Read La soledad de la reina Online

Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (42 page)

BOOK: La soledad de la reina
2.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A veces Juanito se desesperaba:

—Prefiero que Franco me diga que no, ¡no me matarán los falangistas, será la incertidumbre lo que acabará conmigo!

Don Juan, en Estoril, se reía burlonamente de la desesperación de su hijo:

—Juanito, si Franco te nombra heredero, ¡acepta! ¡No se te ocurra decir que no!

Sus risotadas irónicas hacían temblar el hilo telefónico y llenaban de amargura el corazón lacerado de su hijo.

12 de julio de 1969. Cinco de la tarde, mucho calor. Las infantas están en la piscina, se oyen sus gritos a través de las ventanas abiertas.

Felipe duerme arriba, en su habitación. Sofía intenta leer la vida de María Antonieta, pero no puede concentrarse. Veinte veces ha empezado la misma página y otras tantas ha olvidado lo que acababa de leer. Juanito está en esos momentos en una audiencia con Franco, que le ha llamado urgentemente a El Pardo porque tiene algo muy importante que decirle.

Oye la puerta que se cierra, los pasos apresurados de su marido. Su voz alborozada:

—Ya está, Sofi. Me ha preguntado si quería ser el sucesor.

Sofía se levanta lentamente, a cámara lenta, como si sus piernas fueran de madera. Cierra los ojos, aprieta los puños, los sacude delante suyo como si quisiera desprenderlos del cuerpo. ¡Sí! ¡Lo han conseguido! ¡Los dos! ¡Juntos! Casi no oye a su marido, que completa de forma innecesaria la información:

—¡Le he dicho que sí!

Juanito corre a llamar por teléfono. Sofía se queda en medio del salón; tarda medio minuto en darse cuenta de que no se han abrazado.

Capítulo 9

—¡Sofi! ¡Es verdad! ¡Alfonso se casa con Carmencita!

Juanito, con la excitación, temblaba y tenía la respiración jadeante. Sofía se levantó bruscamente del sofá donde estaba haciendo punto, una chaquetita para Nicolás, el hijo pequeño de su hermano Tino, que tenía un año menos que Felipe. Con la aguja de tejer le enseñó imperativamente el lugar donde estaban los micrófonos: en la lámpara de techo, tan mal colocados que incluso se veía un cable. Juanito se llevó las manos a la cabeza gimiendo audiblemente:

—¡Qué tonto soy!

Mientras, Sofía lo empujaba hacia el jardín. Todavía, cuando abrieron la puerta de cuarterones del salón, tropezaron con uno de los criados que estaba agachado escuchando con la oreja apoyada en la puerta, aunque el sirviente se puso a limpiar con un trapo que llevaba oportunamente en la mano un tibor gigante chino, y los príncipes hicieron ver que no se habían dado cuenta.

Tan nervioso que incluso tartamudeaba, Juanito prosiguió explicándole a su mujer:

—Me lo ha contado el propio Franco… Ha ido Cristóbal Villaverde a verlo, o sea que ahora sí que va en serio. ¡Se casan, Sofi!

¡Se casan!

Sofía se abrigó con el chal de cachemir que llevaba por casa, el viento otoñal enviaba ráfagas lluviosas frías como el hielo en ese mes de noviembre de 1971, pero siguió empujando a su marido, que, con manos trémulas, intentaba encender un cigarrillo, para alejarlo también de la garita del portero. Tanto Juanito como Sofía sabían que el conserje era un empleado directo de El Pardo, que cada día anotaba en un papel quiénes habían ido, cuánto rato habían estado y el tema de las conversaciones, material que cada noche llegaba a buscar un motorista sin ningún recato.

Algo sabía la princesa de esa proyectada boda. La nueva ayudante, Laura Hurtado de Mendoza, medio sobrina de Mondéjar, a pesar de la discreción y la delicadeza aprendida en el Opus, del que era miembro además de licenciada en Exactas y decoradora, se lo había comentado a su manera mientras repasaba la agenda de la princesa, bastante desprovista de actos, por cierto:

—He oído que Carmencita, la nieta de Franco, se ha encargado dieciséis conjuntos en Miguel Rueda.

