimos siempre con y como nuestros alumnos; y, que en cuestión de comida, ni escatimamos ni despilfarramos.

Respetuosamente,

JEZEBEL GLUMPER

Por desgracia, había suficientes visos de verosimilitud en esta correspondencia para satisfacer las conciencias de ambas damas. Era cierto que comían, o más bien se sentaban, con nosotros y, como les servían siempre lo mejor, acompañado de salsa caliente y otras cosas en su propia mesa, sobrevivían bastante bien. En cuanto al bueno del doctor, era el más inocente de los cómplices en el fomento de nuestra inanición. Se limitaba a hacer lo que decía su mujer, sin pensar en sí mismo, y habría muerto de hambre con los alumnos sin murmurar una sola queja.

Cuando se hizo evidente que nuestra estrategia había fracasado, todo lo que ocurrió antes de que llegara el día fatídico se desarrolló como un extraño sueño. Me sentía como si ya no perteneciese a la escuela, y apenas a mí mismo, y, aunque nadie aludió a mi inminente fuga, comprendí que nadie la había olvidado. Fue muy significativo que Percy Pobjoy, que me debía ocho peniques desde tiempo inmemorial, pidiera prestado el dinero para devolvérmelo; y que otro tipo, con quien me había peleado, me pidiera espontáneamente perdón.

El sábado —el día señalado— llegó a su debido tiempo. No nos quedaba más que una comida, una última oportunidad para la señora Glumper y para mí.

—Si hoy nos sirve una comida mínimamente decente —murmuró Jack Rogers, pellizcándome el codo al entrar—, ¡Dios sabe, amigo Charley, que pondremos fin a
tus
inicuos planes!

No se dio tal oportunidad. Ahí estaba la insípida masa de arroz con leche, servida como primer plato, para asfixiar cualquier buen apetito y que nadie quisiera comer más.

Tras el arroz apareció el temido pastel, con su amarillenta y pretenciosa superficie —ejemplo de farsantes—, que ocultaba sabe Dios qué vilezas y falsedades. ¡Oh, qué contraste con el delicioso y exquisito bien —sólo parecido en el nombre— que me había enviado mi madre!

Sirvieron el pastel y todo el mundo estaba sometiéndolo al habitual escrutinio cuando la señora Glumper proclamó con la voz de un heraldo:

—Al señor Trelawny no se le servirá nada hasta que se haya comido hasta el último grano de arroz.

Soltó una risita apenas audible, pero yo me mantuve firme, y así concluyó la última «cena» en Glumper House. Jack Rogers me puso la mano en el brazo.

—Lo lamento, Trelawny —afirmó.

—Yo no —respondí tratando de sonreír—, si no fuera por… —Pensé en mi madre y me vine abajo.

—En cualquier caso, celebraremos otra reunión —replicó Jack.

En un momento se juntó un gran grupo debajo de nuestro olmo favorito. Para ser sincero, diré que podría haberme pasado sin aquella ceremonia, que en cierto modo fue como asistir a mi propio funeral. Pero Jack Rogers no quiso renunciar a tan magnífica ocasión de pronunciar un discurso.

Parlamentó con tanta elocuencia y durante tanto tiempo que su discurso debe de haberse recordado en el colegio mucho después de que yo —su principal objeto— cayera en el olvido. En su perorata observó que el honor y el bienestar de Glumper House no podían estar en mejores manos en aquella hora terrible. Y que no sería sólo dicha comunidad la que se vería beneficiada por el importante paso que me disponía a dar. Los ojos de todos los colegios de Europa estaban, o estarían, cuando se enterasen de lo ocurrido, pendientes de Glumper House. El señor Trelawny se disponía a poner el pie en el primer peldaño de la escalera que conducía a la fama, el poder y la opulencia. ¿De qué medios pecuniarios disponía?, preguntó con franqueza.

Yo respondí con la misma claridad:

—De ocho peniques.

—¡Justo la suma —prosiguió Jack, triunfante— (te faltan sólo un chelín y diez peniques) en que se fundan todas las grandes fortunas! «Empezó su carrera inmortal con media corona», o «El origen de este eminente ciudadano fue de los más humildes: empezó la vida con dos chelines y seis peniques». O «Nuestro moderno Creso empezó la batalla de la vida con media moneda de cinco chelines. ¡Murió con una fortuna de dos millones de libras!». Ésos son los pasajes más repetidos en las biografías. Charles, amigo mío, estás de suerte. —Y me estrechó la mano con suma cordialidad. Yo me aventuré a observar que no poseía la cantidad mágica requerida—. ¡No, por Dios, pero la tendrás! —exclamó Jack—. Aquí van seis peniques. Recuérdalo cuando seas un viejo millonario, y envíale al amigo Jack un jamón de uno de tus parques llenos de ciervos… en Escocia. ¿Quién quiere colaborar con el Fondo Trelawny?

