La tierra de las cuevas pintadas (39 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Para despabilar su tea, la Zelandoni la golpeó contra una estalagmita que parecía crecer del suelo. De inmediato ardió con más intensidad. Ayla sonrió al ver a Lobo. Este se frotó contra su pierna y ella le rascó detrás de las orejas, un contacto tranquilizador para ambos. Jonayla volvía a agitarse. Siempre que Ayla se detenía, la niña se daba cuenta. Pronto tendría que amamantarla, pero daba la impresión de que se adentraban en una parte más peligrosa de la cueva, y deseaba esperar hasta que la dejasen atrás. La Zelandoni se echó a andar de nuevo. Ayla la siguió y Jondalar cerró la marcha.

—Cuidado con dónde pisáis —advirtió la Primera, y levantó la tea para que la luz se propagara a mayor distancia. La luz iluminó por un momento la pared de la derecha y de pronto desapareció, pero un resplandor delineó el borde de la pared en el recodo. El suelo, rocoso y cubierto de arcilla resbaladiza, era muy desigual. La humedad traspasaba el calzado de Ayla, pero las suelas de suave cuero se adherían bien. Cuando llegó al borde iluminado de la pared de piedra y miró al otro lado del recodo, vio allí a la mujer corpulenta y el pasadizo que seguía a la derecha.

«Hacia el norte, creo que ahora vamos hacia el norte», dijo para sí. Permanecía atenta en la dirección en que se movían desde que entraron en la cueva. Habían realizado varios giros menores en el pasadizo, pero en esencia habían avanzado hacia el oeste. Ese era el primer cambio de dirección considerable. Ayla miró al frente y no vio nada más allá de la luz de la antorcha sostenida por la Zelandoni, salvo esa negra intensidad que sólo se encuentra en las profundidades subterráneas. Se preguntó qué más habría en ese vacío cavernoso.

La antorcha de Jondalar lo precedió cuando también él dobló el recodo que cambió la dirección de sus pasos. La Zelandoni esperó a que estuvieran todos, incluido Lobo, antes de hablar.

—Un poco más adelante, donde se nivela el suelo, hay unas cuantas piedras idóneas para sentarse. Creo que deberíamos detenernos y comer algo y llenar los odres pequeños —anunció.

—Sí —coincidió Ayla—. Jonayla ha estado removiéndose y despertándose, y tengo que darle de mamar. Debería haberse despertado hace ya un rato, pero la oscuridad y el movimiento mientras camino la han mantenido tranquila.

La Zelandoni empezó a tararear otra vez hasta que llegaron a un sitio donde la cueva resonaba de otra manera. Cantó con mayor claridad tonal conforme se acercaban a un pequeño túnel a la izquierda. Se detuvo a la entrada de dicho túnel.

—Es aquí —dijo.

Ayla se alegró de liberarse del morral y el lanzavenablos. Cada uno buscó una piedra cómoda y Ayla sacó las tres esterillas tejidas con hojas de anea para sentarse. Cuando acercó a Jonayla a su pecho, la pequeña estaba más que dispuesta a mamar. La Zelandoni extrajo tres candiles de piedra de su morral, uno de arenisca con adornos, que Ayla ya le había visto usar en ocasiones anteriores, y dos de piedra caliza. La piedra de los tres candiles se había moldeado y lijado hasta obtener pequeños cuencos con asas rectas a la altura del borde. La Primera también sacó el material para mechas cuidadosamente envuelto y cogió seis tiras de setas secas.

—Ayla, ¿dónde está ese tubo de sebo que tenías? —preguntó la mujer.

—En el recipiente de la carne, en el morral de Jondalar —contestó Ayla.

Jondalar sacó los paquetes de comida y el gran odre que llevaba a la espalda y se los acercó a Ayla. Abrió el recipiente de cuero rígido donde llevaba la carne y ella señaló la porción de intestino rellena de grasa blanca y limpia, obtenida a partir de la grasa más dura de la zona lumbar, porque tenía un poco más de consistencia. Jondalar se la dio a la donier.

