Estos recelos eran indignos de ti y de mí, cariño. Recorrí las habitaciones, cogiendo las chucherías que habías comprado ansiosa y generosamente para Adelaide y volviendo a dejarlas en su sitio con una punzada. ¿Acaso deseabas mi muerte, Owen? ¿Deseabas volver a estar con ella? Por fin me senté en tu despacho, donde se amontonaban tus libros delante de los estantes vacíos. Los días en que los leíamos tranquilamente en la montaña, cuando viniste por primera vez a vivir con nosotros habían pasado para siempre. Me senté entre ellos, me cubrí la cara con las manos y no vi ni oí nada.
Nada, cariño, hasta que tu mano se apoyó en mi cabeza y tu voz alegre y cordial llenó de deleite mis oídos.
—Jane —dijiste—, cariño, ¡mi vida! Por fin estamos en casa. Quise llegar antes, pero está escrito que siempre tengas que darme tú la bienvenida. Nuestras desdichas han acabado. Te amo más y mejor de lo que nunca amé a Adelaide.
Me alzaste la cabeza y me obligaste a mirarte a la cara. Estaba al mismo tiempo tranquila y exultante, como el semblante de quien ha conocido grandes tribulaciones y ha salido más que victorioso de ellas. Posaste tus labios en los míos y me diste un beso que me dijo, de forma infinitamente más elocuente que las palabras, que no debía volver a dudar jamás de tu amor. Me tomaste tal como era y me encerraste en lo más hondo de tu corazón, protegiéndome así de cualquier recuerdo o insinuación que pudieran traicionarme. Los profundos cimientos estaban echados y cualquier tormenta que azotara nuestra felicidad y nuestra confianza lo haría en vano.
Cariño, hemos aprendido a hablar del pasado con calma, y Adelaide ha venido a visitarnos con su marido.
CHARLES DICKENS
En suma, querida, las lecturas vespertinas de aquellos apuntes del comandante nos llevaron por fin a la tarde en que tuvimos todo empaquetado y listo para partir al día siguiente, y te aseguro que, en todo ese tiempo, por muy delicioso que fuese volver a nuestra vieja casa de la calle Norfolk, me había formado muy buena opinión de la nación francesa y había descubierto que eran mucho más caseros y familiares y llevaban una vida más sencilla y amable de lo que había imaginado, y, dicho sea entre nosotras, saqué la impresión de que cierta nación cuyo nombre no vale la pena decir podría beneficiarse imitándoles en cierto particular, concretamente en la valentía con que disfrutan con pocos medios de las pequeñas cosas y no permiten que ningún pomposo mandamás los mire con desprecio o los apabulle con su palabrería; siempre he opinado que lo mejor que podría hacerse con dichos mandamases es instalarlos cómodamente por separado en tinas para lavar la ropa con el cierre echado y no volver a dejarlos salir.
—Bueno, jovencito —le dije a Jemmy cuando sacamos las sillas al balcón esa noche—, ¿recuerdas quién dijo que pondría el colofón?
—Cierto, abuela —respondió Jemmy—. Yo soy ese ilustre personaje. —Pero se puso tan serio después de esa respuesta tan frívola que el comandante me miró arqueando las cejas y yo hice lo propio—. Abuela y padrino —dijo Jemmy—, no imagináis cuántas vueltas le he dado a la muerte del señor Edson.
Sentí un pequeño sobresalto.
—¡Ah!, fue una escena muy triste, cariño —admití—, y los recuerdos tristes vuelven con más fuerza que los alegres. Pero eso —proseguí tras hacer una breve pausa para que los tres cobráramos ánimos— no es poner el colofón. Cuéntanos la historia, cariño.
—Lo haré —dijo Jemmy.
—¿En qué época transcurre? —pregunté—. ¿Hace mucho tiempo, cuando los cerdos bebían vino?
