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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (39 page)

BOOK: La soledad de la reina
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—Si don Juanito iba a una fiesta en la que estaba su hermana Margot, lo primero que hacía era buscar un chevalier servant para ella con la misión de no perderla de vista. Tenía mucho miedo de que, siendo ciega, algún desalmado se aprovechara de Margot, a la que quería mucho. ¡Es como si Alfonsito, cuando se murió, se la hubiera encomendado!

Después, en aquella húmeda y sensual noche mediterránea en la que los cuerpos parecían anudarse los unos a los otros, lejos de la vigilancia de Franco, Juanito, aquel hombre obligado en España a la vida modesta y discreta de un monje cartujo, podía mostrarse como realmente era: fascinante, atractivo, el perfecto latino, el príncipe encantador capaz de conquistar todos los reinos y a todas las mujeres:

—Recuerdo como si fuera ayer que al principio de la fiesta Sofía intentaba cogerse de su brazo, pero él se desasía, primero con disimulo, pero después ya protestando. ¡Sofi, déjame, sabes que no me gusta que te cuelgues, que hace calor!

Sofía iba con un traje de gasa de color malva con lunares blancos de Pedro Rodríguez, los rubíes de Niarchos y un chal sobre los hombros.

Juanito, cuando casi todos los hombres llevaban esmoquin blanco, lucía chaqueta negra, quizás el presupuesto no daba para más. Bromeaba, se reía:

—Incluso en un momento dado se puso a cantar cogiendo una copa como si fuera un micrófono: Chi non lavora non fa l’amore.

Que, interpretada por Adriano Celentano, ese verano sonaba en todas las fiestas.

Sofía estaba con sus hermanos y su cuñada. Irene se puso a hablar con el hermano pequeño de Alfonso de Borbón, Gonzalo, un atolondrado vividor que no había terminado ninguna carrera y que se dedicaba a negocios de exportación e importación entre España e Italia. No existe nadie más distinto que el inmaduro Gonzalo y la peculiar Irene, pero a pesar de todo bailaron un twist.

Al final, Juanito se dirigió lentamente hasta Paola Ruffo de Calabria, la mujer de Alberto de Bélgica, y la sacó a bailar:

—Nos pareció lo natural, el más guapo de la fiesta con la más guapa… Paola llevaba una trenza rubia que le llegaba hasta la cintura, más que morena era dorada, todo en ella era de oro, hasta las pestañas, lo que le daba un aspecto increíblemente sexy. Como una sirena, ¡más espectacular que una artista de cine! Él le estaría contando tonterías, porque ella se reía mucho. Cuando amanecía los vi descalzos, sentados en el césped, fumando y tomando la última copa… El príncipe Alberto hablaba con otras invitadas y la princesa Sofía había desaparecido.

Era la hora de los lentos y sonaba el último gran éxito de Doménico Modugno: Dio, come ti amo.

Non è possibile

avere fra le braccia

tanta felicità.

Baccierò le tue labbra…

Paola Ruffo de Calabria es hoy la reina de Bélgica.

No. No lo pasaba muy bien Sofía cuando tenía que asistir a alguna fiesta. Con razón prefería quedarse en La Zarzuela, donde no había tentaciones para Juanito.

Eso que su vida en Madrid era de una monotonía exasperante. Los tres mil monárquicos que aclamaban a la reina Victoria habían vuelto a desaparecer; estaban aislados, no sabían ni siquiera cómo relacionarse con la gente, para no caer en la inmoralidad de la aristocracia española, que tanto odiaba Franco. De vez en cuando iban a cacerías, pero, como explicaba la reina a Pilar Urbano:

—Únicamente para ver a gente, las tertulias al lado del fuego… nunca he cogido un arma, no me gusta matar animales… No sabíamos muy bien cómo actuar, nos movíamos por instinto… La situación era incómoda, hasta la designación nosotros seguíamos siendo aquella pareja de jóvenes que en nuestra luna de miel pasamos una noche sobre un montón de maletas en el aeropuerto de Nueva Delhi.

Aunque añadió con mal disimulada satisfacción:

—Pero siempre juntos.

Poco a poco iban imponiéndose tareas, como despachar con Armada y con Mondéjar todos los días, al atardecer. No había temas concretos que tratar; se hablaba sobre todo de política internacional, y Sofía también asistía e intervenía con muy buen criterio.

Su madre se lo había dicho:

—Desde el principio me propuse estar al lado de tu padre; solo nosotras podemos aconsejarlos. Reinar es una tarea tan pesada que no puede recaer en los hombros de una sola persona… Nosotras somos más pragmáticas…

Sofía preguntaba, apuntaba, escuchaba; tenía una enorme curiosidad por los temas que se debatían, y es que le encantaba, y aún ahora, la política. Me lo cuenta un amigo del rey que tiene entrada en Zarzuela:

—Hables de lo que hables, la reina lo deriva a la política. Se sabe al dedillo los nombres hasta de subsecretarios norteamericanos, la política internacional no tiene secretos para ella.

