—Arréglame una cita con Franco.
Juanito lo intentó, sin comentárselo a Sofía, pues sabía que no estaría de acuerdo. A su mujer no le parecía justo que Juan viniera a romper el difícil equilibrio en el que se mantenían ambos. El Caudillo se negó en redondo a recibir a «ese señor», como lo llamaba entonces, dejándose de altezas y otras zarandajas:
—Cuanto le tenía que decir, ya se lo he dicho a ese señor —contestó secamente, y Juan Carlos no se atrevió a insistir, porque cuando el Caudillo se ponía en ese plan, un escalofrío recorría la columna vertebral de su interlocutor. No olvidemos que en España estaba vigente la pena de muerte y Franco todavía la aplicaría, hasta el final de la dictadura, media docena de veces.
Los consejeros de Juan tacharon la actitud de Juanito y de Sofía de cobarde, lo que dolió especialmente a la princesa. Solo ella sabía el esfuerzo inmenso que tenían que hacer para ganarse milímetro a milímetro el cariño de Franco y de su mujer, mientras Juan estaba cómodamente instalado en Estoril, atendido por una corte de dieciocho nobles que se turnaban para servirle a él y a doña María.
Más tarde comentaría:
—Hasta me fiscalizaban las llamadas que hacía a Grecia, las Coca-Colas y los gastos de mis hijos.
No olvidará nunca las críticas del entorno de su suegro. «Me trataban de hereje y decían cosas horribles de mí», recordará años después todavía con rabia. Lo que más le dolía quizás era que difundieran la especie de que, a pesar de ser princesa, desconocía cómo portarse en sociedad, que era huraña y que no había sabido conectar con los viejos monárquicos de Estoril.
Sí, esos que querían que el rey fuera don Juan y no Juanito. ¿Y todavía se extrañaban?
Esos viejos monárquicos de Estoril que estaban acostumbrados a la actitud de doña María, tan parecida a la de los tres monitos del templo Toshungu, que ni ven, ni oyen, ni dicen.
Juan, que en los últimos tiempos de su vida achacaba en privado su marginación a su nuera, se lamentaba:
—María nunca se metió en nada, pero, ¡joder, Sofía! ¡Ella sí que tenía afición al cargo!
Hay que aclarar que según distintos testimonios, entre otros los de Carmen Díez de Rivera, que lo trató bastante, don Juan era uno de los hombres más machistas que había sobre la faz de la tierra.
El bautizo de Felipe, al que la prensa llamaba infante porque nadie sabía qué puesto ocupaba en la sucesión monárquica, tuvo lugar el 8 de febrero de 1968, y otra vez en el palacio de La Zarzuela, con el mismo traje de encajes que había llevado su padre en idéntica circunstancia pero en Roma. Fue la primera vez que Zarzuela se abrió a una auténtica recepción oficial, con trescientas personas que se situaron incómodamente en el salón y el comedor contiguo, con las puertas abiertas para hacerlos más amplios. La princesa no tenía a nadie que la ayudara y eso se notó. La organización adoleció de torpezas que los viejos monárquicos criticarían durante años. Tampoco le gustó a nadie la forma en que estaba decorada Zarzuela, «parece un catálogo de muebles de clase media».
Lo cierto es que Sofía no prestaba atención a los detalles domésticos y tampoco tenía un gusto estético demasiado refinado, excepto, quizás, para la música, sobre todo en comparación con la incultura cerril en este terreno de la que hacemos gala los españoles.
La nueva niñera de Felipe, a la que acababan de contratar, la inglesa Anne Bell, ayudó a colocar las sillas, que tuvieron que llevarse de una casa de alquiler.
A la reina Victoria Eugenia le llamó la atención lo pequeño que era el palacio, y dijo conmiserativamente:
—Es como un chalé.
Y también, a ella que era una gran gourmet, y cuya casa, la Vielle Fontaine, era uno de los lugares en los que mejor se comía de Europa, le sorprendió la frugalidad y la falta de imaginación de los menús.
A Sofía el tema de la comida tampoco le preocupaba en absoluto. No sabía cocinar, ¡no le gustaba comer! Cuando se le pregunta en alguna entrevista cuál es su plato favorito, se queda sin palabras y recurre al consabido gazpacho. Cuenta con naturalidad que la única vez que intentó cocinar, un soufflé, se le quemó, y también que el príncipe y ella cenaban en veinte minutos delante del televisor con una bandeja y que si les preguntaran después:
—¿Qué han comido?
No sabrían qué contestar. Para no complicarse la vida con los menús, dispuso que de primer plato siempre se pusiera sopa, quizás por consejo de doña Carmen, a quien el refinamiento culinario le parecía una muestra de decadencia e inmoralidad. Como decía el Caudillo:
—Donde esté un buen plato de caldo gallego…
«Los Juanitos», como los llamaban Franco y su mujer en la intimidad cuando hablaban de ellos
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, se les parecían más que sus propios hijos.
