La señora Lirriper (23 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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¡No imaginas lo bien situada que está aquella fonda! Justo debajo de las dos torres, cuyas sombras giran a lo largo del día como una especie de reloj de sol, los campesinos entran y salen del patio en sus carros y sus cabriolés con capota, y enfrente justo de la catedral hay un mercado tan pintoresco que casi parece un cuadro. El comandante y yo decidimos que, ocurriese lo que ocurriese con la herencia, aquél era el lugar indicado para pasar las vacaciones, y también acordamos no interrumpir la alegría de nuestro pequeño con la imagen del inglés, si es que todavía seguía con vida, y que haríamos mejor en ir a verlo los dos juntos pero solos. Pues tienes que comprender que al comandante le había faltado el resuello para llegar tan alto como Jemmy y había vuelto conmigo dejándolo a él con el guía.

Así que, después de comer, aprovechando que Jemmy había ido a ver el río, el comandante se presentó en el Mairie y volvió poco después con un personaje de aspecto militar con espada, espuelas, tricornio, una bandolera amarilla y una serie de medallas que debían de resultarle muy incómodas. El comandante me dijo:

—El inglés sigue en el mismo estado, mi querida señora. Este caballero nos llevará al lugar donde se aloja.

Al oírlo, el personaje de aspecto militar se quitó el tricornio para saludarme y reparé en que se había afeitado la cabeza a imitación de Napoleón Bonaparte, aunque no se le parecía mucho.

Salimos por la puerta del patio, pasamos por delante de los grandes portones de la catedral y seguimos por un callejón lleno de tiendas donde la gente charlaba de sus negocios sentada a la puerta y los niños jugaban. El personaje de aspecto militar iba delante y se detuvo en una charcutería que tenía una pequeña estatua de un cerdo sentado en la ventana y una puerta por la que asomaba la cabeza un asno.

En cuanto el asno vio al personaje con aspecto militar, salió resbalando por la acera y se alejó entre un ruido de cascos por el pasaje en dirección al corral. Una vez despejada la costa, nos condujo al comandante y a mí por las escaleras hasta la puerta de una habitación en el segundo piso; era una habitación austera con el suelo cubierto de baldosas rojas y tenía las persianas de fuera cerradas para oscurecerla. En cuanto el personaje con aspecto militar abrió las persianas reparé en la torre donde había visto a Jemmy, aunque ahora estaba más oscura pues se estaba poniendo el sol, me volví hacia la cama que había contra la pared y vi al inglés.

Había sufrido una especie de fiebre cerebral y se había quedado calvo, tenía una compresa húmeda sobre la cabeza. Lo miré con atención mientras yacía exhausto con los ojos cerrados y le dije al comandante:

—No he visto esa cara en mi vida.

El comandante también lo miró con mucha atención y respondió:

—Yo tampoco la había visto nunca.

Cuando el comandante le explicó el significado de nuestras palabras al personaje con aspecto militar, el caballero se encogió de hombros y le señaló al comandante el naipe donde decía lo de la herencia. Lo había escrito en la cama con letra débil y vacilante y su letra me resultó tan desconocida como su rostro. Y lo mismo le ocurrió al comandante.

Aunque yaciera allí solo, el pobre desdichado estaba bien atendido, y aunque hubiese tenido alguien sentado a su cabecera no se habría dado cuenta. Le pedí al comandante que le dijera que no teníamos intención de partir inmediatamente y que volveríamos al día siguiente para velarlo. Pero también le pedí que añadiera —y moví la cabeza para subrayarlo— que los dos estábamos seguros de no haber visto aquel rostro antes.

Nuestro pequeño se sorprendió mucho cuando le contamos lo ocurrido, sentados en el balcón a la luz de las estrellas, y repasó algunas de las historias de los antiguos huéspedes que había redactado el comandante, y preguntó si no sería posible que se tratase de éste o de aquél. No lo era y nos fuimos a la cama.