Mientras Jondalar rellenaba los pequeños odres individuales con el agua del grande, que acarreaba él, la Zelandoni puso unas gotas de sebo en las cavidades de cada uno de los tres candiles y lo fundió con el calor de su antorcha. Luego colocó dos mechas confeccionadas con setas secas en la grasa derretida de cada uno de los candiles, de manera tal que más de la mitad de cada tira absorbente quedase impregnada de grasa líquida, dejando que las dos pequeñas puntas asomaran por encima del borde. Cuando las encendió, chisporrotearon un poco, pero el calor atrajo la grasa de las mechas y pronto dispusieron de tres fuentes de luz adicionales, con lo que la cueva oscura quedaba bastante bien iluminada.

Jondalar repartió los alimentos que habían guisado esa mañana, mientras comían, para llevarse en su expedición al interior de la cueva. Colocaron trozos de ciervo rojo asado en sus cuencos de comer personales y emplearon los vasos para el caldo frío con verduras hervidas que transportaban en otro odre. Los trozos largos de zanahoria silvestre, las pequeñas raíces redondas almidonosas, los tallos de cardo troceados, los brotes de lúpulo y las cebollas silvestres estaban muy tiernos y apenas era necesario masticarlos; lo sorbieron todo junto con la sopa.

Ayla también había cortado un poco de carne para Lobo. Se la dio y luego se dispuso a comer ella mientras terminaba de amamantar a su hija. Había advertido que si bien Lobo había explorado un poco mientras avanzaban, no se alejaba demasiado. Los lobos veían muy bien en la oscuridad y a veces ella percibía en los rincones más oscuros de la cueva destellos de luz reflejados en sus ojos. Tenerlo cerca le proporcionaba una sensación de seguridad. Sabía que si ocurría un imprevisto y se quedaban sin fuego, él los guiaría al exterior de cualquier cueva valiéndose sólo de la nariz. Le constaba que poseía un sentido del olfato tan fino que podía volver sobre sus pasos fácilmente.

Mientras comían en silencio, Ayla, sin proponérselo, prestó atención a lo que los rodeaba, poniendo en ello los cinco sentidos. La luz de los candiles alumbraba sólo un espacio limitado. El resto de la cueva era de una oscuridad densa y envolvente que nunca se observaba en el exterior, ni siquiera en la noche más negra, y aunque no veía más allá del resplandor de las dos llamas de cada candil, si lo intentaba, oía los murmullos tenues de la cueva.

Había advertido que en algunas partes el suelo y la piedra estaban relativamente secos. En otras, en cambio, relucían por la humedad, debido al agua de la lluvia y la nieve y el deshielo que se filtraba lentamente, con una paciencia infinita, a través de la tierra y la piedra caliza, acumulando a su paso residuos calcáreos y depositándolos gota a gota para crear estalactitas en el techo y tocones redondeados de piedra en el suelo. Oía un suave goteo, tanto cerca como lejos. Con el transcurso de un tiempo inconmensurable, esas gotas formaban columnas, paredes y cortinas que configuraban el interior de la cueva.

Se oían el correteo y los chirridos de criaturas minúsculas, así como una corriente de aire casi imperceptible, un susurro amortiguado que sólo percibió aguzando el oído. Casi lo ahogaba el ruido de la respiración de los cinco seres vivos que habían entrado en aquel espacio silencioso. Trató de olfatear el aire y abrir la boca para paladearlo. Lo notó húmedo, con ese leve sabor a descomposición de la tierra pura y las antiguas conchas comprimidas en la piedra caliza.

Después de comer, la Zelandoni dijo:

—Hay algo que quiero que veas en este pequeño túnel. Podemos dejar aquí los bultos y recogerlos a la vuelta, pero deberíamos llevar un candil cada uno.

