Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
En general, las condiciones no propiciaban el crecimiento de árboles con sus sistemas de raíces más profundos, salvo en ciertos lugares. En los sitios resguardados de los vientos más fríos y las peores heladas, el mantillo podía fundirse a más de un metro, y eso bastaba para que los árboles arraigasen. A menudo crecían bosques en galería a orillas de los ríos, saturadas de agua.
El Valle del Río del Bosque era una de esas excepciones. Poseía relativa abundancia de coníferas, caducifolios y arbustos, incluidos diversos árboles frutales. Era una fuente de recursos extraordinariamente rica. Proporcionaba un sinfín de materiales, sobre todo leña, a aquellos que vivían lo bastante cerca para beneficiarse, pero no era un bosque espeso. Parecía más bien un estrecho valle arbolado con praderas abiertas y encantadores claros entre zonas boscosas más densas.
El gran grupo viajó hacia el noroeste por el Valle del Río del Bosque durante unos diez kilómetros de pendiente suave, un inicio agradable para la caminata. Al llegar a un afluente que descendía en cascada por una ladera a la izquierda, Manvelar se detuvo. Era el momento de hacer un alto y permitir que los rezagados los alcanzaran. Casi todos encendieron pequeñas fogatas para preparar infusiones; los padres dieron de comer a los niños y tomaron un tentempié recurriendo a la comida reservada para el viaje: tiras de carne desecada, fruta o frutos secos de la cosecha del año anterior. Algunos comieron las tortas especiales de viaje que llevaban en su mayoría, una mezcla de grasa y carne seca picada, con bayas desecadas o pequeños trozos de cualquier otra fruta, en forma de empanada o torta envuelta en hojas comestibles. Eran un alimento altamente energético y saciaban, pero como su preparación exigía cierto esfuerzo mucha gente las reservaba para más tarde, cuando tuviera que cubrir grandes distancias en poco tiempo o anduviera al acecho de la caza y no pudiera encender fuego.
—Aquí nos desviamos —anunció Manvelar—. En adelante basta con seguir hacia el oeste, y cuando lleguemos al Río Oeste, deberíamos estar ya cerca de la Vigésimo sexta Caverna y las tierras de aluvión, que es donde se celebrará la Reunión de Verano. —Estaba sentado con Joharran y unas cuantas personas más. Contemplaban los montes de la orilla occidental y el turbulento afluente que descendía por la ladera.
—¿Acampamos aquí para pasar la noche? —preguntó Joharran, y alzó la vista hacia el sol para comprobar el punto que había alcanzado en su trayectoria celeste—. Es un poco temprano, pero esta mañana hemos salido tarde y eso parece una subida empinada. Puede que la afrontemos más fácilmente después de una noche de descanso. —Temía que el esfuerzo fuese excesivo para algunos.
—Sólo hay que ascender unos kilómetros. Luego, a cierta altura, el terreno se nivela más o menos —explicó Manvelar—. Normalmente intento subir a lo alto primero, y allí paro y planto el campamento para la noche.
—Puede que tengas razón —convino Joharran—. Es mejor dejar esto atrás y empezar frescos por la mañana, pero para algunos la cuesta puede ser más difícil que para otros.
Miró fijamente a su hermano y luego lanzó una ojeada a su madre, que acababa de llegar y parecía alegrarse de poder tomar asiento y reposar. Joharran había advertido que a Marthona le estaba representando un esfuerzo mayor que de costumbre.
Jondalar captó la señal tácita y se volvió hacia Ayla.
—¿Y si nos quedamos atrás y cerramos la marcha, para guiar a los rezagados? —Señaló a unos cuantos más que seguían llegando.
