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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper (19 page)

BOOK: La señora Lirriper
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Curiosamente, justo cuando nuestro presidente pronunció estas palabras, volvió a oírse el mismo griterío que habíamos oído antes, aunque ahora mucho más fuerte. Y, no menos curiosamente, las campanas de la iglesia del pueblo, que no estaba muy lejos de allí, se pusieron a repicar con alegría. Aquello no nos concernía, pero no dejaba de ser curioso. La atención del público del señor Dewsnap empezó a distraerse y sus miradas, de cuanto en cuando, se desviaban hacia la ventana. La atención del propio señor Dewsnap también empezó a divagar y una vez más pareció perder el hilo de lo que estaba diciendo.

—Caballeros —volvió a empezar, decidido como el buen orador que era a sobreponerse a cualquier intromisión—, estaba diciendo que esta alegre comida era, en cierta medida y a modo de figura retórica, una especie de banquete nupcial, y, en cuanto mis labios pronunciaron esas palabras, ¡hete aquí que las campanas de la iglesia del pueblo empiezan a repicar! Caballeros, es casi sobrenatural. Lo considero un buen augurio, y como tal hemos de tomarlo…

Las campanas sonaron frenéticamente, y los gritos se hicieron más audibles.

—¡Y como tal hemos de tomarlo! —repitió el señor Dewsnap—. Caballeros, no me sorprendería si esto fuese una ovación ofrecida a nuestro noble y valiente amigo. Los lugareños han oído hablar de su noble y valerosa conducta y acuden a la fonda para ofrecerle sus humildes felicitaciones.

Era cierto que los lugareños se dirigían hacia la fonda, pues sus voces cada vez se oían con mas fuerza. Todos empezamos a inquietarnos ante la elocuencia del presidente y, cuando por fin el ruido de unas ruedas que se aproximaban a toda prisa se añadió a los vítores y el repicar de las campanas, no lo soporté más y corrí hacia la ventana seguido por todos los presentes, incluido el presidente.

Un carruaje tirado por dos caballos pasó rápidamente por debajo de la ventana. Comandante, casi me repugna contárselo. Había un postillón en el caballo más cercano y en su chaqueta había… ¡Ay…! Discúlpeme, se lo ruego… un recuerdo de boda. Era un carruaje abierto, y en él iban sentadas dos personas: una era el caballero que había pronunciado aquella humilde disculpa no hacía ni una hora; la otra era Mary Nuttlebury, que, si había de dar crédito al testimonio de mis sentidos, acababa de convertirse en Mary Huffell. Los dos se rieron al verme en la ventana y me lanzaron un beso mientras se alejaban.

Me puse frenético. Aparté a un lado a mis amigos, que en vano trataron de sujetarme. Salí corriendo a la calle. Grité a los del carruaje. Gesticulé. Corrí tras ellos. Pero ¿para qué? Todo había concluido. El mal estaba hecho. Tuve que volver a la fonda, convertido en objeto de burla del rudo e ignorante populacho.

No sé nada mas. Ignoro lo que fue de mí, cómo pagué la cuenta en la fonda, cómo me marché de allí. Sólo sé que ahora me ensombrecen irremediablemente unos nubarrones; que mis viejos compañeros y mis antiguas costumbres me resultan odiosas; y que incluso mi anterior alojamiento me parecía tan insoportable, pues el mobiliario estaba impregnado de recuerdos dolorosos, que me vi obligado a marcharme e instalarme en otro sitio. Así es, señor, como llegué a ocupar estas habitaciones y, si el testimonio de un desdichado como yo ha de servir de algo, debo decir que no tengo motivos para lamentar haberme mudado de residencia y que considero a la señora Lirriper una persona excepcional, con un único defecto: ser una mujer.

DE CÓMO LA PLANTA BAJA AÑADIÓ UNAS PALABRAS

CHARLES DICKENS

Tengo el honor de llamarme Jackman. Y considero un orgulloso privilegio pasar a la posteridad gracias al niño más extraordinario que ha vivido jamás —que responde al nombre de
JEMMY JACKMAN LIRRIPER
— y a mi valiosa y respetabilísima amiga, la señora Emma Lirriper, del 81 de la calle Norfolk, en el Strand, condado de Middlesex, en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda.