Por la mañana, justo a la hora del desayuno, el personaje con aspecto de militar se presentó con un tintineo metálico y afirmó que el médico opinaba que, a juzgar por los síntomas, el enfermo tal vez se recuperase un poco antes del final. Así que le dije al comandante y a Jemmy: «Vosotros id a divertiros, y yo cogeré mi devocionario e iré a velarlo». Así lo hice y pasé allí varias horas rezando por él, pobre alma desdichada, hasta que, al caer el día, movió la mano.

Había estado tan quieto que lo noté en cuanto se movió y me quité las gafas, dejé el libro y me incorporé para mirarlo. Tras mover una mano, movió la otra y luego hizo un gesto como quien anda a tientas en la oscuridad. Al cabo de un rato abrió los ojos, que parecían velados y siguió debatiéndose en busca de la luz. Poco a poco se le aclaró la vista y dejó de agitar las manos. Cuando se le quitó el velo de los ojos también se levantó el de los míos, y cuando por fin nos miramos a la cara, di un respingo y le grité apasionadamente:

—¡Oh, malvado! ¡No ha podido escapar usted a sus pecados! —Pues, en cuanto sus ojos cobraron vida, reconocí al señor Edson, el padre de Jemmy, que tan cruelmente había abandonado sin casarse con ella a la joven madre que había muerto en mis brazos, pobre criatura, y me había dejado al cuidado del niño—. ¡Malvado, cruel! ¡Es usted un traidor con el alma negra! —Con las pocas fuerzas que le quedaban trató de volverse para ocultar su rostro. Su brazo cayó sobre la cama igual que su cabeza y quedó allí tendido con el cuerpo y el espíritu deshechos. ¡No concibo imagen más triste bajo el sol veraniego!—. ¡Oh, Dios misericordioso —exclamé llorando—, enséñame qué debo decirle a este mortal caído! Soy una pobre pecadora y no me corresponde a mí juzgarlo. —Al alzar la vista hacia el cielo despejado, vi la torre donde Jemmy había subido más alto que los pájaros, y desde donde había contemplado aquella misma ventana; y la última mirada de su joven y hermosa madre cuando se iluminó su alma y volvió a ser libre pareció brillar desde allí—. ¡Pobre hombre, pobre hombre! —dije y me hinqué de rodillas junto a la cama—, ¡si se le ha roto el corazón y se arrepiente sinceramente de lo que hizo, todavía está a tiempo de que nuestro Salvador se apiade de usted! —Cuando acerqué el rostro, su débil mano apenas pudo moverse lo bastante para rozarme. Espero que lo hiciera arrepentido. Trató de agarrarse a mi vestido, pero sus dedos estaban demasiado débiles. Lo ayudé a incorporarse sobre los almohadones y le dije—: ¿Puede usted oírme? —Él respondió que sí con la mirada—. ¿Me reconoce? —Asintió aún con mas elocuencia—. No he venido sola. Me ha acompañado el comandante. ¿Recuerda usted al comandante? —«Sí», es decir, asintió del mismo modo que antes—. Y tampoco nosotros hemos venido solos. Ha venido con nosotros mi nieto, su ahijado. ¿Me oye usted? Mi nieto. —Los dedos hicieron otro intento de aferrarse a mi manga, pero sólo fueron capaces de reptar y volvieron a caer—. ¿Sabe quién es mi nieto? —«Sí»—. Yo quise y compadecí a su pobre madre. Cuando agonizaba le dije: «Querida, este niño es un regalo para una vieja sin hijos». Ha sido mi orgullo y mi alegría desde entonces. Lo quiero tanto como si lo hubiese criado a mis pechos. ¿Quiere ver a mi nieto antes de morir? —«Sí»—. En tal caso, deme usted a entender si ha entendido correctamente lo que voy a decirle. Él desconoce la historia de su nacimiento. La ignora totalmente. No alberga la menor sospecha. Si lo traigo aquí, a la cabecera de su cama, pensará que es usted un completo desconocido. No puedo negarle qué hay crímenes y miseria en el mundo, pero siempre le he ocultado que ambas cosas rondaron tan cerca de su cuna inocente, y siempre lo haré, por su madre y por él mismo. —Con un gesto me indicó que había comprendido, y las lágrimas cayeron de sus ojos—. Descanse y lo verá.

