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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (21 page)

BOOK: La soledad de la reina
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—Papá ya me ha arreglado la boda con la princesa griega.

Y ellos estaban tan ajenos a aquellas componendas que le preguntaron:

—¿Con Irene?

—No, con Sofía.

Emanuela de Dampierre, la madre de aquel Alfonso de Borbón que disputaba a Juanito el trono de España y el afecto de Franco, lo cual venía a ser lo mismo, señaló con desprecio
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que el encuentro entre Juanito y Sofi no fue casual, ni hubo amor ni nada que se le pareciese, sino que todo fue organizado por doña Victoria Eugenia y la reina Federica, de modo que, como casi todas las de su rango, la boda fue planificada:

—¡Como la mía! ¡Por interés!

Sofía contó después que no tenía ganas de ir a la boda del duque de Kent. ¡Naturalmente! ¡Cuando se enteró del desplante de Harald, seguro que hubiera preferido excavar con sus propias manos todos los yacimientos de Grecia! ¿Y a qué chica le apetece ver que alguien que le gusta, el duque de Kent, en este caso, se va a casar con otra? Además, era probable que creyese que Juanito, como en la boda de Karl Wurtenberg y Diana de Francia, acudiría con María Gabriela.

Mientras firmaba en el libro de huéspedes del hotel Claridge, Sofía vio un nombre que le llamó la atención, y le preguntó al conserje:

—¿Duque de Gerona? ¿Quién es?

Y entonces oyó una voz a su espalda que decía:

—Soy yo.

¡Era Juanito!

Permitan a esta biógrafa un inciso, más bien destinado a los beneméritos críticos que gustan de señalar con meticulosidad los errores en los libros de temas históricos, ¡actitud que yo aplaudo y agradezco profundamente! El título de duque de Gerona no existe, sí el de príncipe de Gerona (Girona por utilizar la grafía correcta), que corresponde a los herederos de la Corona española y que hoy ostenta don Felipe, príncipe de Asturias. Esta anécdota del Claridge demuestra que o bien quien la contó en primer lugar confundió la dignidad de duque con la de príncipe, o que don Juan Carlos se adjudicó un título que no existía.

Esta última posibilidad es menos descabellada de lo que parece. Balansó comentaba que con frecuencia le llamaban desde Zarzuela para consultarle los títulos que correspondían al rey de España y le pedían que trazara sus escudos de armas.

¡Aunque también pudiese ser que con los nervios, una Sofía esperanzada, no supiese ni lo que leía ni lo que le decían!

Esa semana en Londres fue intensa, ya olvidado totalmente el príncipe Harald. Fueron al cine, con Constantino como «carabina», a ver Éxodo. Volvieron al Claridge a cambiarse y juntos fueron al hotel Savoy, donde había un baile, y se sentaron el uno al lado del otro.

En el postre, el hotel decidió ofrecer un striptease a los clientes, todos adultos y sofisticados europeos, amantes de este tipo de placeres.

Cuando apareció la señorita profesional en el pequeño escenario, agarrada por las piernas a una barra y con las manos ya en la espalda tratando de soltar el sujetador de brillantes que hacía juego con el pantaloncito, Sofía se llevó la palma de la mano a la boca abierta sofocando un grito. Con gran revuelo de faldas y servilletas, indignada, se levantó y les dijo a sus acompañantes que ella se iba al hotel.

Se puso el abrigo, salió y en la puerta se dio cuenta de que Juanito la seguía. Le confesó:

—Me ha gustado que hicieras eso, Sofi.

Sabemos que a Juanito, como a la mayoría de los hombres de aquella época, le gustaban (para casarse) las chicas sin experiencia, las que «no se dejan», las recatadas y hasta intransigentes… Nosotros lo sabemos. ¿Es descabellado pensar que Sofía lo sabía también y que actuó en consecuencia? ¡No importa! ¡En el amor, como en la guerra, todo está permitido!

Quedaban por las tardes para recorrer Londres. Juanito la llamaba continuamente a su habitación. ¿Lo hacía espontáneamente?

Recordemos que estaba con su padre. ¿Expresaba el conde de Barcelona su complacencia por este comportamiento, lo empujaba incluso? ¡Claro que sí! En lo que coincidimos casi todos los que escribimos sobre estos temas es que la reina sí se enamoró hasta el fondo, porque años después cuenta todavía emocionada que una de las salidas de la pareja fue al Dorchester. Se quedaron en la mesa sin bailar, charlando en profundidad de muchas cosas: de sus vidas, de filosofía, de religión…

Emprendamos el vuelo con los brazos al frente por un momento, de la misma forma en que quería volar Sofía para entrar en las casas de los demás.

Elevémonos por encima de los dos con esa potestad que nos da la imaginación y la literatura. Alto, ahí están. Sofía va con un traje largo, su habitual collarcito de una vuelta de perlas, su peinado acartonado, anhelante, en el umbral de su nueva vida. Juanito está inclinado hacia ella, todo fuego. Sus manos, en algún momento, se encuentran, una coge a la otra. Se enredan los dedos. Las palmas secas y anchas de las manos son el territorio más dulce, la patria soñada.

