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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (18 page)

BOOK: La soledad de la reina
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La madre es la escalera que no se sabe si se sube o se arrastra.

La madre es el cuerpo de Alfonsito, en el suelo, muerto. Es el padre golpeando a Juanito y obligándole a jurar:

—Que no lo has hecho a propósito.

La muerte es la bandera española que, a cámara lenta, alguien tiende sobre el cuerpo como un sudario.

La muerte es el amigo de la infancia, siempre Antonio Eraso, que estrecha entre sus brazos al pobre Juanito que solloza y gime:

—Cartujo, me voy a hacer cartujo.

Ningún abrazo, para los dos, ni el que recibieron ayer mismo, ha sido jamás como aquel.

La muerte son los perros que aullaban, sobre todo el cachorro de Alfonsito que todavía no tenía nombre.

He publicado la historia de este trágico suceso en diversas ocasiones, en prensa y en libros. Pero ahora cuento con un testimonio nuevo que ha añadido algunos matices a aquel hecho atroz, pormenores que han permanecido ocultos hasta estos momentos. Los chicos estaban en una amplia sala del último piso de Villa Giralda, tan grande que incluso tenía un billar y una mesa de pimpón. No había una bala escondida en la recámara, ni hubo un empujón por parte de Juanito, ni Alfonsito apareció con el bocadillo de la merienda inesperadamente chocando contra la puerta, como habíamos dicho hasta ahora. Los dos hermanos estaban sencillamente tirando al blanco, a una diana hecha con papel en la pared. Una vez cada uno.

Mi testigo me cuenta, todavía con los ojos llenos de lágrimas, ¡y han pasado cincuenta y seis años!:

—Alfonsito era listo como un rayo, simpático, pero muy atolondrado, hiperactivo, no se estaba quieto ni un momento. Juanito estaba tirando y a él se le ocurrió pasar por delante en el momento fatal, ¡la culpa fue de él y no de Juanito! La bala de calibre 22 le entró por la nariz. El doctor Loureiro dijo que parecía imposible que una cosa tan pequeña hubiera podido matarle.

Estoy comiendo con mi confidente en un elegante restaurante del centro de Madrid. Es un hombre guapo, con el pelo espolvoreado de gris, los ojos de acero. Junta las manos delante del pecho y, con la cabeza baja, relata de forma que apenas se le entiende:

—Esa familia quedó hundida para siempre, ¡nadie, ninguno de ellos, volvió a ser el mismo! ¡Nadie puede superar eso! Los ojos de Juanito han tenido siempre, en el fondo, una tristeza melancólica que aflora aún en los momentos de felicidad, que no creo que haya tenido demasiados desde entonces.

Me coge del brazo, casi me hace daño:

—Mira, te voy a contar una cosa que no le he contado a nadie… El otro día fui a ver al rey. Me hizo pasar a su despacho, más bien una salita de estar particular, suya, y en la estantería, la foto más grande no era del príncipe ni de las infantas, ¡ni de su padre o su madre! Era la de Alfonsito. Me acerqué a mirarla, él se puso a mi lado, me cogió por el hombro y me dijo con voz estrangulada:

«¡A nadie he querido como a él!».

Nos callamos. A nuestro alrededor los camareros solícitos y silenciosos como gatos bien adiestrados nos cambiaban los platos, rellenaban nuestras copas. Pero todo es Alfonsito.

—Nadie, ninguno de nosotros volvió a ser el mismo.

Al dolor se une un brutal sentimiento de culpa. María cayó en una depresión de la que tardaría años en salir. Se movilizaron sacerdotes y psiquiatras y el tamtam corrió por el solidario gremio de las familias reales europeas. Fue a Sofía a quien se le ocurrió, y se lo dijo a su madre:

—¿Por qué no invitamos a los Barcelona a Corfú?

Mon Repos, en Corfú, era una vieja propiedad sin pretensiones donde pasaban todos los veranos. Fue construida por los gobernadores ingleses de Chipre y se convirtió en 1863 en propiedad de la familia real griega. La casa estaba en una colina rodeada de pinos y olivos, eucaliptos y magnolios, naranjos y limoneros; en el jardín había burros para pasear y los criados iban vestidos a la griega.

Los Barcelona aceptaron la invitación; irían con un hijo sin precisar cuál. El día señalado Irene y Sofía bajaron al embarcadero a darles la bienvenida. Tendieron la pasarela y una mujer vestida de negro bajó torpemente. Sofía apenas pudo reconocer a doña María. En un año y medio, el tiempo que había pasado desde el crucero en el Agamemnon, aquella mujer alegre y simpática, espontánea y llena de despistes, se había como hinchado, y las luminosas aguamarinas de sus ojos se habían convertido en aterradora agua estancada.

Espontáneamente, Sofía se acercó y le besó la mano. Algo advirtió María en su mirada, porque intentó sonreír y le dijo:

—Me ves muy cambiada, ¿verdad, Sofía? Pero enseguida me repondré con este clima tan bueno.

Detrás apareció la figura algo bamboleante, con ese paso de marinero en tierra que todos los que lo conocimos recordamos tan bien, de don Juan.

