La relación tenía que permanecer secreta, un aditamento picante que la volvía más atractiva, ya que Juanito continuaba siendo el novio oficioso de María Gabriela y don Juan se oponía con todas su fuerzas a que su hijo viera a la guapa condesa. Además de no ser de la familia adecuada, Olghina tenía «mala fama» y tuvo numerosos amantes mientras salía con Juanito e incluso dos abortos más o menos públicos. Ella misma se describía como:
—Muy generosa, me gusta dar todo lo que tengo, y como solo me tengo a mí misma…
También protagonizó un gran escándalo el día de su cumpleaños, en una fiesta que organizó en un local del Trastevere romano.
Hubo un striptease y terminó en una orgía, cuyas fotos llegaron a salir en la prensa. Era la época de la dolce vita y Olghina una de sus protagonistas.
El conde de Barcelona intentaba que ninguno de sus próximos la recibiera en su casa, y por este motivo, en julio de 1957, con ocasión de la puesta de largo de la prima de Juanito, Victoria Marone Cinzano, en Rapallo, tuvo lugar un duro enfrentamiento entre padre e hijo.
El príncipe se negaba a ir si no dejaban entrar a Olghina. El conde de Barcelona le remarcó todos los sacrificios que él había tenido que hacer para apuntalar la frágil posición de Juanito en España, y también le recordó que, con su comportamiento frívolo, alimentaba las posibilidades de su primo Alfonso de Borbón, que también se postulaba al trono. Alfonso estaba ya viviendo en Madrid, comenzaba tímidamente a participar en actos monárquicos e iba dándose cuenta de que él también podía ser un recambio con posibilidades para heredar la corona de su abuelo.
Precisamente acababa de descubrir un busto dedicado al infante don Alfonsito, el desdichado hermano de Juanito, en una finca del conde de Ruiseñada cerca de Toledo y había sido Franco quien había insistido en que fuera el hijo de don Jaime el que lo inaugurara con estas palabras:
—Es que quiero que lo cultive usted, Ruiseñada, porque si el hijo [Juanito] nos sale rana como nos ha salido el padre, habrá que pensar en don Alfonso.
Esta frase se la había oído a Franco el ilustre periodista monárquico Luis María Anson, quien se la había repetido a don Juan.
Y también le había contado que algún prohombre del régimen empezaba a volver sus ojos hacia la opción Borbón Dampierre.
Convencido a regañadientes e incapaz en el fondo de desobedecer a su padre, Juanito finalmente accedió a ir a la fiesta.
Después del baile, sin embargo, corrió a refugiarse en los brazos de su Olghina, que lo esperaba en el hotel con su amplio repertorio de habilidades eróticas.
También estaba en la fiesta Constantino, que salió al día siguiente para ir a la presentación de su hermana Sofía en Corfú.
Don Juan quiso obligar a su hijo a que fuera con él, pero Juanito prefirió quedarse con Olghina y el padre, harto, se volvió a Portugal. Donde, por cierto, a él también lo esperaban los brazos amorosos de una dama que no era su esposa.
Sofía seguía con su vida aparentemente metódica, pero por uno u otro conducto estaba al tanto de todos los avatares sentimentales de Juanito.
Tino, con inconsciente crueldad, le contó lo de la condesa italiana, ¡lo de Olghina era un escándalo en el seno de las familias reales! ¡No se había visto nada así desde que su padre, don Juan de Borbón, había intentado divorciarse de María para irse con una misteriosa griega llamada Greta! Solo lo había disuadido la amenaza de que Franco nunca nombraría rey de España a un divorciado.
Desde luego, Juanito no necesitaba de ningún ultimátum, ya que nunca pensó en casarse con Olghina, aunque sí le gustaba locamente. Al parecer la condesa era un volcán. Uno de sus amantes, el cantante Bobby Solo, declaró que en un mes con ella había adelgazado catorce kilos, pero que, después, si las mujeres no le daban lo que le ofrecía Olghina, las echaba a patadas de su cama.
Claro que Juanito fue un buen discípulo. Ya en su madurez, Olghina declaró en sus memorias
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que «Guanito» sabía cómo enamorar a una chica. ¡Si hasta había sido amante de Sarita Montiel!
La condesa también contó que en aquella época el príncipe era un chico apasionado, aficionado a los coches rápidos, las lanchas motoras y las chicas, aunque nunca olvidaba su posición. Era muy serio, pero tampoco era un santo. No era nada tímido, pero sí algo puritano, aunque siempre se portó con ella honestamente.
Juanito le escribía cartas. Las comenzaba con un «Olghina de mi alma, de mi cuerpo y de mi corazón…», y les ponía letras de rancheras: Un viejo amor ni se olvida ni se deja, un viejo amor de nuestra alma sí se aleja, pero nunca dice adiós…
Y le contaba con candor que «esta noche, en mi cama, he pensado que estaba besándote, pero me he dado cuenta de que no eras tú, sino una simple almohada arrugada y con mal olor (de verdad desagradable)», y terminaba con esta observación filosófica: «Pero así es la vida, nos pasamos soñando una cosa, mientras Dios decide otra».