Son dos niños perdidos, juguetes de sus familias, con padres o tutores formidables y tiránicos para los que solo son simples peones en una suerte de juego de ajedrez. Con un futuro incierto y tal vez peligroso. Supervivientes de una infancia sin raíces, de intrigas, exilios, necesidades, miedos. Hubo cálculo, estoy segura.

Hubo estrategia, está comprobado. Pero en ese instante único eran tan solo dos pequeños vagabundos que, encontrándose, habían llegado por fin a casa.

Yo imagino que el que se vaciaba era Juanito. Tenía tanto que contar. ¡Y esa princesita callada, que lo miraba con admiración y que se bebía sus confidencias, era tan buen público! Ahí empezó Sofía a darse cuenta de que Juanito ya no era un chico, sino un hombre más profundo de lo que aparentaba. Ella lo había tomado por frívolo, juerguista y superficial… Le hablaría de su niñez en el colegio de Friburgo, donde incluso algunos de los alumnos, supervivientes de la guerrilla, iban armados, del desgarro que sentía cada vez que debía separarse de sus hermanos, ¡si hasta se ponía enfermo para no tener que alejarse de ellos! Tifus, varicela, paperas, trepanación de oídos, ¡por todo había pasado para que no lo internaran de nuevo! De su vida en España, al capricho de lo que decidieran Franco o su padre sobre su futuro.

De cómo su primo hermano Alfonso de Borbón Dampierre se consideraba con más derechos que él al trono, ya que era hijo del hermano mayor de don Juan:

—¡Y no es verdad, porque su padre renunció a la corona porque era un incapaz! ¡Renunció por él y por sus descendientes!

De cómo le gritaban por la calle:

—Borbón, bobón. ¡No queremos príncipes idiotas!

De cómo los falangistas amenazaban con ponerle una bomba o envenenarle.

De cómo los carlistas, más moderados, intentaban tan solo cortarle el pelo:

—Hay uno… José Barrionuevo, ¡es tremendo! ¡Eso que su padre es vizconde y visita Estoril!

José Barrionuevo fue después ministro socialista con Felipe González.

De que tenía una amiga, sí, que le pasaba los apuntes, Angelita Álvarez.

Pero, sobre todo, le contaría lo solo que estaba.

Sofía atendía con la cabeza inclinada, ¡otro día le hablaría de sus cosas! Su instinto de mujer le hizo darse cuenta de que quizás alguna vez conseguiría la llave de ese corazón profundo, no contaminado ni por la frivolidad ni por la ambición, y que entonces Juanito sería suyo para siempre.

Algún día.

Ya muy tarde, con la garganta reseca de tanto hablar y el corazón más ligero, Juanito se levantó y tiró de ella. Sin palabras salieron al centro de la pista, como si estuvieran solos. Bajo la luz tamizada por el humo de los cigarrillos bailaron con las mejillas juntas, el aliento de uno sobre la piel del otro.

Como decía Olghina, el príncipe sabía cómo enamorar a las mujeres.

A la hora de explicar lo que sentía en aquellos momentos, el rey, ante Pilar Urbano
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, se muestra muy cauto:

—Hummm… me enamoré del conjunto. A ella le gustaba yo, y eso, como hombre, me halagaba. Ella también me gustaba.

—¡Hombreeeee… mujer! ¿Apasionadamente? Yo no soy un hombre que se enamore apasionadamente, perdidamente… Aparte de que entre ella y yo hablábamos en inglés, y a mí el inglés… no es que me inspire…

¿Cómo se sentiría la reina al leer estas declaraciones tan despegadas de su marido?

Se terminaron los días de Londres. En el momento de la separación, con las maletas en el vestíbulo del hotel, Juanito, que con su experiencia de las mujeres ya se habría dado cuenta de que Sofía estaba loca por él, le dijo con una frialdad que evidenciaba bastante cálculo:

—Oye, Sofi, ¿por qué no salimos un poco más nosotros solos y así vamos conociéndonos y veremos lo que pasa…?

¿Conocerle más?, se debió decir Sofía, ¿ver lo que pasa? ¡Si ella ya había decidido entregar su vida a aquel hombre con la seriedad y el compromiso que ponía en todas sus cosas! ¡Si ella se casaría con él en ese mismo instante!

Pero llevar la relación en secreto fue imposible. El indiscreto Tino le contó inmediatamente a su madre que todo el asunto entre Juanito y Sofía estaba bastante avanzado, lo que debió aterrorizar a la princesa, que conocía y temía el carácter de Freddy y también se iba dando cuenta de que a Juanito le gustaba llevar la iniciativa. En sus Memorias, tan insinceras como suelen serlo todas las autobiografías, Federica cuenta que a Pablo y a ella les encantó y les horrorizó la idea del noviazgo. Les encantó por razones bastante absurdas en una mujer que se las daba de profunda: porque «Juanito era muy guapo y muy apuesto». Porque tenía el pelo rizado, cosa que le molestaba a él, pero no a las señoras mayores como ella.