Así que le di un poco de vino y de brandy, y le arreglé la habitación. Pero me preocupaba que Jemmy y el comandante tardaran en volver. Y estaba tan absorta en mis pensamientos que no oí los pasos en las escaleras y me llevé un buen susto al ver al comandante en medio de la habitación mirando a los ojos al hombre que había en la cama y reconociéndolo igual que yo un poco antes.

En el rostro del comandante vi rabia, horror, repugnancia y qué se yo qué más. Así que me acerqué y lo llevé al lado de la cama y cuando junté las manos y las elevé al cielo él hizo lo mismo.

—¡Oh, Señor! —exclamé—. Sabes que ambos presenciamos los sufrimientos y los pesares de aquella joven criatura que ahora está contigo. ¡Si este hombre está sinceramente arrepentido, los dos te rogamos humildemente que tengas compasión de él! —El comandante respondió: «¡Amén!». Y luego, tras una pequeña pausa, le susurré—: Querido amigo, vaya a traer a nuestro amado pequeño.

Y el comandante, que fue lo bastante listo para entenderlo todo sin necesidad de que yo le dijera nada, se marchó a buscarlo.

Nunca jamás olvidaré el rostro hermoso y radiante de nuestro niño cuando se plantó a los pies de la cama mirando a su padre sin saberlo. Y, ¡oh!, cuánto se parecía a su madre en aquel momento.

—Jemmy —le dije—, he averiguado quién es este pobre desdichado caballero que está tan enfermo y resulta que sí se alojó una vez en nuestra vieja casa. Y, como quiere ver todo lo que le recuerda a ella ahora que está a punto de morir, te he mandado llamar.

—¡Ah, pobre hombre! —dijo Jemmy adelantándose y tocando una de sus manos con mucha ternura—. Mi corazón está lleno de compasión por él, ¡pobre hombre!

Los ojos que poco después debían cerrarse para siempre se volvieron hacia mí, y no tuve ni suficiente orgullo ni fuerzas para resistirme.

—Mi querido niño, hay una razón en la historia de este semejante que agoniza ahora como algún día habremos de hacerlo todos nosotros, que me sugiere que su alma se aliviaría en esta hora postrera si apoyaras la mejilla contra su frente y le dijeras: «Que Dios te perdone».

—¡Oh, abuela —repuso Jemmy de todo corazón—, no soy digno de hacerlo! —Pero se inclinó sobre él y lo hizo. Luego los dedos vacilantes se agarraron por fin a mi manga, y creo que el pobre hombre estaba tratando de besarme cuando murió.

¡En fin, querida! He ahí la historia completa de mi herencia, y si te ha gustado es que vale diez veces el esfuerzo que me ha costado contártela.