—No, abuela —replicó Jemmy todavía serio—, hace poco tiempo, cuando los franceses bebían vino. —Nuevamente miré al comandante y él me devolvió la mirada—. En resumen, abuela y padrino, la historia transcurre en nuestros días, y voy a contaros la historia del señor Edson. —Menuda agitación me embargó. Y cómo palideció el comandante—. Es decir —dijo nuestro niño con los ojos brillantes—, voy a contaros mi propia versión. No te preguntaré si es cierta o no, en primer lugar porque dijiste que apenas sabías nada de él, abuela, y en segundo porque lo poco que sabías era un secreto. —Me puse las manos en el regazo y no le quité la vista de encima—. El desafortunado caballero —empezó Jemmy—, objeto de nuestra historia, era hijo de alguien, nació en alguna parte y escogió algún tipo de profesión. Pero no es esa parte de su vida la que nos atañe, sino la historia de sus amores con una dama joven y hermosa. —Creí que me desmayaba. No me atreví a mirar al comandante, aunque sé cómo se sentía, sin necesidad de hacerlo—. El padre de nuestro desdichado protagonista —dijo Jemmy imitando, o eso me pareció, el estilo de alguno de sus libros de cuentos— era un hombre de mundo que tenía ambiciosos proyectos para su único hijo y se oponía firmemente a su proyectada unión con una huérfana pobre pero virtuosa. De hecho, llegó al punto de asegurar a nuestro protagonista que, a menos que olvidase al objeto de sus afectos, lo desheredaría. Al mismo tiempo, propuso como mejor partido a la hija de un terrateniente vecino suyo, que no era ni fea ni agraciada, y cuya elegibilidad desde el punto de vista pecuniario estaba fuera de toda duda. Pero el joven señor Edson, fiel al primer y único amor que había encendido su corazón, rechazó toda consideración relativa a su posible ascenso social, y, tras desatender la cólera de su padre en una carta muy respetuosa, se fugó con ella. —Querida, había empezado a tranquilizarme, pero, cuando oí lo de la fuga, volví a ponerme nerviosa—. Los dos enamorados huyeron a Londres y se casaron en el altar de St. Clement's Danes. Y es en ese momento de su sencilla pero conmovedora historia cuando se alojaron en casa de una respetada y amada señora, llamada Abuela, que reside a menos de ciento cincuenta kilómetros de la calle Norfolk. —Pensé que estábamos a salvo, que nuestro querido niño no albergaba la menor sospecha de la amarga verdad, y miré por primera vez al comandante y exhalé un largo suspiro. El comandante hizo un gesto con la cabeza—. El padre de nuestro protagonista —prosiguió Jemmy— fue implacable y cumplió su amenaza, por lo que las penalidades que tuvo que sufrir en Londres la joven pareja fueron muchas; y aún habrían sido más de no haberlos llevado su ángel de la guarda hasta la residencia de la señora Abuela, quien, adivinando su pobreza (a pesar de sus esfuerzos por ocultársela), alivió su sufrimiento de un sinfín de modos diferentes y les hizo la vida más fácil. —En ese momento, Jemmy tomó una de mis manos entre las suyas y fue señalando los giros de la historia dándome de vez en cuando un golpecito—. Pasado un tiempo, dejaron la casa de la señora Abuela y conocieron, con mejor o peor fortuna, una serie de éxitos y fracasos. Pero ante todos los contratiempos, para bien y para mal, el señor Edson siempre le decía lo mismo a su compañera del alma: «¡El amor inmortal y la verdad nos ayudarán a seguir adelante!». —Mis manos temblaron entre las del muchacho al oír aquellas palabras tan distintas de la realidad—. El amor inmortal y la verdad —repitió Jemmy, orgulloso y complacido de aquellas palabras—. Y así se abrieron camino, pobres, pero felices y valientes, hasta que la señora Edson dio a luz a un hijo.
—Una hija —respondí.
—No —replicó Jemmy—, un hijo. Y el padre estaba tan orgulloso que apenas podía apartarse de él. Pero una nube oscureció la escena. La señora Edson enfermó, languideció y murió.