No le gustaban las mujeres frescas, pero a ella la besaba ardientemente con sus labios «calde, secche e sapienti» y pasaban largas y fogosas noches en hoteles. A pesar de ir bastante corto de dinero, corría con todos los gastos y era muy generoso. Sorprendentemente, dice Olghina que detestaba la caza, porque le gustaban mucho los animales, lo que hace sospechar que si se aficionó a ella fue por agradar al Caudillo.
Las cuarenta y siete cartas que Juanito le escribió a su enamorada fueron retiradas de la circulación por Jaime Peñafiel, a quien Sabino Fernández Campo, el jefe de la Casa del Rey, le entregó los ocho millones de pesetas que pedía la condesa
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Este dinero procedía del íntimo amigo de don Juan Carlos, Manuel Prado y Colón de Carvajal.
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. Sin embargo, Olghina hizo copias de estas cartas, que fueron publicadas posteriormente por Interviú en España y Oggi en Italia. En declaraciones a esta revista, Olghina incluso llegó a afirmar que su hija Paola, que nació durante su larga relación intermitente con don Juanito, era hija suya:
—¡Yo hubiera podido arrastrar a Juan Carlos a los tribunales, pero no lo hice para no comprometer su futuro!
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Paola Robilant, la hija de Olghina, que ahora tiene cincuenta y dos años, es una afamada filóloga con varios doctorados, da clases en el Cheltenham Ladies College y no tiene ninguna relación con su madre.
Pero el tiempo de Sofía y de Juanito se estaba acercando; ¡los relojes corrían hacia la hora ineludible en que iban a encontrarse para siempre!
Primero fue una entrevista casual en el hotel Meurice de París, donde ambos estaban alojados. Sofía había ido para acompañar a Irene a sus clases magistrales de piano con una profesora francesa. Se vieron en el bar.
—Hombre, Sofi.
Podemos suponer que Sofía enrojeció de placer al oír aquella voz tan añorada, pero solo contestaría con un sobrio:
—Hola, Juanito.
Intercambiaron dos besos, preguntaron por las familias respectivas, ¡ninguna mención a Olghina o a Ella, por supuesto! Sofía vería muy cambiado a aquel chico alocado que bailaba en el Agamemnon. Había crecido, se había ensanchado. Con timidez abordaría la muerte de Alfonsito para darle el pésame.
El rostro de Juanito cambiaría, como lo hacía siempre que hablaba de su hermano, como me confesó su gran amigo:
—Sus ojos adquirieron un fondo de tristeza que ya no ha perdido nunca.
Pocos meses después volvieron a encontrarse en la boda de una de las hijas del duque de Wurtenberg, Elizabeth, con Antonio de Borbón Dos Sicilias en Altshausen (Stuttgart), en 1959. Juanito llegó a bordo de un DC3 privado conducido por el teniente coronel Emilio García Conde. Por culpa del error de una torre de control en Francia estuvo a punto de tener un grave accidente, pero Juanito se olvidó del susto, se puso su uniforme de gala de la marina de guerra española y se fue directamente al baile. Sofía estaba muy guapa. Había conseguido adelgazar y llevaba un vestido blanco muy ajustado en la cintura, con un atrevido rameado en rojo y negro en la parte delantera. Debía ser uno de sus vestidos favoritos, pues se la ve con él en varias ceremonias distintas a lo largo de los años.
Esta vez Juanito sí bailó varias veces con Sofía, que, orgullosa, pudo lucir sus largas sesiones con Tino en la gramola de manivela.
Sofía recuerda que Juanito iba con un grupo de ayudantes, militares los tres: el marqués de Mondéjar, Alfonso Armada y Emilio García Conde.
Cuando alguien le comentó al príncipe lo buena pareja que hacían, Juanito fingió sorprenderse:
—¿Ah, sí? ¿La princesa Sofía de Grecia? ¡Me ha encantado!
Podemos imaginar aquellos bailes y aquel comentario las tormentas que desataron en el corazón inflamado de Sofía, aunque en su exterior nada lo delatase y continuase en Atenas su metódica vida de Penélope tejiendo su tapiz a la espera de Ulises: su trabajo en el hospital, sus entrenamientos con su hermano y sus fines de semana dedicados a las excavaciones arqueológicas. Pero al año siguiente, el 21 de julio, se casó otro hijo del duque de Wurtenberg, también en Altshausen, Karl, precisamente con la atractiva y vitalista Diana de Francia, a la que había conocido en el Agamemnon.
Diana, que salía a la pista recogiéndose la falda en un costado y moviendo la melena. Diana, con la que Juanito había tenido algo más que un coqueteo, lo invitó a él con su pareja oficial, María Gabriela. Debemos suponer que Sofía se enteró, porque si no extraña mucho su desabrido comentario. Se negó a acudir a pesar de que había sido invitada, porque no le apetecía:
—No me interesaba. Podía ir o no ir… ¡Y no me dio la gana!