Sofía la miró levantando una ceja sin decir nada. Últimamente, ella, como Juanito, había aprendido a callarse. Laura prosiguió.

Sin dejar de anotar aquí y allá una frase, «traje chaqueta y abrigo, suele hacer frío», «ir en ayunas porque aquí ofrecerán productos típicos del campo», «recordar que la mujer del gobernador civil estuvo visitando a S.A. el año pasado en Zarzuela», dijo:

—Ya sabe vuestra alteza que los marqueses de Villaverde han estado unos días en Estocolmo, se han alojado en la embajada con el príncipe don Alfonso… y parece que allí nació el amor.

Y Laura añadió, ya que era políglota además de algo romántica:

—La prensa sueca dice: «El embajador y la Carmen de Merimé»… Ahí, en esa carpeta, he puesto las cartas que pueden interesar a vuestra alteza…

Hay una sobre la protección de burros en Córdoba y también otra de su cuñada la infanta doña Pilar para que asista a su Rastrillo benéfico…

Sofía se metió la carta procedente de Córdoba en el bolsillo, ¡más tarde la contestaría e incluso algo enviaría de su magro presupuesto, sin que nadie, ni siquiera Laura, se enterase! Y abrió la carta de su cuñada con un suspiro. Las cuñadas, sí, tenían que existir, las pobres, pero… Aun así le preguntó a su secretaria, como si no le importara:

—Pero, Carmencita, ¿no tenía… una amistad… con un primo del príncipe?

Laura, que tenía conexiones en todas partes, en la última hornada de ministros incluso habían conseguido colocar a varios miembros de la obra en carteras importantes, contestó:

—Sí, con el príncipe Fernando de Baviera… cuando riñó con el jinete, Jaime Rivera. Ya sabe vuestra alteza que se escaparon a la Costa Azul y fue el marqués de Villaverde a buscarlos y la trajo a ella de una oreja porque el príncipe está casado…

Sofía cortó con un gesto. Laura era eficiente y se había convertido en imprescindible para ella, pero tampoco quería darle más confianzas de las necesarias. Le reprochó con algo de malhumor:

—Sí, sí, ya sé, Laura, pero acuérdate de que aquí el único príncipe que hay es don Juan Carlos. ¿Has enviado ya las fotos dedicadas a esas señoras de La Coruña?

Laura, muy en su papel, murmuró:

—Por supuesto, alteza, esta mañana.

Sofía no le explicó, aunque probablemente Laura ya lo sabía, que el propio Franco había hecho llamar a Juanito para decirle:

—Contenga usted a ese sinvergüenza de su primo, ha sacado el donjuanismo de los Borbones y mi nieta es una niña. Yo podría incluso meterlo en la cárcel como corruptor de menores y adúltero.

A lo que había contestado Juanito, muy contento de no haberse apartado ni un ápice del tálamo conyugal, ni siquiera en las escasas salidas al extranjero:

—Pero mi primo no es un niño, excelencia, y no le puedo decir cómo gobernar su vida. Además, le recuerdo que no es Borbón, sino Baviera.

Juanito
[91]
quizás se quedó rumiando que vaya niña esta Carmencita (no podía pensar en ella en términos carnales, ¡y menos delante de Franco!). Y el Caudillo masculló que todos, Borbones y Baviera, eran lo mismo a la hora de tratar con mujeres, pero cuando su primo Pacón quiso ahondar en el tema, Franco se apresuró a comentar:

—Del príncipe de España no se puede decir nada malo, porque su actuación es intachable.

Porque por ese título, príncipes de España, eran conocidos ahora que Juanito ya había sido proclamado oficialmente sucesor de Franco. Don Juan Carlos y doña Sofía no iban a llamarse príncipes de Asturias, porque tal dignidad significaría el reconocimiento de que era don Juan el titular de la corona.

