Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—¿Cuándo se hundió el suelo? —preguntó Jondalar. El suelo bajo sus pies parecía bastante sólido, pero se preguntaba si podía ocurrir de nuevo.
—No lo sé —respondió la Guardiana—, pero sí sé que fue después de estar aquí los Antiguos.
—¿Y cómo lo sabes? —inquirió Jondalar.
—Mirad encima del hoyo —respondió ella, señalando una roca afilada de superficie lisa que pendía del techo sobre la concavidad.
Todos dirigieron la vista hacia allí. Como en esa cámara la mayoría de las paredes y las rocas que asomaban del techo aparecían recubiertas de una suave capa de material arcilloso marrón claro, vermiculita —una alteración química de los elementos minerales de la piedra que reblandecía la superficie—, las imágenes eran blancas. Podían realizarse dibujos con un palo, o incluso con el dedo —una especie de grabados, por así decirlo—, desplazando la arcilla marrón de la superficie y dejando debajo una línea de un blanco puro.
Ayla advirtió que había muchos dibujos blancos en esa sala, pero en la roca colgante vio claramente un caballo, así como una lechuza con la cabeza vuelta de modo que la cara se le veía encima del lomo. Era una postura propia de las lechuzas, pero Ayla nunca la había visto dibujada; de hecho, nunca había visto una dibujada en una cueva.
—Tienes razón —dijo Jondalar—. Eso tuvieron que hacerlo los Antiguos antes de hundirse el suelo, porque ahora nadie llegaría hasta allí.
La Guardiana le sonrió, complacida por la incredulidad en su tono de voz. Señaló más dibujos grabados con los dedos en la gran sala. Circundando la concavidad circular, los llevó hasta el otro lado, la pared izquierda. Si bien estaba llena de estalactitas colgantes y columnas estalagmíticas y pirámides circulares erigidas en el suelo, no era difícil desplazarse por allí, y la mayor parte de los motivos ornamentales se encontraban a la altura de los ojos. Incluso de lejos, la luz de las antorchas iluminaba muchos grabados blancos, algunos obtenidos mediante frotación para producir una superficie blanca. En medio de la sala vieron mamuts, rinocerontes, osos, uros, bisontes, caballos, series de líneas curvas y sinuosos trazos de dedos dibujados sobre arañazos de osos.
—¿Cuántos animales hay en esta cámara? —preguntó Ayla.
—Yo he contado casi dos veces veinticinco —respondió la Guardiana. Levantó la mano izquierda con todos los dedos doblados; luego abrió la mano y volvió a doblar los dedos.
Ayla recordó la otra manera de contar con los dedos. Contar con las manos podía ser más complejo que el simple uso de palabras de contar, si uno sabía hacerlo. La mano derecha contaba las palabras, y conforme se pronunciaba cada palabra, se doblaba un dedo; la mano izquierda indicaba el número de veces que se contaba hasta cinco. La mano izquierda, con la palma hacia fuera, con todos los dedos doblados, no equivalía a cinco, tal como ella había pensado cuando aprendió a contar por su cuenta y como le había enseñado Jondalar las palabras de contar, sino a veinticinco. Había aprendido esa manera de contar en su adiestramiento, y el concepto la había asombrado. Usadas así, las palabras de contar resultaban mucho más poderosas.
Se le ocurrió que los puntos grandes podían ser también una manera de utilizar las palabras de contar. La huella de una mano podía considerarse cinco; un punto grande realizado sólo con la palma de la mano podía significar veinticinco, y dos serían dos veces veinticinco, o sea, cincuenta, y muchos en la pared en un mismo lugar equivaldrían a un número muy grande, si uno sabía interpretarlo. Pero, como la mayoría de las cosas relacionadas con la zelandonia, probablemente era más complejo que eso. Todos los signos poseían más de un significado.
Mientras caminaban por la sala, Ayla vio un caballo hermosamente trazado, y detrás dos mamuts, superpuestos, con la línea del vientre dibujada como un arco alto, lo que llevó a Ayla a pensar en el enorme arco exterior. ¿Representaba acaso el arco un mamut? La mayoría de los animales de esa cámara parecían mamuts, pero había también muchos rinocerontes, y uno en concreto captó la atención de Ayla. Sólo la mitad delantera estaba grabada, y parecía surgir de una grieta en la pared, del mundo existente detrás de la pared. Había asimismo unos cuantos caballos, uros y bisontes, pero no felinos ni ciervos. Y en tanto que todas las imágenes en la primera parte de la cueva estaban realizadas en pintura roja —el ocre rojo del suelo y las paredes—, las imágenes de esa zona eran blancas, grabadas con los dedos u otros objetos duros, salvo por algunas trazadas en negro en la pared de la derecha, al fondo, que incluían un magnífico oso negro.
Parecían interesantes y quiso acercarse a verlos, pero la Guardiana los condujo por el lado izquierdo del gran cráter situado en medio de la sala hacia otra sección de la cueva. La pared izquierda quedaba oculta por una masa de grandes bloques de roca que Ayla apenas distinguía a la luz de las antorchas, y se acordó de que convenía golpear la antorcha para eliminar el exceso de ceniza. La llama se avivó y cayó en la cuenta de que pronto necesitaría encender otra antorcha.
