La tierra de las cuevas pintadas (77 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—Soy curandera, y pude ayudar a Rydag a sentirse más a gusto. ¿Puedes precisar a qué te refieres cuando dices que te sientes mal? Quizá yo pueda ayudarte —ofreció Ayla.

—Tenemos un buen sanador y él probablemente ya ha hecho todo lo que puede hacerse. Me da medicinas para aliviar el dolor cuando las necesito. Creo que llegado el momento estaré listo para volver con la Gran Madre —dijo Romitolo, y cambió de tema—. ¿Cómo puedo conocer a tu lobo? ¿Qué tengo que hacer?

—Basta con que dejes que te huela, y tal vez que te lama la mano. Puedes tocarlo, si quieres, y acariciarle el pelo. Es muy dócil cuando yo se lo pido. Adora a los niños —explicó Ayla, y añadió—: ¿Has visto la angarilla en la que viaja La Que Es la Primera? Si te apetece montar en ella y dejarte llevar de aquí para allá por un caballo, estaré encantada de acompañarte a donde quieras ir.

—Y si necesitas que alguien cargue contigo —añadió Jondalar—, tengo unos hombros fuertes y ya he llevado así a otras personas.

—Os agradezco a ambos vuestros ofrecimientos, pero debo deciros que me canso si voy mucho de visita. Antes me encantaba. Ahora, incluso si alguien me lleva a cuestas, me resulta pesado. Estuve a punto de no hacer este viaje, pero si no hubiese venido, no se habría quedado nadie para ayudarme, y no me valgo solo. Aunque sí me gusta cuando la gente me visita a mí.

—¿Sabes cuántos años cuentas? —preguntó La Que Era la Primera.

—Unos catorce —respondió—. Llegué a la virilidad hace dos veranos, pero desde entonces las cosas han ido a peor.

La Primera asintió.

—Cuando un niño llega a la virilidad, su cuerpo quiere crecer —señaló.

—Y el mío no sabe cómo crecer debidamente —contestó Romitolo.

—Pero sí sabes pensar, y eso es algo que no todo el mundo puede decir —afirmó la Primera—. Espero que vivas muchos más años. Creo que tienes grandes cosas que ofrecer.

Las tres mujeres de la zelandonia se reunieron un rato después esa misma tarde en el campamento de los viajeros. Había demasiado bullicio en el amplio espacio de reunión. Lo que había empezado como un encuentro entre los zelandonia de la zona era ahora una Reunión de Verano improvisada, y quienes estaban preparando comidas habían invadido la parte techada del pabellón. A esa hora no había nadie más en el campamento, y la tienda para dormir de Ayla les sirvió como un lugar tranquilo para conversar. Aun así, hablaron en voz baja.

—¿Habría que administrar la cicuta esta noche, o deberíamos esperar a mañana por la noche? —preguntó la Primera.

—No veo necesidad de esperar. Creo que debemos acabar con esto lo antes posible —dijo la Zelandoni Primera—, y hay que cocer la berula fresca, aunque se conserva un tiempo. Tengo una ayudante, no exactamente una acólita, aunque colabora a menudo conmigo. Le pediré que prepare las raíces de cicuta.

—¿Le dirás qué son y para quién? —preguntó la Primera.

—Claro. Sería peligroso para ella no saber qué está guisando exactamente y para qué.

—¿Quieres que yo haga algo? —preguntó Ayla.

—Tú ya has cumplido con tu parte —respondió la Primera—. Para empezar, has cogido las plantas.

—Entonces me iré a buscar a Jondalar. No lo he visto en todo el día —dijo Ayla—. ¿Cuándo visitaremos el Lugar Sagrado?

—Creo que será mejor esperar unos días, hasta que esté resuelto este asunto de Balderan —respondió la Zelandoni Primera.

Balderan y sus hombres habían estado observando a Ayla y Jondalar, y también al lobo, muy atentamente, aunque con disimulo. Empezaba a oscurecer y se acercaba la hora en que se serviría la comida de la noche. Si bien no se consideraba oficialmente un banquete, sería un ágape comunal al que todos aportarían algo, de modo que daba la sensación de ser una celebración importante.

