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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (11 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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—Así no vamos a ninguna parte —dije—. Tienes que poner «Robert Miller escritor».

Bajo «Robert Miller escritor» seguía habiendo seiscientas cincuenta mil entradas, lo que seguía siendo todo un desafío.

—¿No podías haberte buscado un autor con un nombre menos corriente? —dijo Bernadette, y fue pinchando en la primera página que se abrió. Había de todo: desde un hombre que publicaba libros sobre el entrenamiento de los caballos, pasando por un profesor que había escrito en Oxford University Press algo sobre las colonias inglesas, hasta un autor inglés de aspecto horriblemente siniestro que había sacado un libro sobre las guerras de los bóers.

Bernadette señaló la foto.

—Éste no puede ser, ¿no?

Sacudí la cabeza.

—¡Por todos los santos, no! —grité.

—Así no vamos a encontrar nada —dijo Bernadette—. Dime el título de la novela.


La sonrisa de las mujeres
.

—Bien… bien… bien… —Movió los dedos por el teclado—. ¡Aja! —dijo de pronto—. Aquí lo tenemos: ¡Robert Miller,
La sonrisa de las mujeres
! —Sonrió con gesto triunfal y contuve la respiración—. Robert Miller en Éditions Opale… Vaya, ¡mierda! ¡Te lleva a la página de la editorial! Y ésta de aquí… es la página de Amazon, pero sólo para la edición francesa… Es curioso, debería poder encontrarse la versión inglesa en algún sitio. —Pulsó de nuevo un par de teclas, luego sacudió la cabeza—. Nada que hacer —dijo—. Aquí sólo pone algo sobre Henry Miller,
La sonrisa al pie de la escala
… Un buen libro, por cierto… pero éste no es nuestro hombre.

Mientras pensaba, Bernadette se dio unos golpecitos con el dedo índice en los labios.

—No tiene página web, no tiene Facebook… Mister Miller es un misterio, al menos en internet. Quién sabe, a lo mejor está tan chapado a la antigua que rechaza la tecnología moderna. A pesar de todo, me resulta muy extraño no poder encontrar el libro en inglés. —Cerró el ordenador y me miró—. Me temo que no puedo ayudarte.

Decepcionada, me recliné en el respaldo de la silla. Al parecer, hoy en día todavía no se podía encontrar todo con la ayuda de internet.

—¿Y qué hacemos ahora? —pregunté.

—Ahora nos hacemos una pequeña ensalada con queso de cabra, es decir,

preparas una exquisita
salade au chèvre
para las dos. De algo debe servir tener una amiga cocinera, ¿no crees?

Solté un suspiro.

—¿No se te ocurre nada más?

—Sí —respondió—. ¿Por qué no llamas al cancerbero de la editorial y le preguntas si Robert Miller tiene una página en internet y por qué no puedes encontrar la edición original inglesa de su novela? —Se puso de pie y se dirigió a la cocina—. ¡No, no le llames! —gritó mientras abría la puerta de la nevera—. Será mejor que le mandes un email al pobre hombre.

—No tengo su dirección de correo electrónico —repliqué sin ganas, y seguí a Bernadette hasta la cocina. Cerró la nevera y me puso una lechuga de hoja de roble en la mano.

—Eso no es ningún problema, querida.

Miré la lechuga con cara de aburrimiento, aunque ella no era culpable de nada. Bernadette tenía razón. Claro que no era ningún problema conseguir la dirección de correo electrónico de gente tan poco interesante como André Chabanais, el editor de Éditions Opale.

6

—¡Vaya, vaya! Así que todo esto le resulta extraño —murmuré, y estudié de nuevo el email que había impreso por la tarde en la editorial—. Mi querida mademoiselle Aurélie, todo esto es más que extraño.

Suspirando, dejé el email a un lado y cogí de nuevo la carta, que entretanto me sabía ya de memoria y me gustaba mucho más que ese mensaje tan poco amable.

Las cosas empezaban a complicarse demasiado y, a pesar de todo, no podía dejar de sorprenderme de que una misma persona fuera capaz de escribir cartas tan diferentes. Me recliné en mi viejo sillón de cuero, encendí un cigarrillo y dejé caer la caja de cerillas de Les Deux Magots en la pequeña mesa auxiliar.

Había intentado dejar de fumar varias veces, la última después de la Feria del Libro, cuando el peor estrés parecía haber pasado ya y mi vida volvía a sus cauces habituales.

Le había podido dejar claro a la mañana siguiente a Carmencita, una ardiente portuguesa que desde hacía tres años me miraba echando chispas con sus ojos negros y que esta vez me había invitado primero a cenar y luego a su hotel, que por el momento estaba cubierta mi necesidad de mujeres a las que podía regalar un collar. Cuando Carmencita por fin se marchó de muy mal humor (no sin antes arrancarme la promesa de que el año siguiente la invitaría a comer), pensé que el desafío del resto del año iba a consistir en repasar todos los manuscritos que la euforia de la feria me había hecho solicitar.