La Guardiana empezó a tararear de nuevo cuando se acercaron a otro espacio de una altura mucho menor. Tan bajo era que alguien se había encaramado a los bloques y dibujado un mamut con un dedo en el techo. A la derecha había una cabeza de bisonte, realizada con trazos rápidos, seguida de tres mamuts y, más allá, otros varios dibujos en rocas que colgaban del techo. Ayla vio dos grandes renos dibujados en negro y sombreados para realzar el contorno, y un tercero con menos detalle. En otra roca colgante había dos mamuts, uno frente al otro, pero el de la izquierda sólo tenía dibujados los cuartos delanteros; el de la derecha había sido rellenado de negro, y tenía colmillos, los únicos colmillos que Ayla había visto en los mamuts de esa cueva. Advirtió otros dibujos en rocas colgantes más al fondo, muy altos por encima del suelo: el perfil izquierdo de otro mamut, un león enorme, y después, sorprendentemente, un buey almizclero, reconocible por sus cuernos curvos dirigidos hacia abajo.
Tan absorta estaba Ayla en contemplar los animales de las rocas colgantes del fondo que no se dio cuenta de que la Guardiana, la Zelandoni Primera y el Zelandoni de la Decimonovena Caverna volvían a cantar a la cueva hasta que oyó a la Primera sumar su voz a todas las demás. Esta vez ella no se unió a ellos. Podía imitar voces de aves y animales, pero no sabía cantar, y sin embargo disfrutaba escuchando.
Ella agradeció su regreso al que fuera su compañero
,
y el triste suceso le contó en tono pesaroso y lastimero
.
El querido amigo accedió a intervenir en el lance
,
dispuesto a rescatar a su hijo de tan difícil trance
.
Le habló de su honda aflicción y del turbulento ladrón
.
Al borde del agotamiento, Ella necesitaba una pausa
,
al luminoso amante dejó luchar por su justa causa
.
Mientras la Madre dormía, él combatía a la fuerza glacial,
y momentáneamente la obligó a volver a su estado inicial
.
Tenía alma de paladín. Pero incierto era aún el fin
.
Dándolo todo, su magnífico amigo luchó con bravura
,
el combate era enconado, la contienda penosa y dura
.
Al cerrar su gran ojo, abandonó por un instante la cautela,
y la oscuridad robó la luz de su cielo con una triquiñuela
.
Su pálido amigo desfallecía. Su luz se extinguía
.
En la oscuridad absoluta, la Madre despertó con un grito
.
El tenebroso vacío se había propagado por el espacio infinito
.
Ella se sumó a la pugna, organizó con rapidez la defensa
,
y a su amigo liberó de aquella sombra tétrica y densa
.
Pero a su hijo perdió de vista. La noche borró toda pista
.
En las garras del torbellino, el hijo radiante y exaltado
dejó de dar calor a la Tierra, el frío caos había triunfado
.
La vida fértil y verde dio paso a la nieve y el hielo
,
y un cortante viento siguió azotándola cual flagelo
.
La Tierra era un desierto. Las plantas habían muerto
.
La Madre estaba angustiada, exánime, exhausta
,
pero tendió de nuevo su mano en ocasión tan infausta
.
No podía rendirse, de eso tenía clara conciencia
;
de Ella dependía la luz de su hijo, su supervivencia
.
No cesó de luchar. La luz quería recuperar
.
De pronto algo captó la atención de Ayla, algo ante lo que se estremeció por un escalofrío, no de miedo, sino de reconocimiento. Vio un cráneo de oso cavernario, aislado, en lo alto de la superficie horizontal de una roca. No sabía cómo había llegado la roca al centro de la sala. Había otras menores cerca y supuso que habían caído del techo, si bien, aparte de esa, ninguna tenía la superficie superior aplanada; pero sí supo cómo había llegado hasta allí el cráneo. ¡Lo había colocado una mano humana!
Al acercarse a la roca, Ayla recordó el cráneo del oso cavernario que Creb había encontrado con un hueso introducido a la fuerza a través de la abertura formada por la cuenca del ojo y el pómulo. Ese cráneo poseía una gran significación para el Mog-ur del Clan del Oso Cavernario, y Ayla se preguntó si algún miembro del clan habría estado en esa cueva. Sin duda ellos habrían atribuido una honda trascendencia a esa cueva. Los antiguos que habían realizado las imágenes allí eran con toda seguridad personas como ella; los miembros del clan no creaban imágenes, pero sí podrían haber llevado un cráneo hasta ese lugar. Y el clan habitó en la zona al mismo tiempo que los antiguos pintores. ¿Habrían entrado acaso en esa cueva?
Al examinar el cráneo del oso cavernario colocado en la roca plana, con los dos enormes colmillos asomando por encima del borde de piedra, tuvo la firme convicción de que el antiguo que lo había puesto allí pertenecía al clan. Jondalar la vio temblar y se aproximó al centro de aquel espacio. Cuando llegó a la roca y vio el cráneo del oso cavernario, comprendió su reacción.
