La sonrisa de las mujeres (27 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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Cogió su ropa y me miró con cara de pena.

—Por favor, dame una oportunidad, Aurélie. —Dio un paso hacia mí con cautela e intentó abrazarme. Me volví y crucé los brazos—. Ayer… fue… fue lo más bonito que he vivido jamás —dijo con voz insinuante.

Noté que se me saltaban las lágrimas.


C'est fini!
—solté con rabia—. ¡Se acabó! Se acabó antes de empezar. Mejor así. ¡No me gusta vivir con mentirosos!

—Es que no te he mentido de verdad —dijo entonces.

—¿Cómo se puede no mentir
de verdad
? ¡Es ridículo! —exclamé furiosa. Era evidente que se le acababa de ocurrir una nueva táctica.

André se situó ante mí con su toalla gris.

—Yo soy Robert Miller —dijo angustiado.

Me eché a reír y mi voz sonó muy chillona incluso para mis oídos. Luego le miré de arriba abajo antes de decir:

—¿Me has tomado por una imbécil? ¿

eres Robert Miller? Ya he oído muchas cosas, pero esta mentira tan descarada es ya lo último que me faltaba por escuchar. Esto es cada vez más absurdo. —Apoyé las manos en las caderas—. Tienes mala suerte, porque yo he visto a Robert, al
auténtico
Robert Miller, en la lectura. He leído su entrevista en
Le Figaro
. ¡Pero tú eres Robert Miller, claro! —Me salió un gallo—. ¿Sabes lo que eres, André Chabanais? ¡Eres sencillamente
ridículo
! No le llegas a ese Miller ni a la suela del zapato, ésa es la verdad. ¡Y ahora vete! ¡No quiero seguir escuchándote, cada vez lo estropeas más!

—Pero, entiéndelo… Robert Miller no
es
Robert Miller —gritó—. ¡Ese era… ése era… un dentista!

—¡Fuera! —grité, tapándome los oídos—. Desaparece de mi vida, André Chabanais. ¡Te odio!

Cuando André Chabanais hubo abandonado la casa sin decir una sola palabra más y con el rostro enrojecido, me derrumbé llorando sobre la cama. Una hora antes había sido la persona más feliz de París, una hora antes pensaba que estaba en el comienzo de algo maravilloso… y ahora todo había tomado un giro desastroso.

Vi las dos tazas de café llenas en mi mesilla y rompí a llorar de nuevo. ¿Es que era mi destino que me mintieran? ¿Tenía que acabar mi felicidad siempre en una mentira?

Me quedé mirando el patio. En cualquier caso, el cupo de hombres que me habían mentido estaba ya cubierto.

Solté un profundo sollozo. Veía ante mí una larga vida en soledad. Si la cosa seguía así, acabaría siendo una vieja amargada que pasea por los cementerios y planta flores en las tumbas. Pero no estaría de tan buen humor como la señora Dinsmore.

De pronto, nos vi a los tres sentados en La Coupole, el día del cumpleaños de la señora Dinsmore, y la oí decir muy contenta: «Niñita, éste es el hombre perfecto».

Me dejé caer sobre los almohadones y seguí llorando. Una idea triste seguía a otra, y me acordé de que pronto era Navidad. Iban a ser las Navidades más tristes de mi vida. La aguja del pequeño reloj que tenía en la mesilla avanzó y mi corazón se sintió de pronto muy viejo.

En algún momento me puse de pie y llevé las tazas a la cocina. Rocé las notas de la pared y un papel cayó al suelo.

«La pena es un sitio donde llueve y llueve y nunca crece nada», ponía en la hoja. Era una verdad indiscutible. Todas mis lágrimas no iban a hacer que todo aquel asunto no hubiera sucedido. Cogí el trozo de papel y volví a pegarlo en la pared.

Y luego llamé a Jacquie para decirle que mi corazón había sufrido un atentado y que me iría con él al mar en las vacaciones de Navidad.