Pero desde el último martes los pequeños paquetes azules llenos de pitillos nocivos para la salud se habían convertido de nuevo en mis mejores acompañantes.

Los primeros cinco cigarrillos me los fumé cuando Adam no me devolvía la llamada. Cuando por fin me llamó el jueves, guardé el tabaco en un cajón de mi mesa y decidí olvidar su existencia. Luego, por la tarde, apareció como caída del cielo esa chica de ojos verdes, y mis sentimientos sufrieron el mayor revuelo que yo había conocido. Me encontraba sumido en un bello sueño que era a la vez una pesadilla. Tenía que deshacerme de la testaruda mademoiselle Bredin antes de que descubriera la verdad sobre Robert Miller, pero a la vez no deseaba otra cosa que volver a ver a esa mujer de arrebatadora sonrisa.

Después de que mademoiselle Bredin desapareciera por el final del pasillo me había encendido otro cigarrillo. Luego me precipité hacia la secretaría, en la que durante el día mandaba madame Petit, y rebusqué en mi bandeja de plástico verde hasta encontrar un sobre blanco alargado dirigido «A la atención del escritor Robert Miller/Éditions Opale». Asomé de nuevo la cabeza por la puerta —no fuera a ser que mademoiselle volviera y me encontrara mirando el correo ajeno—, y luego abrí a toda prisa y sin usar el abrecartas el sobre escrito a mano que desde hacía un par de días había estado en distintos lugares de mi casa y cuyo contenido había leído una y otra vez.

París, noviembre de 20**

Estimado Robert Miller:

Esta noche me ha quitado usted el sueño y quiero darle las gracias por ello. Acabo de leer su libro
La sonrisa de las mujeres
. ¿Qué digo leer? He devorado esa novela tan maravillosa que cayó en mis manos por casualidad ayer por la tarde (se puede decir que cuando huía de la policía) en una pequeña librería. Con esto quiero decir que no buscaba su libro. Mi gran pasión es la cocina, no la lectura. Normalmente. Pero su libro me ha encantado, me ha entusiasmado, me ha hecho reír, y es sencillo y está lleno de sabiduría al mismo tiempo. En una palabra: su libro me hizo feliz un día en el que yo me sentía más desgraciada que nunca (penas de amor, visión pesimista de la vida), y el hecho de que yo encontrara su libro justo en ese momento (¿o fue su libro el que me encontró a mí?) fue para mí una suerte.

Es posible que todo esto le resulte muy extraño, pero cuando leí la primera frase supe que esa novela iba a significar mucho para mí. No creo en las casualidades.

Estimado monsieur Miller, antes de que piense que soy una loca debe saber un par de cosas.

El Temps des Cerises que aparece varias veces en su libro y que usted describe con tanto cariño es mi restaurante. Y su Sophie soy yo. La similitud es sorprendente, y si observa la foto que le adjunto entenderá a qué me refiero.

No sé cómo encaja todo esto, pero me pregunto si nos hemos visto alguna vez. No lo recuerdo. Usted es un escritor inglés de éxito, yo una cocinera francesa de un restaurante no muy conocido de París. ¿Dónde han podido cruzarse nuestros caminos?

Como podrá comprender, todas estas «casualidades», que de algún modo no pueden ser tales, no me dejan tranquila.

Le escribo con la esperanza de que usted pueda darme alguna explicación. Por desgracia, no tengo su dirección y sólo puedo ponerme en contacto con usted a través de la editorial. Para mí sería un honor poder invitar a una comida preparada por mí en Le Temps des Cerises al hombre que escribe libros así y al que considero que debo tanto.

Según deduzco de la reseña sobre usted que aparece en el libro (y también de su novela), usted adora París, y he pensado que a lo mejor viene por aquí con frecuencia. Me encantaría que pudiéramos conocernos personalmente. Y a lo mejor se desvelaban así algunos enigmas.

Supongo que desde que ha aparecido su libro recibirá muchas cartas de admiración y que no tendrá tiempo de contestar a todos sus lectores. Pero yo no soy un lector cualquiera, en eso tiene que creerme.
La sonrisa de las mujeres
ha sido un libro muy especial para mí en todos los sentidos. Y es una mezcla de profunda gratitud, gran admiración e impaciente curiosidad lo que me ha hecho escribirle esta carta. Me alegraría mucho recibir una respuesta por su parte, y me encantaría que aceptara la invitación a cenar en Le Temps des Cerises.

Con mis más cordiales saludos,

Aurélie Bredin

PS: Es la primera vez que escribo a un autor. Y tampoco suelo invitar a desconocidos a comer, pero creo que mi carta estará en buenas manos con usted, a quien considero todo un gentleman inglés.

Tras leer la carta por primera vez me dejé caer en la silla de madame Petit y me fumé otro cigarrillo.

Tengo que admitir que si yo hubiera sido Robert Miller, me habría considerado un hombre afortunado. No habría dudado un segundo y habría contestado a esa carta, que era mucho más que la carta de un lector convencional. ¡Ay! Habría dejado con gusto que esa bella cocinera me invitara en su pequeño restaurante a una
diner à deux
privada (la invitación sonaba tentadora) y tal vez a algo más (que imaginaba aún más tentador).

