Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Podemos ser pareja, Palidar —dijo Tivonan—, pero yo sólo sé usar la lanza.
—La verdad es que yo tampoco me he ejercitado mucho con el lanzavenablos —admitió Palidar.
Ayla sonrió a los jóvenes. Tivonan, como aprendiz de comercio de Willamar, sería sin duda el siguiente maestro de comercio de la Novena Caverna. Su amigo, Palidar, había vuelto con Tivonan cuando este fue a visitar su caverna en una breve misión comercial, y también fue él quien encontró el lugar donde Lobo había librado una atroz pelea con otros lobos y llevó a Ayla hasta allí. Ella lo consideraba un buen amigo.
—No he hecho grandes progresos con el lanzavenablos, pero sé manejar la lanza. —Era Mejera, la acólita de la Zelandoni de la Tercera, se dijo Ayla, recordando que la joven estaba con ellos la primera vez que Ayla se adentró en la Profundidad de la Roca de la Fuente para buscar la fuerza vital del hermano menor de Jondalar cuando intentaban ayudar a su elán a encontrar el camino hacia el mundo de los espíritus.
—Todos han escogido ya pareja, así que supongo que quedamos únicamente nosotros. No sólo no he practicado con el lanzavenablos, sino que apenas lo he visto usar —afirmó Jalodan, el primo de Morizan, hijo de la hermana de Manvelar, que estaba de visita en la Tercera Caverna. Tenía previsto viajar con ellos a la Reunión de Verano para reunirse con su caverna.
Y eso era todo: doce hombres y mujeres dispuestos a dar caza a un número semejante de leones, animales más rápidos, fuertes y feroces, que vivían de cazar a presas más débiles. Ciertas dudas empezaron a asaltar a Ayla, y un escalofrío de temor recorrió su cuerpo. Se frotó los brazos y sintió el vello erizado. ¿Cómo podía siquiera ocurrírseles a doce frágiles humanos atacar a una manada de leones? Miró al otro carnívoro, el que ya conocía, y le indicó que permaneciera con ella, pensando: «Doce personas… y Lobo».
—Bien, vamos allá —dijo Joharran—, pero todos juntos.
Los doce cazadores de la Tercera y la Novena Caverna de los zelandonii se encaminaron, todos a una, hacia la manada de felinos descomunales. Iban armados con lanzas provistas de afiladas puntas de sílex, hueso o marfil lijado hasta dejar bien aguzado el extremo. Algunos llevaban lanzavenablos capaces de arrojar una lanza a una distancia mucho mayor y con más fuerza y velocidad que arrojándola a mano, pero ya antes habían matado leones simplemente con lanzas. Acaso esa fuese una prueba para el arma de Jondalar, pero sería una prueba aún mayor para el valor de quienes cazaban.
—¡Fuera! —vociferó Ayla cuando se pusieron en marcha—. ¡No os queremos aquí!
Otros imitaron la cantinela, o variaciones de la misma, profiriendo exclamaciones y gritos en dirección a los animales conforme se aproximaban, ordenándoles que se marcharan.
En un primer momento, los felinos, jóvenes y viejos, se limitaron a observarlos. De pronto, algunos comenzaron a moverse: se adentraban en la hierba que tan bien los ocultaba y volvían a salir, como si no supieran qué hacer. Los que se retiraron con sus crías volvieron después sin ellas.
—Parece que no saben qué pensar —comentó Thefona desde el centro de la partida de caza, sintiéndose un poco más segura que al principio, pero cuando de repente el enorme macho les gruñó, todos se sobresaltaron y pararon en seco.
—No es momento para detenerse —exhortó Joharran, siguiendo adelante.
