La tierra de las cuevas pintadas (85 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Habían planeado partir temprano, pero Amelana se puso de parto de madrugada, así que, lógicamente, los zelandonia de visita no podían marcharse. Ya a última hora de la tarde dio a luz a un bebé saludable, un niño, y la madre de Amelana ofreció una comida en celebración. No emprendieron el viaje de regreso, pues, hasta la mañana siguiente, y para entonces las despedidas tuvieron algo de anticlímax.

La composición del grupo de viajeros había vuelto a cambiar. Después de irse Kimeran, Beladora y los dos niños, y ya sin Amelana, sólo quedaban once, y tuvieron que organizarse de otra manera. Sin más compañero de juegos que Jonlevan, que era un año menor, Jonayla echó de menos a sus amigos. Jondecam sintió la ausencia de Kimeran, su tío, que era más como un hermano, y no se dio cuenta hasta entonces de lo bien que se entendían cuando trabajaban juntos. Le entristeció pensar que quizá nunca volverían a verse. Las únicas mujeres eran Ayla, Levela y la Primera, y añoraban a Beladora y los caprichos juveniles de Amelana. Tardaron un tiempo en volver a acomodarse a la rutina del viaje.

Siguieron el río cauce abajo, y cuando este desembocó en el Gran Río, lo bordearon en dirección al sur. Avistaron el vasto Mar del Sur un día antes de llegar a él, pero el paisaje ofrecía algo más que esa inmensa extensión de agua. Vieron manadas de renos, y megaceros, un grupo matriarcal de mamuts lanudos junto con sus crías de todas las edades, y varios rinocerontes lanudos. También empezaban a congregarse allí distintos ungulados, como los uros y los bisontes, en preparación para el otoño, cuando miles de ellos se reunirían para las peleas y los emparejamientos. Los caballos se desplazaban hacia sus pastizales de invierno. Una brisa fresca soplaba desde el mar; el Mar del Sur era un mar frío, y Ayla, al contemplar esa superficie de agua gélida, se dio cuenta de que pronto cambiaría la estación.

Encontraron a los comerciantes de quienes había hablado Conardi y al propio Conardi. Este se ocupó de las presentaciones, y se demostró que los cestos de Ayla eran un artículo deseable. Para las personas que viajaban cargando objetos, como era el caso de los comerciantes, los recipientes bien hechos eran una necesidad. Ayla dedicó su primera tarde en el lugar donde acamparon a confeccionar más cestos. También fueron bien acogidas las puntas y las herramientas de pedernal de Jondalar. La habilidad y la experiencia de Willamar como comerciante se impusieron a las de todos los demás. Los agrupó a todos, incluido Conardi, y se encargó de la organización.

Ofrecía una combinación de artículos, a menudo a más de una persona, como, por ejemplo, una provisión de carne seca y un cesto para llevarla. Adquirió muchas cuentas con fines decorativos, y se alegró de disponer de algunos de los cestos de Ayla para transportarlas. También consiguió sal para Ayla y un collar para Marthona realizado por uno de los recolectores de conchas, y algunos otros objetos de los que no habló a nadie.

Una vez concluida la operación comercial, iniciaron el viaje de regreso. Avanzaron más rápido que a la ida. Para empezar, conocían el camino, y no se detenían a visitar cavernas o ver cuevas pintadas. Y el cambio meteorológico los inducía a apretar el paso. Iban bien aprovisionados, con lo que no era necesario cazar tan a menudo. Sí visitaron de nuevo a Camora. Se llevó un disgusto cuando supo que Kimeran había cambiado de planes y se había quedado con la gente de su compañera. Jondecam y ella hablaron de él como si se hubiera marchado para siempre, hasta que la Primera les recordó que tenía previsto regresar.

Cuando llegaron al Gran Río, tuvieron que esperar, porque a causa de una tormenta era demasiado difícil cruzarlo mientras las aguas no volvieran a su cauce. Fue un momento de desasosiego, porque no querían quedarse aislados en esa orilla durante toda la estación. Finalmente mejoraron las condiciones y, aunque las aguas aún bajaban embravecidas, lo cruzaron. Al verse ya en el Río, se impacientaron por llegar a la caverna. Tuvieron que remontarlo a pie porque no disponían de balsas, y en todo caso habría sido un esfuerzo excesivo viajar a remo contracorriente.

Cuando por fin avistaron el enorme refugio de piedra que era la Novena Caverna, de buena gana habrían echado a correr, pero no fue necesario. Había vigías apostados en previsión de su llegada, y encendieron una hoguera de señales cuando los vieron. Casi toda la comunidad de la caverna salió a recibirlos y darles la bienvenida en su regreso a casa.