Ayla y Jondalar no sabían muy bien dónde tenían retenidos a los hombres, ya que el sitio cambiaba en función de quiénes los vigilaban. Absortos en su conversación, casi tropezaron con Balderan y sus hombres.

Balderan echó un rápido vistazo y vio que el lobo no los acompañaba. Los hombres que supuestamente los vigilaban también parecían distraídos.

—¡Hagámoslo ahora! —ordenó.

De pronto Balderan se abalanzó sobre Ayla, la agarró y al cabo de un instante le había rodeado el cuello con una correa de cuero.

—¡Apártate, o ella morirá! —exclamó Balderan a la vez que tensaba la correa. Ayla jadeó, intentando respirar.

Los demás hombres se habían armado ya con piedras que amenazaban con lanzar o utilizar para golpearla a ella o a quienquiera que los siguiese. Hacía tiempo que Balderan aguardaba ese instante. Lo tenía planeado todo en su cabeza, y ahora que se había apoderado de Ayla, sentía satisfacción. Iba a matarla, quizá no de inmediato, pero le proporcionaría un gran placer. Imaginaba cómo reaccionaría el gran «gigante bondadoso».

Pero Balderan no sabía que Jondalar había cultivado esa calma y esa actitud contenida como parte de su necesidad para controlarse en todo momento. En otro tiempo se había dejado arrastrar por el mal genio y sabía de qué era capaz.

Lo primero que acudió a la cabeza de Jondalar fue «¡Cómo se atreve alguien a hacer daño a Ayla!». Esta vez no fue un ataque de mal genio, sino una reacción.

En un abrir y cerrar de ojos, antes de que a ninguno de los hombres se le ocurriera siquiera moverse, Jondalar dio dos largas zancadas y se situó detrás de Balderan. Se inclinó hacia él, le agarró las dos muñecas y lo obligó a apartar las manos de Ayla, casi partiéndole los brazos. Acto seguido, soltándole un brazo, le dio media vuelta y le golpeó en pleno rostro con el puño. Estaba a punto de golpearle de nuevo, pero el hombre se desplomó, aturdido, manándole ya la sangre de la nariz rota.

Balderan se había equivocado por completo al juzgar a Jondalar. No sólo era enorme, sino que además era fuerte y tenía buenos reflejos, habituado como estaba a controlar un corcel brioso. Corredor no era un caballo domesticado; era un caballo adiestrado. Jondalar había vivido con él desde el día que nació y lo tenía bien enseñado, pero Corredor poseía aún todos los instintos naturales de un corcel de gran vigor y a veces caprichoso. Se requería una fuerza considerable para dominarlo, y gracias a eso Jondalar se mantenía en buena forma.

Balderan había doblado la correa de cuero que antes empleaba para atarse el jubón, y esta colgaba ahora del cuello de Ayla. Había dejado en su piel marcas de un rojo intenso, visible incluso al tenue resplandor de las fogatas, un poco alejadas de allí. Ya demasiado tarde, la gente corría en dirección a ellos. Había ocurrido todo muy deprisa. Varios zelandonia, incluida la Primera, acudieron a ayudar a Ayla, pero ella intentaba tranquilizar a Lobo, y Jondalar no se apartaba de su lado.

Las personas con las que la Zelandoni Primera había hablado sobre lo que debía hacerse con Balderan estaban ahora reunidas en torno a él mientras yacía en el suelo. De pronto Aremina, la mujer que había sido violada y cuyo compañero él había asesinado, le asestó una patada. A continuación, la mujer que había perdido a su hija después de ser retenida y maltratada por él le dio también un puntapié. Después un hombre que había sufrido una brutal paliza a manos de aquellos hombres tras ver cómo violaban a su compañera y su hija, le lanzó un puñetazo al rostro, rompiéndole aún más la nariz. Los hombres de Balderan intentaban retroceder, pero estaban ya rodeados, y uno de ellos recibió un puñetazo en la cara.