—Sí, buena idea. Además, los caballos preferirán ir detrás —dijo ella. Cogió a Jonayla y le dio unas palmadas en la espalda. La niña acababa de mamar, pero parecía querer entretenerse en el pecho de su madre. Estaba despierta y muy animada, y se rio al ver a Lobo, que casualmente estaba detrás de ellas. El animal se acercó y le lamió la cara y la leche que le goteaba de la barbilla, con lo que la niña se rio aún más. Ayla también había advertido la señal entre Jondalar y Joharran, y al igual que este, había reparado en que Marthona parecía caminar más despacio conforme avanzaba el día. Había notado asimismo que la Zelandoni, que acababa de llegar, también se rezagaba, pero no sabía con certeza si se debía al cansancio, o si había aflojado el paso para acompañar a Marthona.
—¿Hay agua caliente para preparar una infusión? —preguntó la Zelandoni cuando llegó junto a ellos, a la vez que sacaba la bolsa en la que guardaba sus medicinas—. ¿Has tomado ya algo, Marthona? —Antes de que la mujer negara con la cabeza, la donier prosiguió—: Prepararé una para las dos.
Ayla las observó atentamente y enseguida comprendió que la Zelandoni se había dado cuenta de los apuros de Marthona en la caminata y quería prepararle una infusión medicinal. Marthona lo sabía también. Muchos parecían preocupados por ella, pero se lo reservaban para sí. Sin embargo, por más que trataran de quitarle importancia, Ayla advertía que la inquietud de todos ellos era real. Decidió acercarse a ver qué preparaba la Zelandoni.
—Jondalar, ¿puedes ocuparte de Jonayla? Ya ha comido, y ahora está muy despierta y quiere jugar —dijo Ayla, entregándole a la niña.
Jonayla agitó los brazos y sonrió a Jondalar, que le devolvió la sonrisa al cogerla en brazos. Saltaba a la vista que adoraba a la niña, esa hija de su hogar. Nunca parecía molestarle cuidar de ella. En opinión de Ayla, tenía más paciencia con la pequeña que ella misma. El propio Jondalar estaba un poco sorprendido por la intensidad de su sentimiento hacia la pequeña, y se preguntaba si acaso eso se debía a que durante un tiempo había dudado que llegase a haber un niño en su hogar. Temía haber ofendido a la Gran Madre Tierra cuando, de joven, deseó emparejarse con su mujer-donii, y no sabía si Ella algún día elegiría una porción de su espíritu para mezclarlo con el espíritu de una mujer y crear una vida nueva.
Eso era lo que le habían enseñado. La vida se creaba al mezclarse el espíritu de una mujer y el de un hombre con la ayuda de la Madre, y la mayoría de la gente que conocía, incluidos aquellos con quienes se había tropezado en su viaje, creían en esencia lo mismo… excepto Ayla. Esta tenía una idea muy distinta de cómo se originaba una nueva vida. Estaba convencida de que no se reducía a una mezcla de espíritus. Le había dicho a Jondalar que no era sólo su espíritu lo que se había combinado con el de ella para crear a esa nueva persona, sino también su esencia al compartir los placeres. Sostenía que Jonayla era hija de él tanto como de ella, y él deseaba creerlo. Quería que esa niña fuese tan suya como de Ayla, pero no tenía la certeza total.
Sabía que Ayla había llegado a esa convicción cuando vivía con el clan, pese a que tampoco estos la compartían. Ayla le había contado que, según ellos, eran los espíritus totémicos la causa de que empezara a crecer una vida nueva dentro de una mujer, algo así como que el espíritu del tótem masculino se imponía al del tótem femenino. Entre todas las personas a quienes Jondalar conocía, Ayla era la única que pensaba que no sólo los espíritus daban inicio a una nueva vida. Y Ayla era acólita, en su etapa de adiestramiento para convertirse en Zelandoni, y correspondía a los zelandonia explicar cómo era Doni, la Gran Madre Tierra, a Sus hijos. Jondalar se preguntaba qué pasaría cuando llegara el momento en que Ayla tuviera que explicar a la gente cómo empezaba una nueva vida. ¿Diría que la Madre elegía al espíritu de un hombre en particular para combinarlo con el espíritu de una mujer, tal como hacían los otros zelandonia? ¿O insistiría en que lo que se combinaba era la esencia del hombre? ¿Y qué opinarían los zelandonia al respecto?