¡Príncipes de España! Qué lejano suena ahora este título, seguramente desconocido para la mayoría de los lectores jóvenes de este libro, y, sin embargo, resulta tan familiar para mi generación como el de príncipes de Asturias en la actualidad. Un título cuya invención se atribuyó entonces a López Rodó, aunque posteriormente se averiguó que fue fruto del discurrir de Sofía, aunque ella nunca ha reivindicado este triunfo.

Don Juan, cuando le contaron que había sido su nuera la artífice del invento, comentó con sorna que seguramente se lo había soplado…:

—¡El sargento prusiano!

O sea que cuando Juanito le fue con el cuento de la boda, no la cogió tan de sorpresa como él esperaba. Aun así, Sofía empalideció. Lo miró muy seria, con una seriedad que esgrime en pocas ocasiones pero que cuando lo hace da miedo. Como nota al margen, debo indicar que Sofía es muy consciente de que la sonrisa la embellece, como me comenta el fotógrafo catalán Oriol Maspons:

«Cuando ve una cámara, sonríe de inmediato». De ahí la dificultad de encontrar para ilustrar este libro imágenes de la reina sin esa sonrisa que se ha convertido ya en su «máscara», entendiendo como máscara la careta que se colocaban los actores griegos sobre el rostro para transformar su persona en personaje.

Con la voz enronquecida por la preocupación le preguntó a su marido:

—Y Franco, ¿qué te ha dicho?

—Se ha limitado a mirarme de aquella manera que tú ya sabes y solo ha comentado: «Espero que sea para bien».

Los peores presagios se habían cumplido. Lo resumirá Pedro Sainz Rodríguez en Estoril cuando se entere:

—Coño, pues si Franco no estira la bota ahora mismo, todo se puede ir al quinto carajo… todo puede joderse ahora, con todo lo que hemos trabajado, ¡puede joderse! ¡Menuda putada!

Era cierto que desde hacía tres años Juanito era el sucesor oficial de Franco. Pero habían sido tres años en los que no habían podido bajar la guardia ni un instante, siempre con la espada de Damocles de su dichoso primo encima. Ahora todo era posible.

Sofía afirmaría años después:

—Juanito y yo hablábamos de política todo el día.

Hacía diez años que Sofía llevaba estudiando y analizando a Franco y a su régimen. Y no se engañaba, por mucho que luego dijera:

—Franco y su mujer siguieron tratándonos como siempre.

Era consciente de que una parte importante de la clase política, lo que se denominaba «el búnker», encabezada por los ministros ultras José Solís y Nieto Antúnez, además de toda la familia de Franco, apoyaba a Alfonso porque presentía que este no iba a abjurar de los Principios del Movimiento y que, de esa forma, el franquismo, aun sin Franco, tendría continuidad por los siglos de los siglos. Como en las partidas de parchís que gustaban de jugar en los veranos en Meirás, la ficha volvió a la casilla de salida.

Lo cierto es que doña Carmen estaba muy disgustada. Tanto que le dijo a su marido:

—¿Por qué te apresuraste tanto a nombrar tu sucesor? ¿A qué venían tantas prisas? —Y se perdió por los interminables pasillos de El Pardo levantando las manos y agitándolas—. Prisas, prisas.

Sofía y Juanito volvían a ser aquellos niños perdidos que buscaban refugio el uno en el otro. Estaban desconcertados, y también tenían miedo.

Temían que sus diez años de sumisión y sacrificio no hubieran servido para nada. Sofía se daba cuenta con desaliento de lo que habían dejado atrás. Mientras las parejas de su edad salían, viajaban, disfrutaban de la familia, de sus amistades, de sus logros profesionales, ellos habían vivido sometidos a las disposiciones tiránicas de Franco y solo podían contar con sí mismos. Y ahora, cuando creían que ya podrían estar tranquilos, otra vez los viejos temores volvían a paralizarlos. Juanito comentó con amargura:

—Que me digan si voy a ser carpintero o a cuidar el jardín, pero quiero saberlo ya.