Ya era imposible detener a la muchedumbre colérica. Todos los que habían padecido las atrocidades de Balderan y sus hombres se resarcieron, y más. La multitud se convirtió en turbamulta. Había ocurrido todo tan deprisa que al principio nadie supo qué hacer, pero finalmente intervinieron los zelandonia para impedirlo. Ayla, entre ellos, gritaba:

—¡Basta! ¡Basta ya! Estáis actuando como Balderan.

Pero la gente no podía detenerse. Afloró a la superficie toda su frustración, su sentimiento de impotencia y humillación.

Cuando la gente se serenó y miró alrededor, los cuatro hombres yacían desmadejados en el suelo, ensangrentados. Ayla se agachó junto a Balderan y vio que estaba muerto, como también otros dos. En total, habían muerto tres, y uno se aferraba a duras penas a la vida; era el que había preguntado cómo podía reparar el daño causado. El lobo, junto a Ayla, observaba la escena atentamente y emitía un gruñido gutural. Ayla se dio cuenta de que el animal no sabía qué hacer. Se sentó en el suelo y le rodeó el cuello con los brazos.

La Primera se acercó a ella.

—No es esto lo que yo esperaba —dijo—. No me había dado cuenta de que la rabia contenida era tan grande, pero debería haberlo imaginado.

—Balderan se lo ha buscado —dijo la Zelandoni Primera—. Si no hubiese atacado a Ayla, Jondalar no lo habría golpeado. Una vez abatido, la gente que había sufrido por su culpa no ha podido controlarse. Han visto que no era invencible. Parece que ya no vamos a necesitar la cicuta. Habrá que pensar en cómo deshacerse de ella debidamente.

Todo el mundo seguía tenso y sobreexcitado. Muchos tardaron un rato en tomar conciencia de lo ocurrido. Quienes habían participado empezaron a experimentar diversas emociones: algunos, vergüenza por lo que habían hecho; otros, alivio, pena, agitación, incluso euforia, al ver que Balderan por fin había recibido lo que merecía.

Levela se había quedado con Jonayla cuando Lobo salió corriendo de la tienda, pese a que quiso seguirlo. Ayla, al volver, tenía manchas de sangre, la sangre de Balderan, y su hija se asustó. Le aseguró que no era sangre suya, sino de un hombre que se había hecho daño.

A la mañana siguiente, Jondalar fue a ver a las zelandonia que se hacían llamar la Primera para decirles que Ayla deseaba quedarse en su tienda a descansar ese día. Aún le dolía la garganta por el intento de estrangulamiento. Todos los zelandonia locales habían hablado de cómo ayudar a la gente, y de si debían convocar otra reunión, o aguardar a que cada cual acudiera a ellos.

Cuando Jondalar se alejaba, advirtió que la gente lo observaba, pero no le importó. Y no oyó los comentarios. Los hombres admiraban su fuerza y su velocidad, la rapidez de su reacción. Las mujeres lo admiraban a él sin más. Tener un hombre así, tan apuesto, tan presto a actuar en defensa de su mujer, ¿quién no querría un hombre así? Si los hubiese oído hablar, le habría traído sin cuidado. Él sólo deseaba llegar junto a su Ayla y asegurarse de que estaba bien y de que todo permanecía en orden.

Al cabo de un tiempo lo que se contaba una y otra vez era la historia del ataque de Balderan a Ayla y la rauda actuación de Jondalar en su defensa, no el tumulto resultante, que acabó con la muerte a golpes de tres hombres, y posiblemente de un cuarto, pese a que Gahaynar seguía aferrándose a la vida. Los zelandonia tuvieron que decidir cómo deshacerse de los cadáveres. Eso planteaba un dilema. No querían honrarlos de ninguna manera, así que no habría ceremonia, pero sí deseaban asegurarse de que sus espíritus regresaban junto a la Madre. Al final llevaron los cadáveres a las montañas y los dejaron en lo alto de un monte, expuestos a toda clase de carroñeros.