Buscaron los tres un rincón para orinar en privado antes de ponerse en marcha. Ayla sostuvo al frente a la pequeña para que también ella hiciera sus necesidades y la limpió con un poco de musgo suave y recién cogido que llevaba consigo. Luego se colocó a Jonayla en la cadera sujetándola con la manta de acarreo, cogió un candil de piedra caliza y siguió a la Zelandoni por el pasadizo que se desviaba hacia la izquierda. La mujer reanudó su canto. Ayla y Jondalar empezaban a acostumbrarse al timbre reverberante que adquiría su voz en algunos momentos para anunciarles que estaban cerca de una parte sagrada de la cueva, un sitio más cercano al Otro Mundo.

Cuando la Zelandoni se detuvo, dirigió la vista hacia la pared derecha. Siguieron su mirada y vieron dos mamuts, uno frente al otro. A Ayla le parecieron excepcionales, y se preguntó qué los habría llevado a elegir los distintos lugares donde estaban pintados los mamuts en esa cueva. Los habían creado hacía tanto tiempo que nadie sabía quiénes eran los autores, ni siquiera a qué caverna o a qué pueblo pertenecían los artistas, así que era poco probable que nadie conociera la respuesta, pero no pudo contenerse y lo preguntó de todos modos:

—Zelandoni, ¿sabes por qué los mamuts se encuentran uno frente al otro?

—Hay quienes piensan que están luchando —respondió ella—. ¿Tú qué opinas?

—Lo dudo —dijo Ayla.

—¿Por qué? —insistió la Primera.

—No se ve ferocidad ni ira en ellos. Parecen haberse reunido —contestó Ayla.

—¿Y tú qué dices, Jondalar? —preguntó la Zelandoni.

—No creo que estén luchando ni que tengan intenciones de luchar —respondió él—. Tal vez acaban de encontrarse por casualidad.

—¿Piensas que la persona que los pintó ahí se habría tomado la molestia si simplemente acabaran de encontrarse? —preguntó la Primera.

—No, probablemente no —contestó él.

—Quizá cada mamut representa al jefe de un grupo de personas que se reúnen para tomar una decisión sobre algo importante —sugirió Ayla—. O quizá hayan tomado la decisión y esta pintura conmemora el acontecimiento.

—Ésa es una de las ideas más interesantes que he oído —dictaminó la Zelandoni.

—Pero nunca lo sabremos con certeza, ¿verdad que no? —dijo Jondalar.

—No, seguramente no —contestó La Que Era la Primera—. Pero las conjeturas que expresa la gente a menudo nos revelan algo sobre quien las expresa.

Aguardaron en silencio, y de pronto Ayla sintió el impulso de tocar la pared entre los mamuts. Alargó el brazo derecho, apoyó la palma de la mano en la piedra y permaneció así por un momento, con los ojos cerrados. Percibió la dureza de la roca, el frío, la sensación húmeda de la piedra caliza, y enseguida le pareció notar algo más, una especie de intensidad, una concentración, un calor, quizá su propio calor transmitido a la piedra. Retiró la mano y se la miró; luego cambió de posición a su hija ligeramente.

Regresaron al pasadizo principal y se dirigieron al norte, ahora iluminándose con candiles en lugar de antorchas. La Zelandoni siguió usando la voz, a veces con un tarareo, a veces con mayores rasgos tonales, deteniéndose cuando quería enseñarles algo. A Ayla la fascinó en particular un mamut en el que unos trazos representaban el pelo que le colgaba por debajo, pero también tenía unas marcas, tal vez zarpazos de oso. La intrigaron los rinocerontes. Cuando llegaron a un punto donde el canto resonó más, la Zelandoni volvió a parar.

—Aquí hay que decidir qué camino tomamos —anunció—. Creo que primero deberíamos seguir todo recto, luego dar media vuelta y regresar aquí para coger el desvío de la izquierda y recorrer un trecho por ahí. O podemos ir directamente hacia la izquierda y luego volver.