16

Cuando alguien llamó vacilante a la puerta y entró mademoiselle Mirabeau, yo estaba, como casi siempre durante los últimos días, inclinado sobre mi mesa y con la cabeza apoyada en las manos.

Desde mi poco honrosa salida de la casa de Aurélie Bredin me sentía desconcertado. Me fui a casa tambaleándome, me puse delante del espejo del cuarto de baño y me regañé a mí mismo por ser un idiota que lo había fastidiado todo. Intenté varias veces llamar a Aurélie, pero en su casa saltaba el contestador y en el restaurante contestaba siempre otra mujer que me repetía como un robot que mademoiselle Bredin no quería hablar conmigo.

Una vez contestó un hombre (creo que se trataba de ese brusco cocinero) y gruñó en el auricular que si no dejaba de molestar a mademoiselle Aurélie él se pasaría por la editorial para tener el inmenso placer de darme una paliza.

Envié tres emails a Aurélie y finalmente recibí una breve respuesta en la que decía que podía ahorrarme el esfuerzo de escribirle más mensajes porque iba a eliminarlos todos sin abrirlos.

Esos días previos a la Navidad me encontraba tan desesperado como sólo un hombre puede estarlo. Al parecer había perdido a Aurélie para siempre, ni siquiera me había quedado con su foto, y la última mirada que me había lanzado había estado tan llena de desprecio que me daban escalofríos por la espalda sólo de recordarla.

—¿Monsieur Chabanais?

Cansado, levanté la cabeza y miré a mademoiselle Mirabeau.

—Voy a por un sándwich… ¿quiere que le traiga algo?

—No, no tengo hambre.

Florence Mirabeau se acercó un poco más.

—¿Monsieur Chabanais?

—¿Sí? ¿Qué pasa?

Me miró con su pequeña cara de mimosa.

—Tiene usted un aspecto horrible, monsieur Chabanais —dijo, y enseguida añadió—: Por favor, discúlpeme que se lo diga. Venga, tómese un sándwich, hágame ese favor.

Solté un fuerte suspiro.

—Está bien, está bien.

—¿Pollo, jamón o atún?

—Me da igual. Tráigame lo que sea.

Media hora más tarde apareció con una
baguette
de atún y un
juis d'orange
recién hecho y los dejó sobre mi mesa sin decir nada.

—¿Va a venir esta noche a la fiesta de Navidad? —preguntó luego.

Era viernes, el martes siguiente era Nochebuena y Éditions Opale cerraba a partir de la semana siguiente hasta Año Nuevo. En los últimos años se había implantado la costumbre de que el último día de trabajo toda la editorial iba a la Brasserie Lipp para despedir el año como es debido. Era siempre una celebración muy divertida en la que se comía, reía y hablaba mucho. Yo no me sentía en condiciones de enfrentarme a tanto buen humor.

Sacudí la cabeza.

—Lo siento, no voy a ir.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Es por su madre? Se ha roto la pierna, ¿verdad?

—No, no —contesté. ¿Para qué iba a mentir? En las últimas semanas había mentido tanto que se me habían quitado las ganas de volver a hacerlo.

Hacía cinco días que
maman
había vuelto a su casa en Neuilly, se movía a toda prisa de un lado a otro con sus muletas y planeaba
le réveillon de Noel
, la cena de Nochebuena.

—Lo de la pierna rota ya está superado.

—Pero… ¿qué es entonces? —insistió mademoiselle Mirabeau.

La miré.

—He cometido un error imperdonable —dije, poniéndome la mano en el pecho—. Y ahora… ¿cómo lo diría…? Creo que tengo el corazón partido. —Intenté sonreír, pero desde luego no sonó como mi mejor chiste.

—¡Oh! —dijo. Sentí su compasión como una ola cálida que cruzaba la habitación. Y luego dijo algo que se me quedó en la cabeza después de que cerrara la puerta con delicadeza a sus espaldas—: Cuando se sabe que se ha cometido un error, lo mejor es corregirlo cuanto antes.

No era frecuente que el director de la editorial apareciera en los despachos de sus colaboradores, pero cuando lo hacía uno podía estar seguro de que era por algo importante. Una hora después de que Florence Mirabeau saliera por la puerta, Jean-Paul Monsignac entró en mi despacho y se dejó caer con gran estruendo en la silla que estaba delante de mi mesa.

Sus ojos azules me lanzaron una penetrante mirada.

—¿Qué significa eso, André? Acabo de enterarme de que no va a ir a la fiesta de Navidad.

Me revolví incómodo en mi silla.

—Eh… no —contesté.

—¿Se puede saber por qué? —La cena de Navidad en Lipp era para Monsignac sagrada, y esperaba ver en ella a todas sus ovejitas.

—Bueno, yo… simplemente no me encuentro bien, para ser sincero.

—Mi querido André, no soy idiota. Quiero decir que cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que no está bien. No vino a la reunión de la editorial, que era a las once, no menciona ningún motivo y al día siguiente aparece aquí con cara fúnebre y apenas sale de su cueva. ¿Qué es lo que pasa? No le reconozco. —Monsignac me miró pensativo.

Me encogí de hombros y guardé silencio. ¿Qué podía decirle? Si le contaba la verdad, tendría más problemas.

—Puede contármelo todo, André, ya lo sabe.

Esbocé una sonrisa forzada.

—Muy amable por su parte, monsieur Monsignac, pero me temo que precisamente con usted no puedo hablar de ello.

Se reclinó hacia atrás muy sorprendido, cruzó una pierna sobre la otra y se agarró con las dos manos el tobillo enfundado en un calcetín azul oscuro.

—Ahora me pica la curiosidad. ¿Por qué no puede hablar conmigo de ello? ¡Qué tontería!

Miré por la ventana, la punta de la torre de la iglesia de Saint-Germain taladraba el cielo teñido de rosa.

—Porque entonces probablemente perdería mi trabajo —dije con tono fúnebre.

Monsignac se echó a reír.

—Pero mi querido André, ¿qué es eso tan terrible que ha hecho usted? ¿Ha robado una cuchara de plata? ¿Ha metido la mano debajo de la falda de alguna compañera? ¿Se ha quedado con algún dinero? —Se balanceó en la silla.

Y entonces pensé en las palabras de mademoiselle Mirabeau y decidí acabar con todo aquello.

—Se trata de Robert Miller. En todo este asunto… no he sido muy honesto con usted, monsieur Monsignac.

Se inclinó hacia delante con curiosidad.

—¿Sí? ¿Qué pasa con ese Miller? —preguntó—. ¿Hay problemas con el inglés? ¡Venga, diga!

Tragué saliva. No resultaba fácil decir la verdad.

—La lectura fue grandiosa.
Mon Dieu
, se me saltaban las lágrimas de la risa —prosiguió Monsignac—. ¿Qué pasa con ese tipo? Quería entregarnos pronto su siguiente novela.

Solté un gemido apagado y me tapé la cara con las manos.

—¿Qué pasa? —insistió Monsignac, alarmado—. André, no sea tan melodramático y dígame simplemente lo que ocurre. Miller seguirá escribiendo para nosotros… ¿o es que ha habido problemas entre ustedes dos? ¿Se han peleado?

Sacudí la cabeza de forma casi imperceptible.

—¿Lo ha fichado otra editorial?

Cogí aire y miré a monsieur Monsignac a los ojos.

—¿Me promete que no va a perder los estribos y se va a poner a gritar?

—Sí, sí… ¡pero hable ya de una vez!

—No va a haber ninguna otra novela de Robert Miller —solté, e hice una pequeña pausa—. Por la sencilla razón de que no existe ningún Robert Miller.

Monsignac me miró sin entender nada.

—Ahora sí que está usted diciendo tonterías, André. ¿Qué pasa? ¿Tiene usted fiebre? ¿Ha perdido el juicio? Robert Miller ha estado en París, ¿es que no se acuerda?

Asentí.

—Ése es el asunto. Ese hombre de la lectura no era Robert Miller. Era un dentista que se hizo pasar por Robert Miller para hacernos un favor a nosotros.


¿A nosotros?

—Bueno, sí, a Adam Goldberg y a mí. Se llama Sam Goldberg y no vive solo en un
cottage
con su perro, sino con su mujer y sus hijos en Devonshire. Tiene tan poco que ver con los libros como yo con los empastes de oro. Fue todo una farsa, ¿entiende? Para que no se descubriera el pastel.

—Pero… —Los ojos azules de Monsignac se movían inquietos—. ¿Quién ha escrito realmente el libro?

—Yo.

Y Jean-Paul Monsignac se puso a gritar.

Lo malo de monsieur Monsignac es que se convierte en una fuerza de la naturaleza cuando se altera.

—¡Pero eso es horrible! ¡Usted me ha engañado, André! Yo he confiado en usted y habría puesto la mano en el fuego por su honestidad. Me ha mentido y eso va a tener sus consecuencias. ¡Está usted despedido! —gritó, y se levantó de un salto de la silla.

Lo bueno de monsieur Monsignac es que se calma a la misma velocidad a la que se enfada y que tiene un gran sentido del humor.

—¡Increíble! —dijo después de diez minutos en los que yo ya me vi como un editor sin trabajo al que todo el sector señalaba con el dedo—. Increíble lo que han montado entre los dos. Han engañado ustedes a toda la prensa. Un buen golpe, eso hay que reconocerlo. —Sacudió la cabeza y de pronto se echó a reír—. Le confesaré que me sorprendió que Miller dijera en la lectura que el protagonista de su siguiente novela era un
dentista
. ¿Por qué no me dijo usted desde el principio que estaba detrás de todo el asunto, André? Dios mío, no sabía que escribiera usted tan bien. Escribe
realmente
bien —repitió otra vez, y se pasó la mano por el pelo gris.

—Fue una idea tan espontánea… Usted quería un Stephen Clarke, ¿recuerda? Y en ese momento no había ningún inglés que escribiera algo divertido sobre París. Tampoco queríamos perjudicarle a usted o a la editorial. Ya sabe que la cantidad que se ofreció por esa novela fue muy modesta. Se ha recuperado hace tiempo.

Monsignac asintió.

—Ninguno de los dos podía imaginar que el libro iba a ir tan bien como para que alguien se interesara por el
autor
—proseguí.


Bon
—dijo Monsignac, que durante todo ese tiempo había estado yendo de un lado a otro de mi despacho, y se volvió a sentar—. Esto ya está aclarado. Y ahora vamos a hablar de hombre a hombre. —Cruzó los brazos delante del pecho y me miró con gesto grave—. Retiro lo del despido, André. Pero como castigo vendrá usted hoy a la Brasserie Lipp, ¿entendido?

Asentí con alivio.

—Y ahora quiero que me explique qué tiene que ver todo este lío con su corazón roto. Mademoiselle Mirabeau está muy preocupada. Y yo, por mi parte, tengo la sensación de que ahora vamos a llegar al meollo de la cuestión.

Se reclinó cómodamente en su silla, se encendió un cigarrillo y esperó.

Fue una historia muy larga. Afuera ya se encendían las primeras farolas cuando por fin dejé de hablar.

—Ya no sé qué debo hacer, monsieur Monsignac —concluí con gran tristeza—. ¡Por fin encuentro a la mujer que había estado buscando y ahora ella me
odia
! Y aunque pudiera demostrarle que no existe ningún autor llamado Robert Miller, creo que no serviría de nada. Está tan terriblemente enfadada conmigo… tan herida en sus sentimientos… No me va a perdonar esto nunca…

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