Los miembros de las cavernas cercanas se quedaron unos días más allí acampados y luego empezaron a irse poco a poco para reanudar sus rutinas una vez acabadas las emociones. Tendrían muchas historias que contar sobre los visitantes, La Que Era La Primera y su acólita, que controlaba a un lobo y tres caballos, y que les enseñó una serpiente de dos cabezas, y que los ayudó a librarse de Balderan. Pero las versiones de lo ocurrido a Balderan y su banda probablemente serían distintas según el papel desempeñado por cada cual en los sucesos.

Ayla estaba cada vez más inquieta e impaciente por marcharse. Decidió que ese era buen momento para acabar de secar la carne de bisonte: le proporcionaría algo que hacer. Con estacas y cuerdas, construyó un tendedero y encendió fogatas humeantes debajo y alrededor. La carne cruda atraía a los insectos, por ejemplo los mosquitos, que ponían en ella sus huevas, con lo que podía estropearse. El humo los ahuyentaba, y de paso daba sabor a la carne. A continuación empezó a cortar los trozos de bisonte en tiras uniformes. Levela no tardó en sumarse a la tarea, y poco después la siguieron Jondecam y Jondalar. Como Jonayla también quería ayudar, Ayla le enseñó a cortar la carne y le asignó una sección del tendedero para poner a secar sus tiras. Willamar y sus dos ayudantes llegaron al campamento al mediodía, muy exaltados.

—Hemos pensado que al marcharnos de aquí estaría bien seguir el Gran Río hacia el sur hasta llegar al Mar del Sur —propuso Willamar—. Después de tan largo viaje, sería una lástima no verlo, y nos han dicho que esta es la mejor época para trocar conchas. Tienen muchas de las pequeñas y redondas, y también de esas otras alargadas tan bonitas que se llaman dentalium, y unas conchas de vieira preciosas, e incluso bígaros, según me han contado. Podríamos quedarnos con unas cuantas y trocar otras con la Quinta Caverna.

—¿Qué tenemos para ofrecerles a cambio de las conchas? —preguntó Jondalar.

—De eso quería hablar contigo. ¿Crees que podrías encontrar un buen pedernal y hacer unas cuantas hojas y puntas para cambiar por las conchas? Y quizá podríamos añadir parte de la carne que se está secando, ¿eh, Ayla?

—¿Cómo sabes que es la época de trueque y cómo conoces todas esas conchas? —preguntó Levela.

—Acaba de llegar un hombre del norte. Tenéis que conocerlo. También es comerciante, y trae unas tallas de marfil magníficas —respondió Willamar.

—Yo conocí a un hombre que tallaba el marfil —dijo Ayla con cierta nostalgia.

Jondalar aguzó el oído. Él conocía a ese tallador de marfil. Era un artista extraordinario, con mucho talento, y el hombre por quien había estado a punto de perder a Ayla. Aún se le formaba un nudo en la garganta al recordarlo.

—Me gustaría conocer a ese hombre y ver sus tallas, y no me importaría ver el Mar del Sur. Sin duda, encontraremos algo que trocar. ¿Qué más podríamos intercambiar? —preguntó Jondalar.

—Casi cualquier cosa que esté bien hecha o que sea útil, sobre todo si es poco corriente —contestó Willamar.

—Como los cestos de Ayla —propuso Levela.

—¿Por qué mis cestos? —preguntó Ayla, un poco sorprendida—. Son cestos muy sencillos, sin adornos siquiera.

—Por eso mismo. Parecen cestos sencillos, hasta que te fijas en ellos —contestó Levela—. Están muy bien hechos, son perfectamente herméticos y uniformes, y tienen una trama muy poco común. Los que son impermeables se conservan mucho tiempo, y los menos tupidos también duran una eternidad. Cualquiera que entienda de cestos se quedará con los tuyos antes que con otros más vistosos, pero no tan bien acabados. Incluso tus cestos desechables son demasiado buenos para desecharlos.

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