No me corresponde a mí describir la alegría con que recibimos a ese niño adorado y extraordinario con motivo de sus primeras vacaciones de Navidad. Baste con decir que cuando entró corriendo en la casa con dos espléndidos sobresalientes (en Aritmética y Buen Comportamiento), la señora Lirriper y yo nos abrazamos emocionados, y lo llevamos de inmediato a ver una pantomima con la que los tres nos divertimos mucho.

Y no es por rendir homenaje a las virtudes de la persona mejor y más honrada de todas las de su sexo —a quien por respeto a su inconsciente valía designaré aquí sólo con las iniciales E. L.— por lo que añado estas palabras al montón de papeles con el que nuestro sumamente extraordinario muchacho se ha declarado tan satisfecho, antes de volver a guardarlo en la vitrina de cristal que hay a la izquierda de la pequeña estantería de la señora Lirriper.

Tampoco lo hago por imponer el nombre del viejo, caduco y oscuro Jemmy Jackman, antaño (para su deshonra) cliente de la pensión Wozenham, y desde hace tiempo (para elevación de su alma) huésped de la pensión Lirriper. Si fuese conscientemente culpable de semejante muestra de mal gusto, sería sin duda un ejemplo de supererogación, ahora que dicho nombre lo ostenta
JEMMY JACKMAN LIRRIPER
.

No, tomo la humilde pluma para dedicar unas palabras a nuestro sorprendente y extraordinario muchacho y, dentro de mis limitaciones, trazar un agradable esbozo de la imaginación de ese niño tan querido. Dicho retrato tal vez le interese cuando sea mayor.

Nuestro primer día de Navidad, ahora que volvíamos a estar juntos, fue el más feliz de nuestra vida. Jemmy no tuvo la boca cerrada ni cinco minutos, salvo en la iglesia. Habló cuando estábamos sentados junto al fuego, cuando salimos a pasear, cuando volvimos a sentarnos junto al fuego, habló sin parar durante la cena, que fue tan extraordinaria como él. La feliz primavera de su joven corazón fluía sin cesar y fertilizó (si se me permite una figura retórica tan atrevida) a mi queridísima amiga y a J. J., que ahora escribe.

Estábamos los tres solos. Cenamos en la pequeña habitación de mi apreciadísima amiga y el servicio fue perfecto. Aunque en su pensión todo lo que a orden, limpieza y comodidad se refiere es siempre perfecto. Después de la cena, nuestro niño se escabulló a su antiguo asiento encima de las rodillas de mi estimada amiga, y allí, con sus castañas calientes y su copita de jerez (¡ciertamente un vino excelente!) en una silla a modo de mesa, su rostro eclipsó por completo las manzanas del plato.

Hablamos de estos apuntes míos, que Jemmy ya había leído y releído por entonces, y así resultó que mi apreciada amiga observó mientras acariciaba los rizos del pequeño:

—Y como tú también perteneces a esta casa, Jemmy (y mucho más que los huéspedes, puesto que naciste aquí) creo que un día de éstos tendremos que añadir tu historia a las demás.

A Jemmy le centellearon los ojos al oírla y respondió:

—Eso creo yo también, abuela.

Luego se quedó mirando al fuego y de pronto se echó a reír como si estableciese cierta complicidad con las llamas, cruzó los brazos sobre el regazo de mi estimadísima amiga, y alzando la vista para mirarla dijo:

—¿Quieres oír la historia de un chico, abuela?

—Desde luego —replicó mi apreciada amiga.

—¿Y tú, padrino?

—Desde luego que sí —respondí yo también.

—Muy bien —dijo Jemmy—, entonces os contaré una.

Y nuestro extraordinario muchacho se cruzó de brazos y volvió a echarse a reír al pensar en aquel giro de los acontecimientos. Luego miró una vez mas las llamas con la misma complicidad de antes y empezó:

—Érase una vez, cuando los cerdos bebían vino y los monos mascaban tabaco, no en vuestra época ni en la mía, aunque eso carece de importancia…

—¡Pobrecito mío! —exclamó mi estimada amiga—, ¿qué ventolera le ha dado ahora?

—Es poesía, abuela —replicó Jemmy rompiendo a reír—. En el colegio siempre empezamos así las historias.