Pese a lo justos que iban todos de dinero, tantos quisieron contribuir que nuestro jefe puso en mi mano la cantidad de nueve chelines y seis peniques. Pero la observación de Jack había obrado un extraño efecto en mi imaginación. Algo me advertía de que me ciñera estrictamente a la norma que, en apariencia, había funcionado tan bien.

En pocas palabras, agradecí a mis compañeros sus buenas palabras, pero decliné aceptar más de lo requerido para fundar mi fortuna. No quería hacer nada (añadí, en suma) que pudiera conducirme al fracaso, ni deslucir el vigor innato y la frescura de media corona, quedándome con diez chelines y dos peniques, una suma jamás asociada a las inspiradas biografías que acababa de citar nuestro presidente. Cogería mi media corona y ni un penique más.

Cuando empezó a declinar el día, se hizo necesario iniciar los preparativos para mi partida. Así que, ayudado por algunos amigos fieles, procedí a preparar un hatillo que pudiera transportar cómodamente y dejé el resto de mis posesiones en manos del destino. Hubo una cosa que lamenté mucho abandonar. Una maceta con los brotes de una prometedora correhuela escarlata. Me había procurado mucha ocupación y consuelo. Casi había decidido hacerla partícipe de mi destino. Pero Jack Rogers puso objeciones. En vano buscó en su memoria ejemplos de algún aventurero que se hubiese echado a los caminos con media corona y una correhuela escarlata. Cuando alguien citó el caso de Jack y las habichuelas mágicas, él se limitó a observar que varias investigaciones efectuadas en nuestros días habían arrojado dudas considerables sobre ciertas partes de dicha historia. Con eso fue suficiente.

La fuga, por su parte, no planteaba la menor dificultad. Parte del patio de recreo quedaba oculto desde la casa, y, aunque frecuentar aquel lugar estaba prohibido y el encargado de vigilarlo tenía la obligación de denunciar a cualquiera que lo hiciese, en esa ocasión el propio vigilante me ayudó a trepar por la tapia. Nos dimos un último apretón de manos y se oyeron unos vítores cuando me detuve un instante en lo alto del muro.

—Entonces escribirás la carta mañana desde… algún sitio, ¿no? —preguntó Jack, misteriosamente. (Asentí)—. ¿Estás bien, amigo?

—Sí —respondí—. Muy bien. ¡Hurr…!

Salté al suelo… ¡Estaba a la deriva!

Aquella tapia parecía volver las cosas radicalmente distintas. Creo que hasta que mis pies no aterrizaron en el suelo extranjero de la fábrica de ladrillos del señor Turfitt, no comprendí del todo el hecho de que me estaba fugando. Pero lo cierto era que me había convertido en un fugitivo, y para hacer justicia a mi valentía infantil, he de decir que no se me pasó por la cabeza regresar o buscar la protección de mi hogar. Sentí una breve y amarga punzada de remordimiento al pensar en el efecto que probablemente causarían las noticias de mi huida cuando llegasen al feliz círculo familiar, pero me consolé al pensar que la carta que les escribiría serviría para tranquilizarlos acerca de mi salud y proyectos futuros. Entretanto, era evidente que salía ganando con fugarme.

La casa del doctor Glumper estaba en un barrio a las afueras de Londres, y, por lo tanto, en plena ruta hacia la fortuna. Me volví hacia donde calculé que se encontraba la City y eché a andar preguntándome vagamente qué sería de mí cuando llegase la hora de dormir.

De pronto se me ocurrió una idea brillante, sugerida por un nombre que leí en el cartel de una taberna. Tenía un amigo —Philip Concanen— que vivía en Chelsea, a dos pasos de allí, a apenas siete kilómetros. Phil hacía tiempo que había abandonado el colegio del doctor Glumper, aunque su nombre, su fama y una caricatura de la señora G. toscamente tallada en el interior de su antiguo pupitre todavía perduraban. Ahora era un hombre de edad mediana, de unos diecinueve años, diría yo, y se había pasado una vez por casa del doctor Glumper conduciendo su propia calesa. Yo siempre le había caído bien a Phil y estaba convencido de que no sólo me daría su consejo, sino que seguiría los míos. Apenas iniciado mi peregrinaje, dejé de albergar temor por el porvenir.

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