La tierra de las cuevas pintadas (36 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
5.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sin dejar de conversar, siguieron separando la piel del cuerpo, tirando y arrancando, procurando realizar el menor número de cortes posible.

—¿Dónde vivirá Matagan? ¿Tiene familia en la Novena Caverna? —preguntó Ayla.

—No, no tiene a nadie. Todavía no hemos decidido dónde vivirá.

—Echará de menos su hogar, sobre todo al principio. Tenemos espacio de sobra, Jondalar; podría vivir con nosotros —propuso Ayla.

—Eso mismo había pensado yo, e iba a preguntarte si no tenías inconveniente. Habría que reordenar algunas cosas, buscarle su propio espacio para dormir, pero ese podría ser el mejor sitio para él. Yo podría trabajar a su lado, observar lo que hace, ver el interés que pone. No tiene sentido obligarlo a dedicarse a tallar si no le gusta, pero no me importaría tener un aprendiz. Y con su cojera, sería un buen oficio para él.

Fue necesario usar más los cuchillos para desprender la piel de la columna y en torno a los omóplatos, donde estaba muy adherida y la membrana entre la carne y la piel no se diferenciaba tan claramente. Luego tuvieron que quitar la cabeza. Mientras Jondalar mantenía tirante al animal, Ayla buscó el lugar donde se unían la cabeza y el cuello, donde esta giraba con facilidad, y cortó la carne hasta el hueso. Tras una torsión, una rápida fractura y un corte a través de las membranas y los tendones, la cabeza se desprendió y la piel quedó suelta.

Jondalar sostuvo en alto la exuberante piel, y ambos admiraron el pelaje tupido y precioso. Con la ayuda de él, despellejar al glotón les había llevado poco tiempo. Ayla recordó la primera vez que él la ayudó a descuartizar una pieza cobrada, cuando vivían en el valle donde ella encontró a su caballo y él aún se recuperaba de los zarpazos del león. Para ella, fue una sorpresa no sólo que estuviera dispuesto, sino que fuera capaz. Los hombres del clan no hacían esa clase de trabajos, ni guardaban recuerdos de ello, y Ayla aún olvidaba a veces que Jondalar podía ayudarla en labores que en el clan se habrían considerado trabajo femenino. Estaba acostumbrada a hacerlas ella y rara vez pedía ayuda, pero en ese momento se alegró de recibirla tanto como en aquel entonces.

—Le daré esta carne a Lobo —dijo Ayla, mirando lo que quedaba del glotón.

—Me preguntaba qué ibas a hacer con ella.

—Ahora enrollaré la piel, dejando la cabeza dentro, y prepararé la comida de la noche. Puede que empiece a rascar la piel hoy mismo —anunció Ayla.

—¿Tiene que ser hoy? —preguntó Jondalar.

—Necesitaré los sesos para reblandecerla, y se pasarán si no los utilizo pronto. Es una piel muy hermosa y no quiero que se estropee, y menos si se avecina un invierno tan frío como cree Marthona.

Se dispusieron a marcharse, pero Ayla vio unas plantas de casi un metro de altura con hojas dentadas en forma de corazón que crecían en la tierra fértil y húmeda a orillas del arroyo que utilizaban para abastecerse de agua.

—Antes de volver al campamento quiero recoger unas cuantas ortigas de esas —dijo Ayla—. Quedarán muy bien en la comida de esta noche.

—Pican —dijo Jondalar.

—Cocidas no pican, y tienen muy buen sabor —señaló Ayla.

—Lo sé, pero no me explico a quién pudo ocurrírsele guisar ortigas para comerlas. ¿Cómo se le pudo pasar a alguien por la cabeza comerse una planta así? —preguntó Jondalar.

—No sé si lo averiguaremos algún día, pero necesito algo con qué cogerlas, unas hojas grandes para protegerme las manos de las ortigas. —Miró alrededor y vio una planta alta y tiesa con llamativas flores moradas semejantes a cardos y, dispuestas en torno a los tallos, suaves hojas sedosas y acorazonadas que salían directamente del suelo—. Ahí hay bardana. Esas hojas tiene el tacto de la gamuza. Me servirán.

