La tierra de las cuevas pintadas (6 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Kimeran, viejo amigo de Jondalar y jefe del Hogar del Patriarca, la Segunda Caverna de los zelandonii, los esperaba. El hombre alto y de pelo claro tenía un ligero parecido con Jondalar, rubio y de un metro noventa y cinco de estatura. Aunque muchos hombres eran altos —por encima del metro ochenta—, tanto Jondalar como Kimeran sobrepasaban a sus compañeros de generación en los ritos de pubertad. Por entonces se sentían ya afines, y pronto entablaron amistad. Kimeran era además hermano de la Zelandoni de la Segunda Caverna, y tío de Jondecam, aunque más bien parecía su hermano. Su hermana era un poco mayor, y lo había criado como a un hijo más tras la muerte de su madre. El compañero de ella también había pasado al otro mundo, y no mucho después ella inició su preparación para incorporarse a la zelandonia.

—La Primera quería que Ayla viese tu Cabeza de Caballo, y después hemos tenido que acomodar a los animales —explicó Jondalar.

—Les encantará vuestro campo. La hierba está muy verde y es abundante —añadió Ayla.

—Lo llamamos Valle Dulce. Lo atraviesa el Pequeño Río de la Hierba, y las tierras de aluvión se han ensanchado hasta formar un extenso campo. En primavera puede empantanarse a causa del deshielo, y también en otoño si llueve, pero en verano, cuando todo lo demás se seca, ese campo permanece fresco y verde —aseguró Kimeran mientras se dirigían al espacio de vivienda por debajo del saliente superior—. Atrae una auténtica procesión de herbívoros durante todo el verano y nos facilita la caza. Siempre hay allí alguien de vigilancia, ya sea de la Segunda o la Séptima Caverna.

Se acercaron a otras personas.

—Recordaréis a Sergenor, el jefe de la Séptima Caverna, ¿verdad? —preguntó Kimeran a la pareja visitante, señalando a un hombre de mediana edad y cabello oscuro que se mantenía a cierta distancia, observando al lobo con cautela y dejando que el jefe de menor edad saludase a sus amigos.

—Sí, claro —respondió Jondalar, advirtiendo la aprensión de Sergenor y pensando que esa visita podía ser un buen momento para ayudar a la gente a sentirse más cómoda en presencia de Lobo—. Me acuerdo de cuando venía a hablar con Marthona, poco después de salir elegido jefe de la Séptima. Ya conoces a Ayla, creo.

—Fui uno de los muchos que le fueron presentados el año pasado cuando llegasteis, pero no he tenido ocasión de saludarla personalmente —contestó Sergenor. Tendió las dos manos, con las palmas hacia arriba—. En nombre de Doni, te doy la bienvenida a la Séptima Caverna de los zelandonii, Ayla de la Novena Caverna. Sé que posees muchos otros títulos y lazos, algunos muy poco comunes, pero admito que no los recuerdo.

Ayla le cogió las dos manos entre las suyas.

—Soy Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii —empezó—. Acólita de la Zelandoni de la Novena Caverna, Primera Entre Quienes Sirven. —En ese punto vaciló, dudando cuántos de los lazos de Jondalar debía mencionar. En la ceremonia matrimonial del verano anterior todos los títulos y lazos de Jondalar se añadieron a los suyos, y eso daba para una larguísima recitación, pero sólo durante las ceremonias más formales se requería la lista completa. Como esa era su presentación oficial ante el jefe de la Séptima Caverna, deseaba que la recitación fuera informal pero no interminable.

Decidió citar los lazos más cercanos de él y proseguir con los suyos, incluidos los anteriores. Concluyó con los apelativos que se le habían añadido de un modo más desenfadado, pero que a ella le gustaba utilizar.

—Amiga de los caballos Whinney, Corredor y Gris, y del cazador cuadrúpedo, Lobo. En nombre de la Gran Madre de todos, yo te saludo, Sergenor, jefe de la Séptima Caverna de los zelandonii, y deseo darte las gracias por invitarnos a Roca de la Cabeza de Caballo.