—¡Ah! —exclamé—. Enfermó, languideció y murió.
—El único consuelo del señor Edson, su única esperanza sobre la faz de la Tierra y el único aliciente para todos sus actos, era su amado hijo. El niño se fue haciendo mayor y llegó a parecerse tanto a su madre que era su viva imagen. A menudo se preguntaba por qué lloraba su padre cuando lo abrazaba. Pero, por desgracia, era tan débil de constitución como su madre y murió antes de dejar atrás la infancia. Entonces el señor Edson, que tenía sus virtudes, desesperado y sólo, lo envió todo al diablo. Se volvió apático, descuidado, perdido. Poco a poco se fue hundiendo más y más, hasta que al final vivía sólo (creo) del juego. La enfermedad le sorprendió en la ciudad de Sens, en Francia, y yació en su lecho de muerte. Pero, ahora que estaba acabado, consideró cómo había sido su pasado antes de que lo cubriera de cenizas, y pensó con gratitud en la buena señora Abuela, a quien no había vuelto a ver desde entonces y que tan buena había sido con él y su joven esposa al principio de su matrimonio, y le dejó en herencia lo poco que tenía. Ella fue a verle y al principio no lo reconoció, igual que, al ver una ruina de un templo griego o romano, es difícil decir cómo era antes de desplomarse, pero por fin lo recordó. Y entonces él le contó entre lágrimas lo mucho que lamentaba haber echado a perder su vida y le pidió que fuese compasiva con él, pues al fin y al cabo era el ángel caído de su amor inmortal y su constancia. Y, como ella había llevado consigo a su nieto, y él pensó que su hijo, de haber sobrevivido, se le habría parecido mucho, le pidió que dejara que le rozase la frente con la mejilla y le dijera ciertas palabras de despedida.
Jemmy bajó la voz al llegar a ese punto de la historia y se me llenaron los ojos de lágrimas, igual que le ocurrió al comandante.
—Eres como un mago —dije—. ¿Cómo se te ha ocurrido todo eso? Corre a escribir hasta la última palabra, es una historia preciosa.
Cosa que Jemmy hizo, y te lo he contado todo, querida, a partir de sus notas.
Luego el comandante me cogió la mano, la besó y dijo:
—Querida señora, hemos salido bien librados.
—¡Ah, comandante! —respondí secándome los ojos—, no teníamos de qué preocuparnos. Tendríamos que haberlo sabido. Una juventud tan radiante no piensa en traiciones, sino en la confianza, la compasión, el amor y la constancia… Así es, ¡gracias a Dios!
Charles Dickens
(1812-1870) uno de los autores victorianos ingleses más prolíficos y populares. Segundo de los ocho hijos de un funcionario de la Marina, a los doce años, encarcelado el padre por deudas, tuvo que ponerse a trabajar en una fábrica de betún. Su educación fue irregular: aprendió por su cuenta taquigrafía, trabajó en el bufete de un abogado y finalmente fue corresponsal parlamentario de
The Morning Chronicle
. Sus artículos, luego recogidos en
Bosquejos de Boz
(1836-1837), tuvieron un gran éxito y, con la aparición en esos mismos años de los
Papeles póstumos del club Pickwick
, Dickens se convirtió en un auténtico fenómeno editorial. Novelas como
Oliver Twist
(1837),
Nicholas Nickleby
(1838-1839) o
Barnaby Rudge
(1841) alcanzaron una enorme popularidad, así como algunas crónicas de viajes, como
Estampas de Italia
(1846). Con
Dombey e hijo
(1846-1848) inicia su época de madurez novelística, de la que son buenos ejemplos
David Copperfield
(1849-1850), su primera novela en primera persona, y su favorita, en la que elaboró algunos episodios autobiográficos,
Casa desolada
(1852-1853),
La pequeña Dorrit
(1855-1857),
Historia de dos ciudades
(1859) y
Grandes esperanzas
(1860-1861). Dickens fue un incansable reformador social y una figura pública toda su vida. Murió repentinamente dejando incompleta su novela
El misterio de Edwin Drood
.
Elizabeth Gaskell
(nombre de casada de Elizabeth Cleghorn Stevenson, 1810-1865) popular escritora victoriana. Hija de un pastor de la Iglesia unitaria inglesa, además de funcionario y periodista, al fallecer su madre, fue educada por una tía en el pueblecito de Knutsford. En 1832 contrajo matrimonio con William Gaskell, ministro unitario, y la pareja se estableció en Manchester, en aquellos momentos una ciudad superpoblada y socialmente conflictiva, en los inicios de la Revolución industrial. El choque que supuso el contacto con esta sociedad quedaría reflejado en varias de sus novelas, especialmente en
Norte y Sur
(1855). Durante unos años se dedicó a su familia y a las labores de caridad propias de la mujer de un pastor. No inició su carrera literaria hasta 1845, luchando contra la depresión que le produjo la temprana muerte de uno de sus hijos. En 1848 apareció su primera novela,
Mary Barton
, que obtuvo un éxito inmediato. En 1857 publicó la
Vida de Charlotte Brönte
, una de las biografías más destacadas del siglo
XIX
. Gaskell escribió obras que reflejaban sus preocupaciones morales como
La casa del páramo
(1850), otras de corte costumbrista —una de las más populares fue
Cranford
(1851-1853)—, piezas breves de género fantástico como sus
Cuentos góticos
y novelas más volcadas en la intimidad doméstica, que pintó con maestría en
Los amores de Sylvia
(1863),
La prima Phyllis
(1863-1864) e
Hijas y esposas
(1864-1866), cuyos últimos capítulos dejaría sin concluir a su muerte.
Andrew Halliday
(1830-1877) escritor, periodista y dramaturgo. Contribuyó con numerosos artículos a la revista de Dickens
All the Year Round
y a otras muchas publicaciones. También escribió para el teatro farsas, melodramas y piezas del género
burlesque
.
Little Em’ly
(1869), una popular adaptación teatral de
David Copperfield
, obtuvo un gran éxito.
Edmund Yates
(1831-1894) periodista, novelista, dramaturgo y editor del periódico de sociedad
The World
. Dickens lo protegió y fue también muy amigo de Wilkie Collins. Fue autor e intérprete de la obra
Invitations
, que se representó durante un año (1862-1863) en el Egyptian Hall de Londres.
Running the Gauntlet
(1865) y
Black Sheep
(1867) son algunas de sus novelas.
Amelia Edwards
(1831-1892) novelista, periodista y egiptóloga. Su primer poema lo publicó cuando tenía siete años y su primer relato, a los doce. Disfrutó de un éxito considerable con sus artículos, relatos y novelas, entre ellos
Barbara’s History
(1864) y
Lord Brackenbury
(1880), pero aún se hizo más famosa con sus escritos de viajes y su interés por la arqueología egipcia. Fundó con Reginald Poole la
Egypt Exploration Fund
. Fue también una destacada activista del movimiento sufragista.
Charles Collins
(1828-1873) pintor y escritor. Hermano de Wilkie Collins, fue amigo íntimo de Millais y en su juventud se relacionó con la Hermandad Prerrafaelita. Su cuadro más famoso de la época es
Convent Thoughts
(1851). En 1860 se casó con Kate, la hija de Dickens, pese a las dudas de su padre, preocupado por su precaria economía y su mala salud. Para aliviar la situación de su yerno, Dickens le dio empleo en
All the Year Round
y le encargó las ilustraciones para
El misterio de Edwin Drood
. Sus relatos se recogieron en los volúmenes
A New Sentimental Journey
(1859),
The Eyewitness
(1860), y
A Cruise upon Wheels
(1863). Escribió también tres novelas:
Strathcairn
(1864),
The Bar Sinister
(1864) y
At The Bar
(1866).