—Menudo susto me ha dado, comandante —dijo mi apreciada amiga abanicándose con un plato—. ¡Pensé que había perdido la cabeza!

—En esa época tan extraordinaria, abuela y padrino, había un niño… no yo, sino otro…

—Claro, claro —dijo mi respetada amiga—. No él, ¿lo ha entendido bien, comandante?

—Claro, claro —repuse yo.

—Asistía a la escuela en Rutlandshire…

—Y ¿por qué no en Lincolnshire? —preguntó mi respeta amiga.

—¿Que por qué no, querida abuela? Pues porque yo voy la escuela en Lincolnshire, ¿o no?

—¡Ah, desde luego! —dijo mi respetada amiga—. Y no, trata de Jemmy, ¿comprende, comandante?

—Pues bien —prosiguió el muchacho, encogiéndose de hombros y riendo alegremente (nuevamente en complicidad con las llamas), antes de volver a mirar el rostro de la señora Lirriper—, el caso es que estaba muy enamorado de la hija de su maestra, que era la niña más guapa que se ha visto nunca, tenía los ojos marrones y un cabello castaño con unos rizos preciosos y una voz deliciosa, toda ella era deliciosa y se llamaba Seraphina.

—¿Cómo se llama la hija de tu maestra, Jemmy? —preguntó mi respetada amiga.

—¡Polly! —replicó Jemmy señalándola con el dedo—. ¡Ya lo ves! ¡No me has pillado! ¡Ja, ja, ja!

Después de que él y mi respetada amiga se rieran y abrazaran un rato, nuestro extraordinario muchacho prosiguió muy satisfecho:

—¡Pues bien! Estaba muy enamorado. Y pensaba y soñaba con ella, le regalaba nueces y naranjas, y le habría regalado perlas y diamantes si hubiera podido permitírselas, pero con el dinero de bolsillo no le bastaba. Y su padre… ¡oh, era un tirano! Tenía constantemente a raya a los chicos, los examinaba una vez al mes, les enseñaba todo tipo de cosas a todas horas y se sabía todo lo que decían los libros. Así que aquel niño…

—¿Tenía nombre? —preguntó mi respetada amiga.

—No, no lo tenía, abuela. ¡Ja, ja! ¡Ya lo ves! ¡No me pillarás!

Después volvieron a reír y a abrazarse y nuestro muchacho prosiguió:

—¡Pues bien! El caso es que el niño tenía un amigo de su misma edad en aquella escuela que se llamaba (pues él sí tenía nombre), deja que me acuerde… Bobbo.

—No, Bob —dijo mi respetada amiga.

—Por supuesto que no —dijo Jemmy—. ¿Cómo se te ocurre, abuela? ¡Bueno! Aquel chico era el amigo más listo, valiente, guapo y generoso que se pueda tener, y estaba enamorado de la hermana de Seraphina, y ella estaba enamorada de él. Todos se hicieron mayores.

—¡Dios santo! —exclamó mi respetada amiga—. Si que han crecido rápido.

—Todos se hicieron mayores —repitió nuestro niño riendo de buena gana—, y Bobbo y aquel chico partieron a caballo dispuestos a hacer fortuna. El caballo lo consiguieron en parte por un favor y en parte por una ganga; es decir, entre los dos habían ahorrado siete libras y cuatro peniques, y los dos caballos, que eran árabes, costaban mucho más, pero el hombre dijo que aceptaría aquel dinero para hacerles un favor. ¡Pues bien! El caso es que hicieron fortuna y volvieron al colegio muy ufanos con los bolsillos repletos de oro, suficiente para toda una vida. Llamaron a la puerta de los padres y los visitantes (no a la puerta trasera), y, cuando respondieron al timbre, gritaron: «¡Es como si fuese la escarlatina! ¡Todo el mundo vuelve a casa por tiempo indefinido!». Y luego se oyeron muchos gritos y besaron a Seraphina y a su hermana: cada cual a su enamorada, y no a la otra, claro, y castigaron inmediatamente al tirano.

—¡Pobre hombre! —dijo mi respetada amiga.