«Desde luego no es una zelandonii», pensó Sergenor, mientras la oía hablar. Puede que tenga los nombres y los lazos de Jondalar, pero es una forastera con costumbres de forastera, sobre todo en lo que refiere a los animales. En cuanto le soltó las manos, miró al lobo, que se había acercado.

Ayla percibió su inquietud ante la proximidad del gran carnívoro. Se había dado cuenta de que tampoco Kimeran se sentía muy cómodo cerca del animal, pese a que le habían presentado a Lobo el año anterior poco después de llegar ellos de su viaje, y lo había visto varias veces. Ninguno de los jefes tenía por costumbre ver a un cazador devorador de carne moverse tan plácidamente entre las personas. Pensó lo mismo que Jondalar: esa podía ser una buena ocasión para que se habituaran más a la presencia de Lobo.

La gente de la Séptima Caverna empezaba a enterarse de que había llegado la pareja de la Novena de la que todo el mundo hablaba, y más personas se acercaron a ver a la mujer con el lobo. El verano anterior, cuando Jondalar regresó de su viaje de cinco años, todas las cavernas cercanas conocían ya la noticia cuando no había transcurrido siquiera un día desde su llegada, a lomos de un caballo y con una extranjera. Habían conocido en la Novena Caverna a personas de la mayoría de las cavernas cercanas cuando iban de visita, o en la Reunión de Verano del año anterior, pero esa era la primera vez que iban a la Séptima o la Segunda Caverna.

Ayla y Jondalar tenían previsto ir ya el otoño anterior, pero al final no encontraron el momento. No porque las cavernas estuvieran muy lejos, sino porque siempre parecía surgir algún impedimento, y luego se les echó encima el invierno, y Ayla se hallaba ya en avanzado estado de gestación. Con tanto aplazamiento, la visita se había convertido en una gran ocasión, sobre todo porque simultáneamente la Primera había decidido celebrar allí una reunión con los zelandonia locales.

—Quienquiera que haya dibujado la Cabeza de Caballo en la cueva de abajo debía de conocer bien a los caballos. Es una representación perfecta —comentó Ayla.

—Eso mismo he pensado yo siempre, pero resulta grato oírselo decir a alguien que conoce los caballos tan bien como tú —dijo Sergenor.

Lobo, sentado sobre los cuartos traseros y con la lengua colgando a un lado de la boca, observaba a aquel hombre, y la oreja caída le daba cierto aspecto achulado y alegre. Ayla sabía que esperaba que lo presentaran. Lobo la había visto saludar al jefe de la Séptima Caverna y había aprendido a esperar que le presentasen a todo desconocido a quien ella saludaba de ese modo.

—También quiero darte las gracias por dejarme traer a Lobo. Siempre se queda intranquilo si no puede estar cerca de mí, y ahora siente eso mismo respecto a Jonayla, por lo mucho que quiere a los niños —dijo Ayla.

—¿Ese lobo quiere a los niños? —preguntó Sergenor.

—Lobo no se crio con otros lobos. Creció con los niños mamutoi en el Campamento del León y considera a los humanos su manada, y todos los lobos quieren a las crías de sus manadas —explicó Ayla—. Me ha visto saludarte y ahora espera conocerte. Ha aprendido a aceptar a cualquiera a quien yo le presente.

Sergenor arrugó la frente.

—¿Cómo presentas a un lobo? —Quiso saber él. Miró de soslayo a Kimeran y vio que sonreía.

El hombre de menor edad se acordó de cuando le presentaron a Lobo, y aunque todavía estaba un poco nervioso cerca del carnívoro, se regodeó en el malestar del hombre mayor.

Ayla indicó a Lobo que se acercara y se arrodilló para rodearlo con el brazo. Luego alargó su mano hacia la de Sergenor. Él se apartó, dando un respingo.

—Sólo necesita olértela —aclaró Ayla—, para familiarizarse contigo. Así es como se conocen los lobos.

—¿Tú lo hiciste, Kimeran? —preguntó Sergenor, consciente de que la mayoría de las personas de su caverna y sus visitantes lo miraban.

—Sí, claro. El verano pasado, cuando fueron a cazar a la Tercera Caverna antes de la Reunión de Verano. Después, siempre que veía al lobo en la reunión, tenía la sensación de que me reconocía, aunque no me hiciera caso —respondió Kimeran.

Si bien no era su deseo, Sergenor, blanco de tantas miradas, se sintió obligado a acceder, no fuera alguien a pensar que temía hacer lo que el jefe de menor edad había hecho antes. Poco a poco, con actitud vacilante, tendió la mano hacia el animal. Ayla se la cogió y la acercó al morro del lobo. Este arrugó el hocico y, sin llegar a abrir la boca, enseñó la dentadura, dejando ver los premolares carnasiales en lo que Jondalar siempre había interpretado como una sonrisa engreída. Pero Sergenor no lo vio así. Ayla notó que temblaba y percibió el olor acre de su miedo. Sabía que Lobo también lo olía.

—Lobo no te hará daño, te lo prometo —dijo Ayla en un susurro.

Sergenor apretó los dientes, obligándose a permanecer inmóvil mientras el lobo acercaba a su mano aquella boca llena de dientes. Lobo olfateó, luego se la lamió.

—¿Qué hace? —preguntó Sergenor—. ¿Quiere saber qué sabor tengo?

—No, creo que intenta tranquilizarte, como haría con un cachorro. Ven, tócale la cabeza. —Ayla le apartó la mano de los dientes afilados y siguió hablando con voz apaciguadora—. ¿Alguna vez has tocado el pelaje de un lobo vivo? ¿Te has fijado en que detrás de las orejas y en el cuello el pelo es un poco más espeso y áspero? Le gusta que le froten detrás de las orejas. —Cuando por fin soltó la mano a Sergenor, este la apartó y se la sujetó con la otra mano.

—A partir de ahora te reconocerá —dijo Ayla. Nunca había visto a nadie tan asustado ante Lobo, ni más valiente a la hora de vencer su temor—. ¿Has tenido alguna experiencia con lobos? —preguntó.

—Una vez, cuando era muy pequeño, me mordió un lobo. La verdad es que no me acuerdo. Me lo contó mi madre. Pero aún tengo las cicatrices —contestó Sergenor.

—Eso significa que el espíritu del Lobo te eligió. El Lobo es tu tótem. Eso decía la gente que me crio a mí. —Ayla sabía que para los zelandonii los tótems no significaban lo mismo que para el clan. No todo el mundo tenía uno, pero quienes sí lo tenían consideraban que traía suerte—. Yo recibí un zarpazo de un león cavernario cuando era niña, no tendría ni cinco años. Aún conservo las cicatrices, y todavía sueño a veces con ello. No es fácil convivir con un tótem poderoso como el del león o el lobo, pero a mí mi tótem me ha ayudado, me ha enseñado muchas cosas.

Sergenor, casi a su pesar, sintió curiosidad.

—¿Qué has aprendido del León Cavernario?

—Para empezar, cómo hacer frente a mis temores —respondió Ayla—. Me parece que tú has aprendido eso mismo. Puede que el tótem del Lobo te haya ayudado sin darte cuenta.

—Es posible, pero ¿cómo sabe uno si ha recibido la ayuda de un tótem? ¿De verdad te ha ayudado un espíritu de un León Cavernario? —preguntó Sergenor.

—Más de una vez. Las cuatro marcas que me dejó en la pierna la zarpa del león, esa es una señal totémica del clan atribuida al León Cavernario. Normalmente sólo se concede a los hombres un tótem así de fuerte, pero eran tan claramente señales del clan que el jefe me aceptó pese a haber nacido yo entre los Otros, que es como llamaban a las personas como nosotros. Yo era muy pequeña cuando perdí a los míos. Si el clan no me hubiese acogido y criado, ahora no estaría viva —explicó Ayla.

