Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Sobre todo por la noche, para favorecer el sueño, pero si a eso se une cierto malestar de estómago, puede convenir más la verbena, una infusión con los tallos de las flores y las hojas —señaló la Primera.
—Yo también he dado verbena a personas convalecientes de largas enfermedades, pero no hay que administrarla a mujeres embarazadas. Puede provocar el parto, e incluso la subida de la leche. —Las dos mujeres callaron, se miraron y rieron. Luego Ayla añadió—: No sabes lo mucho que me alegro de tener a alguien con quien hablar de medicinas y sanación, alguien que sepa tanto.
—Es posible que tú sepas tanto como yo, Ayla, o en cierto modo más, y es un placer hablar y comparar ideas contigo. Espero que tengamos por delante muchos años de conversaciones así de gratificantes —dijo la Zelandoni. Después miró alrededor y señaló las pieles de dormir extendidas en el suelo—. Veo que estás preparándote para el viaje.
—Sólo estaba examinando las pieles de dormir para ver si necesitaban algún remiendo. Hace tiempo que no las usamos —explicó Ayla—. Van muy bien para viajar haga el tiempo que haga.
Las pieles de dormir se componían de varias pieles cosidas entre sí para formar una capa superior y otra inferior muy largas a fin de acomodar a Jondalar cuan largo era. Estaban unidas por los pies, y en los lados tenían dos hileras de ojales por las que se enhebraban sendos cordones de piel que permitían cerrar las pieles más o menos, o podían incluso retirarse del todo si hacía mucho calor. En su exterior, la capa de abajo estaba formada por gruesas pieles, para crear un colchón que aislaba de la dureza y el frío del suelo. Podían utilizarse distintas pieles, pero por lo general se confeccionaban con las de animales cazados en períodos fríos. En esas pieles de dormir en particular, Ayla había utilizado el pelaje de invierno del reno, en extremo denso y muy aislante. La capa superior era más ligera: había empleado las pieles estivales del megaceros, que eran de por sí grandes y por tanto no hacía falta coser apenas retazos. Si refrescaba, podía taparse con otra piel, y si el frío arreciaba, era posible revestirlo por dentro con varias pieles y cerrar bien los costados con los cordones.
—Creo que le sacarás provecho —dijo la Zelandoni, percibiendo claramente la versatilidad de aquellas pieles de dormir—. He venido a hablar contigo de la Reunión de Verano, o más bien de lo que vendrá después de la parte ceremonial. Quería sugerirte que te asegures de llevar el equipo de viaje adecuado y suficientes provisiones. Hay unos cuantos lugares sagrados en esa zona que debes visitar. Más adelante, dentro de unos años, te enseñaré otros lugares sagrados y te llevaré a conocer a algunos zelandonia de tierras más lejanas.
Ayla sonrió. Le gustaba la idea de ver sitios nuevos, siempre y cuando no estuviesen demasiado lejos. Ya había realizado viajes largos de sobra. De pronto se acordó de Whinney y Gris, y se le ocurrió una idea que quizá le facilitara el viaje a la Primera.
—Si usamos los caballos, podríamos viajar mucho más deprisa.
La mujer negó con la cabeza y tomó un sorbo de infusión.
—Me sería imposible subirme al lomo de un caballo, Ayla.
—No sería necesario. ¿Y si montaras en la angarilla, detrás de Whinney? Podemos prepararte un asiento cómodo ahí encima. —Había estado dándole vueltas a cómo transformar la angarilla a fin de utilizarla como medio de transporte de pasajeros, en especial de la Zelandoni.
—¿Cómo se te ocurre pensar que el caballo sería capaz de acarrear a alguien de mi tamaño en ese artefacto de arrastre?
—Whinney ha tirado de cargas mucho más pesadas que tú. Es un animal muy fuerte. Podría llevarte a ti y todos tus fardos de viaje, y las medicinas. De hecho, tenía intención de preguntarte si quieres que lleve tus medicinas junto con las mías a la Reunión de Verano —propuso Ayla—. No llevaremos pasajeros en el viaje hasta allí, ni siquiera montaremos nosotros mismos. Hemos prometido a varias personas que Whinney y Corredor cargarían con ciertas cosas en el traslado a la reunión. Joharran quería que arrastrásemos unos postes y más material de construcción para algunas moradas de verano de la Novena Caverna. Y Proleva quería saber si podíamos llevar algunos de sus grandes cestos de cocinar especiales, y cuencos y utensilios para servir en los banquetes y las comidas en comunidad. Y Jondalar quiere aligerar la carga de Marthona.
—Parece que vas a dar un buen uso a tus caballos —señaló la Primera, y tomó otro sorbo de infusión, trazando ya planes en su cabeza.
La Primera tenía previstos varios viajes para Ayla. Deseaba llevarla a conocer algunas de las cavernas de los zelandonii más alejadas y a visitar sus lugares sagrados, y tal vez incluso a presentarle a algunos de los vecinos de los zelandonii que vivían en las inmediaciones de su territorio. Pero la Zelandoni presentía que la joven, después de un viaje como el que había realizado para llegar hasta allí, quizá no tuviese especial interés en el largo recorrido que ella tenía en mente. En realidad no le había mencionado la Gira de la Donier que se esperaba de los acólitos.