No olvidemos que la reina es miembro del Club Bieldeberg, entidad que organiza una serie de simposios anuales en los que disertan los grandes de este mundo. A pesar de que durante mucho tiempo se especuló con el poder de este club, adjudicándole una inmensa capacidad de decisión en el rumbo de nuestra economía y política, al parecer, y según me informa un experto en temas internacionales, son reuniones más bien de tipo social, sin ningún poder decisorio.

Este experto me dice con cierto tono irónico:

—Anda, que el rey iba a dejar que asistiera la reina si realmente tuvieran importancia.

Cuando le comento al amigo de don Juan Carlos que debe ser muy interesante hablar con la reina, dados sus conocimientos sobre política, esta persona titubea:

—Te diré, son reuniones informales en las que nos ponemos al día de nuestras vidas, y puede ser muy pesado tener que elevar el nivel para estar a su altura… ¡Cuando está ella delante, no hay diversión posible!

Tengo que decir que mi informante es una persona jovial y entretenida, muy del estilo «campechano» de nuestro monarca.

En aquellas reuniones primerizas en el despacho de Zarzuela, Sofía intentaba que se trataran todos los temas en profundidad, alargándose a veces más de lo necesario, lo que impacientaba a Juanito:

—Sofi, no te entretengas, a otra cosa. —Había días que se enfadaba con ella—. ¡Mira que eres coñazo!

A pesar de que la princesa a veces tenía que irse corriendo a su habitación para que nadie viera cómo se le saltaban las lágrimas, la verdad es que disfrutaba con esos momentos que le recordaban las conversaciones que tenía con sus padres en Tatoi. Solo se quejaba de que las hicieran tan tarde y tuviera que perderse el baño de los principitos.

Como su madre, no tiene ningún interés en ser solamente una mujer a la sombra de su marido, aunque algunas veces se puede entender así en el libro de Pilar Urbano, quizás debido a la ideología de su autora. Françoise Laot, la periodista de Point de Vue, que es quizás la persona que mejor la conoce y que la ha entrevistado varias veces a lo largo de su vida —en sus entrevistas se han basado muchos de sus biógrafos, aun sin citarla—, contaba: «Le falta el encanto de su marido… tiene autoridad, sentido del mando, es dura, no se deja manipular, juzga, analiza y puede cambiar de actitud en un segundo si algo le disgusta, puede pasar de la calidez más entrañable a la frialdad más sobrecogedora…».

Trabajosamente y por consejo de Federica, se hizo con una agenda propia de nombres interesantes de la cultura española. Le hablaron del filósofo Xabier Zubiri
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y quiso ir a visitarlo, aunque esta primera cita fue algo caótica, ¡cuando Sofía se la contó a su madre, las dos rieron, y hasta a Juanito le hizo gracia!

Sofía se presentó en su casa de la calle Núñez de Balboa, y la recibió su mujer, Carmen Castro, la hija del historiador Américo Castro.

—¿Y el ilustre filósofo, Carmen?

La mujer contestó desenfadadamente:

—Ahora saldrá; está ahí, en el despacho, pensando como un animal.

La psicóloga María Jesús Álava, que ha tratado a la reina, me ha hablado de ella:

—Cuando le interesa un tema, monta un seminario con un grupo de gente, y nos pide que seleccionemos unos expertos y que debatamos… Temas históricos, médicos o incluso sobre tecnología; recuerdo uno hace poco sobre el peligro de los teléfonos móviles… ella toma notas, pregunta de una forma muy inteligente… Tiene una enorme y atractiva curiosidad. La primera vez, por cosas que había leído sobre ella, temí encontrarme con una persona anticuada y de ideas conservadoras. ¡En absoluto! Dio su opinión, moderna y avanzada, en varias ocasiones, sin miedo a mojarse, y no me pareció carca, ¡en absoluto! Es una pena que no la podamos conocer directamente, pues los españoles se llevarían una sorpresa con nuestra reina.

—Pero hay quien dice que es antipática.

—Pues se ríe a carcajadas de cosas absurdas que a lo mejor solo ha advertido ella… Aunque sí es cierto que no nos da confianzas a nadie… mejor dicho, sí da confianza, pero impone bastante, aun quizás sin quererlo.

Es lo mismo que me contó un noble catalán que asiste a las reuniones de la Cruz Roja a las que también va la reina:

—Se acuerda de todos nuestros nombres, se prepara los temas con total seriedad, se alegra de los objetivos logrados… pero como no sabes hasta dónde puedes llegar en el trato, prefieres mantenerte en un plan ambiguo y por eso las reuniones suelen ser bastante pesadas…

A mi pregunta de si el rey ha asistido alguna vez a esos seminarios, María Jesús contesta:

—No, no ha venido nunca.

La misma pregunta al noble catalán, quien se asombra:

—¿El rey? No, nunca. Ella siempre viene sola. Aunque a veces yo sé que están los dos en Barcelona, no van juntos a ningún sitio.

Su meticulosidad le lleva a preparar los viajes hasta el último detalle. Características del lugar, número de habitantes… todo se apunta en carpetas, como cuando era la basilisa y tenía que desplazarse a los lugares más remotos de Grecia. Viajan sin parafernalia alguna, su coche, un viejo Mercedes conducido por el propio Juanito, con su mujer al lado, detrás el coche de los escoltas y también el de los ayudantes.

En esos viajes en los que tenían que estar varias horas de pie, a veces Juanito se impacientaba y protestaba a sus íntimos:

—Coño, no se prevé que tengo que mear, ¿es que se creen que los príncipes no mean?

Sofía se enfadaba con él:

—Hombre, Juanito, acuérdate de los consejos de Gangan. No bebas y así no sudarás… ni lo otro.

Pero Juanito le contestaba con amargura:

—¿Y qué quieres que haga si me ofrecen vino en todas partes?

¡Si termino con el estómago hecho polvo!

No consta que Sofía se quejase jamás por estos viajes tan poco interesantes. Sí se lamentaba de que no tenían ocasión de profundizar en las características del lugar al que viajaban, porque no podían hablar con nadie de forma espontánea. Las autoridades locales no se atrevían a dirigirse a ella directamente, y todo se perdía en gestos protocolarios vacíos de contenido. Un día le comentó al amigo de su marido:

—Bouzas… en estos viajes siempre me encuentro a las mismas personas, ¿se desplazan allá donde vamos?

Y es que todos exhibían la estética de la época: uniformes militares, correajes, gafas oscuras, bigotillos, ¡era muy difícil diferenciarlos!

Alguno se olvidó el ramo de flores para obsequiarla, y cuando trataron de disculparse, la princesa les dijo en su mal español:

—¡No se preocupen! ¡No saben lo incómodo que es cargar con un ramo de flores todo el día!

Eran frases graciosas que hubieran aligerado el ambiente si su interlocutor las hubiera entendido, pero entre el acento de la princesa y los nervios, el funcionario en cuestión se limitaba a asentir como un muñeco automático.

Su mal dominio del español le jugó alguna mala pasada, de la que ella no fue consciente, pero que abochornó a su marido. En una ocasión tenían unos invitados a cenar en Zarzuela. Llamó la señora para preguntar:

—Perdone, alteza, pero ¿esta noche hay que vestirse?

Sofía contestó:

—¿Vestirse? No, al contrario, nosotros por la noche lo que hacemos es desvestirnos.

Se comprende que se refería a que por la noche utilizaban ropa informal, pero la señora en cuestión estuvo planteándose todo el día qué debían ponerse, hasta que una llamada de su marido al príncipe disipó el malentendido.

Con su madre se entendía solo con una mirada, ¡los legendarios ojos de Federica, que nadie ha podido olvidar jamás! Pero no intima con nadie. Ni una sola dama española. Ni antes, ni después.

Ni ahora. Nunca. Y de las extranjeras, su hermana Irene, su hermano Tino y su prima Tatiana. Los mismos del exilio. Nadie más.

—¿Amigas? No, no tengo amigas; sí amistades, pero amigas, no.

Ni confidentes, nunca le he hecho una confidencia a nadie —dice tranquilamente la reina
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, sin percatarse de lo monstruoso de esta aseveración.

¡Porque ella sí había seguido al pie de la letra el decálogo del general Armada, ese en el que se aconsejaba a los príncipes no tener amistades privadas! Juan Carlos se vio obligado a contarle a Emilio Romero en una conversación informal que el periodista publicó, indiscreto como todos los de nuestro oficio, ¡si no, no seríamos buenos periodistas!:

—Yo soy abierto, y todos los que quieran venir a verme son bienvenidos. Lo que no tengo son amigos íntimos.

—¿Tiene su alteza saloncillo de tertulia, como todos los príncipes que en el mundo han sido?

Y la prudencia, Franco, su mujer o el maldito decálogo de Armada le obligaron a contestar:

—Si se refiere usted a si tengo camarilla, pues no.

Sin embargo, una vez más, déjenme que ponga en duda esta afirmación. Miguel Primo de Rivera era íntimo amigo suyo, se habían conocido de muy jóvenes en un tentadero y desde entonces eran inseparables. Habían estado incluso en China juntos, y como muestra de amistad, ambos llevan la misma cruz de oro. Era de los pocos autorizados a tutearlo en privado, aunque en público el tratamiento es de alteza.

Y muchos más, no simples conocidos, sino auténticos amigos.

Jaime Carvajal, que estuvo con él en el colegio, y a cuya madre, Isabel, él también llamaba «madre»; José Luis Leal, el único alumno plebeyo de las Jarillas, al que tenía mucho cariño; Antonio Eraso, el íntimo de su hermano Alfonsito, casado entonces con la hija de los marqueses de Santa Cruz; su primo Carlitos, duque de Calabria, casado con Ana de Francia; Fernando Falcó; Niki Franco Pascual de Pobil, el sobrino del Caudillo; incluso una chica, Blanca Romanones Figueroa, de quien la reina estaba algo celosa porque le habían contado que Juanito y ella se gustaban cuando eran más jóvenes y Juanito no era más que un cadete en la Academia Militar de Zaragoza.

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