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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper (16 page)

BOOK: La señora Lirriper
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—Ben, ¿a quién le toca quedarse de guardia esta semana?

—A mí, señor —repliqué (siempre lo llamaba «señor» en horas de trabajo).

—Bien, en ese caso puedes volverte a casa, y lo mismo el jueves y el viernes, pues tenemos que cocer varias hornadas esta noche y lo mismo mañana y la noche siguiente.

—De acuerdo, señor —respondí—. Estaré aquí esta tarde a las siete.

—No, bastará con que vengas a las nueve y media. Tengo unas cuentas que arreglar y yo mismo me ocuparé del horno hasta entonces. Pero sé puntual.

—Seré puntual como un reloj, señor —repliqué y, al darme la vuelta, volvió a llamarme.

—Eres un buen muchacho, Ben —dijo—. Venga esa mano.

Le estreché la mano con afecto.

—Si lo soy, George —respondí de todo corazón—, es sólo gracias a ti. ¡Que Dios te bendiga!

—¡Amén! —dijo él con voz preocupada, llevándose la mano al sombrero.

Y así nos despedimos.

Por lo general dormía de día cuando tenía que atender a una cocción de noche, pero esa mañana ya había dormido mas de la cuenta y necesitaba mas ejercicio que descanso. Así que corrí a casa, metí un poco de carne y pan en el morral, cogí mi grueso bastón y partí a pasar el día en el campo. Cuando volví a casa, había anochecido y empezaba a llover, igual que aquel funesto domingo por la tarde, así que me cambié las botas húmedas, cené pronto, dormité un poco junto a la chimenea y fui a la fábrica unos minutos antes de las nueve y media. Al llegar a la verja la encontré abierta de par en par, así que entré y la cerré. Recuerdo haber pensado que no era propio de George dejarla así, pero en seguida lo olvidé. Después de pasar el cerrojo, fui directo a la pequeña contaduría, donde una luz brillaba alegremente en la ventana. También allí, para mi sorpresa, encontré la puerta abierta y el despacho vacío. Entré. El umbral y parte del suelo estaban salpicados de lluvia. El libro de las nóminas estaba abierto sobre el escritorio, la pluma de George seguía en el tintero y su sombrero colgaba como siempre en el perchero del rincón. Concluí, claro, que debía de haber ido a cuidar de los hornos, así que lo seguí, cogí su sombrero y me lo llevé, pues ahora llovía de firme.

Las salas de los hornos están justo al otro lado del taller. Hay tres, una enfrente de la otra, y en cada una de ellas el gran horno ocupa el centro de la sala. Dichos hornos están construidos de ladrillo y tienen una puerta de hierro en el centro y una chimenea que sale por el tejado. Las vasijas, metidas en las gacetas, se colocan en los estantes y en el proceso de cocción hay que darles la vuelta varias veces. Voltear las gacetas, controlar la temperatura y mantener el fuego encendido era mi cometido por aquel entonces, comandante.

Pues bien, recorrí una tras otra las salas de hornos y las encontré todas vacías. Luego empezó a embargarme una sensación de desasosiego y me pregunté qué habría sido de George. Era posible que estuviese en alguno de los talleres, así que corrí a las oficinas, encendí una linterna y registré la fábrica de arriba abajo. Comprobé las cerraduras y me aseguré de que estuvieran cerradas como de costumbre. Me asomé a los cobertizos abiertos: todos estaban vacíos. Llamé: «¡George, George! », por todos los rincones del patio, pero el viento y la lluvia ahogaron mi voz, y nadie respondió. Obligado por fin a concluir que se había ido, devolví su sombrero a la contaduría, guardé el libro de nóminas, apagué la lámpara de gas y me preparé para mi guardia solitaria.

La noche era cálida y el calor en las salas de hornos intenso. Sabía, por experiencia, que los hornos estaban sobrecalentados y que no había que meter la porcelana hasta al menos dos horas más tarde. Acerqué mi taburete a la puerta, me instalé en un rincón protegido donde me diese el aire, pero no la lluvia, y empecé a preguntarme dónde habría ido George y por qué no habría esperado hasta la hora convenida. Era evidente que había salido a toda prisa no sólo porque había olvidado su sombrero, sino porque había dejado los libros abiertos y la luz encendida. Tal vez uno de los obreros hubiese sufrido un accidente y lo hubieran llamado con tanta urgencia que no hubiese tenido tiempo de pensar en nada; tal vez volviera en cualquier momento para comprobar que todo estaba en orden antes de volverse a casa. Mientras le daba vueltas a aquello en mi cabeza, me fue entrando sueño, empecé a divagar y acabé quedándome dormido.

No sabría decir cuánto duró esa cabezada. Ese día había andado mucho y dormí profundamente, pero me desperté de pronto embargado por una especie de terror, y, al alzar la vista, vi a George Barnard sentado en un taburete delante de la puerta del horno, con la cara iluminada por la luz de las llamas.

Avergonzado de que me hubiera sorprendido durmiendo, me puse en pie de un salto. En ese momento, él se levantó también, se dio la vuelta sin mirarme siquiera y entró la habitación de al lado.

—¡No te enfades, George! —grité siguiéndole—. Todavía no hay ninguna gaceta en el horno. Sabía que el fuego era demasiado fuerte y…

Las palabras se extinguieron en mis labios. Lo había seguido de la primera habitación a la segunda, de la segunda a la tercera, y en la tercera… ¡lo perdí!

No daba crédito a mis ojos. Abrí la puerta del fondo que conducía al taller y me asomé, pero no aparecía por ningún sitio. Di la vuelta hasta la parte de atrás de las salas de hornos, miré por detrás de los hornos, corrí a la contaduría, lo llamé por su nombre una y otra vez, pero todo estaba oscuro, silencioso y más solitario que nunca.

Luego recordé que había cerrado el pasador de la puerta de fuera y que era imposible que hubiera entrado sin llamar al timbre. Entonces empecé a dudar de mis sentidos y a pensar que debía de haberlo soñado.

Volví a mi sitio junto a la puerta de la primera sala de hornos y me senté un momento para organizar mis ideas.

«En primer lugar —me dije—, fuera no hay más que una puerta. Yo mismo la he cerrado por dentro, y aún sigue cerrada. En segundo lugar, lo he registrado todo y todos los cobertizos están vacíos y las puertas de los talleres siguen cerradas como siempre con llave y candado. Al llegar comprobé que George no estaba en ninguna parte y ahora no puede haber entrado sin que me haya dado cuenta. Así que ha tenido que ser un sueño. Ha sido un sueño y ya está».

Así que ajusté la linterna y fui a comprobar la temperatura de los hornos. Debo explicar que eso lo hacíamos introduciendo en ellos pequeñas bolas de arcilla normal y corriente. Si la temperatura era demasiado elevada, se agrietaban; si era demasiado baja, quedaban húmedas y pastosas; si era la adecuada, se volvían firmes y suaves y pasaban a la etapa de bizcocho. Pues bien, cogí las tres bolas, metí una en cada horno, esperé mientras contaba hasta quinientos, y luego pasé a ver el resultado. Las dos primeras estaban perfectas, la tercera se había roto en diez pedazos. Eso me indicó que podía meter las gacetas en los hornos uno y dos, aunque el número tres seguía sobrecalentado y debería dejarlo enfriar una o dos horas más.

Llené los hornos uno y dos con nueve filas de gacetas, tres en cada estante, dejé las demás a la espera de que el número tres estuviera en condiciones; y, temiendo quedarme dormido, ahora que la cocción estaba en marcha, eché a andar de un lado a otro para seguir despierto. No obstante, hacía mucho calor en el taller y no aguanté mucho tiempo, así que volví a mi taburete al lado de la puerta y me puse a pensar en el sueño que había tenido. Cuanto más lo pensaba, más extrañamente real me parecía y mas seguro estaba de encontrarme despierto cuando vi a George levantarse y entrar en la habitación de al lado. También juraría haberlo visto pasar de la segunda habitación a la tercera, y haber seguido de cerca sus pasos todo ese tiempo. ¿Sería posible, me pregunté, que pudiera haberme puesto de pie y andado hasta allí estando dormido? Había oído hablar de gente que andaba en sueños. ¿No podría ser que yo también lo hubiera hecho y no me hubiese despertado hasta que me dio el aire fresco en el patio? La idea me pareció bastante probable y acabé apartándola de mi imaginación y pasé lo que quedaba de la noche ocupándome de las gacetas, añadiendo leña a los hornos y dando un paseo fuera de vez en cuando. En cuanto al número tres, conservó su calor de tal modo que casi era de día cuando me atreví a introducir en él las gacetas. Así fueron pasando las horas y, a las siete y media de la mañana del jueves, llegaron los hombres a trabajar. Mi turno había concluido, pero no quería irme sin ver a George, así que lo esperé en la contaduría mientras un muchacho llamado Steve Storr ocupaba mi sitio en los hornos. No obstante, el reloj avanzó de las siete y media a las ocho menos cuarto; luego, a las ocho en punto, y a las ocho y cuarto, y George seguía sin aparecer. Por fin, cuando la manecilla marcó las ocho y media, me cansé de esperar, cogí mi sombrero, corrí a casa, me acosté y dormí profundamente hasta las cuatro de la tarde.

Esa noche fui a la fábrica muy pronto, pues me embargaba la inquietud y quería ver a George antes de que se marchase. Esta vez encontré la puerta cerrada y llamé para que me abrieran.

—¡Qué pronto has venido, Ben! —dijo Steve Storr al dejarme entrar.

—¿Se ha ido ya el señor Barnard? —pregunté atropelladamente, pues reparé al primer vistazo en que la lámpara de la contaduría estaba apagada.

—No se ha marchado —respondió Steve—, porque hoy no ha venido.

—¿Que no ha venido?

—No, y lo raro es que tampoco ha estado en su casa desde que fue a cenar ayer.

—Pero anoche estuvo aquí.

—¡Oh, sí!, vino a revisar los libros. John Parker estuvo con él hasta las seis y media; y tú debiste de encontrártelo cuando llegaste a las nueve y media. —Negué con la cabeza—. Bueno, el caso es que aquí no está. ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches!

Le quité la linterna de la mano, cerré mecánicamente la puerta tras él y me dirigí estupefacto hacia los hornos. ¿Que George no estaba? ¿Que se había marchado sin advertir a su patrón o sin despedirse de sus compañeros? No acertaba a comprenderlo. Me parecía increíble. Me senté perplejo, incrédulo, confuso. Luego vinieron las lágrimas, las dudas, las terribles sospechas. Recordé las enérgicas palabras que había pronunciado unas noches antes, la extraña calma que siguió después, mi sueño de la noche anterior. Había oído hablar de hombres que se ahogaban por amor y el turbio Severn corría cerca de allí… tan cerca que se podía arrojar una piedra en él desde algunas de las ventanas de los talleres.

Era demasiado horrible. No me atreví a pensarlo. Me concentré en el trabajo para apartar de mí aquella idea; y empecé por examinar los hornos. La temperatura de todos ellos era mucho más alta que la noche anterior, pues los hombres habían aumentado el calor de forma gradual a lo largo de las últimas doce horas. Mi misión ahora era continuar aumentándolo doce horas más, después de lo cual los dejaríamos enfriar de forma no menos gradual hasta que las vasijas estuviesen lo bastante frías para sacarlas. Dar la vuelta a las gacetas y echar leña a los dos primeros hornos era mi primer cometido. Igual que en la ocasión anterior, vi que el tercero estaba mucho más caliente que los otros y lo dejé media hora o una hora. Luego salí al patio, comprobé las puertas, solté al perro y me lo llevé a las salas de hornos para que me hiciese compañía. Después dejé la linterna en un estante al lado de la puerta, saqué un libro del bolsillo y empecé a leer.