Tal vez supongas que eso nos predispuso contra la pequeña ciudad francesa de Sens, pero no fue así. Descubrí que no podía contemplar la torre que había encima de la otra torre sin recordar los días en que aquella hermosa joven de cabellos radiantes confió en mí como en una madre, y su recuerdo me inspiraba una paz que no sabría cómo expresar. Y en el hotel todo el mundo, hasta los palomos del corral, acabó haciéndose amigo de Jemmy y el comandante, y los acompañaron en toda suerte de expediciones en los vehículos más inauditos, tirados por fogosos caballos percherones —con riendas y sin riendas— con barro por pintura y arneses de cuerda y todos sus nuevos amigos vestían de azul como carniceros y sus caballos se encabritaban y trataban de morder y devorar a los otros caballos, y todos tenían látigos que hacían restallar una y otra vez como colegiales a quienes les hubiesen regalado uno por vez primera. En cuanto al comandante, querida, el hombre pasaba la mayor parte del tiempo con un vasito en una mano y una botella de algún vino suave en la otra, y, siempre que veía pasar a alguien con un vaso, fuese quien fuese —el militar de las medallas, o los criados de la fonda que se disponían a servir la cena, o la gente del pueblo que charlaba en un banco, o los campesinos que se disponían a volver a casa después del mercado—, allí corría el comandante a hacer un brindis y a gritar: «¡Hola,
vive
no sé quién!», o: «¡
Vive
no sé cuántos!», como si estuviera fuera de sí. Y, aunque a mí no me pareciese del todo bien, las costumbres son distintas en cada parte del mundo, y, si hablamos de bailar en la plaza con una señora que regentaba una barbería, mi opinión es que el comandante hizo bien en bailar con ella y en abrir el baile con una energía de la que lo creía incapaz, aunque me intranquilizaran los gritos casi revolucionarios de los demás bailarines y el resto del grupo, hasta que le pregunté a Jemmy «¿Qué están gritando, Jemmy?» y él me respondió: «Gritan: "¡Bravo por el militar inglés! ¡Bravo por el militar inglés!"» cosa que satisfizo mis sentimientos patrióticos y llegó a convertirse en el sobrenombre por el que todos conocían al comandante.

Pero cada tarde, a la misma hora, los tres nos sentábamos en el balcón del hotel al fondo del patio y contemplábamos cómo cambiaba la luz dorada y rosada en las dos grandes torres y cómo las sombras que proyectaban modificaban cuanto había a nuestro alrededor, incluso a nosotros mismos, y ¿qué crees que hacíamos allí? Querida, Jemmy había llevado consigo algunas de las historias que el comandante había anotado a partir de las declaraciones de los antiguos huéspedes del 81 de la calle Norfolk y nos las mostró con estas palabras:

—¡Aquí están, abuela! ¡Aquí están, padrino! ¡Tengo muchas más! Os las leeré. Y, aunque las escribieras para mí, padrino, sé que no te importará que las oiga la abuela, ¿verdad?

—No, muchacho —respondió el comandante—. Todo lo que tenemos le pertenece, incluso nosotros mismos.

—Afectuosa y devotamente suyos, J. Jackman y J. Jackman Lirriper —gritó el granujilla dándome un abrazo—. Muy bien, padrino. Fíjate bien. Como la abuela acaba de heredar, haremos que las historias sean parte de la herencia. Se las dejaré todas a ella. ¿Qué te parece, padrino?

—¡Hip, hip, hurra! —replicó el comandante.

—De acuerdo entonces —gritó Jemmy muy agitado—. ¡
Vive
el militar inglés! ¡
Vive
la señora Lirriper! ¡
Vive
también yo! ¡
Vive
la herencia! Y ahora escucha, abuela. Y tú también, padrino. ¡Os leeré! Y os diré lo que haré también: la última noche de nuestra estancia aquí, cuando tengamos todo recogido y estemos a punto de partir, yo mismo le pondré el colofón.

—Que no se te olvide —dije yo.

—No te preocupes, abuela —exclamó el jovencito con chispas en los ojos—. ¡Bueno, vamos allá! Empiezo a leer. Una, dos y tres. Abrid la boca, cerrad los ojos y contemplad lo que os envía la Fortuna. Estamos a punto de empezar. Atiende, abuela. ¡Y tú también, padrino!

Y con aquel espíritu tan animado, Jemmy empezó a leer y cada tarde que pasamos allí nos leyó una historia, y a veces se nos hizo tan tarde que tuvimos que encender una vela que ardía en el balcón en el aire tranquilo. Así que aquí tienes el resto de mi herencia, querida, te la entrego en este fajo de papeles escritos con la letra sencilla y redonda del comandante. Ojalá pudiera darte también las torres de la iglesia y aquella brisa tan agradable del patio de la fonda y los palomos que a veces se posaban en la cornisa al lado de Jemmy y parecían escucharle con aire crítico ladeando la cabeza, pero hay que tomar las cosas como nos vienen.

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