—¿Estás bien, Ayla? —preguntó.
—Esta cueva habría tenido un gran significado para el clan —comentó—. No puedo evitar pensar que ellos la conocían. En su memoria, quizá la conozcan aún.
Los demás se habían reunido ya en torno a la roca con el cráneo.
—Veo que habéis encontrado el cráneo. Tenía intención de enseñároslo —dijo la Guardiana.
—¿Ha estado aquí alguien del clan? —preguntó Ayla.
—¿Alguien del clan? —repitió la Guardiana, cabeceando.
—Los que vosotros llamáis cabezas chatas —aclaró Ayla—. El otro pueblo.
—Es curioso que lo preguntes —dijo la Guardiana—. A veces vemos cabezas chatas por aquí, pero normalmente sólo en ciertas épocas del año. Asustan a los niños, pero hemos llegado a una especie de acuerdo, si es que puede llegarse a un acuerdo con animales. Ellos se mantienen a distancia de nosotros, y nosotros no los molestamos si lo único que quieren es entrar en la cueva.
—En primer lugar debo decirte que no son animales; son personas. El Oso Cavernario es su tótem principal. Ellos se hacen llamar Clan del Oso Cavernario —dijo Ayla.
—¿Cómo pueden llamarse de ninguna manera si no hablan? —preguntó la Guardiana.
—Sí hablan, sólo que no como nosotros. Utilizan unas cuantas palabras, pero básicamente se comunican con las manos —explicó Ayla.
—¿Cómo se comunica uno con las manos?
—Hacen gestos, movimientos con las manos y el cuerpo —continuó Ayla.
—No lo entiendo —admitió la Guardiana.
—Te lo demostraré —dijo Ayla, y entregó su antorcha a Jondalar—. La próxima vez que veas a una persona del clan que quiere entrar en esta cueva, puedes decirle esto. —Pronunció las palabras a medida que ejecutaba los gestos—. Yo te saludo, y bienvenido seas si quieres visitar esta cueva, morada de los osos cavernarios.
—Esos movimientos, esos gestos, ¿significan lo que acabas de decir? —preguntó la Guardiana.
—Estoy enseñando a la Novena Caverna y a nuestros zelandonia, y a cualquiera que quiera aprender, unos cuantos signos básicos, porque así, si en sus viajes conocen a gente del clan, podrán comunicarse, al menos un poco —explicó Ayla—. Estaré encantada de enseñarte también a ti algún que otro signo, pero probablemente convendría esperar a salir de la cueva, y así habrá más luz.
—Me gustaría ver más signos, pero ¿cómo sabes tanto? —preguntó la Guardiana.
—He vivido entre ellos. Ellos me criaron. Mi madre y quien quiera que estuviese con ella, mi pueblo, supongo, murieron en un terremoto. Yo me quedé desamparada. Vagué sola hasta que me encontró el clan y me acogió. Cuidaron de mí, me quisieron, y yo los quise a ellos —contó Ayla.
—¿No sabes quiénes son los tuyos? —preguntó la Guardiana.
—Ahora los míos son los zelandonii. Antes lo fueron los mamutoi, los cazadores de mamuts, y antes de eso mi pueblo fue el clan, pero no recuerdo a aquellos entre quienes nací —explicó Ayla.
—Ya veo —dijo la Guardiana—. Me gustaría saber más, pero ahora aún nos queda por ver el resto de esta cueva.
—Tienes razón —dijo la Primera. Había observado con interés la reacción de esa Zelandoni en cuanto Ayla empezó a hablar del tema—. Prosigamos.
Mientras Ayla pensaba en el cráneo del oso sobre la roca, la Guardiana había enseñado a los demás otra parte de la sección donde estaban. Ayla reparó en varias zonas mientras avanzaban, un enorme panel grabado con mamuts, algunos caballos, uros e íbices.
—Debo advertirte, Zelandoni Que Eres la Primera —dijo la Guardiana—, que se accede a la última cámara de este eje que recorre la cueva en toda su longitud por un tramo bastante difícil. Es necesario ascender por unos altos peldaños y encorvarse para atravesar un pasadizo de techo bajo, y no hay mucho que ver aparte de algunos signos, un caballo amarillo y al final unos cuantos mamuts. Quizá quieras pensártelo antes de seguir adelante.
—Sí, me acuerdo —dijo la Primera—. No necesito ver eso esta última vez. Dejaré que sigan los que tienen más energía.
—Yo esperaré aquí contigo —se ofreció Willamar—. También lo he visto.
Cuando el grupo volvió a reunirse, se pusieron en marcha de nuevo, junto a la pared que antes les quedaba a la derecha y ahora a la izquierda. Pasaron ante el panel con los mamuts grabados y por último llegaron a las pinturas negras que habían vislumbrado a lo lejos. Cuando se acercaron a la primera de las imágenes, la Guardiana empezó a tararear una vez más, y los visitantes percibieron la respuesta de la cueva.