La recepción, como no pudo ser menos con tales mimbres, se desarrolló en un clima tenebroso en el que todos los invitados rezaban no por el bien de la criatura recién nacida, sino para que se acabara todo de una puñetera vez. La foto que ocupó al día siguiente la primera plana de los periódicos ABC y La Vanguardia nos presentaba a un grupo de personas apesadumbradas y tristes, más propias de una pintura negra de Goya que de una alegre celebración familiar. Juanito tenía los ojos inyectados en sangre y llorosos; doña María, la cara dramática de una tragedia griega; Franco, vestido de capitán general, ya estaba muy mermado por el Parkinson y presentaba ese rostro rígido e inexpresivo consecuencia de la fuerte medicación que tomaba; Juan, al que nadie dirigía la palabra, primero deambuló por el salón mirando con curiosidad las paredes, su hijo le había contado que todavía se veían algunos impactos de bala de la Guerra Civil, mientras iba haciendo tintinear los hielos de su vaso de whisky.
Vio una cara conocida, la del vicepresidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco, y se acercó con la mano extendida:
—¿Cómo está, almirante?
Carrero lo miró fríamente y se negó a estrechársela. Y no porque fuera antimonárquico, que también lo era, sino porque, puestos a elegir, prefería a don Juanito.
Juan se quedó con la diestra extendida y una sonrisa de cartón piedra en el rostro, sin saber qué hacer. Al final se retiró a un rincón con el duque de Alburquerque y apenas intercambió palabra con su hijo. Doña Carmen se comportó con amable condescendencia; en esos momentos, la auténtica familia real de España era la suya propia, y los Juanitos estarían ahí solamente mientras a su marido le diera la gana.
Los marqueses de Villaverde, que acababan de llegar de Venecia, donde habían asistido a un baile en el Lido, hablaban entre ellos y con Alfonso de Borbón, que, con las manos en la espalda, una postura muy habitual en él, les preguntó por su hija Mari Carmen. La marquesa llevaba «casi» minifalda, la prenda que lucía en la calle la nueva mujer española, y un complicado moño que en Italia había puesto de moda Claudia Cardinale y que aquí había intentado copiar su peluquera Rosa Zabala. Ya sabía que su hija había rechazado a Alfonso porque lo encontraba demasiado mayor y demasiado aburrido, y se limitó a explicarle:
—Ahora quiere empezar a trabajar en Iberia, ya sabes lo que son estas chicas modernas, que quieren la independencia. ¡Si hasta se va a operar de la nariz!
—Esa niña es tonta del bote.
El marqués hablaba así de su propia hija, porque esta había empezado a salir con un chico que no le gustaba, Jaime Rivera, un apuesto jinete, en lugar de contentarse con ser princesa.
A Alfonso no le importaba. Sabía esperar y contaba con muy buenos aliados, tanto para su relación con Mari Carmen como para su lucha particular por el trono de España. Creía tener los mismos derechos que su primo para optar a él.
Entre el grupo de invitados estaban las dos hermanas de Juanito, unas grandes desconocidas. Los periódicos apenas las destacaban, incluso a veces confundían sus nombres; todos tenían órdenes de no dar demasiado realce a la familia del príncipe. Como en la boda de Atenas, don Juan apenas salió en las fotos y no se le identificó en los pies. Hubiera podido decir como entonces:
—Es el bautizo del hijo del huerfanito.
Margot y Pilar estaban con el exrey Simeón de Bulgaria y su mujer, Margarita Gómez-Acebo. En su casa precisamente había conocido Pilar a Luis Gómez-Acebo, el primo de Margarita, quien era, desde hacía menos de un año, su marido.
Sí, la difícil Pilar que no quería maquillarse, el «cardo borriquero», según su madre, se había casado porque se había enamorado perdidamente, como se enamoran los que solo caen una vez en la vida. Luis, un atractivo abogado, la conquistó tocando la guitarra y cantando: Solamente una vez amé en la vida.
Afirmación cierta en el caso de la infanta, aunque él, cuando empezó a salir con Pilar, tuvo que romper con su novia de toda la vida con la que estaba a punto de casarse, teniendo que devolver regalos y participaciones. Luis pertenecía a la doble aristocracia de la sangre y de la banca, aunque su título, vizconde, no era demasiado rimbombante. No era un partido muy bueno para una princesa real, pero su padre, que no oteaba ningún candidato mejor en el horizonte y que además quería mucho a Pilar, pensó que había tenido mucha suerte en encontrarlo y dio su autorización.
Pilar y Luis vivían en un pequeño piso en la calle Padilla que les había alquilado el bailarín Antonio y, aunque probablemente todavía no lo sabían, estaban esperando su primer hijo. Tenían muy poca relación con Sofía y con Juanito, lo que se achaca, quizás injustamente, a esa frialdad de la princesa griega. ¡Era más fácil y menos doloroso nombrar culpable oficial al extraño, al extranjero!