—Estas fresas están deliciosas —comentó la Zelandoni—. Un final perfecto para una comida excelente. Gracias, Ayla.

—No he hecho gran cosa. La carne asada es de los cuartos traseros de un ciervo rojo que cazaron Solaban y Rushemar; me la dieron antes de marcharse. Yo sólo he hecho un horno de piedras y la he asado, y he guisado también la anea y las verduras.

La Zelandoni había observado a Ayla cavar un hoyo en la tierra con un pequeño omóplato moldeado y afilado por un extremo para utilizarlo a modo de paleta. Con pequeñas paladas, iba echando la tierra suelta sobre un viejo trozo de cuero, que luego cogió por las puntas para apartarlo. Revistió el hoyo con piedras dejando dentro un hueco no mucho mayor que el pedazo de carne, encendió un fuego en él y esperó a que las piedras se calentaran. De su bolsa de medicinas, sacó otra más pequeña y espolvoreó parte del contenido en la carne; algunas plantas podían usarse como medicinas y también para sazonar. A continuación, echó algunas de las raicillas que crecían en el rizoma de la alquemila, que sabía a clavo, junto con el hisopo y la asperilla.

Envolvió la carne asada de ciervo rojo con las hojas de bardana. Después cubrió las brasas del fondo del hoyo con una capa de tierra para que no quemasen la carne, y dejó la carne envuelta en hojas en el pequeño horno. Amontonó encima hierba húmeda, junto con más hojas, y lo cubrió todo con tierra para que quedase herméticamente cerrado. Lo tapó con una gran piedra plana que también había calentado en el fuego, y dejó que la carne se asara lentamente en el calor residual y su propio vapor.

—No era un simple asado de carne —insistió la Zelandoni—. Estaba muy tierna y tenía un sabor excelente, de algo que no he identificado. ¿Dónde has aprendido a cocinar así?

—Me enseñó Iza. Era la curandera del clan de Brun, pero no conocía sólo los usos curativos de las plantas, sino también su sabor —respondió Ayla.

—Eso mismo me pareció a mí la primera vez que probé un guiso de Ayla —intervino Jondalar—. Los sabores me eran desconocidos, pero la comida estaba deliciosa. Ahora ya me he acostumbrado.

—También es buena idea hacer bolsitas con hojas de anea para meter en ellas las ortigas y las puntas y los tallos verdes de la anea antes de echarlos al agua hirviendo. Así ha sido muy fácil sacarlo todo del agua, sin necesidad de andar pescando en el fondo del recipiente —señaló la Primera—. Usaré esa idea en mis decocciones y tisanas. —Al ver el semblante de incomprensión de Jondalar, aclaró—: Cuando cueza medicamentos y prepare infusiones.

—Eso lo aprendí en la Reunión de Verano de los mamutoi. Había allí una mujer que cocinaba así, y otras muchas empezaron a imitarla —explicó Ayla.

—También me ha gustado eso de poner grasa en la piedra plana caliente para cocer encima las tortas de harina de anea. He visto que luego les echabas algo. ¿Qué llevas en esa bolsa? —preguntó la Primera.

—Ceniza de hojas de fárfara —respondió Ayla—. Tienen un sabor salado, sobre todo si las secas bien antes de quemarlas. Prefiero la sal marina si puedo conseguirla. Los mamutoi la trocaban. Los losadunai viven cerca de una montaña de sal, y la extraen de allí. Me dieron un poco cuando nos marchamos, y aún me quedaba algo cuando llegamos aquí, pero ya se me acabó, y por eso empleo las cenizas de las hojas de fárfara, tal como las preparaba Nezzie. Yo ya había usado antes la fárfara, pero no las cenizas.

—Has aprendido mucho en tus viajes, y tienes grandes dotes, Ayla. No me había dado cuenta de que cocinar fuese una de ellas, pero se te da muy bien.

Ayla no sabía qué decir. A su juicio, cocinar no era una dote, sino sencillamente algo que uno hacía. Aún la incomodaban los elogios directos y dudaba que fuera a acostumbrarse a ellos algún día, así que no respondió.