—Muy interesante, pero has dicho «más de una vez» —le recordó Sergenor.

—En otra ocasión, cuando ya era mujer y el nuevo jefe me obligó a marcharme, recorrí un largo camino buscando a los Otros como me había indicado mi madre del clan, Iza, antes de morir. Pero como no los encontré, y tenía que buscar un sitio donde vivir antes del invierno, mi tótem envió a una manada de leones para obligarme a cambiar de rumbo, y gracias a eso di con un valle donde pude sobrevivir. Y fue mi León Cavernario el que me guio hasta Jondalar.

Quienes se hallaban alrededor escuchaban el relato fascinados. Ni siquiera Jondalar la había oído nunca hablar así de su tótem. Uno de ellos tomó la palabra.

—Y esas personas que te acogieron, las que tú llamas el clan, ¿son en realidad los cabezas chatas?

—Así es como los llamáis vosotros. Ellos se hacen llamar el clan, el Clan del Oso Cavernario, porque todos veneran el espíritu del Oso Cavernario. Ese es el tótem de todos ellos, el tótem del clan —declaró Ayla.

—Creo que ha llegado el momento de indicar a estos viajeros dónde pueden dejar sus pieles de dormir y acomodarse para poder compartir una comida con nosotros —dijo una mujer que acababa de llegar. Era una mujer atractiva, de una redondez agradable, con un destello de inteligencia y brío en la mirada.

Sergenor sonrió con cálido afecto y se la presentó a Ayla:

—Esta es mi compañera, Jayvena, de la Séptima Caverna de los zelandonii. Jayvena, esta es Ayla, de la Novena Caverna de los zelandonii. Tiene muchos más títulos y lazos, pero ya te los dirá ella.

—Pero no ahora —contestó Jayvena—. En el nombre de la Madre, bienvenida seas, Ayla de la Novena Caverna. Seguro que prefieres acomodarte en lugar de andar recitando títulos y lazos.

Cuando se estaban poniendo en marcha, Sergenor tocó el brazo a Ayla y la miró. En voz baja, dijo:

—A veces sueño con lobos.

Ayla sonrió.

Se acercó entonces una joven voluptuosa de cabello castaño oscuro con dos chiquillos en brazos, un niño de pelo oscuro y una niña rubia. Sonrió a Kimeran, que le rozó la mejilla con la suya, y se volvió hacia los visitantes.

—El verano pasado ya conocisteis a mi compañera, Beladora, ¿verdad? —dijo. Con la voz llena de orgullo, añadió—: Y a su hijo y su hija, los niños de mi hogar.

Ayla recordó haber coincidido brevemente con la mujer el verano anterior, aunque no había tenido ocasión de conocerla bien. Sabía que Beladora había dado a luz a sus dos hijos, nacidos juntos, en la Reunión de Verano más o menos cuando se celebró la primera ceremonia matrimonial, fecha en que se emparejaron Jondalar y ella. La gente no hablaba de otra cosa. Eso significaba que pronto los dos contarían un año, pensó.

—Sí, por supuesto —respondió Jondalar, dirigiendo una sonrisa a la mujer y sus gemelos, y a continuación, casi sin darse cuenta, se fijó más en la joven y atractiva madre, trasluciéndose en sus ojos de un intenso azul una expresión claramente ponderativa. Ella le devolvió la sonrisa. Kimeran se acercó y le rodeó la cintura con un brazo.

A Ayla se le daba bien interpretar el lenguaje corporal, pero pensó que cualquiera habría adivinado lo que acababa de ocurrir. Jondalar encontró atractiva a Beladora y no pudo evitar exteriorizarlo, como tampoco ella pudo contener su reacción ante él. Jondalar no era consciente de su propio carisma, ni siquiera sabía que lo proyectaba, pero el compañero de Beladora sí lo veía. Sin pronunciar palabra, Kimeran se interpuso entre ambos y reafirmó su derecho.

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