Reanudaron la marcha, al principio en una formación un poco más vacilante, pero volvieron a estrechar filas conforme avanzaban. Los leones se movieron, algunos volviéndoles la espalda y desapareciendo entre la hierba alta, pero el macho gruñó de nuevo y se mantuvo firme en su sitio, empezando a resonar dentro de él el inicio de un rugido. Otros varios grandes felinos se situaron detrás de él. Ayla percibía el olor del miedo entre los cazadores humanos, y tenía la certeza de que los leones también lo olfateaban. Ella misma sentía miedo, pero el temor era algo que las personas podían vencer.
—Creo que es mejor que nos preparemos —dijo Jondalar—. Ese macho no parece muy contento y tiene refuerzos.
—¿Puedes alcanzarle desde aquí? —preguntó Ayla. Oyó la sucesión de sonidos que solían preceder el rugido de un león.
—Posiblemente —respondió Jondalar—, pero preferiría estar más cerca más para no errar el tiro.
—Y yo no sé si acertaré a esta distancia. Tenemos que acercarnos —instó Joharran, y continuó su avance.
Los demás se apiñaron y lo siguieron, sin dejar de gritar; aun así, Ayla pensó que sus voces sonaban más vacilantes a medida que se aproximaban. Los leones cavernarios quedaron inmóviles y parecieron tensarse mientras observaban a esa extraña manada que no se comportaba como los animales de presa.
De pronto todo se aceleró.
El gran león macho rugió, un sonido ensordecedor y pasmoso, sobre todo desde tan cerca. Se echó a correr hacia ellos, y cuando se disponía a saltar, Jondalar arrojó su lanza.
Ayla había permanecido atenta a la hembra situada a la derecha de Jondalar. Poco más o menos en el momento en que él hacía su lanzamiento, la leona emprendió la carrera, dispuesta a atacar.
Ayla dio un paso atrás y apuntó. Casi sin darse cuenta, levantó el lanzavenablos ya armado y arrojó la lanza. Para ella era un acto tan natural que ni siquiera parecía un movimiento intencionado. Jondalar y ella habían utilizado el arma durante todo un año, en el viaje de vuelta a la caverna de los zelandonii, y ella poseía tal destreza que usarla era casi una acción espontánea.
La leona saltó, pero la lanza de Ayla la alcanzó en pleno vuelo desde abajo, alojándose con firmeza en su garganta y causándole una herida mortal. La sangre manó a borbotones de la leona desplomada en tierra.
Ayla se apresuró a sacar otra lanza del carcaj y la colocó de inmediato en el lanzavenablos, mirando alrededor para ver qué más ocurría. Vio volar la lanza de Joharran, y al cabo de un instante siguió otra. Advirtió que Rushemar, por su postura, acababa de tirar. Vio caer a otra leona enorme. Una segunda lanza hirió a la bestia antes de tocar el suelo. Otra hembra se acercaba. Ayla disparó, y vio que alguien más había lanzado poco antes que ella.
Sacó otra lanza y la colocó, asegurándose que la encajaba bien: la punta, que iba acoplada a un trozo de asta ahusado cuya función era desprenderse del asta principal de la lanza, quedó afianzada, y el orificio del extremo opuesto del asta estaba bien ajustado al gancho en la base del lanzavenablos. Volvió a mirar alrededor. El enorme macho había caído, pero aún se movía; sangraba pero no había muerto. Su hembra sangraba también, pero permanecía inmóvil.
Los leones desaparecían entre la hierba tan deprisa como podían, y al menos uno de ellos dejó un rastro de sangre. Los cazadores humanos, reagrupándose, echaron una ojeada en torno y empezaron a sonreírse.
—Creo que lo hemos conseguido —dijo Palidar, y en su cara comenzó a dibujarse una amplia sonrisa.
Nada más pronunciar estas palabras, un amenazador gruñido de Lobo captó la atención de Ayla. El lobo se apartó rápidamente de los cazadores humanos, seguido de cerca por Ayla. El macho, sangrando profusamente, se había levantado y avanzaba otra vez hacia ellos. Con un rugido, saltó hacia el grupo. Ayla casi palpó su cólera, y no podía reprochársela.