A Carmencita la habían convencido para que se casase con Alfonso con promesas de que iba a ser una princesa y amenazas de la vida enclaustrada que le esperaba si rechazaba el matrimonio, y el resto lo hicieron su juventud, su inconsciencia y el pavor que le tenía a su padre. Dejó su trabajo en Iberia y abandonó al grupo de amigos de su edad, a los que dijo:

—Yo os quiero lo mismo, pero a partir de ahora me tenéis que llamar alteza y nada de besos.

Y salía únicamente con amigos de sus padres y con la aristocracia de nuevo cuño, que quería homenajearla. Todos la cubrían de regalos. Iba a El Pardo a ver a su abuela y fantaseaban juntas sobre lo que sería su vida futura:

—Primero serás embajadora, pero luego quizás reina, si a tu abuelo le da la gana.

Sus más mínimos deseos se veían cumplidos al instante, ropa lujosa, joyas, coche oficial. Como solo tenía veinte años, las cosas que le hacían ilusión eran las más superficiales, como llevar corona —sus padres le prometieron que le regalarían una para la boda—, que le hicieran reverencias, estar al mismo nivel que las otras princesas europeas… Con los barones de Gotor, sus tíos, y con Isabel Vila de Rodés, se fue de compras a París y Roma e hizo cerrar la mejor peletería de Madrid, donde adquirió un fabuloso abrigo de visón blanco y negro, único en España, y otro de lince para combatir los fríos nórdicos
[92]
.

—No estaba preparada; me hacían vivir en una atmósfera ficticia e irreal —dijo más tarde en su declaración delante de la Sacra Rota para obtener su nulidad matrimonial.

Cada día Juanito y Sofía se encontraban con un disgusto nuevo, porque Madrid era un hervidero de intrigas, maniobras, sueños…

Como nadie de la familia se fiaba de la madurez ni del sentido de la responsabilidad de Carmencita, precipitaron los acontecimientos.

Ella no intervino en nada. Tampoco Alfonso, a quien las cosas materiales importaban poco. No le preocupaba ni la dote de su novia, ni los regalos que estaban recibiendo, ni dónde iban a vivir una vez casados, ya tenían la embajada. Ni siquiera cambió la severa decoración del edificio, que había llenado con pesados muebles españoles cuando tomó posesión de su cargo. Pero sí le importaba el ceremonial simbólico al que él, por su nacimiento, creía tener derecho, y con esta boda se sentía fuerte para exigir lo que le correspondía y que hasta ese momento le había sido negado.

Sofía y Juanito debían enterarse por medio de sus escasos leales de las maniobras que preparaba Alfonso para poder combatirlas.

Era una situación de desgaste diario que se manifestaba hasta en su físico. Sofía adelgazó muchísimo, la cintura se le quedó tan estrecha que su marido, si hubiera querido, podría habérsela rodeado con las dos manos; incluso desapareció la robustez de sus tobillos que tanto la acomplejaba… Su cuello se veía más esbelto que nunca, sonreía cuando estaba con sus hijos, pero, si no, las comisuras de sus labios tendían hacia abajo, y siempre tenía los ojos tristes.

—Hija, ¿tú comes bien?

Se lo preguntaba su madre continuamente, una Federica que cada vez pasaba más tiempo en Zarzuela. Parecía que Irene se interesaba por Gonzalo, el hermano de Alfonso, y había salido con él alguna vez. Tino se había ido a vivir a Londres, desde donde intentaba que en Grecia se celebrara un referéndum sobre la monarquía. Pablo se lo había «dictado» seguramente a Freddy en sus charlas de ultratumba:

BOOK: La soledad de la reina
2.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

About Last Night... by Stephanie Bond
Course Correction by Ginny Gilder
Birds of the Nile by N E. David
Enthralled by Ann Cristy