¡Quizás recordaba aquellas sensuales rumbas bailadas a bordo del Agamemnon! También porque tenía los ojos «negros», observación algo incongruente, ya que los ojos de Juan Carlos son verdosos, las pestañas largas, era alto y atlético «y cambia de vez en cuando y como quiere su encanto personal», lo cual, aunque no se entiende muy bien, suena a crítica. Luego añade eso de que era inteligente, de ideas modernas, amable y simpático. Pero dice que les horrorizó por su condición de católico.

Juanito le comentó a Vilallonga la reacción de su futura suegra con más llaneza y seguramente con más exactitud. Después de que Tino se «chivase», una entusiasmada reina de Grecia exclamó:

—¡Este no se me escapa!

Lo primero que hizo aquella mujer que según sus Memorias «estaba horrorizada» por la noticia, fue organizar las vacaciones de Juanito, sus padres y sus hermanas en Corfú, un lugar mágico para enamorarse, supongo que rezando a la Panagia para tener más éxito que con Harald y su padre en el mismo marco.

Incluso les envió un avión para transportar a la familia al completo.

Juan se frotaba las manos y a María todo le parecía bien. ¡Si en sus recuerdos dictados a Javier González de Vega
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ya dice que a ella Sofía le gustaba mucho porque era muy sencilla, muy culta y amaba la arqueología! Aunque lo cierto es que a los ojos escépticos de esta biógrafa, que ya lleva a sus espaldas media docena de libros escritos sobre nuestra familia real, esta afinidad entre doña María y Sofía basada en la arqueología le resulta bastante inverosímil.

Según todos los testimonios que he recogido, Sofía y María tuvieron una relación estrictamente protocolaria, sin ninguna confianza.

Pero la estancia en Corfú, que tenía que ser paradisíaca, estuvo tan llena de peleas y dificultades que fue un milagro que el noviazgo saliese adelante. Juan, María y las infantas Margot y Pilar decidieron irse a los pocos días. No se encontraban a gusto en aquel ambiente preñado de tormenta. Juan temía que, llevado de su temperamento tan fácilmente inflamable, entrase en conflicto con Federica, menoscabando las posibilidades de Juanito y fastidiando el compromiso. Pusieron una excusa para su marcha prematura.

Y es que cuando Federica les daba los buenos días, por ejemplo, no les ahorraba el comentario:

—Es bonito ver como sale el sol en el país en el que una es reina.

Si Pilar alababa un objeto cualquiera, Freddy contestaba fríamente:

—Nos acompaña en todos nuestros palacios…

Y si no, se explayaba acerca de los tesoros que contenía el joyero de las reinas griegas, casi todos provenientes de la corte del zar en Rusia:

—Las joyas han pasado de padres a hijos en veinte generaciones.

Y los condes de Barcelona, judíos errantes en un mundo que es grande pero pequeño para ellos porque no incluye España, que nunca habían sido reyes y probablemente nunca lo serían, que no poseían riquezas y cuya casa era un chalé y no un palacio, ¡en un país ajeno, que no era el suyo!, debían contenerse. Juan se ponía rojo como las amapolas que crecen en los campos de Corfú, parecía que fuera a darle un síncope cuando oía los alteza por aquí, los alteza por allá del servicio de la casa, ¡él era majestad aquí y en Pompeya!

Se metía en la habitación, se mordía los puños y mascullaba:

—Joder, joder, joder…

Cuando el barco se alejaba del pequeño puerto, María se despidió desde la popa agitando un inmenso pañuelo de lunares y repitiendo con la voz más falsa que ha podido oírse en el Mediterráneo desde que Circe la hechicera intentara atraer a Ulises con sus mentiras:

—¡Lo hemos pasado muy bien! ¡Freddy, eres una gran anfitriona! ¡Volveremos todos los veranos!

Pilar y Margot escondían las cabezas bajo las almohadas para que no se oyeran sus risas histéricas. Juan iba rugiendo y haciendo cortes de manga al firmamento:

—¿Volver? ¡Tu padre!

Juanito y Sofi se peleaban por los temas más nimios; si salían en el barco, se peleaban porque uno no llevaba bien el timón, o porque el otro no sabía dónde estaba el foque. Si iban a cenar al merendero de Akihilon, se peleaban porque uno quería salmonetes y el otro cordero, reñían si uno quería vino blanco y el otro tinto.

¡Si se quedaban en Mon Repos, tenían que aguantar a Federica!

Porque Federica, con los años, se había convertido en una déspota arrogante cuyo comportamiento tiránico no tenía nada que envidiar al de su abuelo, el temible káiser
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. Su marido prefería retirarse a esas regiones místicas donde uno está solo con Dios, sus hijos la temían y nadie a su alrededor se atrevía a llevarle la contraria. Los que se oponían a sus deseos eran borrados del mapa de sus afectos: había roto con su madre, Victoria Luisa de Prusia, que, a sus setenta años, mientras se deslizaba sobre sus rústicas tablas bajando por la Jungfrau, no comprendía a aquella hija exigente que solo la llamaba para pedirle su parte de la herencia, las propiedades, las joyas de familia, el dinero de los bancos de Londres. La hija del káiser solía lamentarse:

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