Justo cuando Lobo llegó ante el león y se dispuso a atacar, manteniéndose entre Ayla y el gran felino, ella arrojó la lanza con todas sus fuerzas. Vio otra disparada al mismo tiempo. Las dos dieron en el blanco casi simultáneamente con un ruido sordo. Tanto el león como el lobo se desplomaron. Ayla ahogó una exclamación al verlos caer bañados en sangre, temiendo que Lobo estuviese herido.
Ayla vio moverse la pesada zarpa del león y contuvo la respiración, preguntándose si el enorme macho podía seguir vivo con tantas lanzas clavadas. Reconoció entonces la cabeza ensangrentada de Lobo, que se esforzaba por salir de debajo de la pata descomunal y, sin saber aún si estaba herido, corrió hacia él. Revolviéndose, el lobo se zafó de la pata delantera del león y luego, agarrándola con los dientes, la sacudió con tal vigor que Ayla supo que la sangre sólo podía ser del león, no de él. Al cabo de un instante, Jondalar estaba a su lado, y juntos caminaron hacia el león, con una sonrisa de alivio por las payasadas del lobo.
—Voy a tener que llevar a Lobo al río para lavarlo —anunció Ayla—. Todo eso es sangre del león.
—Lamento que hayamos tenido que matarlo —dijo Jondalar en voz baja—. Era una bestia magnífica y no hacía más que defender a los suyos.
—Yo también lo siento. Me recordaba a Bebé, pero nosotros teníamos que defender a los nuestros. Piensa que nos sentiríamos mucho peor si uno de esos leones hubiese matado a un niño —observó Ayla, mirando al enorme depredador.
Tras un silencio, Jondalar dijo:
—Los dos podemos atribuirnos la pieza: lo han alcanzado sólo nuestras lanzas; y a esa hembra que está a su lado la ha matado una tuya.
—Es posible que haya herido también a otra leona, pero no necesito atribuirme parte de ella —dijo Ayla—. Coge tú lo que quieras del macho. Yo me quedaré la piel y la cola de esta hembra, y las zarpas y los dientes como recuerdo de la cacería.
Los dos permanecieron en silencio durante un rato, hasta que Jondalar dijo:
—Me alegro de que la cacería haya salido bien y de que nadie haya resultado herido.
—Me gustaría honrar de algún modo a estos animales, Jondalar, para presentar mis respetos al espíritu del León Cavernario y mostrar agradecimiento a mi tótem.
—Sí, creo que debemos hacerlo. Es costumbre dar las gracias al espíritu cuando cazamos una presa, y pedirle que exprese nuestra gratitud a la Gran Madre Tierra por el alimento que nos ha permitido coger. Podemos dar las gracias al espíritu del León Cavernario y pedirle que dé las gracias a la Madre por permitirnos eliminar a estos leones para proteger a nuestras familias y nuestras cavernas. —Jondalar se interrumpió por un momento—. Podemos dar a este león un trago de agua para que su espíritu no llegue sediento al otro mundo. Algunos también entierran el corazón, se lo devuelven a la Madre. Creo que deberíamos hacer lo uno y lo otro por este gran león que ha dado la vida por defender a su manada.
—Yo haré lo mismo por la hembra que ha permanecido a su lado, luchando junto a él —convino Ayla—. Creo que mi tótem del León Cavernario me ha protegido, y quizá también a todos los demás. La Madre habría podido permitir que el espíritu del León Cavernario se llevara a alguien para compensar a la manada por su gran pérdida. Me alegro de que no haya sido así.
—¡Ayla! ¡Tenías razón!
Ayla giró sobre sus talones al oír la voz y sonrió al jefe de la Novena Caverna, que se acercaba desde detrás de ellos.
—Has dicho: «Un animal herido es imprevisible. Y un animal con la fuerza y la velocidad de un león cavernario, enloquecido por el dolor, sería capaz de cualquier cosa». No deberíamos haber dado por supuesto que el león no volvería a atacar porque estaba abatido y sangrando. —Joharran se dirigió a los demás cazadores que se habían acercado a ver a los leones caídos—. Tendríamos que habernos asegurado de que estaba muerto.