Sofía no asistía a las cenas informales de sus cuñados, pero tampoco iba a reuniones multitudinarias, ni a estrenos de postín, ni puestas de largo, ni bailes, ni funciones de teatro. No había olvidado el consejo de Franco:
—No me gustaría que se reprodujese el clima de frivolidad de la corte borbónica. ¡Cuantos menos contactos con la decadente aristocracia, mejor!
Siempre que podía, la princesa comentaba, sobre todo si estaba cerca de un posible micrófono o de un probable espía de Franco:
—No comprendo ese estilo de vida… Es muy vacío, yo no sería feliz así…
Luis, que era culto e inteligente y que estaba convencido de que podría servir de enlace entre sus cuñados y la sociedad madrileña, se sentía dolido y rechazado.
La hija de doña Pilar, Simoneta, lo tuvo muy claro desde pequeña:
—Mi madre es infanta, pero nosotros no somos nadie.
En medio de estas tensiones, en el bautizo de su nieto, Federica parecía extrañamente serena.
Y era la que tenía menos razones para estarlo, porque sufría uno de los periodos más tormentosos de su vida. «Mi fortaleza es el amor de mi pueblo», decía la divisa de los reyes de Grecia, pero Federica se había quedado sin divisa, porque se había quedado sin reino.
Todo empezó el día en que cumplió cincuenta años. Hundida en una severa depresión desde la muerte de Pablo, no quería celebrarlo, pero Sofía se presentó en Atenas con las dos niñas. Federica e Irene vivían en Psychico, mientras que Constantino y Ana María, embarazada de ocho meses y que ya tenía a su hija Alexía, vivían en Tatoi. En la casita de Psychico, en medio de los muebles tan familiares, incluso la mesa sobre la que había nacido, Sofía volvía a ser la basilisa. Se calzaba sus viejas botas de agua y salía a pasear por el jardín con sus hijas y con su madre, que les iba enseñando a sus nietas en griego el nombre de las flores y de los árboles:
—Este árbol se llama prinódendro…
Sofía traducía:
—Encina.
—Esto es un dafni…
—Laurel…
—Y estas flores tan bonitas, roz…
—Rosas.
Y Elena y Cristina gorgojeaban encantadas:
—Roz, roz…
Y Federica y Sofía se miraban riéndose por encima de sus cabecitas rubias, conmovidas por ese hilo de sangre que las prolongaba más allá de sus propias vidas.
Una noche, volviendo del cine, mientras Sofía se quitaba el abrigo, llamaron a la puerta, y ahí estaba un oficial correctamente vestido. Lo más sorprendente y terrorífico es que detrás vio unos tanques que apuntaban hacia la casa:
—El oficial me dijo: no se preocupe, estamos al lado del rey.
Los coroneles de ultraderecha acababan de dar un golpe de Estado.
Lentamente, los tanques, como enormes paquidermos prehistóricos, dieron media vuelta y se alejaron. Estuvieron toda la noche paseándose por Atenas, sembrando el pánico, ¿cómo no recordar los tanques del general Milans del Bosch que recorrerían Valencia catorce años después, también en un intento de golpe de Estado en cuyo epicentro se encontraba Sofía? Como dijo Marx, la historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. El caso de Sofía debe ser el único en que la historia se repite dos veces, pero siempre como tragedia.
Instintivamente, corrió a la habitación de sus hijas, que dormían con toda tranquilidad, sin enterarse de nada. Les arregló nerviosamente el embozo, las besó en la frente. Apenas protestaron entre sueños. Con el corazón palpitando a mil por hora, despertó a su madre, llamó a su hermano. Otra vez Sofía era protagonista de la historia y no un simple testigo, como le decía la tía María Bonaparte: «Vale más vivir la historia que luego estudiarla en los libros».
Pero una vida no tiene por qué ser constantemente extraordinaria, y Sofía creía que su cuota de prodigios ya estaba cumplida.
Todavía faltaban unos cuantos.
Tenía miedo. Como cuando oía caer las bombas en Egipto, como cuando las ratas corrían por su casa en Sudáfrica, como cuando la insultaban en Londres o en Madrid, volvía a ser una niña asustada. Pero Sofía ya no era una niña, era una princesa adulta, madre de dos hijos, y que pertenecía ya a otro país y a otro futuro, y por eso Federica la abrazó, pero en lugar de cantarle beee beee black sheep, le recomendó mientras le acariciaba el pelo:
—Vete tranquila a España, te espera un avión en el aeropuerto para sacarte del país, no te preocupes por nosotros, con el ejército a nuestro lado no debemos temer nada. Tino ha decidido colaborar y ha tomado juramento a la junta militar.
Sofía se sobrepuso de su abatimiento para protestar débilmente:
—Mamá, ¿colaborar en un golpe de Estado? Papá no lo aprobaría.
Federica la abrazó con fuerza y por encima de su hombro, con los ojos extrañamente despiertos y brillantes, seguramente tenía fiebre, le espetó con un tono en el que se vislumbraba la desesperación: