—Es la salida más honorable… los griegos nos quieren y votarán por la vuelta de Tino…
El primer ministro, Papadopoulos, harto de la madre y del hijo y seguro del resultado, se lo prometió para el año 1973.
Ahora, quien más necesitaba la fuerza, mermada pero potente todavía, de Federica y sus consejos era Sofía. Federica, con los años, se había convertido en una nómada, en una gitana errante, pero lo más parecido a un hogar que tenía estaba en España: sus nietos la querían mucho.
Alguien que la trató bastante en aquellos años cuenta:
—Era muy divertida, con su pelo blanco en forma de bola de payaso. Sus réplicas mordaces y atrevidas hacían reír, ¡era como un elefante en una cacharrería! Sus sarcasmos eran desgarradores, ¡causaba verdaderos estragos entre la gente! ¡Hablar con ella era agotador, pero también muy interesante!
Llevada por su temperamento volcánico, creía que tenía mucho en común con los españoles. Un día adoptó su tono más desenfadado para decirle a su hija:
—Me gustaría comprarme algo aquí, en España, para instalarme definitivamente con Irene. ¿Qué te parece? Así podrías dedicar mis habitaciones a los niños y todos tendríamos más privacidad…
A Irene también le apetece. —Con el tono de voz cada vez más débil, prosiguió su catálogo de méritos—: Los niños me adoran… yo no me metería en nada… gasto muy poco…
Sofía se estremeció. Temía la reacción de su marido en esos momentos en que toda prudencia era poca. Pero tampoco quería herir a su madre, que tanto había sufrido y que tan sola estaba, y le dijo:
—Bien, mamá, ya sabes que a mí me gustaría mucho…, si quieres hablo con Juanito.
Federica, la todopoderosa reina de Grecia, se hizo la desentendida, estaba ayudando a la infanta Elena, que estudiaba ballet, a realizar un elevé aguantándola en el aire, lo cual tenía su mérito, pues Elena sufría algo de sobrepeso. Pero Sofía sabía que estaba esperando anhelante su respuesta. Habló con Juanito, Juanito habló no se sabe con quién. El resultado fue que alguien cercano a Zarzuela le dijo a Federica muy claramente:
—Si vuestra majestad quiere hacer visitas ocasionales a su hija, no hay inconveniente, pero comprar propiedades aquí e instalar su residencia en España, no es posible.
Juanito también le insinuó a Irene que no le gustaba demasiado que frecuentara a Gonzalo, el hermano de Alfonso de Borbón, y la princesa griega no volvió a salir con él.
La historia
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no se publicó nunca, pero corrió por ministerios y embajadas, e hizo sonreír a muchos. El embajador inglés comentó con muy poca circunspección:
—¡La real mutter de don Juan Carlos es insoportable! ¡No he conocido mujer más mandona, pretenciosa, falta de tacto y desagradable! ¡Los españoles la tienen calada y no la tragan!
Y el embajador francés, Jacques Baeyens, le comentó a Françoise Laot:
—Federica de Grecia es inteligente, pero le falta juicio, delicadeza, prudencia y discreción.
A Sofía estas opiniones sobre su madre la llenaban de tristeza, le parecían juicios injustos y cobardes sobre una mujer que ya no tenía ningún poder ni influencia. ¡Ella conocía el espíritu indomable de su madre, su generosidad, su honradez y su grandeza de espíritu!
—A mi madre nadie la ha comprendido nunca… —le comenta a Laot.
¿Por qué no se lo decían cuando era reina? ¿Por qué se cebaban con ella ahora que no tenía trono, ni marido, ni un ejército para defenderse?
A veces le hubiera gustado ponerse delante de su madre, como un escudo humano, y gritar:
—¡Disparadme a mí!
Pero fue la propia Federica la que le dijo, con una sonrisa amarga, que no la defendiera:
—Yo ya he vivido mi tiempo, Sofía. No te preocupes, a mí ya nada me hace daño, tú tienes que seguir tu camino.
Freddy, sin embargo, y por muchos esfuerzos que hacía para mantenerse al margen, no podía evitar seguir dándole consejos a su hija, ¡estaba en su naturaleza!
—No olvides quién tiene el poder y a quién tienes que conquistar… Todo hazlo en equipo con tu marido, no lo dejes solo, su destino es el tuyo…
No te enfrentes nunca a él, ni siquiera por mí.
—Y también, como todas las madres—: ¡Come, que estás hecha un fideo!
Y era cierto. Juanito y Sofía estaban tan delgados que algún venenoso comentarista del antiguo régimen se burlaba:
—¡Quieren hacerse invisibles!
Sin embargo, Alfonso florecía y se expandía. De ser un eterno segundón, amargado por la marginación y la desidia de los que consideraba sus pares, se había convertido en protagonista y se emborrachaba con su nueva posición.
Su boda con Carmencita apareció reflejada en la prensa sueca, pero él apenas prestaba ya atención a los asuntos de la embajada.
Escribió listas interminables con los títulos a los que creía tener derecho, tratamientos, fechas, honores, condecoraciones; los papeles con anotaciones cubrían las mesas de su despacho como confeti de alguna verbena triste; enviaba cartas, telegramas, se hacía aconsejar por su secretario, un sabihondo Hervé de Pinoteau… En una palabra, ¡conspiraba!
«El clan de El Pardo» alentaba sus aspiraciones. Era un tiempo en el que todo, hasta lo más remoto, parecía posible.
Mientras, Franco permanecía exteriormente impertérrito, en parte por su propio carácter, en parte por la medicación que tomaba contra el mal de Parkinson que sufría, que tenía un efecto paralizante sobre los músculos faciales. En los consejos de ministros se quedaba adormilado muchas veces, se despertaba de golpe y se ponía a discurrir en tono doctrinal:
—Será siempre vano y estéril el sueño de algunos grupos que esperan que el mero paso del tiempo pueda introducir en nuestras instituciones elementos ideológicos extranjeros…
Los ministros se miraban entre sí, extrañados, pero ninguno osaba hacer ningún comentario y se limitaban a asentir:
—Sí, sí, excelencia… eso… nada de elementos extraños…
Y también:
—Nuestra gloriosa cruzada… regada con la sangre de las víctimas… los luceros…
Parecía que el país había retrocedido cuarenta años.
Y es que Franco, que hasta entonces solo había escuchado a su voz interior, cada vez se dejaba influir más por su familia, sobre todo por su mujer.
Un día Alfonso se levantó y exigió en tono perentorio:
—Quiero ser príncipe de Borbón.
Y por su parte Villaverde le dijo a su suegro:
—Mi general, creo que es justo que además Carmencita también sea alteza real, como su marido.
Al enterarse, Juanito y Sofía se espantaron, ¿cómo iba a haber dos príncipes con idénticas dignidades?, ¿cómo no pensar que esto tan solo era un precedente para ser nominado pretendiente a rey?, ¿qué tipo de solemnidades tendría cada uno, cuál tendría prelación?
Juanito se lo dijo a Sofía, porque eran un equipo:
—Tú intenta hablar con doña Carmen, que yo lo intentaré con Franco.
Pero Sofía ya no tenía nada que hacer con la generalísima. Doña Carmen la quería mucho, sí, pero este cariño había quedado pulverizado por la posibilidad de que su nieta fuera reina de España. ¡Nunca más les iba a dar el dulce apelativo de Juanitos ni la iba a invitar a sus meriendas! ¡Ya no le preguntaría nunca por la educación de los príncipes! ¡La educación de los príncipes, en realidad, ya le importaba un bledo!
Bueno, sí, los principitos podían seguir yendo a jugar con sus nietos a El Pardo con la nani Meryl Gibbs. Como a Cristóbal lo llamaban el yernísimo, las infantitas a la nani la llamaban «la nanísima». Hacía unos meses Sofía les hubiera reñido. Ahora se limitaba a mover la cabeza distraídamente mientras pensaba en otra cosa, y las niñas repetían varias veces con delectación:
—Nanísima, nanísima.
Preparó con Juanito minuciosamente la entrevista con Franco.
Le tenía que hacer comprender que Alfonso pretendía maniobrar para quedar al mismo nivel que él.
Juanito le dijo a su mujer, que volvió a recordar eso de que a Franco le brillaban los ojos porque lo miraba como un padre:
—Sí, Sofi, pero no te olvides de que Franco es el abuelo de la novia, y en este caso de verdad.
El príncipe se dio cuenta de que el Caudillo, por primera vez, evitaba mirarlo a los ojos, lo escuchaba distraídamente y le contestaba de forma malhumorada y a regañadientes. La ofensiva de su familia había empezado a hacer mella en él.
Juan Carlos comentó luego:
—En esta audiencia pasé uno de los momentos más tensos de mi vida, ¡sudaba por dentro!
Sofía tuvo que pasar también por un trago amargo. Con cinismo, Alfonso le pidió que fuera su madrina de boda. Ella, que ya llevaba diez años manteniéndose a flote en las aguas turbulentas de aquella España que no era monárquica, se puso también en plan cínico y le dio una contestación digna de un tratado de diplomacia vaticana:
—Alfonso, te lo agradezco y me encantaría, pero ¿cómo voy a ser yo tu madrina viviendo tu madre? Sé que tú estás deseando, como es natural, que sea ella tu madrina, pero eres tan bien educado que por cortesía te ves obligado a pedírmelo a mí. Yo te libero para que la nombres a ella, ¡me cuesta renunciar, pero es un regalo de boda que te ofrezco con todo mi cariño!
Alfonso, que no tenía ninguna intención de hacer madrina a su madre, una Emanuela a la que todos odiaban por su fama de disoluta pues se había divorciado, vuelto a casar y, lo que es peor, ¡vuelto a divorciar! Y que encima se los había sacado de encima, a él y a su hermano, cuando eran muy pequeños, tuvo que apretar, por una vez, los dientes y aguantarse. ¡Sofía, con sus sonrisas y su aspecto aniñado, le había vencido, a él, que era embajador y quizás sería rey si a Franco le daba la gana y jugaba bien sus cartas!
Emanuela, con su aire antipático, su amargura y sus ganas de fastidiar a todo el mundo, se presentó en España, ese país al que sin conocer ya odiaba profundamente.
Sin dar tiempo a nada, sin que los novios se hubieran visto más que un par de veces, y nunca a solas, llegó la petición de mano, en El Pardo, el 23 de diciembre de 1971. Sofía estuvo toda la tarde con la mirada baja. No se les menciona en las crónicas, no aparecen en ninguna de las fotografías que al día siguiente salieron en primera página de los periódicos. «María del Carmen, bellísima en su traje que rehuía las estridencias pop, y su prometido, Su Alteza Real el príncipe don Alfonso de Borbón, un príncipe que se ha mezclado con el pueblo, ha trabajado y ahora es embajador en el país de la Sirenita de Hans Christian Andersen», decía el editorial de La Vanguardia, que no hacía ninguna mención a los príncipes de España.
El traje «sin estridencias pop» era un vestido de color rosa de Miguel Rueda al que apresuradamente se habían cosido unas plumas de avestruz, igualmente teñidas de rosa, en el dobladillo bajero. Zapatos rosas de satén y medias de color rosa. Este mismo traje se vendió años después en un puesto de segunda mano en el Rastro de Madrid, pero, no se sabe por qué, sin el adorno de avestruz.
El pelo suelto de Carmencita estaba apuntalado por kilos de laca y, tal como se llevaba en aquella época, teñido con «mechas» rubias.
Su nuevo perfil, made el doctor Vilar Sancho, hacía juego con el primer lifting de la marquesa de Villaverde, que previamente también se había «hecho» la nariz. La marquesa llevaba un traje largo hecho con tela de seda china, mientras Emanuela, que aún presumía de belleza y además «estaba en el mercado» porque acababa de separarse, lucía un inapropiado vestido rojo muy escotado que le valió muchas críticas.
Su casi consuegra le dijo:
—Creo que será mejor que te pongas un chal… hace mucho frío en El Pardo. Subidito de hombros.
Emanuela comprendió la indirecta y se envolvió en un largo echarpe, que, sin embargo, dejaba caer con voluptuosidad a la más mínima ocasión mostrando unas clavículas un tanto descarnadas.
Ella y la marquesa de Villaverde lucían collares de perlas; el de Emanuela quizás era una de las joyas que le regaló la reina Victoria Eugenia y que se negó a devolver a su marido cuando se separaron.
Un marido, el infante don Jaime, el padre del novio, el hermano de don Juan —que, por supuesto, no fue invitado, ni doña María, ni la infanta Pilar, ni su marido, ni Margot—, que brilló por su ausencia, ya que no acudió a esta petición de mano. Porque detrás de las sonrisas típicas de las Franco, las tres cármenes tenían idéntica forma de reír, había mucha tensión, una tensión de la que no se percataron ninguno de los 120 invitados, aunque sí Sofía y Juanito, informados puntualmente de todos los detalles del compromiso. A la pedida únicamente se había convidado a don Jaime de Borbón, el padre de Alfonso, y no a su segunda mujer, Carlota, al no ser válido su matrimonio en nuestro país, y por problemas de protocolo. Hubiera sido impensable, en la España de entonces, que un hombre acudiera con dos esposas vivas a ninguna ceremonia.
También Emanuela se negó a acudir si iba Carlota.
Carlota se había hecho un traje nuevo y estaba ilusionadísima pensando que por fin iba a entrar en el Gran Mundo, un gran paso para una chica que antes de conocer a un infante español había sido animadora en un dancing y modelo de fotos de la casa Chevrolet. Cuando supo que no la habían invitado, rompió el vestido en varios trozos con unas tijeras, se echó a llorar con histerismo y amenazó a su marido con dejarlo.
Naturalmente, ante esta posibilidad, don Jaime, que dependía enteramente de ella, arrió velas, tuvo lugar una reconciliación regada con abundante bebida, se marcaron un pasodoble en el comedor de su casa y el infante hizo saber a su hijo que no pensaba acudir a la ceremonia de petición de mano por el enorme desprecio que le habían hecho a:
—La pobre Carlota, que tanto me quiere.
La familia Franco se disgustó mucho con la actitud del infante. Al final, en la petición de mano, con el único Borbón que podían contar era con el estrafalario Gonzalo, el hermano de don Alfonso.
A Emanuela de Dampierre todos la trataron con frialdad que rayaba en el desprecio. Hubo muchos momentos en que se quedó sola, con una copa en la mano, sin que nadie le dirigiera la palabra.
Ella no se recató de contar en sus Memorias la impresión que le había causado la familia Franco:
—Carmen Villaverde me pareció una mujer pesadísima para su marido, la convivencia con ella debía ser un auténtico tormento… le dio a ella tantos hijos para que lo dejara en paz.