Cuando Ayla se acercó a las dos mujeres, vio a la Zelandoni hurgar en su bolsa de hierbas medicinales, y a Marthona sentada en un tronco a la sombra de un árbol, cerca del Río del Bosque. Ciertamente la madre de Jondalar parecía cansada, aunque Ayla tuvo la impresión de que procuraba llevarlo de manera discreta. Sonreía y charlaba con otras personas, pero se notaba que de buena gana habría cerrado los ojos para descansar.
Después de saludar a Marthona y los demás, Ayla se acercó a La Que Era la Primera.
—¿Tienes todo lo que te hace falta? —preguntó en voz baja.
—Sí, aunque me habría gustado disponer del tiempo necesario para elaborar debidamente una mezcla de dedalera fresca. No me queda más remedio que utilizar el preparado seco que llevo encima —contestó la mujer.
Ayla advirtió que Marthona tenía las piernas un poco hinchadas.
—Necesita descansar, ¿verdad? Y no andar conversando con esa gente que sólo quiere ser amable —dijo Ayla—. Hay que darles a entender que deben dejar a Marthona tranquila un rato, sin avergonzarla, y esas cosas a ti se te dan mejor que a mí. No quiere que los demás sepan lo cansada que está, creo. ¿Por qué no me explicas cómo prepararle la infusión?
La Zelandoni sonrió y, en voz casi inaudible, respondió:
—Muy perspicaz por tu parte, Ayla. Esos son amigos de la Tercera Caverna a quienes ella no veía desde hacía tiempo.
A continuación le indicó rápidamente cómo preparar la infusión y se acercó a los amigos en plena charla.
Ayla se concentró en las instrucciones recibidas, y cuando alzó la vista, vio que la Zelandoni se marchaba con los amigos de Marthona, y esta cerraba los ojos. Ayla movió la cabeza en un gesto de asentimiento y pensó: «Eso disuadirá a los demás de acercarse a hablar». Esperó un rato a que se enfriara la bebida caliente, y justo cuando se la llevaba a Marthona, la Zelandoni regresó. Las dos permanecieron cerca de la antigua jefa de la Novena Caverna, dando la espalda intencionadamente a todos los demás mientras ella tomaba su infusión para impedir que la vieran quienes pasaban por su lado. Fuera cual fuese el contenido del brebaje de la Zelandoni, al cabo de un rato pareció surtir efecto, y Ayla pensó preguntarle a la donier al respecto más tarde.
Cuando Manvelar reanudó la marcha, iniciando el ascenso de la cuesta, la Zelandoni lo siguió, pero Ayla se quedó junto a Marthona. Willamar se había reunido con ellas, y estaba sentado al otro lado de su compañera.
—¿Por qué no esperas con nosotros y dejas que Folara vaya con los demás? —propuso Ayla—. Jondalar se ha ofrecido a quedarse en la cola, para asegurarse de que todos toman la dirección adecuada. Proleva ha prometido guardarnos algo de comer para cuando lleguemos al campamento.
—De acuerdo —contestó Willamar sin la menor vacilación—. Manvelar ha dicho que a partir de aquí iremos derechos hacia el oeste durante varios días. El número de días dependerá del paso al que vayamos. No hay ninguna prisa. Pero no está de más que alguien se quede atrás por si alguien se hace daño o tiene algún problema y se rezaga.
—O por si tiene que esperar a una vieja lenta —añadió Marthona—. Quizá llegue un día en que no sea capaz de ir a las Reuniones de Verano.
—Nos ocurrirá a todos nosotros —repuso Willamar—. Pero ese día aún no ha llegado, Marthona.
—Willamar tiene razón —convino Jondalar, sosteniendo en un brazo a la niña dormida. Venía de indicar la dirección correcta a una familia con varios niños pequeños. Lo seguía el lobo, que vigilaba a Jonayla—. Si tardamos un poco más en llegar, no importa. No seremos los únicos. —Señaló a la familia que iniciaba el ascenso—. Y cuando lleguemos, la gente seguirá interesada en oír tus opiniones y consejos, madre.
—Jondalar, ¿quieres que ponga ya a Jonayla en la manta de acarreo? —preguntó Ayla—. Parece que somos los últimos.
—No me importa llevarla, y se la ve cómoda. Está profundamente dormida, pero debemos buscar un camino fácil para llegar con los caballos a lo alto de esa cascada —dijo él.
—Eso mismo busco yo: un camino fácil. Quizá debería seguir a vuestros caballos —dijo Marthona, no del todo en broma.
—El problema no es tanto los caballos, que están más que capacitados para subir cuestas, como llegar allí arriba con las pesadas angarillas y la carga en los lomos —señaló Ayla—. Yo diría que tenemos que subir en zigzag, trazando amplios giros para facilitar el arrastre de las varas.
—O sea que quieres un camino fácil con poca pendiente —dedujo Willamar—. Como Marthona ha dicho, eso mismo queremos nosotros. Si no me equivoco, creo haber visto una subida más suave viniendo hacia aquí. Ayla, ¿qué te parece si retrocedemos un poco para ver si la encontramos?
—Como Jondalar está tan a gusto con la niña en brazos, puede quedarse y hacerme compañía —añadió Marthona.
«Y cuidar de ella», pensó Ayla mientras Willamar y ella se ponían en marcha. «No me gusta la idea de que espere sola. Hay muchos animales que podrían acercarse y considerarla una presa: leones, osos, hienas y a saber qué más.» Lobo, que descansaba en el suelo con la cabeza entra las patas, se levantó y pareció inquieto al ver que Jonayla se quedaba y Ayla se disponía a irse.
—¡Lobo, quédate! —indicó ella, reforzando la orden con un gesto—. Quédate con Jondalar y Jonayla, y con Marthona. —El lobo volvió a tenderse, pero mantuvo la cabeza en alto y las orejas aguzadas, atento a cualquier otra palabra o señal que ella pudiera dirigirle mientras se alejaba con Willamar.
—Si no hubiésemos cargado tanto a los caballos, Marthona podría subir a ese monte en la angarilla —comentó Ayla al cabo de un rato.
—Sólo si ella estuviese dispuesta —observó Willamar—. He notado algo interesante desde que llegaste con tus animales. Marthona no le tiene ningún miedo a ese lobo, que es un cazador poderoso y podría matarla fácilmente si quisiera, pero otra cosa son los caballos. No le gusta acercarse a ellos. Cazó caballos cuando era joven, pero los teme mucho más que al lobo, y eso que sólo comen hierba.
—Quizá sea porque no los conoce tan bien. Son más grandes y tienen un comportamiento asustadizo cuando están nerviosos o si algo los sobresalta —dijo Ayla—. Los caballos no entran en la morada. Quizá si Marthona pasase más tiempo con ellos, no la inquietarían tanto.
—Es posible, pero antes tuvieras que convencerla, y cuando se le mete en la cabeza que no quiere hacer algo, sabe muy bien cómo eludirlo y salirse con la suya sin que se note. Es una mujer muy obstinada.
—De eso no tengo la menor duda —coincidió Ayla.
Aunque no tardaron mucho, para cuando Ayla y Willamar volvieron, Jonayla, ya despierta, estaba en brazos de su abuela. Jondalar comprobaba la carga de los caballos y se cercioraba de que todo seguía bien sujeto.
—Hemos encontrado un sitio mejor por donde subir a ese monte. En algunos lugares es un poco escarpado, pero accesible —informó Willamar.