Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Las imágenes que atrajeron a Ayla inicialmente fueron los caballos, si bien no eran ni mucho menos las primeras pinturas en la pared. Había visto arte muy hermoso desde que conocía la existencia de las representaciones visuales, pero nunca había visto nada como el panel de los caballos en esa pared.
En aquella cueva húmeda, la superficie de la pared era blanda. Allí, por la acción de agentes químicos y bacterianos que ni Ayla ni los artistas podían siquiera alcanzar a imaginar, la capa superficial de la piedra caliza se había descompuesto en «leche de luna», un material de textura suave, casi sedoso, y de un color blanco puro. Podía retirarse de la pared prácticamente sin rascar, incluso con la mano, y debajo aparecía la piedra caliza dura y blanca, un lienzo perfecto para un dibujo. Los antiguos que pintaron esas paredes lo conocían bien, y sabían utilizarlo.
Había cuatro cabezas de caballo, pintadas en perspectiva, una encima de la otra, pero la pared detrás de ellos estaba restregada por completo, lo que había permitido al artista mostrar los detalles y las diferencias propias de cada animal. La característica crin erizada, la línea de la quijada, la forma del hocico, una boca abierta o cerrada, un ollar hinchado, todos los detalles aparecían representados con tal precisión que aquellos caballos semejaban animales vivos.
Ayla se volvió hacia el hombre alto que era su compañero para compartir ese momento con él.
—¡Jondalar, mira esos caballos! ¿Has visto alguna vez algo parecido? Da la impresión de que están vivos.
Él se situó detrás de ella y la rodeó con los brazos.
—He visto hermosas pinturas de caballos en paredes, pero nada como esto. ¿Tú qué opinas, Jonokol?
Jonokol se volvió hacia la Primera.
—Gracias por traerme. Sólo por esto el viaje entero ha valido la pena. —Se volvió hacia la pared pintada—. Y no sólo por los caballos. Fijaos en esos uros, y en esos rinocerontes luchando.
—No creo que sea una pelea —dijo Ayla.
—No, eso también lo hacen antes de compartir los placeres —explicó Willamar. Miró a la Primera y sintió que estaban viviendo la misma experiencia. Aunque los dos habían estado ya allí, ver las imágenes a través de los ojos de Ayla era como verlas por primera vez.
La Guardiana no pudo contener una sonrisa de satisfacción. No le fue necesario decir «Ya os lo había dicho». Eso era lo mejor de ser Guardiana. No ver la obra ella misma —ya la había visto muchas veces—, sino ver cómo reaccionaba la gente ante las imágenes. Al menos la mayoría de la gente.
—¿Os gustaría ver más?
Ayla se limitó a mirarla y sonreír, pero era la sonrisa más adorable que la Guardiana había visto jamás. «Es una mujer realmente hermosa», pensó la Guardiana. «Comprendo la atracción de Jondalar hacia ella. Si yo fuera hombre, también me atraería.»
Ahora que habían contemplado detenidamente los caballos, Ayla pudo dedicarse al resto, y había mucho más que ver: los tres uros a la izquierda de los caballos, mezclados con pequeños rinocerontes, un ciervo, y debajo de los rinocerontes enfrentados, un bisonte. A la derecha de los caballos había un entrante, con espacio sólo para una persona. Contenía más caballos, un oso o quizá un felino enorme, un uro y un bisonte con muchas patas.
—Fijaos en ese bisonte en plena carrera —señaló Ayla—. Está corriendo y respirando con fuerza, y los leones —añadió, primero sonriendo y luego riéndose a carcajadas.
—¿Qué encuentras tan gracioso? —preguntó Jondalar.
—¿Ves esos dos leones? La hembra sentada está en celo, y el macho está muy interesado, pero ella no. No es él con quien ella quiere compartir placeres, así que se sienta y no le permite acercarse. El artista los pintó tan bien que se percibe el desdén en la expresión de la hembra, y eso a pesar de que el macho intenta mostrarse grande y fuerte… ¿ves cómo enseña los dientes? Porque sabe que la leona no lo considera digno de ella, y le tiene un poco de miedo —explicó Ayla—. ¿Cómo puede conseguir eso un artista? Conseguir esa expresión con tal exactitud…
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó la Guardiana. Nadie había dado antes esa explicación, pero tal como la planteó Ayla, parecía del todo acertada: era verdad que tenían esas expresiones.
—Cuando aprendí a cazar por mi cuenta, solía observar a los leones —respondió Ayla—. Por entonces vivía con el clan, y como en principio las mujeres del clan no deben cazar, decidí que yo, en lugar de cazar animales para comer, ya que no podía llevarlos conmigo y se echarían a perder, cazaría los devoradores de carne que nos robaban la comida. Aun así, cuando se enteraron, tuve problemas.
La Guardiana había empezado a tararear otra vez, y Jonokol acompañó sus tonos con notas armoniosas. La Primera se disponía a unirse a ellos cuando Ayla salió del entrante.