—Lo que me ha sorprendido es ese lobo —dijo Palidar, mirando al animal aún cubierto de sangre, sentado tan tranquilo a los pies de Ayla, con la lengua colgando a un lado de la boca—. Ha sido él quien nos ha prevenido, pero jamás habría imaginado que un lobo atacase a un león cavernario, herido de muerte o no.
Jondalar sonrió.
—Lobo protege a Ayla —aclaró—. Da igual quién o qué sea: si representa una amenaza para ella, él ataca.
—¿Incluso a ti, Jondalar? —preguntó Palidar.
—Incluso a mí.
Siguió un incómodo silencio, hasta que por fin Jondalar dijo:
—¿Cuántos leones tenemos?
Había varios grandes felinos abatidos, algunos con más de una lanza clavada.
—Yo he contado cinco —contestó Ayla.
—Los leones con lanzas de más de una persona deberán compartirse —dictaminó Joharran—. Los cazadores pueden decidir qué hacer con ellos.
—Las únicas lanzas en el macho y esta hembra son de Ayla y mías, así que podemos atribuírnoslos —dijo Jondalar—. Nosotros hemos hecho lo necesario, pero ellos estaban defendiendo a su familia, y deseamos honrar sus espíritus. Aquí no tenemos ningún Zelandoni, pero podemos dar un trago de agua a cada uno antes de dejarlos partir de camino al mundo de los espíritus, y enterrar sus corazones para devolvérselos a la Madre.
Los demás cazadores asintieron.
Ayla se acercó a la leona que había matado y sacó su odre de agua. Estaba hecho con el estómago bien lavado de un ciervo. Tenía la abertura inferior cerrada mediante un nudo, y en la superior llevaba encajada una vértebra de ciervo con las proyecciones desbastadas y sujeta con un tendón bien atado. El orificio natural en el centro de esa porción de columna vertebral proporcionaba un pitorro muy útil. El tapón era una correa de piel fina con varios nudos, unos encima de otros, introducida a presión en el agujero. Retiró el tapón de cuero anudado y se llenó la boca de agua. Se arrodilló junto a la cabeza de la leona, se la levantó y le abrió las fauces. A continuación, echó un chorro de agua de su boca a la del gran felino.
—Te damos gracias, Doni, Gran Madre de Todos, y damos gracias al espíritu del León Cavernario —declamó en voz alta. Empezó a formar con las manos los signos mudos del lenguaje formal del clan, el que empleaban para dirigirse al mundo de los espíritus, pero con voz queda tradujo el significado de los signos que realizaba—. Esta mujer da gracias al espíritu del Gran León Cavernario, el tótem de esta mujer, por permitir que unos cuantos seres vivos de este espíritu hayan caído bajo las lanzas de los humanos. Esta mujer expresa su pesar al gran espíritu del León Cavernario por la pérdida de sus seres vivos. La Gran Madre y el espíritu del León Cavernario saben que ha sido necesario para la seguridad de las personas, pero esta mujer desea manifestar su gratitud.
Se volvió hacia el grupo de cazadores que la observaban. No lo había hecho tal como ellos estaban acostumbrados, pero era fascinante verla, y su pequeña ceremonia había sido del agrado de los cazadores que, superando sus temores, habían conseguido que su territorio fuera un lugar más seguro para ellos y los demás. También comprendieron por qué su Zelandoni, que era la Primera, había tomado a esa mujer como acólita.
—No me atribuiré a otros leones que puedan haber sido alcanzados por alguna de mis lanzas, pero me gustaría recuperar las lanzas —dijo Ayla—. Como esta leona sólo tiene clavada una lanza mía, me la atribuyo. Me quedaré con la piel y el rabo, además de las zarpas y los dientes.