—No es fácil encontrar piedras planas y grandes como esa. Creo que la conservaré. Como Corredor lleva una angarilla, puedo añadirla al equipaje sin tener que cargar con ella —dijo Ayla—. ¿A alguien le apetece una infusión?

—¿Qué vas a preparar? —preguntó Jondalar.

—He pensado aprovechar el agua con que se han cocido las ortigas y las aneas, y añadir un poco de hisopo —contestó Ayla—, y quizá algo de asperilla.

—Eso pinta bien —comentó la Zelandoni.

—El agua aún está tibia. No tardará mucho en volver a calentarse —dijo Ayla mientras colocaba otra vez en el fuego unas piedras de cocinar.

Después empezó a recoger. Guardaba la grasa de uro que había empleado para cocinar en un intestino limpio. Para cerrar el intestino, anudó el extremo y luego lo guardó en el contenedor rígido de cuero donde llevaba las carnes y las grasas. La grasa se había derretido en el agua en ebullición hasta quedar reducida a un sebo blanco y cremoso que se utilizaba tanto para cocinar como para iluminar cuando oscurecía, y en este viaje también les serviría para entrar en la cueva. Envolvió las sobras de la comida de la noche en hojas grandes, atadas con cordel, y las colgó, junto con el contenedor de carne, del trípode formado con las altas varas.

El sebo era el combustible empleado en candiles de piedra poco profundos. Las mechas podían hacerse con diversos materiales absorbentes. Al encenderse en la oscuridad absoluta de una cueva, la luz que arrojaban era mucho más intensa de lo que parecía posible. Las emplearían por la mañana al adentrarse en la cueva.

—Voy al río a lavar nuestros cuencos, ¿quieres que limpie también el tuyo, Zelandoni? —preguntó Ayla. Añadió piedras calientes al líquido, lo observó llegar al punto de ebullición en medio de un siseo de vapor y luego echó hisopo fresco.

—Sí, te lo agradecería.

Cuando Ayla volvió, encontró el vaso lleno de tisana caliente, y a Jonayla en brazos de Jondalar, que la hacía reír con muecas y ruidos raros.

—Me parece que tiene hambre —comentó él.

—Siempre tiene hambre —dijo Ayla. Sonriente, cogió a la niña y se acomodó cerca de la fogata con el vaso de tisana caliente a mano.

Antes de que la pequeña empezara a alborotar, Jondalar y la Zelandoni habían estado charlando, al parecer sobre la madre de él, y reanudaron la conversación en cuanto Jonayla se quedó a gusto y tranquila.

—Yo conocía poco a Marthona cuando accedí al cargo de Zelandoni, aunque circulaban historias sobre ella, historias de su gran amor por Dalanar —dijo la Primera—. Cuando me convertí en la acólita de la anterior Zelandoni, esta, para ayudarme a entender la situación, me habló de las relaciones de esa mujer conocida por su competente gobierno de la Novena Caverna.

»Su primer hombre, Joconan, había sido un jefe poderoso, y ella aprendió mucho de él, pero al principio, según me contó, más que amarlo, lo admiraba y respetaba. Yo tuve la sensación de que casi lo veneraba, pero no es así como lo expresaba la Zelandoni. Decía que Marthona se esforzaba mucho en complacerlo. Él era mayor, y ella era su mujer joven y hermosa; aun así, él tenía intención de tomar a una segunda mujer por aquel entonces, quizá incluso a otra más. Hasta ese momento había preferido no emparejarse, y cuando decidió formar familia, no quería esperar demasiado. Con más de una compañera, se aseguraba la presencia de niños nacidos en su hogar.

»Pero Marthona pronto quedó embarazada de Joharran, y cuando dio a luz a un hijo varón, Joconan ya no tuvo tantas prisas. Además, no mucho después de nacer su hijo, Joconan enfermó. Al principio no se le notó, y él lo mantuvo oculto. Pronto descubrió que tu madre no sólo era hermosa, Jondalar, sino también inteligente. Ella halló su propia fuerza ayudándolo a él. Conforme él se debilitó, ella asumió cada vez más sus responsabilidades de jefe, y lo hizo tan bien que cuando él murió, la gente de su caverna deseó que ella se pusiera al frente.