Pero yo era sólo André Chabanais, un editor normal que
hacía
que era Robert Miller, ese magnífico, divertido y a la vez serio escritor que llegaba al corazón de mujeres bellas y desgraciadas.

Di una calada al cigarrillo y observé con detenimiento la foto que Aurélie Bredin había adjuntado. En ella llevaba el mismo vestido verde (era evidente que se trataba de uno de sus vestidos favoritos), su pelo suelto caía sobre los hombros y sonreía con cariño a la cámara.

Y tampoco entonces iba dirigida a mí esa sonrisa. Cuando se hizo esa foto ella estaba sonriendo a alguien, probablemente al tipo que más tarde le rompió el corazón (penas de amor, visión pesimista de la vida). Y cuando la había metido en el sobre lo había hecho para sonreír así a Robert Miller. Si hubiera sabido que iba a ser yo (y no su
gentleman
inglés) el que iba a abrir la carta, no habría mostrado una sonrisa tan encantadora, de eso estaba seguro.

Apagué el cigarrillo, tiré la colilla a la papelera y guardé la carta con el sobre en mi cartera.

Cuando por fin abandoné la editorial después de un día tan lleno de acontecimientos, ya se dirigían hacia mi despacho, riendo y parloteando, las mujeres filipinas que por las noches limpiaban las oficinas y se llevaban los residuos.

—¡Oooh, missiu Sabanais, tlabaja siemple tanto! —exclamaron alegres, y asintieron con gesto apenado. Yo también asentí, si bien más distraído que alegre. Ya era hora de llegar a casa. Hacía frío, pero no llovía, cuando bajé por la Rue Bonaparte preguntándome por qué huiría mademoiselle Bredin de la policía. No parecía una de esas personas que roban una camiseta en Monoprix. ¿Y qué significaba en ese contexto ese «se puede decir»? ¿Habría defraudado a Hacienda la propietaria de Le Temps des Cerises? ¿O es que el policía del que escapaba cuando se escondió en la librería era su novio, un tipo violento con el que había discutido y que la perseguía?

Pero la pregunta más importante me la hice cuando introduje el código con el que se abría el portal de la Rue des Beaux-Arts por el que se accedía a mi vivienda.

¿Cómo se conquistaba el corazón de una mujer a la que se le había metido en la cabeza conocer a un hombre al que admiraba y al que pensaba que le había unido el destino? Un hombre que —ironías de ese mismo destino— ni siquiera existía. Un ser creado por dos imaginativos aprendices de brujo que se creían muy listos y que trabajaban en un sector que vendía sueños.

Si hubiera leído esa historia en una novela, me habría parecido muy divertida. Pero cuando se tenía que representar el curioso papel protagonista en aquel asunto la cosa ya no tenía tanta gracia.

Abrí la puerta de mi casa y encendí la luz. Lo que necesitaba era una idea genial (que, por desgracia, no tenía todavía). Aunque una cosa sí sabía: Robert Miller, ese perfecto
gentleman
inglés con su ridículo
cottage
que escribía tan bien, no cenaría jamás con Aurélie Bredin. Pero tal vez sí lo hiciera, si lo organizaba bien, el francés mucho más elegante André Chabanais con su vivienda alquilada en la Rue des Beaux-Arts.

Ese elegante francés escuchaba pocos minutos más tarde su contestador automático, en el que encontró los reproches de su madre, que le pedía que se pusiera de una vez al aparato.

—¿André? Sé perfectamente que estás en casa,
mon petit chou
. ¿Por qué no contestas? ¿Vas a venir a comer el domingo? Podías ocuparte alguna vez de tu anciana madre, me aburro, ¿qué voy a hacer todo el día? No voy a estar siempre leyendo libros —lloriqueaba, y yo busqué nervioso el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta.

Luego se oyó la voz de Adam.

—¡
Hi
, Andy, soy yo! ¿Todo bien? Mi hermano está en un congreso en Sant Angelo y no vuelve hasta el domingo por la tarde. Ja, ja, ja, cómo se lo pasan estos médicos, ¿verdad?

Se reía con toda tranquilidad, y yo me pregunté si acaso no se daba cuenta de que el tiempo corría. ¿Es que su hermano no tenía móvil? ¿Es que no había teléfonos en ese Sant'Angelo (dondequiera que estuviese)? ¿Qué estaba pasando?

—He pensado que será mejor que llame a Sam cuando vuelva a casa y tenga la cabeza despejada —añadió Adam—.
Anyway
, te llamaré cuando haya hablado con Sam, el fin de semana vamos a estar con unos amigos en Brighton, pero puedes llamarme al móvil cuando quieras.

—¡Sí, sí, claro, puedo llamarte al móvil cuando quiera! —Y encendí otro cigarrillo.

—Bueno, cuídate. ¡Ah, André! —Alcé la cabeza—. Y no temas, amigo. Llevaremos a Sam a París.

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