—Decídelo tú —dijo Ayla.

—Ayla tiene razón. Tienes mejor sentido de la distancia y sabes lo cansada que estás —coincidió Jondalar.

—Estoy un poco cansada, pero es posible que nunca más vuelva aquí —comentó la Zelandoni—, y mañana puedo descansar, ya sea en el campamento o mientras me arrastra el caballo en ese asiento que me hicisteis. Seguiremos recto hasta el próximo sitio que podría acercarnos al Inframundo Sagrado de la Madre.

—Toda esta cueva parece el Inframundo de la Madre —observó Ayla, sintiendo un cosquilleo en la mano con la que había tocado la piedra.

—Tienes razón, y por eso es más difícil encontrar los sitios especiales —dijo la Primera.

—Creo que esta cueva podría llevarnos derechos al Otro Mundo, aunque esté en medio de la tierra —señaló Jondalar.

—Es verdad que esta cueva es mucho más grande y hay más cosas que ver de las que podremos ver en un solo día —corroboró la Zelandoni—. No bajaremos a las cavidades inferiores.

—¿Se ha perdido alguna vez alguien aquí dentro? —quiso saber Jondalar—. Sospecho que podría suceder fácilmente.

—No lo sé. Siempre procuramos venir aquí acompañados por alguien familiarizado con la cueva y que conozca bien el camino —explicó—. Y hablando de eso, me parece que es aquí donde solemos rellenar de material combustible los candiles.

Jondalar volvió a sacar la grasa, y la mujer, después de añadir un poco a los receptáculos de piedra, comprobó las mechas y tiró de ellas para que asomaran un poco más, con lo que ardieron más vivamente. Antes de reemprender la marcha, comentó:

—Emitir sonidos que resuenen, que produzcan alguna especie de eco, ayuda a orientarse. Algunos emplean flautas, así que tus cantos de pájaro, Ayla, deberían servir, pienso. ¿Por qué no lo intentas?

Ayla se sintió un poco cohibida y no supo bien qué pájaro imitar. Al cabo de un momento se decidió por la alondra y pensó en el ave con sus alas oscuras y su cola larga orlada de blanco, sus llamativas vetas en la pechuga y una cresta pequeña. Caminaban en lugar de brincar y vivían en nidos construidos de hierba a flor de tierra, muy ocultos. Una alondra, al ahuyentarla, emitía una especie de gorjeo líquido, y prolongaba el canto del amanecer mientras alzaba el vuelo hacia el cielo. Ese fue el sonido que Ayla produjo.

En la oscuridad absoluta de la profunda cueva, su imitación perfecta del canto de la alondra resultó extrañamente fuera de lugar, un sonido chocante y fantasmagórico que provocó un estremecimiento en Jondalar. La Zelandoni intentó disimularlo, pero la recorrió igualmente un escalofrío inesperado. Lobo lo percibió también, y ni siquiera se molestó en disimularlo. Su asombroso aullido de lobo reverberó en aquel descomunal espacio cerrado y despertó a Jonayla. La pequeña empezó a llorar, pero Ayla enseguida entendió que, más que un llanto motivado por el miedo o el malestar, era un sonoro lamento para acompañar la voz de Lobo.

—Ya sabía yo que ese lobo pertenecía a la zelandonia —sentenció la Primera, y decidió sumarse al coro con su vibrante voz operística.

Jondalar, atónito, se quedó inmóvil. Cuando cesaron los sonidos, dejó escapar una risa un tanto vacilante, pero acto seguido la Zelandoni también se echó a reír, lo que arrancó a Jondalar una de aquellas carcajadas sinceras y alegres que a Ayla tanto le gustaban y ella misma se unió al bullicio.

—Creo que no había tanto ruido en esta cueva desde hacía mucho tiempo —comentó La Que Era la Primera—. Seguro que a la Madre le gustará.

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