Capítulo 29

Ayla subió por el empinado sendero hacia lo alto de la pared rocosa. Acarreaba a la espalda una carga de leña sujeta a la cabeza mediante una correa ceñida en torno a la frente. La dejó junto a la columna de basalto erosionada que sobresalía del borde de la pared de piedra caliza en un ángulo en apariencia poco estable. Se detuvo a contemplar el paisaje. Por mucho que lo hubiera visto a lo largo del último año, durante el cual había estado marcando las salidas y puestas del sol y de la luna, la amplia vista nunca dejaba de conmoverla. Miró el Río, que discurría en sinuosos meandros de norte a sur. Oscuros nubarrones envolvían las crestas de los montes que se alzaban al este, al otro lado del Río, ocultando su escabroso contorno. Seguramente los vería con mayor nitidez al amanecer del día siguiente, momento en que verificaba por dónde salía el sol para comparar su posición con la del día anterior.

Se volvió en la otra dirección. El sol, con un brillo cegador, recorría su trayectoria descendente; pronto se pondría, y las escasas nubes blancas y algodonosas estaban teñidas de rosa por debajo, lo que auguraba un espectáculo magnífico. Siguió desplazando la mirada por el horizonte. Casi lamentó ver que al oeste el cielo estaba despejado. No tendría excusa para no subir esa noche, pensó mientras descendía a la Novena Caverna.

Cuando llegó a su morada bajo el saliente de piedra caliza, la encontró fría y vacía. Jondalar y Jonayla debían de haber ido a la vivienda de Proleva para la comida de la noche, se dijo Ayla, o quizá a la de Marthona. Estuvo tentada de ir a buscarlos, pero ¿de qué serviría si igualmente debía volver a marcharse?

Cogió leña menuda, pedernal y una piedra de fuego que tenía cerca del hogar frío y encendió una fogata. Cuando ya ardía bien, añadió unas piedras de cocinar; luego comprobó el odre y se alegró de que estuviera lleno. Echó un poco de agua en un cuenco de madera para cocinar con la idea de preparar una infusión. Buscó en torno al hogar y encontró un poco de sopa fría en un cesto de trama tupida, revestido de arcilla del río para impermeabilizarlo aún más, cosa que las mujeres habían empezado a hacer en los últimos años con los recipientes de cocinar. Con un cucharón hecho de asta de íbice, sacó el contenido del fondo, y con los dedos cogió unos trozos de carne fría y una raíz de algún tipo bastante reblandecida; luego acercó el recipiente al fuego y, con unas pinzas alabeadas, colocó unas cuantas brasas alrededor.

Añadió un poco más de leña al fuego y, sentada con las piernas cruzadas en un cojín, esperó con los ojos cerrados a que las piedras se calentasen para poder hervir el agua de la infusión. Estaba cansada. El último año le había resultado especialmente difícil por el tiempo que debía pasar despierta de noche. Casi la venció el sueño allí sentada, pero despertó bruscamente al caérsele la cabeza.

Humedeciéndose los dedos, salpicó las piedras de cocinar con unas gotas de agua y observó desaparecer las gotas con un siseo y una voluta de vapor. Después, usando las pinzas alabeadas con los extremos chamuscados, apartó del fuego una piedra de cocinar y la echó en el recipiente. El agua se agitó y despidió una nube de vapor. Agregó una segunda piedra, y cuando el agua se apaciguó, hundió el dedo meñique para comprobar el calor. Estaba caliente, pero no tanto como ella quería. Echó una tercera piedra retirada del fuego y esperó de nuevo a que el agua se asentara. Entonces, con el cucharón, llenó el vaso de agua humeante y añadió unos pellizcos de hojas secas, extraídos de una hilera de cestos tapados que tenía en una estantería cerca del hogar. Finalmente aguardó a que la infusión reposara en el vaso de trama tupida.

Comprobó el contenido de una bolsa que pendía de una estaquilla clavada en un poste. Contenía dos porciones planas de asta de megaceros y un buril de pedernal, con el que grababa sus marcas en las tablillas hechas con los cuernos del ciervo gigante. Examinó el utensilio para ver si la punta, como la de un cincel, seguía aguzada; con el uso, perdía filo. A modo de mango, se había insertado el extremo romo en un fragmento de cuerno de corzo previamente reblandecido en agua hirviendo; al secarse, el cuerno se endurecía de nuevo. En una de las porciones planas de asta había anotado las puestas del sol y la luna; en la otra, había llevado la cuenta del número de días transcurridos de una luna llena a la siguiente, señalando entre las dos lunas llenas la ausencia de luna y las semilunas en direcciones opuestas. Se prendió la bolsa del cinturón. Después echó sopa caliente en un cuenco de madera y se la bebió, deteniéndose sólo para masticar los trozos de carne.

En su espacio para dormir, se ciñó en torno a los hombros el manto forrado de piel con capucha —por la noche hacía frío incluso en verano—, cogió el vaso con la infusión y abandonó su morada. Una vez más se encaminó hacia el sendero ascendente al fondo del refugio, un poco más allá del borde del saliente, y empezó a subir, preguntándose dónde estaría Lobo. A menudo él era su única compañía en esas largas noches de vigilia, echado en el suelo a sus pies mientras ella, bien abrigada, permanecía sentada en lo alto de la pared de roca.

Cuando llegó a la bifurcación del sendero, tomó rápidamente un sorbo de infusión, dejó el vaso y se dirigió a toda prisa hacia las zanjas. Si bien las cambiaban de sitio aproximadamente cada año, siempre estaban más o menos en la misma zona. Orinó rápidamente y volvió al sendero, recogió el vaso y siguió por el desvío, la vereda estrecha y escarpada que llevaba a lo alto.

No lejos de la extraña roca inclinada incrustada en el borde de la pared, había un círculo negro delimitado por un anillo de piedras que contenía carbón, y unas cuantas piedras lisas de río aptas para cocinar. Cerca de un afloramiento natural de roca, habían abierto una concavidad en la frágil piedra caliza junto a la columna. Un gran panel de hierba seca tejida para que la lluvia resbalase por las hojas superpuestas descansaba, inclinado, contra la piedra. Debajo había un par de cuencos, incluido un recipiente para cocinar, y una bolsa de piel que contenía objetos diversos: un cuchillo de pedernal, un par de bolsas con hierbas para infusiones, un poco de carne seca. Al lado guardaban una piel enrollada que contenía un paquete de cuero con material para encender el fuego, un tosco candil de piedra y unas cuantas mechas, además de antorchas.

Ayla apartó el paquete: no encendería fuego hasta que la luna saliese. Extendió la piel y, empleando el afloramiento a modo de respaldo, se acomodó en su sitio de costumbre, de espaldas al Río para ver el horizonte de poniente. Sacó de la bolsa las tablillas de asta y el buril de pedernal y examinó el registro de las puestas de sol realizado hasta el momento. Después observó de nuevo la línea superior del paisaje al oeste.

«Anoche se puso justo a la izquierda de aquella pequeña elevación», se dijo, entornando los ojos para protegerse de los rayos del sol oblicuos y luminosos. La luz cálida y resplandeciente se deslizaba por detrás de una bruma polvorienta cerca de la tierra, que ocultaba la incandescencia abrasadora del refulgente disco rojo. Era tan perfectamente redondo como su compañera nocturna cuando estaba llena. Las dos esferas celestes eran exactamente circulares, los únicos círculos perfectos en su entorno. Con la bruma era más fácil ver el sol y precisar el lugar donde se ponía en relación con el contorno montañoso del lejano horizonte. En la luz menguante, grabó una marca en la tablilla de asta.

A continuación se volvió hacia el este, al otro lado del Río. Las primeras estrellas empezaban a salir en el cielo cada vez más oscuro. Pronto la luna enseñaría su rostro, lo sabía, aunque a veces asomaba antes de que se pusiera el sol y mostraba su cara durante el día, más pálida vista contra el claro cielo azul. Llevaba casi un año viendo salir y ponerse el sol y la luna, y si bien no le gustaba separarse de Jondalar y Jonayla, como le exigía la labor de observar los cuerpos celestes, le fascinaban los conocimientos que había adquirido. Así y todo, esa noche sentía cierto malestar. Quería volver a su morada, meterse entre sus pieles junto a Jondalar para que la abrazara, la tocara y la hiciera sentir como sólo él sabía. Se puso en pie y se sentó de nuevo, buscando una postura más cómoda, intentando prepararse para la larga noche en soledad.

Para matar el tiempo y mantenerse despierta, se concentró en repetir en voz baja algunas de las numerosas canciones y largas historias y leyendas, muchas rimadas, que había consignado a la memoria. Aunque poseía una retentiva excelente, era mucha la información que debía aprender. Como no tenía voz para entonar una melodía, no pretendía cantar como muchos zelandonia, pero la Zelandoni le había dicho que no era necesario cantar, siempre y cuando conociera las letras y su significado. A Lobo, mientras dormitaba junto a ella, parecía agradarle el arrullo de su voz cuando ronroneaba con monotonía métrica, pero esa noche ni siquiera contaba con la compañía del animal.

Decidió recitar una de las historias, que trataba de los tiempos de antaño; para ella, era un relato especialmente difícil. Era una antiquísima alusión a aquellos a quienes los zelandonii llamaban cabezas chatas, aquellos a quienes ella consideraba su clan. Pero Ayla se distraía continuamente. El relato contenía un sinfín de nombres con los que no estaba familiarizada, sucesos carentes de sentido para ella, y conceptos que no acababa de comprender, o tal vez con los que no coincidía plenamente. No cesaba de revivir sus propios recuerdos, su propia historia, su vida anterior con el clan. Tal vez era mejor dejarlo y empezar con una leyenda. Estas eran más sencillas. A menudo contaban relatos divertidos o tristes, que explicaban o ejemplificaban costumbres y conductas.

Oyó un leve sonido, una respiración anhelante, y al volverse vio a Lobo subir por el camino para reunirse con ella. Contento de verla, le saltó encima. Ayla sintió lo mismo.

—Hola, Lobo —dijo, alborotándole el espeso pelaje en torno al cuello y sonriendo al abrazarle la cabeza y mirarlo a los ojos—. Me alegro mucho de verte. Esta noche necesito compañía.

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