Su aspecto no había cambiado, pero de vez en cuando se posaba la mano en los ojos, como queriendo borrar el recuerdo de la muerte de su hijo venerado. El brillo muchachil de sus pupilas se había apagado para siempre.

Dio un beso a las dos princesas y después se giró y gritó con su voz bronca, tan parecida a la de su padre Alfonso XIII, del que se conserva alguna grabación, tan parecida a la de su hijo, el rey de España:

—¡Margot!

Por la escalerilla apareció la infanta doña Margarita, tanteando la barandilla:

—Ya voy, papá, hace mucho sol, ¿verdad? ¿Están ahí Irene y Sofía?

Como era ciega no pudo advertir la decepción en el rostro de Sofía, ¡ella esperaba que fuera Juanito!

Se lo aclaró la propia Margot unos días después, mientras intentaba sacarle una melodía a un acordeón medio estropeado que estaba abandonado en la casona:

—Papá, desde lo… que pasó no soporta ver a Juanito.

Sofía le preguntó tímidamente:

—Y tu hermano, ¿cómo está?

Con alegre inconsciencia, Margot contestó:

—Bien; ha jurado bandera, ha podido ir Pilar a verlo… Después de la jura ha ido un grupo de Madrid, los de la JUME, había un cóctel en el Grand Hotel… Anson, nuestro primo Alfonso de Borbón, Joaquín Bardavío, Julito Ayesa…

Mientras Sofía e Irene se ocupaban de Margot, que se empeñó en aprender griego, uno de los nueve idiomas en los que la infanta puede expresarse con fluidez, los padres se quedaban en el jardín tomando licor de quinoto mientras una luna lúbrica y mantecosa se paseaba solemnemente por el mismo cielo donde jugueteaban Poseidón y la ninfa Córcira que había dado nombre a la isla.

Se oían canciones lejanas, ladridos de perros.

Federica, que era de ese tipo de madres que gustan de alabar desmedidamente a sus hijos, les contaba mientras se arrebujaba en un chal imaginario:

—Sofía, a pesar de lo que ha vivido, es de una integridad e inocencia admirables. Sabéis que la tía María ha intentado introducir sus terribles teorías psicoanalíticas en su escuela de enfermería. Uno de los profesores, que se ha formado en París con ella, les explicó a las alumnas que los bebés tienen deseos eróticos, y ¿sabéis qué dijo Sofía?: «¿Qué bebé le habrá contado eso al profesor?».

Todos rieron cortésmente, mientras en medio de la noche se alzaba la voz melancólica de doña María:

—Pues mis hijas, las dos, son muy cardos borriqueros.

Los condes de Barcelona se quedaban también algo desconcertados con las originales ideas de su anfitriona, aunque cuando hablaba de la fusión del átomo y de la física cuántica bostezaban con disimulo, y no digamos cuando explicaba sus exóticas creencias religiosas:

—En mi familia no creemos ni en el infierno ni en el demonio. También pensamos que Dios está en nosotros y en todas partes y que en cada vida nos reencarnaremos en alguien mejor hasta acercarnos a Él. Desde la ameba hasta Dios. Lo que pienso es lo que vuelve a mí. Si pienso cosas buenas, el universo me envía cosas buenas.

Esto provocaba el asombro escandalizado de aquellos dos católicos a machamartillo, pero al fin y al cabo eran sus huéspedes, los estaban tratando a cuerpo de rey, ¡y nunca mejor dicho!, y el quinoto adormece las penas. María se aletargaba con el aroma abrumador del enebro y la resina, el arrullo de las olas, las risas de las chicas. A Juan el sonido algo canalla del acordeón le recordaba sus noches en los tugurios de Port Said, cuando tenía diecinueve años y no se le había muerto ningún hijo.

—¿Qué edad tiene Sofía?

—Dieciocho años.

—Como Juanito.

—Sí.

Juan suspiraba:

—Yo me casé a los veinte.

Seguramente en aquellas tibias noches veraniegas, Federica y Juan ya planearon emparejar a Juanito y Sofía. A ninguno de los dos se les ocurrió que podrían negarse. Juan debía conocer que habían pretendido casar a Sofía con Harald, sin conseguirlo. Federica también sabría perfectamente que Juanito se consideraba novio de María Gabriela.

Cuando se marcharon, otra vez las princesas fueron a despedirlos al pequeño embarcadero. María estaba más bronceada, pero seguía ocultando sus ojos heridos con tupidas gafas oscuras que no se quitaba casi nunca. Juan estaba muy cariñoso con aquellas chicas que le parecían un poco pasadas de moda, pero muy bien educadas, ¡eran tan distintas a las suyas! Margot se abrazó a las princesas griegas llorando, y en el último momento Sofía pudo deslizar en su oído un «dale recuerdos a Juanito de mi parte» que no pasó desapercibido para el finísimo oído de Federica ni tampoco para el de Juan, que intercambiaron una mirada llena de complicidad por encima de las cabezas de sus hijas. Esa mirada tenía la fuerza de un pacto férreo e indestructible. Si ambos hubieran sido hombres, se habrían estrechado las manos. Si hubieran sido dos ejércitos, habrían firmado «el acuerdo de Corfú» presentando armas.

El verano siguiente Federica lo volvió a intentar. Visto el éxito del crucero en el Agamemnon, convenció a Eugenides para repetirlo, esta vez en otro barco, el Aquiles. Pero Inglaterra cerró el canal de Suez, con lo que se sustituyó el viaje por una estancia en Corfú.

Los mismos invitados. Todos. Wurtenberg, Mauricio de Hesse, que parecía que iba detrás de Irene, Hannover, condes de París, Luxemburgo…

Todos menos Juanito.

Freddy quiso aprovechar el encuentro para poner de largo a Sofía, con un traje de tul y varios volantes arrepollados distribuidos por la amplia falda. Algo que no le pegaba a la austera princesita, quien, como en aquella lejana época de la boda de su tío Ernesto Augusto, con un vestido de organza que le estaba pequeño, en la víspera de entrar en Salem, se sintió el patito feo de la fiesta:

—La puesta de largo la odié con toda mi alma, odio concentrar en mí todas las miradas… Seguía siendo horriblemente tímida y vergonzosa.

¿Cómo no pensar que Sofía odió ese momento único de su existencia, en el centro mismo de su juventud plena, en el prodigioso paisaje de Corfú, rodeada de sus iguales, porque estaba ausente el gran amor de su vida? Si estás enamorada, odias con toda tu alma el mundo sin él.

Y sobre todo si sabes que él ha preferido estar con otra que contigo. Porque ya había aparecido en escena la célebre Olghina.

Otra historia, esta vez de un sabor más perverso, apta solo para estómagos fuertes y sexualidades exigentes, del hijo de los Barcelona, ese chico al que Franco estaba educando en España no se sabía muy bien para qué. De momento era el heredero del heredero de un trono vacío, pero nada estaba hecho de forma oficial.

Continuaba en Zaragoza, donde incluso llegó a recibir la visita de su novia. Pero María Gabriela era la «oficial», porque don Juanito tenía otro amor oculto arrasador y apasionado: la condesa Olghina de Robilant
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.

Olghina era condesa, es cierto, pero también una actriz de cine de segunda fila (sale en la película La dolce vita, de Federico Fellini) y miembro de una familia noble pero arruinada. Guapa, alegre, espectacular, con fama de viciosa, tenía cuatro años más que Juanito y se alojaba en casa de los Saboya, Villa Italia, en Estoril, porque era amiga de la familia. Juanito y ella se conocieron la noche de fin de año de 1956 en la boîte Muxaxo, y esa misma noche Juanito le dijo que se había enamorado de ella como de nadie en su vida. La acompañó a Villa Italia en su «escarabajo» negro (recordemos que el de Sofía era azul), y en el asiento de atrás, como tantos jóvenes en aquella época, tuvieron su primer encuentro sexual. A ella, mujer experimentada y mundana, le hizo gracia. Lo encontró muy español y muy apasionado, y también se sintió atraída hacia él. Preguntó quién era, y se asombró de que, dada la tragedia por la que acababa de pasar, la muerte de su hermano, hubiera ido a la fiesta:

—Juanito no daba muestras del menor complejo. Llevaba corbata negra y una simple cinta negra en señal de luto, eso era todo.

Yo me preguntaba si aquello era falta de sentimientos o si su comportamiento era forzado. Sea como fuere, me parecía un poco pronto para ir a fiestas, bailar y hacerse carantoñas…

Olghina le preguntó en primer lugar, para no quedar mal con sus anfitriones, si era novio de María Gabriela, a lo que Juanito contestó con una estudiada tristeza que a Olghina le produjo ganas de reír pero también la enterneció:

—No tengo mucha capacidad de elección, intenta comprenderlo. Y ella es la que prefiero de las llamadas elegibles.

El ambiente en casa de los Saboya se fue enfriando, ya que Ella se puso celosa al ver las atenciones que Olghina recibía del príncipe y la echó de casa. También Juanito avisó a Olghina, mezclando astucia y honestidad, de que nunca se casaría con ella:

—Te quiero más que a nadie ahora mismo, pero no puedo casarme contigo, y por eso tengo que pensar en otra.

También contó Olghina en sus memorias
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que Juanito en esa época ya se había percatado de que Franco había arrumbado a su padre al desván de los trastos inservibles y que él iba a ser el rey de España, sucediendo directamente al Caudillo, aunque quizás eso era una táctica sutil del taimado Juanito para deslumbrar a Olghina por una parte y también para no tener que comprometerse con ella, por otra.

A pesar de todo, la relación entre esta y el príncipe siguió a lo largo de más de cuatro años. Olghina se alojaba en casas de otros amigos en Estoril, iba a Madrid, se encontraban en Italia o en Suiza. Incluso estuvieron juntos en una feria de abril en Sevilla, de la que Olghina contaba con su peculiar estilo:

—¡Ah, qué maravilla, los divos y los gitanos juntos, una fiesta maravillosa, popular y alegre, musical y ebria!

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