Recuerdo el título del libro con toda exactitud. Era
El arte de la pesca
de Bowlker e incluía cinco toscos grabados con toda clase de moscas artificiales, anzuelos y otros aparejos. Pero no lograba concentrarme en él más de dos minutos seguidos y acabé dejándolo de pura desesperación, me cubrí la cara con las manos y me dejé arrastrar por una larga y absorbente sucesión de ideas dolorosas. Debió de pasar un buen rato —tal vez una hora— antes de que un sordo gañido de Capitán, que estaba tumbado a mis pies, me sacara de mi ensimismamiento. Alcé la vista con un sobresalto, igual que el que me había despertado la noche anterior y con el mismo terror vago vi, exactamente en el mismo sitio, y en la misma posición, con el rostro iluminado por las llamas, a ¡George Barnard!

Al verlo, me embargó un temor mayor que el miedo a la muerte y la lengua pareció paralizárseme en la boca. Luego, exactamente igual que la noche anterior, se incorporó, o pareció incorporarse, y se dirigió muy despacio a la habitación de al lado. Un poder más fuerte que yo pareció impulsarme a seguirlo casi contra mi voluntad. Lo vi atravesar la otra habitación, cruzar el umbral de la tercera, avanzar directo hacia el horno y detenerse allí. Luego se volvió, por primera vez, iluminado por el resplandor de las llamas rojas que salía de la puerta abierta del horno, y me miró cara a cara. En ese mismo instante, su cuerpo y su semblante parecieron brillar y volverse transparentes, como si en torno a él y en su interior sólo hubiese fuego… y luego, arrastrado, por así decirlo, por ese mismo resplandor, ¡desapareció como absorbido por el horno!

Desquiciado, solté un grito, traté de salir dando tumbos de la habitación y caí inconsciente antes de llegar a la puerta. Cuando abrí los ojos, un gris amanecer iluminaba el cielo; las puertas del horno estaban cerradas, como las había dejado en mi última ronda; el perro dormía tranquilamente a mi lado y los hombres llamaban a la puerta para entrar.

Les conté mi historia de principio a fin y todos se burlaron de mí. No obstante, cuando vieron que mi relato no cambiaba lo más mínimo y, sobre todo, que George Barnard seguía ausente, algunos empezaron a tomárselo en serio, entre ellos, el dueño de la fábrica. Prohibió que vaciaran el horno, pidió ayuda a un célebre naturalista y sometió las cenizas a un examen científico. El resultado fue el siguiente:

Las cenizas resultaron estar saturadas de una especie de grasa animal. Una parte considerable de ellas eran huesos chamuscados. En un rincón del horno se encontró una pieza de hierro semicircular medio fundida que, evidentemente, había sido el talón de una bota de obrero. Cerca de allí, una tibia todavía conservaba lo bastante su forma y textura originales para identificarla. No obstante, el hueso estaba tan calcinado que se hizo polvo al cogerlo.

En vista de aquello, pocos pusieron en duda que George Barnard había sido vilmente asesinado y que alguien había arrojado su cadáver al horno. Las sospechas recayeron sobre Louis Laroche. Lo detuvieron, el juez de instrucción ordenó una investigación y se analizaron con detalle todas las circunstancias de la noche del asesinato. No obstante, por mucho que indagaron, no pudieron aclarar nada ni condenar a Louis Laroche. La misma noche de su liberación, abandonó el pueblo en el tren correo y nunca volvimos a verlo ni a saber nada de él. En cuanto a Leah, no sé qué sería de ella. Yo mismo me fui al cabo de pocas semanas, y no he vuelto a poner un pie en la región de las Alfarerías desde entonces.

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