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Desde el centro de Europa, la que fue reina de España, la fina estratega Victoria Eugenia, ya que no podía intervenir en la política de su país, movía los hilos de su propia familia. Cuando se enteró de que su nieto Juanito había ido de pareja oficial de María Gabriela a la boda de los Wurtenberg, una María Gabriela tan moderna que había estado en la feria de Sevilla y había alternado con toreros y bailaoras y a la que incluso se le había adjudicado un «romance» con el rejoneador Ángel Peralta, convocó a su hijo al grito de guerra:
—¡Esto no puede tolerarse!
En Lausana, en la Vielle Fontaine que se compró con el producto de la venta de una cruz tallada en una de las esmeraldas más grandes del mundo, al lado de la chimenea, con uno de sus perros teckel en el regazo y saboreando una copita de gin, le dijo a Juan con esa autoridad que hacía que su hijo, de casi cincuenta años y ciento veinte kilos de peso, se echara a temblar:
—Juan, se han acabado las María Gabrielas y las Olghinas, hay que buscarle a Juanito una princesa de verdad…, seria y preparada, virgen, de sangre real…
Juan es probable que mascullase:
—Coño, ni que fuera tan fácil.
Y también es verosímil que doña Victoria Eugenia hiciera chasquear la lengua y dijera:
—¡Las princesas griegas!
Sofía seguía entrenándose duramente con Tino, haciendo grandes sacrificios para disponer de tiempo libre para navegar, ya que, además de su trabajo en el hospital, recorría el país en representación de su madre e incluso debía atender a visitantes foráneos.
También en alguna ocasión viajó con Federica al extranjero.
Con su madre visitó Estados Unidos, donde mientras la reina departía con científicos sobre la fusión del átomo y el funcionamiento de los submarinos nucleares, ¡temas en los que se creía tan experta que incluso se permitía dar algún consejo!, Sofía asistió al rodaje de una película en Hollywood, El hombre de las pistolas de oro, de Edward Dmytryk. Se da la coincidencia de que el protagonista de la película, con el que se hizo una foto, era el actor mexicano Anthony Quinn, quien seis años después iba a interpretar el gran papel de su vida, Zorba el Griego, donde inventaría un baile que hoy mucha gente cree que pertenece al acerbo popular de Grecia: el sirtaki. Anthony Quinn tenía una rodilla lesionada y de ahí el efecto de arrastre que hoy imitamos todos los que viajamos a Grecia, ¡junto al ritual de romper platos!
Este viaje fue una de las escasas ocasiones en las que se retrató a Sofía con abrigo de pieles. Era un visón beis con solapas y entallado. Sofía y Federica viajaron con sus dos perros caniches de tamaño mediano. Gracias a la meticulosidad de los fotógrafos norteamericanos, que identificaban incluso a las mascotas en los pies de foto, podemos conocer sus nombres: el de la reina se llamaba Doodle y el de la basilisa Topsy, y se lo había regalado su tía María, que ponía siempre el mismo nombre a sus perros, a uno de ellos incluso le dedicó un libro: Topsy, mi historia de amor. En la actualidad doña Sofía también tiene un yorkshire al que ha puesto Topsy.
También vivieron una experiencia única que muy pocas personas han podido compartir y que no suelen mencionar las biografías: asistieron al lanzamiento del primer cohete a la luna desde Cabo Cañaveral, hoy Cabo Kennedy.
Claro que ni Sofía ni su madre resultaron un talismán para el lanzamiento: el cohete se elevó unos centenares de metros y cayó al suelo.
¡Afortunadamente no iba tripulado!
Un año también fue con sus padres a India y Tailandia. Toda la familia se sintió fascinada por la religión de estos países, y Federica, fiel a su estilo, se embarcó en complicadas disertaciones sobre filosofía hindú con el presidente de aquel país, el profesor Radhakrishnan, que les regaló un libro escrito por él. Al día siguiente, Irene le comentó al presidente que le había parecido muy bien el libro:
—¡Era tan aburrido que me quedé dormida en el acto!
Es de suponer la vergüenza que debían causar estas meteduras de pata de su hermana a Sofía, y cómo acentuarían su introversión.
La basilisa iba siempre pulcramente vestida, a pesar del calor y la humedad, y llevaba su cámara colgada al cuello; parecía una turista más.
Tomó muchas fotos de niños que la miraban extasiados, no porque fuera princesa, sino porque tenía la piel muy blanca y llamaba la atención, como le pasaba cuando era niña en Sudáfrica y los nativos la saludaban:
—Cherio, cherio.
Cuando llegaba a Tatoi se encerraba en su habitación para pegar sus fotos en álbumes que han acompañado a doña Sofía durante toda su vida.
Debajo de cada foto apuntaba con su letra redonda, casi gótica, la fecha y alguna frase divertida relacionada con el momento de la instantánea.