—Castigado de inmediato, abuela —repitió Jemmy tratando de adoptar una expresión severa y rompiendo a reír—, y no le darían nada de comer más que la comida de los alumnos, y tendría que beber medio barril de su cerveza cada día. Luego hicieron los preparativos para las dos bodas, y llevaron cestas, tarros, dulces, nueces y sellos de correos y toda clase de cosas. Y tan contentos estaban que dejaron salir al tirano y él también se alegró mucho.

—Me alegro de que le permitieran salir —dijo mi respetada amiga—, porque al fin y al cabo no había hecho más que cumplir con su deber.

—¡Oh, pero también se había excedido un poco! —gritó Jemmy—. ¡Bueno! Y entonces el chico montó en su caballo con su novia en brazos y galopó y galopó hasta llegar a cierto sitio donde tenía una abuela y un padrino… que no erais vosotros dos, ¿eh?

—No, no —respondimos los dos.

—Y allí lo recibieron muy contentos y él les llenó el armario y la estantería de oro y cubrió de oro a su abuela y a su padrino porque eran las dos personas más buenas y cariñosas del mundo. Y mientras estaban sentados cubiertos de oro hasta las rodillas, oyeron llamar a la puerta de la calle, y quién iba a ser sino Bobbo, también a caballo y con su novia en brazos, y qué había ido a decirles, sino que alquilaría para siempre (al doble del valor del alquiler) todas las habitaciones que no necesitaran el chico, la abuela y el padrino, ¡y que todos vivirían siempre juntos y serían felices! ¡Y así fue, y nunca terminó!

—Y ¿no discutieron nunca? —preguntó mi respetada amiga, mientras Jemmy se sentaba en su regazo y la abrazaba.

—¡No! Nunca discutieron.

—Y ¿no se les acabó el dinero?

—¡No! Nunca habrían podido gastarlo todo.

—Y ¿no envejecieron?

—¡No! Ninguno de ellos envejeció jamás.

—Y ¿tampoco murió ninguno?

—¡Oh, no, no, no, abuela! —exclamó nuestro queridísimo niño, apoyando la mejilla en su pecho y acercándose a ella—. Nadie murió nunca.

—¡Ay, comandante, comandante! —dijo mi respetada amiga sonriéndome con benevolencia—, ésta supera todas nuestras historias. ¡Terminemos con la historia del muchacho, comandante, pues es la mejor de todas!

Y de acuerdo con la petición de la mejor de las mujeres, la he anotado aquí tan fielmente como me lo han permitido mis habilidades y mis buenas intenciones y la suscribo ahora con mi nombre.

J. JACKMAN

Habitaciones de la planta baja.

Pensión de la señora Lirriper.

LA HERENCIA DE LA SEÑORA LIRRIPER
LA SEÑORA LIRRIPER CUENTA CÓMO ATRAVESÓ DIVERSAS DIFICULTADES Y EL CANAL DE LA MANCHA

CHARLES DICKENS

¡Ah! Qué agradable es sentarme en mi sillón, querida, y eso que aún tengo palpitaciones de subir y bajar escaleras, sólo los constructores saben por qué siempre colocan las escaleras de la cocina en los rincones, pero no creo que dominen del todo su oficio ni que lo hayan hecho nunca, de lo contrario que me expliquen a qué viene tanta monotonía y por qué las casas no tienen más comodidades y menos corrientes de aire, o, sin ir más lejos, por qué ponen siempre capas de escayola tan gruesas, cosa que en mi opinión sólo sirve para retener la humedad, o por qué instalan las chimeneas de los tejados al tuntún como sombreros olvidados en una fiesta sabiendo tanto como yo, o aun menos, el efecto que eso ejercerá sobre el humo, pues o bien lo enviará directamente a tu garganta o bien lo retorcerá un poco antes de que llegue a ella. Y lo que yo digo siempre al ver esas nuevas chimeneas metálicas con toda suerte de formas (hay una hilera de ellas en la pensión de la señorita Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle) es que sólo sirven para que el humo adopte formas artificiales antes de que te lo tragues y, puestos a eso, prefiero tragarme el mío sin mas, al fin y al cabo, el sabor es el mismo, por no hablar de lo vanidoso que resulta colocar carteles encima de la casa para alardear del modo en que uno se mete el humo en el cuerpo.

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