Empezaba a pensar que tal vez debía acceder a dejarse arrastrar por los caballos a bordo de aquel artefacto; quizá eso animara a Ayla a llevar a cabo tal expedición. La corpulenta mujer no tenía el menor interés en ser llevada a rastras por un caballo, y debía admitir, para ser franca consigo misma, que en realidad la idea la asustaba, pero había afrontado temores peores en su vida. Conocía el efecto que ejercía en la gente el control de Ayla sobre los animales; se asustarían un poco y quedarían muy impresionados. Acaso algún día debiera comprobar qué tal se iba sentada en esa angarilla.
—Quizá en algún momento probemos a ver si tu Whinney puede tirar de mí —contestó la Zelandoni, y vio ensancharse una gran sonrisa en el rostro de la joven.
—Este es tan buen momento como cualquier otro —propuso Ayla, pensando que era mejor aprovechar el buen talante de la mujer antes de que cambiara de idea, y vio aparecer una expresión de asombro en el rostro de La Que Era la Primera.
Justo en ese momento se abrió la cortina que cubría la entrada y apareció Jondalar. Este advirtió la cara de asombro de la Zelandoni y se preguntó cuál sería la causa. Ayla se puso en pie, y ambos se saludaron con un ligero abrazo y un roce de mejillas, pero sus profundos sentimientos mutuos saltaban a la vista y no escaparon a la atención de su visitante. Jondalar lanzó un vistazo hacia el espacio del bebé y vio que dormía. A continuación se acercó a la mujer de mayor edad y la saludó de manera parecida, preguntándose aún qué la había desconcertado.
—Y Jondalar puede ayudarnos —añadió Ayla.
—Ayudaros ¿con qué? —quiso saber él.
—La Zelandoni hablaba de hacer algún viaje este verano para visitar otras cavernas, y yo he pensado que sería más fácil y rápido emplear los caballos.
—Probablemente sí. Pero ¿crees que la Zelandoni aprendería a montar? —preguntó Jondalar.
—No sería necesario. Podríamos instalar un asiento cómodo en la angarilla para ella, y Whinney la arrastraría —explicó Ayla.
Jondalar arrugó la frente mientras pensaba en ello y finalmente movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—No veo por qué no —dijo.
—La Zelandoni ha comentado que en algún momento podríamos comprobar si Whinney puede arrastrarla, y yo le he dicho que este es tan buen momento como cualquier otro.
La Zelandoni lanzó una mirada a Jondalar y percibió cierto regodeo en sus ojos; luego se volvió hacia Ayla e intentó buscar un pretexto para zafarse.
—Has dicho que tendríais que hacer un asiento. Todavía no está hecho, pues —adujo.
—Es verdad, pero tú creías que Whinney no podría tirar de ti, y para probar eso, no es necesario el asiento. Yo no tengo la menor duda, pero quizá a ti te tranquilice, y a nosotros nos permita buscar la manera de hacer el asiento —señaló Ayla.
La Zelandoni tuvo la sensación de haber caído en una trampa. En realidad no quería pasar por aquello, y menos en ese momento, pero ya no tenía escapatoria. De pronto se dio cuenta de que la culpable era ella, en su afán por arrastrar a Ayla a la Gira de la Donier. Lanzó un profundo suspiro.
—Pues quitémonoslo de encima cuanto antes —dijo.
Cuando vivía en su valle, Ayla encontró una manera de usar su caballo para transportar objetos de tamaño y peso considerables, como por ejemplo un animal recién cazado, o incluso, en una ocasión, a Jondalar, herido e inconsciente. Consistía en dos varas enganchadas a los hombros de Whinney con una especie de tira hecha de cordones de cuero que pasaba por delante del pecho de la yegua. Los extremos opuestos de las varas descansaban en el suelo por detrás del animal. Como sólo una pequeñísima superficie de los extremos de las varas arrastraba por el suelo, era relativamente fácil tirar de ellas, incluso en terreno escabroso, sobre todo para los robustos caballos. Entre las varas se tendía una plataforma de tablones o pieles o fibras de cestería para sostener la carga, pero Ayla no sabía si la plataforma flexible sostendría a la corpulenta mujer sin combarse hasta el suelo.
—Acábate la infusión —dijo Ayla cuando la mujer hizo ademán de levantarse—. Tengo que ir a buscar a Folara o a alguien que cuide de Jonayla. No quiero despertarla.
Volvió enseguida, pero no con Folara. En su lugar, la acompañaba Lanoga, la hija de Tremeda, llevando en brazos a su hermana menor, Lorala. Ayla había intentado ayudar a Lanoga y los demás niños casi desde su llegada. No recordaba haberse enfadado tanto con alguien como con Tremeda y Laramar por lo mucho que descuidaban a sus hijos, pero no podía hacer nada al respecto —nadie podía hacer nada— salvo ayudar a los pequeños.
—No tardaremos en volver, Lanoga. Yo debería estar aquí antes de que Jonayla despierte. Vamos sólo al refugio de los caballos —explicó Ayla. Luego añadió—: Hay un poco de sopa detrás de la fogata con varios trozos de buena carne y verduras, por si Lorala o tú tenéis hambre.
—Puede que Lorala sí. No ha comido desde que se la he llevado a Stelona para que le diera de mamar esta mañana —contestó.
—Come tú también, Lanoga —dijo Ayla cuando ya se iba. Pensó que quizá Stelona le había dado algo de comer, pero tenía la certeza de que la niña tampoco había comido desde la mañana.
Cuando estuvieron a cierta distancia de las moradas, y Ayla supo que las niñas ya no la oían, expresó por fin su enojo.
—Voy a tener que ir allí a comprobar si hay comida para los niños.
—Llevaste comida hace dos días —señaló Jondalar—. Todavía no se la habrán acabado.
—Debes saber que Tremeda y Laramar también comen —aclaró la Zelandoni—. No se les puede impedir. Y si les das grano o fruta, o cualquier cosa que fermente, Laramar lo añadirá a la savia de abedul para su barma. Cuando me vaya, pasaré por allí a recoger a los niños y me los llevaré. Encontraré a alguien que les dé la comida de la noche. No deberías ser la única que los alimenta, Ayla. En la Novena Caverna hay gente de sobra para que esos niños coman debidamente.
Cuando llegaron al refugio de los caballos, Ayla y Jondalar dedicaron un poco de atención a Whinney y Gris. Luego, Ayla descolgó del extremo de un poste el arnés especial que usaba para la angarilla y dejó salir a la yegua. Jondalar se preguntó dónde andaría Corredor, y miró más allá de la entrada de piedra en dirección al Río para ver si rondaba por allí, pero no estaba a la vista. Se dispuso a llamarlo con un silbido pero cambió de idea. En ese momento no necesitaba al corcel. Ya lo buscaría más tarde, cuando tuvieran a la Zelandoni en la parihuela.
Ayla echó un vistazo alrededor del refugio de los caballos y vio unos tablones que habían separado de un tronco mediante cuñas y un mazo. Había pensado utilizarlos para hacer más comederos, pero después, con el nacimiento de Jonayla, nunca encontró el momento oportuno y siguieron usando los antiguos. Como los había guardado bajo el saliente de roca, a salvo de lo peor de las inclemencias del tiempo, aún parecían utilizables.
—Jondalar, para la Zelandoni necesitamos una plataforma que no se combe. ¿Crees que podemos sujetar esos tablones a las varas, cruzados, a modo de base para el asiento? —propuso Ayla.
Jondalar observó las varas y los tablones, y luego a la mujer de carnes abundantes. Arrugó la frente en un familiar gesto de preocupación.
—Es una buena idea, Ayla, pero las varas también son flexibles. Podemos intentarlo, pero puede que hagan falta otras más resistentes.
Siempre había cordeles de cuero y cuerdas en el refugio de los caballos. Jondalar y Ayla los emplearon para sujetar los tablones a las varas al través. Cuando acabaron, retrocedieron los tres y contemplaron su obra.
—¿Qué te parece, Zelandoni? Los tablones están inclinados, pero eso ya lo resolveremos —dijo Jondalar—. ¿Crees que podrías sentarte allí?
—Lo intentaré, pero puede que estén un poco altos para mí.
Mientras trabajaban, la donier había ido interesándose por el artilugio que estaban confeccionando, y ella misma sentía curiosidad por ver el resultado. Jondalar había preparado un cabestro para Whinney parecido al que utilizaba con Corredor, aunque Ayla rara vez lo usaba. Normalmente ella montaba a pelo sin nada más que una manta de cuero, guiando al animal con su postura y la presión de las piernas, pero en determinadas circunstancias, sobre todo cuando había por medio otras personas, el cabestro le proporcionaba un mayor control.
Mientras Ayla colocaba el cabestro a la yegua, asegurándose de que estaba tranquila, Jondalar y la Zelandoni se acercaron a la parihuela reforzada, detrás del caballo. Los tablones quedaban un poco altos, pero Jondalar le ofreció su fuerte brazo y la impulsó. Las varas se combaron bajo el peso, lo suficiente para que le llegaran los pies al suelo, pero gracias a eso ella tuvo la sensación de que podría apearse fácilmente. El asiento inclinado resultaba un tanto precario, pero mejor de lo que esperaba.
—¿Estás preparada? —preguntó Ayla.
—Nunca lo estaré tanto —contestó la Zelandoni.
Ayla puso en marcha a Whinney a paso lento en dirección a Río Abajo. Jondalar las siguió, dedicando a la Zelandoni una sonrisa de aliento. A continuación Ayla, conduciendo el caballo bajo el saliente de roca, trazó un amplio giro hasta hallarse en dirección contraria, y se encaminaron hacia el extremo este del refugio de piedra, donde se hallaban las moradas.
—Creo que deberías parar ya, Ayla —dijo la mujer.