—¿Qué clase de hombre era Joconan? Has dicho que fue poderoso. En mi opinión, Joharran es un jefe poderoso. En general es capaz de convencer a casi todo el mundo para que se acomode a su voluntad y haga lo que él quiere —dijo Jondalar.

Ayla estaba fascinada. Siempre había deseado saber más sobre Marthona, pero esta no era muy dada a hablar de sí misma.

—Joharran es un buen jefe, pero no es poderoso en el mismo sentido en que lo fue Joconan. Se parece más a Marthona que al compañero de ella. A veces Joconan podía intimidar. Imponía con su presencia. A la gente le era fácil seguirle la corriente, y difícil oponerse a él. Creo que algunos temían discrepar de él, pese a que él nunca amenazó a nadie, que yo sepa. Algunos decían que era un elegido de la Madre. A los demás, sobre todo a los hombres jóvenes, les gustaba estar cerca de él, y las mujeres jóvenes se echaban a sus brazos. Dicen que por entonces casi todas las jóvenes llevaban flecos para seducirlo. No es de extrañar que esperase a tener cierta edad para emparejarse —contó la Zelandoni.

—¿De verdad piensas que los flecos sirven para que una mujer atrape a un hombre? —preguntó Ayla.

—Creo que eso depende del hombre —contestó la donier—. Algunas personas opinan que cuando una mujer se pone flecos, estos inducen a pensar en su vello púbico, y en que ella está dispuesta a exhibirlo. Si un hombre se excita fácilmente, o se interesa por una mujer en particular, los flecos pueden incitarlo y la seguirá hasta que ella decida capturarlo. Pero un hombre como Joconan sabía lo que quería, y no creo que le interesara una mujer que necesitase ponerse flecos para atraer a un hombre. Era una táctica demasiado evidente. Marthona jamás se puso flecos y siempre captó la atención. Cuando Joconan decidió que la deseaba, estaba dispuesto también a tomar a otra joven de una caverna lejana, porque las dos eran casi como hermanas, y todos accedieron. Fue la Zelandoni quien se opuso al doble emparejamiento. Él había prometido que la visitante sería devuelta a su pueblo después de adquirir los conocimientos necesarios para ser Zelandoni.

Ayla sabía que la donier era una buena narradora, y se sintió totalmente cautivada, en parte por su manera de contar la historia, pero más aún por el contenido.

—Joconan era un jefe fuerte. Fue bajo su gobierno cuando la Novena Caverna creció tanto. El refugio de piedra es grande y tiene cabida suficiente para más personas de las que suele haber en una caverna, pero no muchos jefes están dispuestos a responsabilizarse de tanta gente —explicó la Zelandoni—. Cuando murió, Marthona se sumió en el dolor. Creo que durante un tiempo deseó seguirlo al otro mundo, pero tenía un hijo, y Joconan dejó un gran vacío en la comunidad. Había que llenarlo.

»La gente empezó a acudir a ella cuando necesitaba la clase de ayuda que proporciona un jefe: asuntos como resolver disputas, organizar visitas a otras cavernas o los viajes para la Reunión de Verano, planificar cacerías y decidir cuánto necesitaba compartir cada cazador con la caverna, tanto para el futuro inmediato como para el invierno siguiente. Cuando Joconan enfermó, los demás se acostumbraron a recurrir a Marthona, y ella solucionaba los problemas. Es posible que fuesen las necesidades de la gente y la presencia de su hijo lo que la mantuvo viva. Al cabo de un tiempo, pasó a ser la jefa reconocida, y al final su dolor remitió, pero le dijo a la Zelandoni anterior a mí que seguramente no se emparejaría nunca más. Entonces llegó Dalanar a la Novena Caverna.

Other books

Half-Sick of Shadows by David Logan
Cold Magics by Erik Buchanan
Model Home by Eric Puchner
Bound to Accept by Nenia Campbell
Bed of Lies by Teresa Hill
ViraVax by Bill Ransom
The Dog Fighter by Marc Bojanowski