—Los leones son lo que más me ha gustado. Creo que ese león frustrado emitiría un sonido así —dijo, y empezó a emitir un gruñido ascendente que acabó en un descomunal rugido. Reverberó en la roca de la cueva hasta el final del pasadizo que se extendía ante ellos y luego salió hacia la cámara donde se hallaba el cráneo de oso.
La Guardiana, sorprendida y un poco asustada, retrocedió de un salto.
—¿Y eso cómo lo hace? —Miró a la Primera y a Willamar con cara de incredulidad.
Los dos se limitaron a mover la cabeza en un gesto de asentimiento.
—A nosotros aún nos sorprende —respondió Willamar cuando Ayla y Jondalar siguieron adelante—. Si te fijas con atención, no es tan sonoro como parece, pero es muy sonoro.
Al otro lado del entrante, un panel contenía casi exclusivamente renos, machos todos ellos. Incluso las hembras de reno tenían cornamenta, la excepción entre las distintas especies de ciervo, pero era pequeña. Los seis renos del panel presentaban cornamentas muy desarrolladas: el tronco nacía en la frente y las astas formaban una curva amplia hacia atrás. También había un caballo, un bisonte y un uro. Pero Ayla pensó que no todas las pinturas eran obra de la misma persona. El bisonte ofrecía un aspecto rígido, y el caballo parecía poco acabado, sobre todo después de haber visto los hermosos ejemplares anteriores. El autor no era un buen artista.
La Guardiana se acercó a una abertura a la derecha que llevaba a un pasadizo estrecho por el que había que ir de uno en uno debido a la forma de las paredes y a las rocas que colgaban del techo. A la derecha había un dibujo en negro de un megaceros entero, el ciervo gigante cuya característica más representativa era la joroba en la cruz, junto con una cabeza pequeña y un cuello sinuoso. Ayla se preguntó por qué aquellos artistas los representaban sin cuernos, ya que para ella ese era el rasgo principal, y la causa de la joroba.
En el mismo panel, en posición vertical y mirando hacia arriba, se veían la línea del lomo y los dos cuernos frontales de un rinoceronte, con arcos dobles que representaban las orejas. A la izquierda de la entrada se advertía la forma de la cabeza y el lomo de dos mamuts. Más allá, en la pared izquierda, había otros dos rinocerontes orientados en direcciones opuestas. El que miraba a la derecha estaba entero. Tenía además una ancha banda oscura en torno a la zona central, como muchos rinocerontes en aquella cueva. Encima de él, el que miraba a la izquierda sólo aparecía insinuado por la línea del lomo y los pequeños arcos dobles de las orejas.
A Ayla le interesó más aún la hilera de restos de fogatas a lo largo del pasadizo, utilizadas probablemente para obtener el carbón con el que realizar los dibujos. El fuego había ennegrecido las paredes cercanas. ¿Serían las fogatas de los Antiguos, de los artistas que crearon todas esas pinturas y esos dibujos increíbles en aquella cueva magnífica? Eso les confería una apariencia más real, de personas más que de espíritus de otro mundo. El suelo bajaba en pendiente pronunciada y había tres bruscos escalones de aproximadamente un metro de altura cada uno. En medio del pasadizo había grabados hechos con los dedos en lugar de dibujos en negro. Poco antes del segundo escalón, vieron tres triángulos púbicos con hendidura vulvar en el vértice inferior, dos en la pared de la izquierda y uno en la de la derecha.
La Primera empezaba a estar cansada, pero sabía que nunca más haría ese viaje, y aunque lo hiciera, sería incapaz de recorrer toda esa cueva. Jonokol y Jondalar, situándose uno a cada lado, la habían ayudado a bajar los escalones, y también cuando la pendiente era especialmente escarpada. Pese a que era un recorrido difícil para ella, Ayla advirtió que en ningún momento planteó la posibilidad de no seguir adelante. En cierto punto, la oyó comentar, casi para sí, que nunca más vería esa cueva.
Las largas caminatas a las que se había sometido durante el viaje habían mejorado su estado de salud, pero, como buena sanadora que era, sabía que ya no gozaba de las fuerzas de su juventud. Estaba decidida a ver íntegramente esa cueva tan especial una vez más.
El último panel pintado del pasadizo se hallaba justo antes del tercer escalón. A la derecha había cuatro rinocerontes, en parte pintados, en parte grabados. Uno de ellos no se distinguía muy bien, dos eran bastante pequeños y tenían bandas negras en torno al vientre y aquellas peculiares orejas. El último era mucho mayor pero estaba incompleto. En una roca colgante, un gran íbice macho pintado en negro, inconfundible por los cuernos orientados hacia atrás extendiéndose sobre casi todo el cuerpo, contemplaba al otro grupo de animales desde su posición elevada. En el lado izquierdo, la pared había sido raspada en preparación para varios animales: seis caballos enteros o parciales, dos bisontes y dos megaceros —en ambos casos, uno completo y uno inacabado—, dos rinocerontes pequeños y varias líneas y marcas.
Venía a continuación el último descenso escarpado: un tramo de cuatro metros y medio con gradas desiguales originadas por el paso del agua y concavidades en la tierra de relleno del suelo, además de grandes nidos de oso excavados en él. Jondalar, Jonokol, Willamar y Ayla ayudaron a la Primera a bajar. Sería igual de difícil hacerla subir, pero todos estaban decididos a continuar. Colgaban rocas del techo, reflejándose la luz de las antorchas en sus superficies tersas y claras, pero no estaban decoradas. La pared derecha contenía alguna que otra muestra de arte, pero no muchas.
La Guardiana reanudó su tarareo, y la Primera unió su voz a la de ella; luego Jonokol la imitó. Ayla esperó. En primer lugar se volvieron hacia la pared derecha, pero Ayla no entendió la razón, ya que no resonaba bien. En un panel se veían tres rinocerontes negros —uno acabado, con banda negra en torno a la franja central, otro que se reducía a un contorno, y un tercero que era sólo la cabeza—, tres leones, un oso, la cabeza de un bisonte y una vulva. Ayla tuvo la impresión de que contaban una historia, quizá sobre mujeres, y deseó saber cuál era. Después se dieron la vuelta y contemplaron la pared izquierda. Entonces la cueva sí les devolvió su canto con claridad.
A simple vista se veía que la primera parte de la pared izquierda estaba dividida en tres grandes secciones. Muy cerca del principio de ese espacio advirtieron tres leones juntos mirando a la derecha, mostrados en perspectiva mediante la línea del lomo. El más grande, también el más alejado, pintado en negro, medía casi tres metros de largo y mostraba el escroto, así que no había duda alguna acerca del sexo. El del centro estaba dibujado en rojo, y quedaba claro igualmente que era macho. El que se hallaba más cerca era de menor tamaño, una hembra. Al contemplar el dibujo, Ayla tuvo sus dudas sobre el del medio. No se veía una tercera cabeza, y acaso estuviera allí sólo para crear perspectiva y se tratase en realidad de una pareja de leones. Pese a su sencillez, las líneas eran muy expresivas. Por encima de los lomos, distinguió apenas tres mamuts grabados con el dedo. En esa parte de la cueva predominaban los leones. A la derecha de los leones había un rinoceronte, y a la derecha de este, otros tres leones más mirando a la izquierda que parecían observar a los otros leones y a los dos rinocerontes, lo cual confería cierto equilibrio al panel.
Todas las pinturas de esa sección estaban situadas a una altura a la que una persona podía acceder desde el suelo, excepto por un mamut grabado en la parte superior de la pared. Por debajo de muchas de las pinturas se advertían zarpazos de oso, pero también había alguno que otro por encima, de donde se desprendía que había habido allí osos después de marcharse los humanos.
En el centro de la sección se formaba un entrante. A su izquierda vieron leones rojos desvaídos y puntos con leones negros superpuestos. Después venía una sección con un rinoceronte dotado de múltiples cuernos, ocho en perspectiva, de modo que parecían ocho rinocerontes, uno al lado del otro, así como muchos otros más. A la derecha del panel de los rinocerontes, estaba el entrante, y dentro encontraron el dibujo de un caballo. Encima habían pintado dos rinocerontes negros y un mamut, y animales insinuados saliendo de las profundidades de las rocas: un caballo salía del entrante, un bisonte enorme asomaba de una grieta, como procedente del otro mundo, luego unos mamuts y un rinoceronte.
La sección a la derecha del entrante mostraba básicamente dos especies de animal: leones y bisontes, leones cazando bisontes. Los bisontes se apiñaban en forma de manada a la izquierda, y los leones acechaban a la derecha, como si aguardasen una señal para abalanzarse sobre ellos. Los leones eran de una ferocidad hermosa, como debía ser, pensó Ayla; al fin y al cabo, el León Cavernario era su tótem. A juicio de Ayla, esa era la cámara más espectacular de la cueva. Eran tantas las imágenes que no podía asimilarlas todas, por más que quisiera. El enorme panel terminaba en un saliente que formaba una especie de segundo hueco, poco profundo, con un rinoceronte negro entero saliendo del mundo de los espíritus. Al otro lado de ese hueco había un bisonte con la cabeza dibujada de cara y el cuerpo de perfil, perpendicular a la cabeza, un recurso pictórico muy eficaz.
El bisonte se hallaba sobre una cavidad circular que contenía dos cabezas de león y los cuartos anteriores de otro león mirando hacia la derecha. Encima de los leones se veía un rinoceronte negro con bandas rojas que representaban heridas y sangre que le salía por la boca. Más allá, una ancha roca colgante señalaba el lugar donde descendía el techo hasta formar un ángulo recto con la pared derecha. Dicha roca tenía tres leones y otro animal pintados en la superficie interna, pero se veían desde la cámara. Justo antes de empezar a disminuir la altura del techo, sobresalía de él una protuberancia rocosa de punta redondeada que descendía verticalmente. Tenía cuatro caras, todas suntuosamente decoradas.